Capítulo 4
Hablas como un Rosacruz, que a nadie
sino a un silfo amará,
que no cree en la existencia de un silfo,
y que, no obstante,
se enfada con el Universo
porque no contiene un silfo.
Peacock, Nightmare Abbey
—No, si ahora lo comprendo —dijo Auberon, con voz calma, en el bosque: en realidad era todo tan simple—, durante mucho tiempo no lo comprendí, pero ahora sí. Uno no puede, pura y simplemente, retener a la gente, no puede poseerla. Quiero decir que no es más que lo natural, un proceso natural, nada más. Encuentro. Amor. Separación. Y la vida continúa. Nunca hubo razón alguna para suponer que ella siguiera siempre igual…, quiero decir, «enamorada», ya sabes. —Ahí estaban, enfáticamente indicadas, las comillas de duda de Fumo—. No le guardo rencor, no puedo hacerlo.
—Se lo guardas —dijo el Abuelo Trucha—. Y no comprendes.
Nada a cambio
Había salido al amanecer, despertado por esa sensación abrasiva como de sed o hambre que siempre lo despertaba al alba desde que se había dado a la bebida. Incapaz de volver a dormirse, sin el más mínimo deseo de examinar la habitación, su habitación, que a la luz despiadada del amanecer parecía extraña, ajena, se había vestido. Con su gabán y su sombrero, contra la niebla fría. Y echado a andar cuesta arriba a través de los bosques, más allá de la isla lacustre donde se alzaba, envuelto en la bruma, el cenador blanco, hasta donde una cascada se vertía melodiosa, en un estanque profundo y sombrío. Allí había seguido, aunque sin creer, o tratando de no creer en ellas, las instrucciones que le había dado su madre. Pero, creyera o no, él era al fin y al cabo un Barnable. Bebeagua por parte de madre; su bisabuelo no desoyó su llamado. Ni hubiera podido, si hubiese querido hacerlo.
—Bueno, sí, pero yo quisiera explicarle a ella —dijo Auberon—. Decirle…, decírselo a ella por lo menos. Que no me importa. Que ella puede contar con mi respeto, si ésa fue su decisión, así que pensé que si tú supieras dónde está, al menos aproximadamente dónde…
—No lo sé —dijo el Abuelo Trucha.
Auberon retrocedió unos pasos de la orilla del estanque. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Si la única información que le interesaba —la única de todas que ya no debería importarle indagar— le iba a ser siempre negada? ¿Cómo, en todo caso, pudo haberla solicitado?
—Lo que yo no entiendo —dijo al cabo— es por qué sigo haciendo tanta historia con todo este asunto. Quiero decir que hay montones de peces en el mar. Ella ha desaparecido, no la puedo encontrar, ¿por qué entonces aferrarme a ella? ¿Por qué la sigo inventando? Estos espectros, estos fantasmas…
—Oh, bueno —dijo el pez—. Tú no tienes la culpa. Esos fantasmas. Ésos son obra de ellos.
—¿De ellos?
—No quieren que lo sepas —dijo el Abuelo Trucha—, pero sí, obra de ellos; para mantenerte bien despierto; señuelos; ningún problema.
—¿Qué no es problema?
—Déjalos pasar. Habrá más. Déjalos pasar de largo. No les digas que yo te lo he dicho.
—Obra de ellos —dijo Auberon—. ¿Por qué?
—Oh, bueno —dijo el Abuelo Trucha con cautela—. Por qué; bueno, por qué…
—De acuerdo —dijo Auberon—. De acuerdo, ¿entiendes? ¿Te das cuenta de lo que quiero decir? —Una víctima inocente, los ojos se le llenaron de lágrimas—. Bueno, al demonio con ellos, en todo caso —dijo—. Espejismos. No me importa. Pasará. Fantasmas o no fantasmas. Que hagan lo que quieran, lo peor. No va a durar eternamente. —Eso era lo más triste de todo; triste pero cierto. Un suspiro tembloroso lo sacudió y pasó—. Es sólo natural —dijo—. No va a durar, no puede durar eternamente.
—Puede —dijo el Abuelo Trucha—. Y lo hará.
—No —dijo Auberon—. No, uno a veces piensa que sí. Pero pasa. Piensas… el Amor. Es una cosa tan total, tan permanente. Tan grande, tan… tan ajena a ti. Con un peso propio. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Lo sé.
—Pero no es así. No es más que un espejismo, también él. Yo no tengo por qué hacer lo que él me ordena. Se marchita por sí solo con el tiempo. Y cuando al fin ha pasado, ni siquiera recuerdas cómo era. —Eso era lo que había aprendido en su parquecito, que era posible, razonable incluso, deshacerse de un corazón destrozado como de un cántaro roto; ¿quién lo necesitaba?— Amor es puramente personal. Quiero decir que mi amor no tiene nada que ver con ella…, no con la ella real. Es tan sólo algo que yo siento. Yo pienso que me une a ella. Pero no. Eso es un mito, un mito que yo invento; un mito sobre ella y yo. El amor es un mito.
—El amor es un mito —dijo el Abuelo Trucha—. Lo mismo que el verano.
—¿Qué?
—En invierno —dijo el Abuelo Trucha— el verano es un mito. Un cotilleo, un rumor. En el que no hay que creer. ¿Entiendes? El amor es un mito. También lo es el verano.
Auberon alzó los ojos hacia los árboles de dedos ganchudos que crecían por encima del estanque rumoroso. Miles y miles de yemas se abrían, se desenroscaban en hojas. Lo que le estaban diciendo, comprendió, era que nada, nada en absoluto había conseguido él en el pequeño parque con la ayuda del Arte de la Memoria: que continuaba, irremisiblemente, con su carga a cuestas. No, eso no podía ser. ¿O de verdad podría él amarla eternamente, vivir para siempre, en la morada de ella?
—En verano —dijo— el invierno es un mito…
—Sí —dijo la Trucha.
—Un cotilleo, un rumor, en el que no se debe creer.
—Sí.
