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Reede creía que no había estado tan cansado en toda su vida, pero sabía que
lo que le hacía sentirse tan mal era una acumulación de circunstancias. Y la joven
vertiendo la cerveza en su cabeza fue la gota que colmó el vaso. Ese mismo día
había llamado a seis personas con las que compartió estudios en la universidad
para ofrecerles su trabajo. Elogió tanto la vida en Edilean, que el nirvana en
comparación era un erial, pero la respuesta siempre fue la misma: no.
—¿Pretendes que traslade a toda mi familia a una ciudad olvidada de la
mano de Dios durante dos años y medio? ¿Y después qué? ¿Tendré que
marcharme cuando vuelva tu primo?
A nadie le interesaba. Reede incluso llamó a uno de sus profesores de
universidad para hacerle la oferta. Quizá le gustaría retirarse en una pequeña
ciudad, en la que solo tendría que tratar sarpullidos provocados por la hiedra
venenosa. Pero su profesor solo se rio de Reede.
—¿Quieres que deje las comodidades de una ciudad universitaria por las
limitaciones de una ciudad pequeña? Gracias, pero no.
No importó cuánto lo intentase, no pudo conseguir que nadie ocupase su
lugar. Incluso estuvo tentado de subir a su coche y simplemente alejarse de allí.
¡Que se fueran todos al diablo! Estaba harto de que lo comparasen con su primo
Tristán, harto de que la gente dijera: «Pues el doctor Tris hubiera...» El vacío podía
llenarlo con un millón de cosas distintas.
Si Reede no hubiera crecido en Edilean, no tendría ni idea de lo que querían
decir: lo malo es que lo sabía perfectamente. El problema era que «los Tristán» de
este mundo creían que su destino era ser médico de Edilean. Desde que se fundara
la ciudad en el siglo XVIII, el médico oficial de la ciudad había sido un Aldredge.
Eso es lo que la gente quería, no deseaban algo distinto.
Pero, a lo largo de los años, la familia Aldredge se había escindido y ahora
existían dos ramas. Una era la heredera de Aldredge House, la mansión situada
fuera de la ciudad, junto a un lago magnífico, y sus ocupantes eran los médicos de
la ciudad; los «otros» Aldredge no habían heredado la casa y se dedicaban a otros
menesteres.
El problema se presentó cuando Reede, al igual que su primo Tris, se
convenció de que había nacido para ser médico. En otras familias, esa decisión
habría sido jaleada, pero en el caso de Reede se tomó como una rareza. «¿También
quieres ser médico?», preguntaron, mirándolo como si hubiera dicho que quería
hacerse injertar un tercer brazo.
El único que no vio nada extraño en su decisión fue el propio Tristán. Para
él era lo más lógico del mundo, no entendía que alguien no quisiera ser médico.
Los dos chicos, nacidos el mismo año, eran primos terceros y crecieron
siendo amigos. Hablaban habitualmente de su profesión como de algo imposible
de cambiar, y eso hacía que Reede estuviera seguro acerca de su futuro.
Quizá se sintiera un poco celoso de Tristán, pero no podía evitarlo. Tris
viviría en la ciudad, en la casa donde nació y, por la forma como lo perseguían las
chicas, parecía que no tendría problemas en encontrar a alguien con quien
compartir su vida.
Reede era una persona muy distinta. Allí donde Tris no tenía problemas
para mezclarse con la gente, jugar deportes de equipo y tener citas con todas las
chicas que le dedicasen una sonrisa, Reede siempre había sido un solitario. Tenía
unos cuantos buenos amigos, pero no se sentía cómodo en medio de un grupo
numeroso.
