Título original: Moonlight Masquerade

Traducción: Francisco Pérez Navarro

1.ª edición: febrero, 2015

© Jude Deveraux, 2013

© Ediciones B, S. A., 2015

Prólogo

Edilean, Virginia

—¡Dimito! —anunció Heather—. No aguanto más el

malhumor de ese hombre.

Estaba en la recepción del consultorio del doctor Reede Aldredge y hablaba

con sus otras dos empleadas, Alice y Betsy.

Alice quería jubilarse y estaba desesperada porque Heather, joven, recién

casada y recién llegada a Edilean, ocupara su puesto, pero esta tenía problemas

para ajustarse a la afilada lengua del doctor Reede. Que Betsy y Alice recurrieran a

un supuesto «afán perfeccionista» para disculparlo, no ayudaba.

—Nunca tiene una palabra amable para nadie —argumentaba tozudamente.

—Es su forma de ser. Pero normalmente tiene razón. Hoy mismo lo he

saludado con un «Buenos días», y me ha respondido: «¿Cómo voy a saberlo si no

he podido salir de la consulta?» Y ayer le dijo a la señora Casein que su único

problema era que comía demasiados pastelitos de los que hace su marido.

Betsy y Alice la miraron fijamente sin responder. La primera rondaba los

cincuenta años, vivía en Edilean desde los seis y se alegraba de no ser enfermera

como Heather. Su trabajo se limitaba a sentarse todo el día frente a la pantalla del

ordenador y atender el teléfono, lo que la mantenía casi toda la jornada laboral

lejos del doctor Reede.

A Heather no le fue difícil deducir el tipo de mirada que las otras dos

mujeres le dirigían.

—Lo sé, lo sé —aceptó—. Eso de los pasteles es verdad. Pero ¿no podría

intentar ser un poco más diplomático? ¿Es que ni siquiera ha oído hablar de los

buenos modales? La semana pasada Sylvia Garland salió llorando de la consulta.

Fue todo, menos simpático.

Las dos mujeres repitieron la misma mirada.

—¡¿Qué pasa?! —preguntó Heather, exasperada.

Se había instalado en Edilean porque su marido trabajaba cerca de allí, y

opinaba que una ciudad pequeña era un lugar estupendo para criar a sus futuros

hijos. Además, le encantó conseguir un trabajo de enfermera tan cerca de su nueva

casa. De eso hacía ya tres semanas, y ahora ya no estaba segura de querer

conservar aquel empleo. Se había pasado toda la semana asegurando que iba a

dimitir.

Betsy fue la primera en responderle.

—Todos en la ciudad saben que Sylvia Garland no sale con las otras chicas

las noches de los martes... todos excepto su marido. Ella prefiere quedarse

durmiendo, y el doctor Reede se lo dijo.

—¿Y eso es asunto suyo?

—Las enfermedades contagiosas lo son, supongo —le explicó Alice—.

Además, el doctor Reede solía trabajar con gente que tenía problemas graves, como

elefantiasis o lepra.

Heather conocía el trabajo desarrollado por el doctor Reede en todo el

mundo, pero no le parecía una buena excusa.

—Si cree que las enfermedades de una ciudad pequeña no son dignas de su

atención, ¿por qué no se marcha a otra parte?

Las otras dos mujeres volvieron a intercambiar miradas, y finalmente fue

Alice la que se decidió a hablar.

—Ya ha intentando que alguno de sus colegas se haga cargo de la consulta.

—Pero, hoy en día, a los médicos solo les importa ganar mucho dinero —

añadió Betsy—. Y tampoco quieren vivir en una ciudad pequeña como esta,

atendiendo a pacientes que hablan demasiado y a turistas que se quejan de las

picaduras de los mosquitos.

—Aunque disfrutó mucho del rescate del mes pasado —dijo Alice—,

cuando tuvo que descender por aquel precipicio.

—¡Genial! —exclamó Heather—. ¿Se sentiría más feliz si todo el mundo se

despeñara por una montaña?

Por un instante, tanto Alice como Betsy parecieron sopesar la idea. También

estaban bastante hartas del sempiterno malhumor del doctor Reede. De hecho,

aunque no lo admitiera, esa era la verdadera razón por la que Alice había optado

por una jubilación anticipada.

Heather se dejó caer en una silla plegable junto a la fotocopiadora.

—¿Es que no tiene vida personal? ¿Una novia o algo así? Es guapo... o lo

sería, si no anduviera siempre con el ceño fruncido. ¿Es que no ha sonreído en toda

su vida?