Él la había amado y ella lo había abandonado, sin una razón, sin un adiós. Si él la amara siempre, si no hubiera muerte para el amor, entonces ella siempre lo abandonaría, siempre sin una razón, siempre sin un adiós. Entre esas dos piedras eternas, luz y obscuridad, él sería triturado eternamente. No, eso no podía ser así.
—Eternamente —dijo—. No.
—Eternamente —dijo su bisabuelo—. Sí.
Era verdad. Él comprendió, los ojos cegados por las lágrimas y el corazón negro de terror, que no había exorcizado nada, ni un solo momento, ni una sola mirada; no, con la ayuda del Arte de la Memoria sólo había refinado y bruñido cada momento de Sylvie que le fuera acordado, ni de uno solo de ellos podía ahora desprenderse para siempre. El verano había llegado, y todos los otoños serenos y todos los inviernos apacibles como sepulcros eran mito e inútiles.
—Tú no tienes la culpa —dijo el Abuelo Trucha.
—Debo decir —dijo Auberon, limpiándose las lágrimas y los mocos en la manga de su gabán— que no has sido muy consolador.
La Trucha no respondió nada. No había esperado gratitud.
—No sabes dónde está. Ni por qué me hacen esto a mí. Ni lo que yo debería hacer. Y por añadidura me dices que no pasará. —Ahogó un sollozo—. No por culpa mía. Vaya ayuda.
Hubo un largo silencio. La inquieta forma del pez lo contemplaba, a él y a su dolor, sin pestañear.
—Bueno —dijo al cabo—. Hay un regalo en esto para ti.
—Un regalo. ¿Qué regalo?
—Bueno. No lo sé. No con exactitud. Pero estoy seguro de que hay un regalo. No puedes no recibir nada a cambio.
—Oh —Auberon pudo notar el esfuerzo del pez por ser afectuoso—. Bueno. Gracias. Cualquier cosa que sea.
—Nada que ver conmigo —dijo el Abuelo Trucha. Auberon miraba fascinado la sedosa y ondulada superficie del agua. Si tuviera una red… El Abuelo Trucha se zambulló un poquito y dijo—: Bueno, escucha. —Pero no dijo nada más; y se sumergió lentamente hasta desaparecer de la vista.
Auberon se puso de pie. La niebla de la mañana se había disipado, el sol resplandecía, y los pájaros estaban extasiados, era todo lo que habían estado esperando. En medio de todo ese alborozo desanduvo el camino río abajo y salió al sendero que conducía a la dehesa. La casa, del otro lado de la cuchicheante arboleda, era puros tonos pastel en la mañana, y parecía estar abriendo los ojos. Una mota obscura en la primavera, empapado de rocío hasta las rodillas cruzó dando traspiés la vieja dehesa. No puede durar eternamente: lo hará. Tenía que haber un autobús que pudiera alcanzar al anochecer, un autobús que por un rodeo se encontraba con otro autobús que iba hacia el sur a lo largo de la carretera gris, a través de suburbios cada vez más densos, hasta el puente o el túnel entejado, y de allí a las hórridas calles que conducían por viejas geometrías ahumadas y sórdidas a la Alquería del Antiguo Fuero y al Dormitorio Plegable, donde estaría o no estaría Sylvie. Se detuvo. Se sentía como una vara seca, esa rama seca que el papa de la historia le regalaba al caballero pecador que había amado a Venus, y que no sería redimido de su pecado hasta que la vara floreciera. Y no había, no, florecimiento en él.
El Abuelo Trucha, en cuyo estanque también desplegaba sus galas la primavera, festoneando de tiernos hierbajos sus grutas secretas y haciendo acudir a los bicharracos, se preguntaba si habría en verdad un regalo para el chico. Ellos no daban regalos cuando no tenían que hacerlo. Pero el muchacho estaba tan triste… ¿Qué mal había en decírselo? Levantarle un poco el ánimo. El Abuelo Trucha no era un alma afectuosa, no ahora, no después de todos esos años; pero al fin y al cabo era primavera, y el chico, después de todo, era carne de su carne, o eso decían ellos. Esperaba, en todo caso, que, de haber un regalo para el muchacho, no se tratara de nada que le fuera a causar sufrimientos aún mayores.
Muy largos de vista
—Desde luego, yo siempre he sabido de ellos —le dijo Ariel Halcopéndola al emperador Federico Barbarroja—. En la fase práctica, o experimental, de mis estudios, eran un incordio permanente. Criaturas de vista elementales. Los experimentos parecían atraerlos, del mismo modo que una cesta de melocotones atrae de la nada a una nube de mosquillas de fruta, o un paseo por los bosques a los paros carboneros. Había veces en que yo no podía bajar ni subir las escaleras de mi santuario, donde trabajaba con las lentes y los espejos y esas cosas, ya sabe usted, sin tener un enjambre de ellos alrededor de mis talones y mi cabeza. Fastidioso. Nunca podía estar segura de que no afectaban los resultados de mis experimentos.
Bebió un sorbo del jerez que el emperador había pedido para ella. Él, sin prestarle demasiada atención, iba y venía, impaciente, por la salita de su suite. Los miembros del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro se habían retirado un tanto confusos, sin saber con certeza si se había llegado a alguna conclusión, y sintiéndose vagamente estafados.
—Y ahora —dijo Barbarroja—. Y ahora, ¿qué hacemos? Ésa es la cuestión. Creo que ha llegado el momento de atacar. La guerra ha sido declarada. La Revelación no puede tardar.