En cuanto a las chicas, nunca sintió la suficiente confianza para pedirles
citas o que salieran con él. Unas cuantas se le habían acercado y flirteado con él,
incluso pedido que saliera con ellas, pero en las escasas ocasiones en que aceptó,
siempre las había aburrido hablándoles de medicina. Cuando tenía catorce años
conoció a Laura Chawnley. Su familia acababa de instalarse en Edilean y, cuando
fue presentada a toda la clase, parecía tan asustada que Reede creyó que iba a
echarse a llorar. Más tarde la vio en uno de los pasillos, intentando reunir todos
sus libros en un solo montón con un éxito más bien escaso. Le sonrió torpemente,
tenía el aspecto de necesitar que alguien la rescatara y Reede lo hizo.
Le llevó los libros, se aseguró de que supiera cuáles eran sus clases y
horarios, y la presentó a los demás alumnos. Era tan vergonzosa que permaneció
tras él, casi como si tuviera miedo de mirar o de que la miraran. Laura le hizo
sentirse a gusto desde el primer instante, dependiente de él para todo: conocer a la
gente, saber dónde sentarse, incluso llevar el peso de las conversaciones. A Reede
le encantaba hablarle de su futuro, de sus sueños... sueños en los que la incluyó
desde el principio.
Su madre tenía un punto de vista diferente. Ella decía que Laura esperaba
sentada a que Reede se lo solucionara todo. A él, que había sufrido toda su vida el
dinamismo de su madre y de su hermana, la tranquila pasividad de Laura le
resultaba estimulante. Y, lo más importante, con ella podía vislumbrar su futuro.
Sabía que se casarían, que vivirían en Edilean y que tendrían hijos. Reede incluso
sabía la casa que comprarían. Como la Aldredge House de Tristán estaría fuera de
la ciudad, sobre un terreno de unos ocho kilómetros cuadrados, y necesitaría unos
cuantos arreglos. Reede y Tris se repartirían la consulta de Edilean y... bueno, esa
sería su vida.
Desde su punto de vista, la única mancha en aquel plan perfecto eran las
habladurías de la gente, sobre todo de su madre. Cierta vez le dijo que, por más
que lo intentase, nunca sería como Tristán. Cuando le contestó que no tenía ni idea
de lo que estaba hablando, hizo un amplio ademán como intentando abarcar todo
su dormitorio. Las paredes estaban repletas de pósters de viajes: Egipto, Petra, las
islas Galápagos...
—¿Cómo piensas visitar todos esos países si te instalas en Edilean con
Laura?
—Iremos juntos —replicó Reede con entusiasmo—. Laura quiere viajar
tanto y hacer tantas cosas como yo. Y Tristán se encargará de la consulta en nuestra
ausencia.
—Por lo que he visto de esa chica —dijo su madre, escéptica—, hasta tiene
miedo de cruzar sola la calle. —Reede la fulminó con la mirada, y ella alzó las
manos en signo de rendición—. Está bien, está bien. La conoces mejor que yo, pero
me pregunto si no te dice lo que quieres oír porque la intimidas.
—¿Intimidada? ¿Por mí? Me tomas el pelo. —Reede bajó el tono de voz—.
Mamá, sé que lo haces con buena intención, pero es verdad que no conoces a Laura
tanto como yo. Es dulce, considerada y...
—Y una frustrada —soltó Kim desde la puerta—. Está contigo porque la
incluyes en todos tus planes. ¿Crees que la aceptaron en el Comité del Anuario a
causa de su gran personalidad?
—Eres una... —empezó Reede, pero su madre lo detuvo.
—¿Te importa, Kim? Esta es una conversación privada.
—Como queráis —aceptó Kim, encogiéndose de hombros antes de
desaparecer.
Años después, cuando regresó de la facultad de Medicina, descubrió que
Laura lo había abandonado. Con una frialdad y un desapego que lo dejaron
atónito, le dijo que se había enamorado y que se iba a casar con un hombrecito de
acuosos ojos azules, y que se convertiría en la esposa de un pastor baptista. El
mundo de Reede se hundió bajo sus pies. Pasó semanas sin saber qué hacer con su
vida. Si no tenía a nadie con quien compartirla, si iba a estar solo, ¿de qué servía
convertirse en médico? Durante esas semanas, todo lo que pudo hacer fue
contemplar la televisión con ojos vacíos.