—Antes solía sonreír mucho —reconoció Betsy—. Cuando era pequeño le

encantaba venir a visitar al padre de su primo Tristán, que era el médico titular.

Reede era un niño adorable y muy seguro de sí mismo. Siempre supo que quería

ser médico, pero...

—¿Qué? ¿Qué pasó? —urgió Heather.

—Laura lo dejó y se casó con el pastor baptista —respondió Alice.

—¿Dónde?

—¿Dónde qué? —se extrañó Alice.

—¿Dónde encontró esa tal Laura a un baptista tan interesante como para

abandonar a un tío bueno como el doctor Reede? —preguntó Heather.

—¿Te parece que está bueno aunque no sonría nunca? —se interesó Alice.

—Si no lo conociera y me lo cruzara por la calle, pensaría que es atractivo.

Pero en cuanto abriera la boca, saldría corriendo. Y no os desviéis del tema, ¿dónde

encontró Laura a su pastor?

—Aquí mismo, en Edilean. Vive aquí desde que sus padres se instalaron en

los años setenta.

—¡Un momento! —Heather la interrumpió—. ¿No estaréis hablando de

Laura Billings, la esposa del pastor baptista de Edilean?

—La misma —admitió Alice.

—Pero si es...

—¿Es qué? —preguntó Alice.

—Un muermo —respondió Heather—. Tiene el aspecto de haber sido

siempre la madre de alguien. No me la imagino como «El Gran Amor» de nadie.

—Pues lo fue. Reede y ella fueron inseparables desde séptimo u octavo, y

durante toda su época de instituto. Después, él se fue a estudiar a la facultad de

Medicina y ella hizo buenas migas con el pastor. —Betsy bajó el tono de voz—. Los

rumores dicen que el doctor Reede se deprimió tanto que intentó suicidarse y todo,

pero lo salvó la esposa del doctor Tris. Pasó antes de que se casara, cuando ella era

todavía una adolescente.

—¡Uauh! —exclamó Heather—. «Drama en una pequeña ciudad.» ¿Estáis

sugiriendo que el doctor Reede ha estado de malhumor desde que la señora

Billings se lio con otro hombre?

—Más o menos... aunque nunca lo admitirá —reconoció Betsy—. Durante

años fue un héroe para todo el mundo.

—Sí, lo sé, todos lo comentan —admitió Heather—. Estuvo en África, en

Afganistán y en un montón de países de los que nunca he oído hablar, pero no es

excusa para su comportamiento actual.

—Si quieres saber mi opinión —aventuró Alice—, ese chico intentó ir tan

rápido que dejó atrás su propio pasado.

—Y ahora está atrapado aquí, en Edilean. —Betsy suspiró.

—Haciendo que todos sepan que no quisiera estarlo —añadió Heather.

—La verdad es que... —Betsy titubeó—, es que hace mucho bien aquí, pero

no deja que la gente se entere.

—Ya lo sé —admitió Heather—. Es un buen médico. Eficiente, cuando

menos.

—No, es más que eso —insistió Betsy—. Él... mira, deja que te explique algo

que pasó hace un par de meses.

Betsy le contó que estaba sentada frente a su mesa, repasando facturas

impagadas, cuando el doctor Reede salió de la sala de consulta. Hacía mucho

tiempo que había aprendido a no abrir la boca mientras rondara por allí, ya que

nunca se sabía cuándo tenía uno de sus «berrinches», como los llamaban Alice y

ella. Sus respuestas a un saludo solían variar de un gruñido a un «¿Es que no tiene

nada que hacer?».

Ese día, el doctor Reede se quedó de pie, frente a ella, hasta que apartó los

ojos de la pantalla del monitor.

—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó dubitativamente.

—¿Cuándo tiene que volver a visitarse el señor Carlisle?

—Mañana, doctor —respondió ella, tras consultar los horarios.

Dado que el señor Carlisle era un hipocondríaco recalcitrante que buscaba

más atención que medicinas, le preguntó si debía cambiar la cita. El doctor Reede

dudó.

—¿Y las señoras Springer y Jeffrey?

La señora Springer era una mujer de mediana edad muy agradable, que

solía traerles galletas cada vez que acudía a la consulta; mientras que la señora

Jeffrey tenía una hija de seis años y ahora estaba embarazada de gemelos.

—El miércoles —informó Betsy—. La señora Springer a las nueve de la

mañana, y la señora Jeffrey a las tres de la tarde.

—Cambia todas las citas al viernes —ordenó el doctor Reede—. Carlisle a

las diez, Springer a las diez y cuarto y Jeffrey a las diez y media.