—Hum. —La dificultad estribaba en que Halcopéndola nunca los había concebido como criaturas dotadas de voluntad. Al igual que los ángeles, ellos eran meras fuerzas, emanaciones, condensaciones de una energía oculta, objetos naturales, en realidad, y no más dotados de voluntad que las piedras o la luz del sol. El hecho de que tuvieran formas que parecieran contener voluntades, de que poseyeran voces y rostros con expresiones cambiantes y de que revoloteasen por todas partes con un propósito aparente, ella lo había atribuido a la sutileza de la percepción humana, que ve caras en las manchas de las paredes de estuco, hostilidad o amistad en los paisajes, criaturas en las nubes. Ves una vez una de esas Fuerzas, y la verás con un rostro, y un carácter; eso es inevitable. Pero La arquitectura de las casas quintas veía las cosas de muy distinta manera: parecía afirmar que si había criaturas que eran meras expresiones de las fuerzas naturales, las emanaciones involuntarias de voluntades en formación, los médiums de espíritus que sabían lo que estaban haciendo, entonces tales criaturas eran hombres, no hadas. Halcopéndola se resistía a ir tan lejos, pero se veía obligada a pensar que sí, que ellos tenían voluntades así como poderes, y deseos así como deberes, y que no eran ciegos, sino por el contrario muy largos de vista; y eso ¿adonde la llevaba?
Ciertamente, ella no se concebía como un mero eslabón de una cadena tejida por otros poderes, y sin voz ni voto en la cuestión, como al parecer pensaban de sí mismas sus primas del norte. Desde luego que no tenía la más remota intención de ser un subalterno en sus ejércitos, que, presumía ella, era en lo que pensaban convertir al emperador Federico Barbarroja, fuera lo que fuese lo que él pensara al respecto. No: a ninguno de los dos bandos estaba dispuesta a entregar tan por entero su suerte. El mago es por definición aquel que manipula y gobierna aquellas fuerzas a cuya merced vive ciegamente el común de la gente.
Estaba en una espinosa encrucijada. El Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro no hubiera podido ser jamás un adversario digno de sus poderes. Y en la misma medida en que ella aventajaba a esos caballeros, en la misma medida, quizá, fuera aventajada por aquellos de quienes Russell Eigenblick era el instrumento. Bueno: era, en todo caso, una contienda digna de ella, por fin: por fin ella y lo que ella sabía —ahora, cuando sus poderes estaban en su apogeo y sus sentidos agudizados al máximo— serían sometidos a prueba, a la prueba suprema, y se sabría hasta dónde podían llegar; y si resultaran ser insuficientes, no habría al menos en la derrota ninguna deshonra.
—¿Y bien? ¿Y bien? —dijo el emperador, sentándose pesadamente.
—Ninguna Revelación —dijo ella, y se levantó—. No ahora, si la hay alguna vez.
Él se sobresaltó, y sus cejas se alzaron bruscamente.
—Es que he cambiado de parecer —dijo Halcopéndola—. Podría ser lo más acertado que usted fuese presidente por un tiempo.
—Pero usted dijo…
—Hasta donde yo sé —dijo Halcopéndola—, legalmente los poderes de ese cargo están intactos; sólo que en desuso. Una vez instalado, usted podría utilizarlos contra el Club. Tomándolos por sorpresa. Encerrándolos…
—En la cárcel. Haciéndolos matar, secretamente.
—No; pero tal vez en los entresijos del sistema legal, de donde, si la historia presente puede tomarse como guía, no podrán emerger por mucho tiempo, y, cuando lo hagan, considerablemente debilitados y muy empobrecidos…, pobres como ratas, como se suele decir.
Él le sonrió desde su asiento, una sonrisa larga, lobuna, que casi la hizo reír. Cruzó los dedos anchos y romos y asintió, complacido. Halcopéndola se volvió a la ventana pensando: ¿Por qué él? ¿Por qué precisamente él, entre todos? Y se dijo: Si repentinamente se concediera a los ratones voz y voto en la administración de una casa, ¿a quién elegirían como ama de llaves?
—Y supongo —dijo— que el ser presidente de esta nación, ahora mismo, no habrá de ser, en muchos sentidos, muy diferente de ser emperador de su antiguo Imperio. —Lo miró con una sonrisa por encima del hombro y él la escrutó por debajo de sus cejas rojas para ver si no se estaba burlando de él—. Los mismos esplendores, quiero decir —dijo Halcopéndola mansamente, levantando su copa a la luz de la ventana—. Las mismas alegrías. Las mismas tristezas… ¿Cuánto tiempo, en todo caso, esperaba usted reinar esta vez?
—Oh, no lo sé —dijo él. Bostezó inmensamente, complacientemente—. De ahora en adelante, supongo. Para siempre.
—Eso es lo que yo pensaba —dijo Halcopéndola—. En tal caso, no es menester apresurarse, ¿no es verdad?
Desde el este, a través del océano, llegaban las sombras del anochecer: un crepúsculo complejo, lívido, se volcaba como un cántaro roto en el poniente. Desde la altura de estos ventanales, fuera de sus orgullosos espacios de cristal, la lucha entre ellos podía ser observada, un espectáculo para los ojos de los ricos y los poderosos que habitaban en los lugares altos. Para siempre… Halcopéndola tenía la impresión, mientras observaba la batalla, de que el mundo entero, en ese mismo instante, se estaba sumiendo en un largo sueño, o quizá despertando de él; si lo uno o lo otro, imposible saberlo. Pero cuando se volvió de la ventana para comentarlo, vio que el emperador Federico Barbarroja estaba dormido en su silla, roncando suavemente; y su respiración ligera agitaba los pelos de su bigote rojo y su rostro estaba tan sereno como el de un niño dormido: como si, pensó Halcopéndola, nunca se hubiese despertado.
Para siempre
—Oh —dijo George Ratón cuando abrió por fin la puerta de la Alquería del Antiguo Fuero para encontrar a Auberon en el portal. Auberon había estado golpeando y llamando a voces durante largo rato (en sus andanzas había perdido no sabía dónde todas sus llaves) y ahora se enfrentaba a George avergonzado, el primo pródigo.
—Hola —dijo.
—Hey —dijo George—. Tanto tiempo sin aparecer.
—Ajá.
—Me tenías preocupado, hombre. ¿Qué demonios te pasó? ¡Desaparecer así! ¡Qué chifladura!
—Buscando a Sylvie.
—Oh, claro, sí, y dejaste a su hermano en el Dormitorio Plegable. Un tipo adorable, en realidad. Y qué, ¿la encontraste?
—No.
—Oh.