Incluso tuvo un momento increíblemente bajo, cuando ascendió hasta
Stirling Point y saltó del acantilado al agua. Mientras se hundía, pensó que
tampoco estaría tan mal si nunca emergía de nuevo. De no ser por Jecca, la
agradable amiga de su hermana que saltó para salvarlo, casi ahogándose ella
misma en el intento, Reede se preguntaba si seguiría vivo. Después, se sintió tan
avergonzado por su depresión y su insensata conducta que casi le había costado la
vida a Jecca, que hizo las maletas y huyó de casa.
Había vuelto de la facultad, pero raramente volvería a Edilean. Al principio,
únicamente podía pensar que estaba solo. Real y desesperadamente solo. Pero no
tardó en descubrir algunas ventajas en tal situación. Su primera incursión en un
Mundo-Sin-Laura fueron las chicas. Más tarde, se presentó voluntario para los
trabajos que nadie quería, como las misiones de rescate. Era el primero en ponerse
un traje ignífugo y lanzarse hacia un edificio ardiendo para rescatar a los atrapados
por el fuego.
Parecía que cuanto más peligrosa fuera la misión, más deseaba llevarla a
cabo. Tras su temporada como residente se trasladó a África, y descubrió que allí
encajaba a la perfección. La vida de una pequeña ciudad como Edilean lo había
preparado para la vida de un pequeño poblado africano.
Lo que no quería aceptar era lo bien que le sentaba haberse liberado del
estigma de no ser Tristán. No se había dado cuenta de que, durante toda su vida, lo
habían comparado con su primo sin poder llegar nunca a su altura. Reede era un
Aldredge y era un médico, pero no era Tristán. Tris sabía hacer que la gente se
riera con él; Reede era demasiado serio. Tris se preocupaba por todo el mundo;
Reede no podía soportar a la gente que exageraba o se inventaba enfermedades.
Tris era dulce y agradable, siempre de buen humor; Reede prefería pasar el tiempo
solo, y se encargaba de que la gente lo supiera. La lista podría seguir, y seguir, y
seguir. En Oriente Medio, en el desierto de Gobi o en cualquier otra parte del
mundo que no fuera Edilean. Reede no podía ser comparado con nadie. Y quizá
fuese egoísta, pero le gustaba ser apreciado por lo que hacía, por arriesgarse
ayudando a la gente.
No fue hasta que volvió a Edilean para ayudar a Tris cuando este se rompió
el brazo, que Reede empezó a verlo todo con más claridad. No era de extrañar que,
debido a las constantes comparaciones, quisiera marcharse y no volver nunca más.
Tras la primera semana en la consulta de Tristán, empezó a contar los días que
faltaban para poder abandonar Edilean para siempre.
El personal de Tris consistía en dos mujeres: una, la que estaba a punto de
jubilarse, casi lo había vuelto loco. Todas sus frases empezaban con un: «El doctor
Tris siempre...» Ambas parecían esperar que Reede caminase, hablase, comiera y
respirara exactamente como Tristán Aldredge. Que Reede no fuera como su primo
hacía que girasen los ojos, compusieran muecas y mascullasen entre dientes. Reede
nunca parecía contentarlas y al final se había rendido. Además, cuando descubrió
que tendría que soportar todo aquello durante tres años, mientras su amado
Tristán estaba en Nueva York, la facultad de Reede para sonreír se esfumó.
Una de las ayudantes decidió retirarse antes de tiempo y, para sustituirla,
contrató a una chica que parecía saltar a cada palabra que le dirigía. La verdad era
que, en aquel momento, tenía acumulada tanta rabia en su interior que
probablemente les ladraba más que hablaba.