—Pero... —empezó Betsy. Sabía que era imposible librarse del señor Carlisle

en solo quince minutos, y la visita de la señora Springer era para realizar su

revisión anual. Aquello provocaría un atasco, y serían Betsy y Alice quienes

tendrían que disculparse ante las visitas posteriores.

—Hazlo —cortó el doctor Reede, antes de volver a la sala de consulta.

—¿Y qué pasó? —se interesó Heather.

—Que todos llegaron a la hora prevista y pasó lo que era predecible —

explicó Alice, guiñando un ojo.

—¿Eso qué significa? —preguntó Heather.

—Significa que el señor Carlisle tardó cuarenta y cinco minutos en la

consulta y durante ese tiempo...

—Las dos mujeres se ayudaron la una a la otra —terminó Betsy. Las dos

habían trabajado tanto tiempo juntas que, muchas veces, una terminaba las frases

de la otra—. La señora Springer dejó sus agujas de hacer punto a un lado y se puso

a jugar con la hija de la señora Jeffrey.

—Y cuando la joven madre se quedó dormida en su sillón, la señora

Springer nos pidió un cojín para que estuviera más cómoda —concluyó Alice.

—Cuando le tocó el turno a la señora Springer, dijo que no le importaba

esperar y que podía cuidar a la pequeña mientras el doctor se encargaba de la

señora Jeffrey.

—Y desde entonces son buenas amigas —remató Alice—. La señora

Springer es la abuela honorífica de sus hijos.

Heather se recostó pensativa en su silla.

—¿Creéis que el doctor Reede lo hizo a propósito?

—Si fuese un incidente aislado, diría que no —confesó Betsy—, pero hubo

más.

—¿Por ejemplo? —preguntó Heather.

—Cierta mañana, cuando llegué al trabajo, el doctor Reede estaba usando

mi ordenador. Al terminar, sentí curiosidad por lo que estuviera haciendo, así

que...

—Fisgoneó un poco —la interrumpió Alice.

—Sí, lo hice. Había estado navegando por Amazon y vi que había hecho un

pedido, una novela de Barbara Pym.

—Nunca he oído hablar de ella —reconoció Heather.

—Es una escritora inglesa especializada en novelas románticas —explicó

Alice.

—Mmm... Creía que le gustarían las historias de horror. Y cuanto más

macabras, mejor —apuntó Heather.

—Bueno, yo sé que suele leerse el New England Journal of Medicine de cabo a

rabo —intervino Betsy en defensa del doctor—. En aquel momento pensé que

había descubierto uno de sus secretos mejor guardados.

—¡Ni siquiera me lo contó a mí! —exclamó Alice con un palpable tono de

reproche en su voz.

Betsy reanudó su relato:

—El paquete llegó dos días después, y le pregunté si quería que lo abriera.

Me contestó que no, que lo dejara en su despacho. Tres días más tarde, cuando el

señor Tucker salió de la sala de consulta, llevaba el libro de Barbara Pym bajo el

brazo. No me habría dado cuenta de no ser porque el doctor le había dado una

nota y el pobre Tucker tenía dificultades para entender la letra, así que me pidió

ayuda. —Betsy interrumpió aquí su relato.

—¿Qué decía la nota? —la apremió Heather.

—Bueno... el señor Tucker tiene ya setenta años y su familia vive lejos. Su

hijo está en Inglaterra, o Suecia... o quizá sea Wyoming, no sé. —Miró a Alice

pidiendo ayuda, pero esta se limitó a encogerse de hombros—. Bueno, no importa.

El pobre hombre vivía solo y su estado físico se deterioraba rápidamente, cada

semana se quejaba de algo distinto.

—Vale, vivía solo. ¿Y? —urgió Heather.

—En la nota que no podía leer estaba escrita la dirección del club de lectura

que suele reunirse en el sótano de la iglesia baptista y la fecha de la próxima

reunión. No me atreví a decirle al pobre hombre que era un club únicamente

femenino.

—Por eso leen autores como Barbara Pym —añadió Alice innecesariamente.

—El señor Tucker llevó el libro al club y...

—No me lo digas —la interrumpió Heather—. Conoció a alguien.

Betsy sonrió.

—A la señora Henries. Tenía sesenta y ocho años, y hacía dos que se había

quedado viuda. Sus dos hijos también viven lejos de aquí. El doctor Reede le dijo al

señor Tucker que la señora Henries se había olvidado el libro en la consulta y que,

por favor, si podía devolvérselo.

—¿Y era el libro que había pedido el doctor Reede a Amazon?