Estaban frente a frente y se miraban. Auberon, todavía aturdido por su súbita reaparición en esas calles, no podía pensar una forma de pedirle a George que lo admitiese de vuelta, aunque parecía evidente que era ésa la razón por la cual estaba ahora allí, delante de él. George se limitaba a sonreír y a menear la cabeza, los ojos negros alertas a algo no visible: otra vez colocado, supuso Auberon. Aunque en Bosquedelinde mayo apenas comenzaba a desplegarse, la única semana primaveral de la Ciudad había ya llegado y pasado, y el verano, en todo su apogeo, exhalaba sus olores más intensos, como un amante en celo. Auberon lo había olvidado.
—Bueno —dijo George.
—Bueno —dijo Auberon.
—De vuelta en Granciudad, ¿huh? —dijo George—. ¿Estabas pensando…?
—¿Puedo volver? —dijo Auberon—. Lo siento.
—Hey, no. Genial. Mucho que hacer justo ahora. El Dormitorio Plegable está vacío… ¿Por cuánto tiempo pensabas…?
—Oh, no lo sé —dijo Auberon—. De ahora en adelante, supongo. Para siempre.
Una pelota arrojada al viento, eso era él, ahora lo veía muy claro, arrojada primero desde Bosquedelinde y que, saltando a gran altura, había ido brinco tras brinco a parar a la Ciudad, y rebotado entonces dentro de aquel laberinto, las paredes y los objetos con los que chocaba determinaban su camino, hasta que (no por propia elección) había sido lanzado de vuelta hacia Bosquedelinde, para allí rebotar otra vez, los ángulos de incidencia igualando los ángulos de reflexión, y de allí nuevamente a estas calles, a esta Alquería. Y hasta la más tensa de las pelotas tendría que acabar por detenerse, que saltar más bajo, luego más bajo aún, y al fin rodar simplemente, separando las hierbas; y entonces, sostenida incluso por las hierbas, rodar más lentamente, y con un pequeño balanceo detenerse al fin.
Tres Lilas
George pareció darse cuenta en ese momento de que estaba allí, a puertas abiertas, y, asomando la cabeza para echar una mirada rápida a la horrenda calle a ver qué podía estar por suceder, atrajo a Auberon hacia el interior y cerró la puerta tras de ellos, como lo hiciera ya otra vez cierta noche de invierno en otro mundo.
—Hay algunas cartas y cosas para ti —dijo, mientras guiaba a Auberon por el pasillo y escaleras abajo hacia la cocina, y luego dijo algo más, algo acerca de cabras y tomates. Pero Auberon no oyó nada más porque un rugido de su sangre lo ensordeció y el pavoroso pensamiento de un regalo llenó por completo su cabeza: un rugido y un pensamiento que persistieron mientras George buscaba al azar entre sus tesoros de la cocina las cartas, interrumpiendo la búsqueda para hacer preguntas y observaciones. Sólo cuando advirtió que Auberon no oía ni respondía se empeñó, y sacó a relucir dos sobres largos, que habían sido depositados en una tostadora junto con algunas cartas viejas reclamando pagos y menús-souvenir.
Una sola mirada le reveló a Auberon que ninguno de las dos era de Sylvie. Los dedos le temblaron, aunque ya sin razón, cuando las abrió. Petty, Smilodon & Ruth se complacían en informarle que el asunto del legado del doctor Bebeagua había quedado por fin solucionado. Incluían un estado de cuentas según el cual, menos los adelantos y las costas, su saldo a favor era de $ 34,17. Si tuviera la bondad de ir y firmar algunos documentos recibiría esta suma íntegramente. El otro sobre, de grueso papel telado con un logotipo lujoso, contenía una carta de los productores de «Un Mundo en Otraparte». Habían leído con mucha atención sus guiones. Las ideas para la historia eran maravillosas y vividas, pero el diálogo era aún un tanto inconvincente. No obstante, si quisiera revisar esos guiones, o intentar algún otro, creían que pronto podría haber un sitio para él, un puesto entre los jóvenes escritores de la televisión; esperaban tener sus noticias, o en todo caso era lo que esperaban el año pasado. Auberon se echó a reír. Al fin tendría, tal vez, un trabajo; tal vez continuara con la interminable crónica del Doctor Bebeagua sobre el Prado Verde y el Bosque Agreste, aunque no de la misma forma en que lo haría el doctor.
—¿Buenas noticias? —dijo George, preparando café.
—¿Sabes una cosa? —dijo Auberon—. Últimamente están pasando en el mundo cosas muy extrañas. Extrañísimas.
—Cuéntame, a ver —dijo George, queriendo decir lo contrario.
Auberon comprobaba que ahora, al salir de su larga borrachera, empezaba a percatarse de ciertas cosas con las que el resto del mundo estaba habituado a convivir. Como si fueras de pronto a volverte a tu amigo y anunciarle que hoy el cielo está azul, o mostrarle que los árboles añosos a lo largo de la acera están cubiertos de hojas.
—¿Siempre hubo árboles grandes en esta calle? —le preguntó a George.
—Eso no es lo peor —dijo George—. Las raíces me están rompiendo los cimientos. La Administración de Parques no te hace caso. —Puso el café delante de Auberon—. ¿Leche? ¿Azúcar?
—Negro.
—Rarísimo y rarisimísimo —dijo George, mientras revolvía el café con una cucharilla-souvenir, aunque no había echado nada en él—. A veces pienso que haré volar esta villa. Volver a la pirotecnia. Va a ser una ganga ahora la pirotecnia, apuesto, con todas las celebraciones.
—¿Hum?
—Eigenblick y toda esa historia. Desfiles, espectáculos. Está metido con alma y vida en todo eso. Y en los fuegos de artificio.
—Oh. —Desde su noche y su mañana con Bruno, Auberon había optado por no pensar ni hacer preguntas acerca de Russell Eigenblick. Qué extraño era el amor: podía colorear paisajes enteros del mundo, que después conservaban para siempre los colores del amor, así fueran alegres o sombríos. Pensó en la música latina, en camisetas-souvenir, en ciertas calles y lugares de la ciudad, en el ruiseñor—. ¿Tú estuviste en el negocio de la pirotecnia?