Y lo del día anterior había sido el colmo. Se estaba permitiendo la debilidad
de contarle sus quejas a Roan y a Russell, cuando una joven preciosa le derramó
una jarra de cerveza por la cabeza. Reede quedó tan desconcertado que no pudo
reaccionar, permaneció sentado contemplándola y boqueando como un pez. Dado
que durante toda su estancia en Edilean se había acostumbrado a que la gente le
contara sus enfermedades, los veía a todos como enfermos. En algún momento su
desgracia había superado su capacidad para apreciar a una chica guapa y sana.
Cuando la joven se marchó del restaurante, Reede se sorprendió de que
algunos clientes la aplaudieran. ¿Tan malo era, que la gente aplaudía que lo
atacaran físicamente?
Russell salió tras la chica, muy en su papel de pastor, pero Roan fue hasta la
barra y regresó con un par de toallas. Se las lanzó a Reede.
—No sé qué le habrás hecho a esa chica, pero me da la impresión de que un
montón de gente cree que te lo merecías.
Esperó mientras Reede intentaba secarse parte de la cerveza, y después se
marcharon juntos. Reede procuró no cruzar su mirada con la de los presentes, pero
no pudo evitar percibir algunas sonrisas.
«Mañana —pensó, mientras se iban del restaurante—, mañana contactaré
con más gente y haré todo lo posible para convencerla de que me sustituyan en
Edilean.»
Pero eso fue ayer. Se había pasado todo el día en el hospital de Newport y
llamado a compañeros de los que apenas se acordaba. Había rogado, suplicado,
incluso intentado sobornar, pero nadie aceptó el trabajo. No consiguió nada.
Así que, ahora, volvía en coche a su deprimente apartamento. Mientras
aparcaba en la parte trasera del edificio, se fijó en que las luces del piso superior
estaban encendidas. Lo primero que pensó fue que se trataba de un paciente que lo
estaba esperando. O algo peor: una mujer que veía en Reede un desafío que
superar.
Se lanzó por las escaleras, esperando... No, no sabía qué esperar al abrir la
puerta.
Todo lo que había imaginado no se acercaba ni de lejos a lo que se encontró.
Para empezar, el apartamento estaba limpio. No solo superficialmente, como solían
hacer las dos mujeres que había contratado y despedido, sino que las superficies
brillaban. Los horribles muebles parecían más nuevos. Había media docena de
cojines en el sofá, y sus colores hacían que el salón pareciera casi alegre. Se giró
para dejar su maletín en el suelo, junto a la puerta, y descubrió una pequeña mesita
que antes no estaba allí y, sobre ella, un bol cromado. Dejó las llaves en su interior.
Dubitativamente, como si tuviera miedo de que si se movía demasiado
deprisa aquel sueño desaparecería, se adentró un paso en la sala. Fue entonces
cuando el olor llegó hasta él.
¿Comida? ¿Era comida? Normalmente cenaba cualquier cosa congelada,
pero aquel aroma no podía ser de nada precocinado. Como si fuera un personaje
de dibujos animados, siguió su nariz hasta la cocina. Levantó la tapa de una olla
situada sobre uno de los fogones y aspiró un aroma delicioso. Era una especie de
sopa de color anaranjado. No pudo resistir la tentación de meter el dedo y después
chupárselo. Divino.
En la nevera descubrió una bandeja con pollo, vegetales y una nota:
«Microondas. Cinco minutos.» En el cajón de las verduras encontró una ensalada,
y en la propia puerta del frigorífico halló una botella de vino blanco. Mientras lo
reunía todo, vio que de la puerta del horno colgaba otra nota: «Abrir.»
Allí encontró un tazón con una masa blanda que rezumaba jugo y una
costra crujiente encima. Reede solo tardó cinco minutos en reunirlo todo y llevarlo
a la mesa del comedor, donde ya había un mantel individual y cubiertos.