—El mismo. La semana pasada vi al señor Tucker y a la señora Henries

sentados en la plaza Mayor, y ambos parecían muy felices... y el señor Tucker no

ha vuelto a la consulta desde entonces. Todos sus achaques parecen haber

desaparecido.

Heather se quedó pensativa unos segundos.

—El que haya hecho unas cuantas buenas obras no es excusa para su mal

comportamiento con casi todos sus pacientes.

—¿Quieres decir que tendría que ser más agradable con las pacientes que

acuden a la consulta con problemas imaginarios y siempre terminan invitando a

salir al doctor Reede? —preguntó Alice.

—¿O con los hombres que viven de cerveza y alitas de pollo picantes, y que

no comprenden por qué se sienten siempre tan agotados? —añadió Betsy.

—¿Y qué me dices de las visitas a domicilio? —insistió Alice—. El doctor

Reede aún las hace. Si alguien está realmente enfermo, no le importa. Una vez

asistió al parto de una mujer que se encontraba atrapada entre los restos de su

coche tras un accidente. Se introdujo a través del destrozado parabrisas trasero,

mientras los de Emergencias intentaban arrancar la puerta para sacarla. Se hizo un

corte en la pierna lo bastante grave para necesitar varios puntos, pero no se lo dijo

a nadie.

—No lo entiendo —dijo Heather, negando con la cabeza—. No dejo de oír

hablar de ese tal doctor Tristán y de lo mucho que la gente lo quería. ¿Qué hubiera

hecho él en situaciones como esas?

—Lo mismo, pero con una actitud muy distinta —respondió Betsy—. El

doctor Tris también se hubiera metido por la luna trasera del coche siniestrado,

pero no habría gritado que los de Emergencias no trabajaban lo bastante deprisa.

—Y mientras estuviera ayudando en el parto, habría bromeado y flirteado

con la mujer hasta medio enamoriscarla —completó Alice.

—¿Y no habría procurado que la mujer que hacía calceta y la embarazada se

hicieran amigas? —preguntó Heather sarcásticamente.

—Es posible, pero lo habría hecho en secreto —afirmó Betsy.

Heather cambió su mirada de una a otra.

—¿No dijo un filósofo algo sobre que las buenas obras es mejor hacerlas de

forma anónima?

Alice y Betsy la contemplaron exhibiendo una sonrisa.

—Está bien, quizá no dimita —admitió Heather—. Quizá la próxima vez

que sea grosero conmigo intente concentrarme en sus buenas obras. ¡Pero, maldita

sea, no será fácil! Si tuviera una novia o algo así, puede que...

—¿Te crees que no lo hemos intentado ya? —la interrumpió Betsy

rápidamente—. Le hemos presentado a todas las chicas guapas en cien kilómetros

a la redonda. Cuéntale la fiesta que organizamos en tu casa —le pidió a Alice.

—Estuve cocinando tres días e invité a muchas personas. Entre ellas a ocho

mujeres solteras, jóvenes y guapas. Betsy y yo confeccionamos la lista: altas, bajas,

delgadas, rellenitas...

—Solteras, divorciadas con hijos, incluso una joven viuda —añadió Betsy.

—Betsy y yo nos aseguramos de que el doctor Reede hablara con todas y

cada una de ellas, pero no se interesó por ninguna.

—¿Sabéis cómo es su vida sexual? —quiso saber Heather.

—Ni idea —contestó Betsy, envarada.

—Y naturalmente nunca se lo hemos preguntado —añadió Alice,

visiblemente incómoda.

—A mí me parece que lo único que haría feliz a Reede Aldredge es

marcharse de Edilean —concluyó Heather.

—Sí, esa es nuestra conclusión.

—Quizá podamos convencer a otro médico para que se haga cargo de la

consulta —aventuró Heather.

Alice extrajo una voluminosa carpeta de uno de los archivadores.

—Estas son las cartas que enviamos.

—Y las respuestas —añadió Betsy.

Mientras Heather ojeaba unas y otras, fijándose especialmente en las

negativas, dijo:

—Tiene que haber una solución. Necesito este trabajo. El sueldo es bueno, y

además está el seguro dental y todas las demás ventajas. Solo tengo que descubrir

lo que necesita y proporcionárselo.

—Ánimo, inténtalo —la aplaudió Betsy.

—Aceptamos toda clase de sugerencias —añadió Alice.

—Te ayudaremos en lo que sea —sentenció Betsy.

Y las tres asintieron. No lo sabían, pero habían forjado una alianza. Se

habían unido en un mismo objetivo: descubrir lo que necesitaba el doctor Reede

Aldredge y proporcionárselo.