—Seguro. ¿No lo sabías? Caray. El más grande. Salía en los periódicos, hombre. Era divertidísimo.
—Nunca lo mencionaron en casa —dijo Auberon, sintiendo la exclusión familiar—. No a mí.
—¿No? —George lo miró de una manera extraña—. Bueno, todo eso tuvo un súbito final. Más o menos en la época en que tú naciste.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo?
—Circunstancias, hombre, circunstancias. —Miraba absorto su café, una melancolía extraña en George. De pronto, como si hubiese tomado una decisión, dijo—: Tú sabes que tenías una hermana, llamada Lila.
—¿Hermana? —Ésta era una idea nueva—. ¿Hermana?
—Bueno, sí, hermana.
—No. Sophie tuvo una hija, llamada Lila, que desapareció. Yo tenía una amiga imaginaria, y se llamaba Lila. Pero una hermana, no. —Reflexionó un momento—. Sin embargo, yo siempre tuve la sensación de que había tres. No sé por qué.
—La que tuvo Sophie, de ella estoy hablando. Yo siempre pensé que lo que pasó allá… Bueno, no tiene importancia.
Pero Auberon ya estaba harto de misterios.
—No, uh-uh, espera un momento. Nada de «no tiene importancia». —George alzó la vista, sorprendido y culpable ante el tono de Auberon—. Si hay una historia, quiero oírla.
—Es una larga historia.
—Tanto mejor.
George reflexionó. Se levantó, se puso su viejo cárdigan y se volvió a sentar.
—De acuerdo. Tú lo has querido. —Pensó durante un rato cómo empezar. Décadas y décadas de drogas raras habían hecho de él un narrador de historias vivido pero no siempre coherente—. Fuegos artificiales. ¿Tres Lilas, dijiste?
—Una era imaginaria.
—Mierda. Yo me pregunto de dónde salen las otras dos. En todo caso, hay una en esta historia que era falsa: como una nariz postiza. Quiero decir, exactamente igual. Ésa es la historia de los fuegos artificiales: ésa misma.
»Mira, hace mucho tiempo, un día, Sophie y yo… Bueno, era un día de invierno, y yo había ido allá, a Bosquedelinde, y ella y yo… Pero yo nunca pensé que pudiera resultar nada de eso, ¿te das cuenta? Una especie de locura, hombre. Quiero decir que el atrapado fui yo. Mientras tanto, me di cuenta de que había algo entre ella y Fumo. —Miró a Auberon—. Cosa sabida, ¿acertado?
—Equivocado.
—Tú no… Ellos no…
—Ellos nunca me dijeron nada. Yo sabía que había habido un bebé, Lila, de Sophie. Y que luego desapareció. Eso es todo lo que yo supe.
—Bueno, escucha. Hasta donde yo sé, Fumo todavía cree que él es el padre de Lila. Así que, ya sabes, punto en boca es decididamente la palabra clave en esta historia. ¿Qué pasa?
Auberon se estaba riendo.
—No, nada —dijo—. Sí, seguro, punto en boca.
—Como sea. Hace…, ¿cuánto?…, veinticinco años tal vez. Yo andaba enloquecido con la pirotecnia, a causa de la Teoría de los Actos. ¿Recuerdas la Teoría de los Actos? ¿No? Caray, las cosas no duran mucho en ese campo en los tiempos que corren, ¿no? La Teoría de los Actos dice… Dios, no sé si yo mismo recuerdo cómo era la cosa, pero era la idea de cómo funciona la vida…, que la vida es actos, y no pensamientos ni cosas: un acto es un pensamiento y una cosa a la vez, sólo que tiene tal y tal forma, ¿te das cuenta?, y por tanto puede ser analizado. Cualquier acto, de cualquier especie, levantar una taza, o una vida entera, o la evolución misma, todos los actos tienen una misma forma; dos actos juntos son otro acto con la misma forma; la vida toda no es sino un gran acto formado por un millón de actos más pequeños…, ¿me sigues?
—No del todo.
—No importa. Ésa fue en todo caso la razón por la cual me metí en ese asunto de los fuegos artificiales, porque un cohete es la misma cosa: ignición, combustión, explosión, extinción. Sólo que algunas veces ese cohete, ese acto, pone en marcha una nueva ignición, combustión, explosión y así sucesivamente, ¿captas la idea? Y de ese modo puedes montar un espectáculo que tiene la misma forma de la vida. Actos, actos, todo actos. Casquillos: dentro de un casquillo puedes apilar un ramillete de otros, que hacen explosión después del grande, empaquetados como están en él como un polluelo dentro de un huevo, y dentro de ese polluelo hay más huevos con más polluelos, y así sucesivamente hasta el infinito. Tracas: una traca tiene la misma forma que la sensación de estar vivo: un ramillete de pequeñas explosiones y combustiones que se producen todas a la vez, se extinguen, se encienden, se extinguen, todo eso al mismo tiempo forma un cuadro, como la imaginación crea cuadros en el aire.
—¿Qué es una traca?
—Una traca, hombre. Fuegos chinos. Tú sabes, la que forma un cuadro de dos buques de guerra ametrallándose mutuamente, y se transforma en la Old Glory.
—Oh, sí.
—Eso es. Lanzamientos, los llamamos. Igual que el pensamiento. Pocas personas lo entendieron, además. Algunos críticos. —Calló durante un rato, recordando vividamente la balsa fluvial en la que había montado «El Acto en Cadena» y otros espectáculos. La obscuridad, el chapoteo del agua viscosa; el olor a yesca. Y después el cielo, repleto de fuego, que es como la vida, que es luz que se enciende y se consume y se extingue y por un instante traza una figura en el aire que no puede ser olvidada pero que, en un sentido, nunca ha estado allí. Y él corriendo de un lado a otro como un loco, gritando a sus ayudantes, disparando casquillos desde el mortero, el pelo chamuscado, la garganta ardiéndole, la chaqueta comida por las polillas de las chispas, mientras allá arriba cobraban forma sus pensamientos.
—Lila —dijo Auberon.