Lo devoró todo. Hasta la última cucharada de sopa, hasta la última migaja
de pollo, y prácticamente lamió el bol con el postre de manzana. De la botella de
vino no quedó ni una sola gota.
Cuando terminó, se echó hacia atrás en la silla y se dio cuenta de que la sala
no parecía tan inhóspita como de costumbre. Cuando sonó el teléfono, no dudó en
descolgarlo.
—¿Qué te parece Sophie? —preguntó Kim.
—¿Sophie?
—Sí, tu nueva empleada, ¿recuerdas?
—Creo que me la he comido.
—¿Estás borracho? —Kim se extrañó.
—Suelo estar más sobrio.
—¿Ha cocinado para ti?
—Eso creo —titubeó Reede—. Al menos, alguien lo ha hecho: sopa
anaranjada, pollo relleno con nosequé y judías verdes, una fruta hecha puré y...
—Probablemente chirivía. Solía hacerlas para Jecca y para mí. Pero lo que
quiero saber es si te ha gustado.
—No lo sé, no la he visto —reconoció Reede con una sonrisa—. Cuando
volví, mi apartamento estaba limpio y la comida preparada.
Kim empezó a comprender lo que había pasado.
—¿Así que no era tu habitual cena congelada de Treeborne? ¿Encontraste
incluso una botella de vino?
—Exactamente. —Reede se dejó caer en el sofá—. Y también me ha
comprado unos cuantos cojines.
—Ah, ¿sí? —Kim no había escuchado a su hermano de tan buen humor
desde que aceptase el trabajo en Edilean. Quizás era mejor que no se hubiera
encontrado con Sophie. En la universidad, los chicos se convertían en idiotas
balbuceantes en cuanto la veían. Su belleza, además de su estupenda figura,
circuitaba sus cerebros—. ¿Qué piensas hacer mañana?
—Estaré en Richmond todo el día.
—¿Por qué? —quiso saber Kim, con un tono que más parecía una exigencia
que una pregunta.
—No es asunto tuyo, pero quiero estar presente en una cirugía ocular.
—No estarás enviando fuera a tus pacientes de Edilean, ¿verdad? —se
extrañó ella.
—No voy a quedarme para siempre en esta ciudad. En cuanto Tris se harte
de la gran ciudad, yo...
—No te olvides de la fiesta McTern de Halloween —le cortó Kim—. Es el
sábado. ¿De qué irás disfrazado?
Reede se dio cuenta de que se estaba quedando dormido.
—¡Reede! —gritó su hermana, como si hubiera adivinado su sopor—. Tienes
que llamar a Sophie para darle las gracias, y de paso puedes invitarla a salir. Vas a
tomarte el sábado y el domingo libre, ¿verdad?
—Supuestamente.
—¿Qué significa eso?
—Aparentemente.
—¡Sé lo que significa la palabra! ¿Por qué los hermanos mayores siempre
creen que los hermanos pequeños somos idiotas? Lo que te pregunto, Reede, es
qué significa esa palabra para ti.
—Significa que estoy de servicio veinticuatro horas al día, siete días a la
semana. Media ciudad se pone enferma los fines de semana.
—Pues este fin de semana no. Este fin de semana vas a asistir a la fiesta de
Halloween.
—No, no pienso hacerlo. Odio ese tipo de cosas, he pasado demasiado
tiempo en países donde aún creen en la brujería. Halloween no me parece
divertido.
—Estás buscando una excusa para no ir.
—Parece que después de todo no eres tan tonta.
—Cuando llames a Sophie, ¿por qué no le pides salir? Rompe el hielo en la
fiesta, porque tienes que ir. Pero antes llama a Sophie, ¿me escuchas? Llama a
Sophie.
—No tengo su número.
—Llama al mío. Está viviendo en mi casa.
—Está bien, de acuerdo —susurró.
Y colgó el teléfono.