—¿Mm? Ah, sí. Bueno… Yo había estado trabajando durante semanas y semanas en la preparación de un nuevo espectáculo. Tenía algunas ideas nuevas a propósito de guarniciones, y era… Bueno, era mi vida, hombre, noche y día, mi vida entera. Entonces una noche…
—¿Guarniciones?
—Las guarniciones son la parte del cohete que explota al final, como una flor. Mira, tienes el cohete, y aquí está tu caja con el compuesto que lo enciende y lo hace volar, y aquí arriba tienes tu…, ¿cómo se llama?, tu cápsula, y allí es donde va la guarnición…, estrellas, estrellas comprimidas, estrellas infladas…
—De acuerdo. Continúa.
—Bueno, yo estoy arriba, en el tercer piso, en el taller que me había montado allí…, en el piso más alto, por si algo volaba, ¿te das cuenta?, que no fuera a volar todo el edificio…, y es tarde, y oigo el timbre que suena. Todavía funcionaban los timbres en ese entonces. Así que dejo la caja y las cosas…, no puedes salir tan campante de una habitación repleta de fuegos artificiales, ¿sabes?… Y el timbre que suena sin parar, y yo bajo, quién será el pesado que se ha prendido del timbre. Era Sophie.
»Era una noche fría, llovía, recuerdo, y ella venía envuelta en un pañolón, y la cara oculta en el pañolón. Como muerta parecía, como si no hubiese dormido días y días. Los ojos grandes como platos, y lágrimas, o quizá la lluvia en su cara. Y traía un bulto en los brazos, envuelto en otro pañolón, y yo le dije: Que pasa ¿qué?, y ella me dijo: “Te he traído a Lila”, y desenvolvió del pañolón esa cosa que traía.
George se estremeció hasta los huesos, un estremecimiento que parecía nacer en sus ijares y trepar hacia arriba hasta volar por encima de su cabeza erizándole los cabellos, el escalofrío del que siente, dicen, que alguien camina sobre su sepultura.
—Recuerda, hombre, que yo nunca supe nada de todo esto. Yo no sabía que era un papaito. No había tenido noticias de allá en todo un año. Y súbitamente ahí está Sophie, de pie en el portal como una alucinación diciendo: aquí tienes a tu hija, hombre, y mostrándome a ese bebé, si eso es lo que era.
»Hombre, ese bebé estaba malucho.
»Parecía viejo. Supongo que debía de tener unos dos años en ese entonces, pero parecía tener unos cuarenta y cinco, calvo y arrugado, con esa carucha astuta de granuja con problemas. —George se echó a reír, una risa extraña—. Y se suponía que era una niña, recuérdalo. Dios, el susto que me llevé. Y allí estábamos de pie, y el crío saca su mano, así, con la palma abierta hacia arriba, y ataja la lluvia, y se echa el pañolón sobre la cabeza. ¿Qué? ¿Qué podía decir yo? El crío se había hecho entender. Los hice pasar.
»Entramos aquí. Ella puso al crío en esa silla alta. Yo no lo podía mirar, pero era como si no pudiera mirar para ningún otro lado. Y Sophie, que cuenta la historia: ella y yo, esa tarde, por extraño que pueda parecer, ella había calculado las fechas blablablabla. Lila era mi hija. Pero…, oye bien esto…, no ésta. Ella se había dado cuenta. A la verdadera la habían cambiado una noche, se la habían cambiado por ésta. Ésta no es real. No es la Lila verdadera, ni siquiera un bebé de verdad. Yo estoy alelado. Voy y vengo de un lado a otro tambaleándome y diciendo: ¡Qué! ¡Qué!, y todo el tiempo —empezó a reírse de nuevo, sin poder contenerse— ese crío está sentado allí en esa actitud… no puedo describirla… y esa mueca de burla en su cara como si… ya lo sé, ya lo sé, he oído este disparate un millón de veces… como si estuviera aburrido y lo único que yo podía pensar era que necesitaba un cigarro en la boca para completar el cuadro.
»Sophie estaba como enloquecida. Temblando. Tratando de contarme toda la historia al mismo tiempo. De pronto se interrumpió, no podía seguir. Parece que la criatura estaba bien al principio, ella nunca notó la diferencia; ni siquiera podía decir qué noche había sucedido, porque parecía tan normal… Y hermosa. Sólo que tranquila. Demasiado tranquila. Como pasiva. Y entonces…, unos pocos meses antes… empezó a cambiar. Muy lentamente. Luego más rápido. Empezó a marchitarse. Pero no estaba enferma. El doctor la examinó al principio, todo bien, buen apetito, sonriente… pero envejeciendo. Oh, Dios. Yo le echo una manta sobre los hombros y me pongo a preparar el té y le digo: ¡Serénate! ¡Serénate! ¡Serénate! Y ella me está contando cómo se dio cuenta de lo que había sucedido… y yo todavía sin convencerme, hombre, pensando que ese crío debía ver a un especialista… y cómo ella había empezado a ocultarlo de todo el mundo, y ellos a preguntar, a ver, que cómo está Lila, y cómo es que nunca la vemos ya. —Otro acceso de risa incontrolada. George estaba de pie ahora, representando las partes de la historia, especialmente su propio desconcierto, y de pronto se volvió, los ojos abiertos de espanto, hacia la silla alta vacía—. Entonces miramos. La criatura había desaparecido.
»No estaba en la silla. No estaba en el suelo.
»La puerta está abierta. Sophie está aterrorizada, deja escapar un gritito: ¡Ah!, y me mira. ¿Ves?, yo era su papi. Yo tenía que hacer algo. Era para eso que ella había venido. ¡Dios! El solo pensar en esa criatura suelta correteando por mi casa me daba escalofríos. Salí al pasillo. Nadie. Entonces la vi trepando por la escalera. Peldaño por peldaño. Parecía…, ¿cuál es la palabra…?, deliberada: como si supiera adonde iba. Así que dije: “Eh, espera un segundo, tío…”, no podía pensar en eso como una niña…, y la cogí del brazo. Tenía un tacto extraño, frío y seco, como coriáceo. Me miró con esa expresión de odio… (¿quién carajo eres tú…?), y me empujó hacia atrás, y yo tiré hacia delante y… —George se sentó otra vez, abrumado—. La rompí. Le hice un agujero a esa cosa maldita. Rrrrrip. Un agujero cerca del hombro. Y podías mirar a través de él, como si fuera una muñeca… vacía. Lo solté de prisa. No parecía que le doliera, no, sólo dejaba colgar el brazo, como diciendo, caray, ahora está hecho mierda, y seguía trepando; y el pañolón se le estaba cayendo, y yo pude ver que había otras roturas y grietas aquí y allí…, en las rodillas, ¿sabes?, y en los tobillos. La criatura se estaba desarmando.
»De acuerdo. De acuerdo. ¿Qué podía yo pensar entonces? Volví aquí. Sophie estaba como loca, con esos ojos inmensos. “Tienes razón”, le dije. “No es Lila. Y tampoco es mía”.
»Sophie se vino abajo. Como si se disolviera. Ésa era la última gota. Se deshacía, hombre, la cosa más triste que he visto en mi vida… “Tienes que ayudarme, tienes que hacerlo…”, ¿sabes? De acuerdo. De acuerdo. Te ayudaré, pero ¿qué demonios se supone que tengo que hacer? Ella no lo sabía. Era cosa mía. “¿Dónde está?”, me preguntó Sophie. “Se fue arriba”, dije. “A lo mejor tiene frío. Hay un fuego allá arriba”. Y ella me miró súbitamente con esos ojos…, horrorizada, pero demasiado cansada para hacer algo o hasta sentir nada… No lo puedo describir. Me agarró la mano y dijo: “No dejes que se acerque al fuego, por favor, ¡por favor!”.
»“Vamos, ¿de qué estás hablando?”, le dije. “Mira, tú te quedas aquí sentada y entras en calor, y yo iré a ver”. Qué demonios iba a ir a ver, no lo sabía. Cogí el bate de béisbol, más vale estar preparado, ¿sabes?, y salí, y ella seguía implorándome: “No dejes que se acerque al fuego”.
George reprodujo en mímica la subida sigilosa por la escalera y la entrada en el estudio del segundo piso.
—Entro, y allí estaba. Al lado del fuego. Sentada en el cómo se llama, en el hogar. Y no puedo creer a mis ojos: porque está allí sentada y va y mete la mano en el fuego…, ¡sí!, mete la mano en el fuego y coge las brasas incandescentes, las coge, sí, y, pop, se las mete en la boca.
Se acercó a Auberon, aquello no sería creíble si él no agarraba la muñeca de Auberon para refrendar su veracidad.
—Y las mastica, crunch, crunch. —George hizo el gesto como si comiera una nuez—. Crunch. Crunch. Y me sonríe…, me sonríe. Podías ver las brasas relucientes dentro de su cabeza. Como en una de esas linternas de calabaza. Y se apagaban, y entonces cogía otra. Y caray, si iba como cobrando vida después de eso. Espabilada, ¿te das cuenta?; un pequeño reconstituyente; se pone a saltar, ejecuta un bailecito. Desnuda ahora, por añadidura. Como un pequeño querube maligno de yeso, y roto. Juro por Dios que nada me ha asustado nunca en mi vida tanto como eso. Estaba tan asustado que ni pensar podía, a duras penas me movía. ¿Te das cuenta? Demasiado asustado para estar asustado.
»Fui hasta el fuego. Tomé la pala. Recogí un montón de brasas de lo más profundo del fuego. Se las mostré: mmm, mmm, qué rico. Sigúeme, sigúeme. Bravo, quiere jugar a este juego, castañas calientes, castañas muy calentitas, ven, vamos, salimos y subimos la escalera, y quiere echar mano a la pala; uh-uh, no, no, yo sigo, sigo guiándola.
»Y ahora escucha, hombre. No sé si yo estaba loco o qué. Todo lo que sabía era que esa criatura era maligna. No maligna maligna, quiero decir, porque no creo que fuera nada, quiero decir que era un muñeco o un títere o una máquina, pero que se movía, por sí mismo, como esas cosas pavorosas de los sueños que sabes que no están vivas, montones de trapos viejos o montículos de grasa que, de repente, se yerguen y empiezan a amenazarte, ¿te das cuenta? Muerto, pero móvil. Animado. Pero maléfico, una criatura terriblemente maléfica para tenerla en el mundo. Todo cuanto yo podía pensar era: líbrate de ella. Lila o no Lila. Da igual. Lí-bra-te-de-ella.
»Y de todos modos ella me sigue. Y arriba, en el tercer piso, del otro lado de la biblioteca está, ya sabes, mi estudio. ¿Sí? ¿Ves la cosa? La puerta está cerrada, por supuesto; yo la había cerrado cuando bajé, siempre lo hacía; nunca se es cuidadoso por demás. Yo trato de abrirla, y la cosa me está mirando con esos ojos que no eran ojos, y, oh, mierda, en cualquier momento se va a dar cuenta de la trampa. Empujo la pala bajo su nariz. La condenada puerta no se abre, no quiere abrirse, y al fin se abre… y…
Con un potente ademán imaginario, George empujó la pala llena de carbones al rojo vivo al estudio repleto de fuegos artificiales cargados. Auberon contuvo el aliento.
—Y luego a la criatura…
Con una rápida, cautelosa patada, con el costado del pie, George empujó también al interior del estudio a la falsa Lila.
—¡Y ahora la puerta! —Cerró la puerta de un golpe, mirando a Auberon con el mismo terror loco y la misma prisa que debió de reflejarse en sus ojos esa noche—. ¡Listo! ¡Listo! Volé escaleras abajo. «¡Sophie! ¡Sophie! ¡Corre!» Ella está aún sentada en la silla…, allí mismo paralizada. Así que la levanto…, no la llevo, la saco a empujones porque ya puedo oír allá arriba los ruidos…, la saco a empujones al corredor. ¡Bang! ¡Buuum! Salimos por la puerta de calle.
»Y allí nos quedamos bajo la lluvia, hombre, mirando para arriba. O yo al menos miraba para arriba, ella sólo como queriendo esconder la cabeza. Y ahí por las ventanas de mi estudio vuela todo mi espectáculo. Estrellas. Cohetes. Magnesio, fósforo, azufre. Luz para muchos días. Ruido. La cosa cae todo alrededor de nosotros, sisea en los charcos. De pronto, ¡baaaang! Una gran reserva secreta estalla y abre un agujero en el techo. Humo y estrellas, diantre, iluminamos todo el vecindario. Pero la lluvia arrecia y pronto, prontísimo todo se ha apagado, en el momento mismo en que llegan los polis y los coches-bomba.
»Bueno, yo tenía el estudio más que bien reforzado, ¿sabes?, puerta de acero y amianto y todo lo demás, así que el edificio no voló. Pero, por Dios, si algo quedó de la criatura aquélla, o lo que fuera…
—¿Y Sophie? —dijo Auberon.
—Sophie —dijo George—. Le dije: «Oye, está todo arreglado».
»“¿Qué?”, dice ella. “¿Qué?”
»“Que está todo arreglado. Que la he volado. No queda ni rastro”. Y oye bien esto: ¿sabes lo que hizo ella?
Auberon no pudo adivinarlo.
—Me miró… y hombre, no creo que haya visto esa noche nada tan terrible como su cara en ese momento… y dijo: «La mataste».
»Eso fue lo que dijo: “Tú la mataste”. Sólo eso.
George se sentó, extenuado, deshecho, a la mesa de la cocina.
—La mataste —dijo—. Eso era lo que Sophie pensaba, que yo había matado a su única hija. Tal vez es lo que todavía piensa. No lo sé. Que el viejo George mató a su hija única, que también era de él. Que la hizo volar, en estrellas y franjas por siempre jamás. —Bajó los ojos—. No quiero que nadie me mire de la forma en que ella me miró esa noche, no, nunca, nunca más.
—Qué historia —dijo Auberon cuando al fin pudo recobrar su voz.
—Porque, ¿ves? —dijo George—. Si era Lila, pero por alguna razón misteriosa transformada…
—Pero ella sabía —dijo Auberon—. Ella sabía que no era realmente Lila.
—¿Lo sabía? —dijo George—. ¿Quién sabe qué demonios sabía ella? —Se hizo un silencio siniestro—. Mujeres. ¿Qué puedes saber de ellas?
—Pero —dijo Auberon—, lo que yo no comprendo es, en primer término, por qué ellos le llevarían esa cosa, si se veía tan a las claras que era falsa, quiero decir.
George le clavó una mirada suspicaz.
—¿Qué «ellos» son ésos? —preguntó.
Auberon hurtó su mirada de los ojos inquisitivos de su primo.
—Bueno, ellos —dijo, sorprendido y extrañamente turbado de que esa explicación hubiera brotado de sus labios—. Los que robaron la verdadera.
—Hum —dijo George.
Auberon no dijo nada más, ya que no tenía nada más que decir sobre el tema, y comprendiendo por primera vez en su vida por qué el secreto había sido tan celosamente guardado por aquellas personas a quienes él solía espiar. Contar con ellos para conseguir explicaciones era no contar con nadie, y ahora él también, lo quisiera o no, estaba juramentado al mismo silencio; y sin embargo, pensó, ya nunca más podré volver a explicar una sola cosa en este mundo sin recurrir a ese pronombre colectivo: ellos. Ellos.
—Bueno, como sea —dijo—. Hasta ahora van dos.
George alzó inquisitivamente las cejas.
—Dos Lilas —dijo Auberon. Las contó—: De las tres que yo pensaba que había, una era imaginaria, la mía, y sé dónde está. —En realidad, la sentía, muy dentro de él, tomando nota de que la había mentado—. Una era falsa. La que tú hiciste volar.
—Pero si —dijo George—, si ésa fuera la verdadera, sólo que…, Comoquiera, cambiada… Noooo.
—No —dijo Auberon—. Ésa es la que falta, la que no está explicada: la verdadera. —Miró por la ventana el rosicler del alba que se insinuaba ya sobre la Alquería del Antiguo Fuero y por encima de las altas torres de la Ciudad—. Me pregunto… —dijo.
—Yo también me pregunto —dijo George—. Daría cualquier cosa por saber.
—Dónde —dijo Auberon—. Dónde, dónde.
Pensando en despertar
Lejos, muy lejos, y soñando: dándose vuelta en sueños, inquieta, y pensando en despertarse, aunque no despertaría aún por muchos años; una comezón en la nariz, y un bostezo en la garganta. Hasta parpadeó, pero nada vio con sus ojos dormidos, nada excepto un sueño, un sueño de otoño en medio de la primavera en que dormía: el valle gris en el cual el día de su paseo la cigüeña que las había transportado, a ella y a la señora Sotomonte, había al fin pisado térra firma o algo semejante, y la señora Sotomonte había suspirado y desmontado, y ella, Lila, había rodeado con sus brazos el cuello de la señora Sotomonte para que la ayudara a apearse. Bostezaba: habiendo aprendido a hacerlo, ahora al parecer no podía parar, y aún no sabía si la sensación le gustaba o no.
—Soñolienta —dijo la señora Sotomonte.
—¿Qué lugar es éste? —dijo Lila cuando se hubo puesto en pie.
—Oh, un lugar —dijo con dulzura la señora Sotomonte—. Ven conmigo.
Una arcada rota, toscamente esculpida, o exquisitamente esculpida y brutalmente maltratada por la intemperie, se alzaba, allí, delante de ellas; no se extendía en muros: solitaria, a horcajadas del sendero cubierto de hojarasca, mostraba el único camino hacia el reseco bosque de noviembre. Lila, temerosa pero ya resignada, puso su mano joven y pequeña en la grande y vieja de la señora Sotomonte y, cual abuela y nieta en un parque frío de donde hubieran huido el verano y la alegría, echaron a andar hacia el portón: la cigüeña quedó a solas parada sobre una sola pata roja, atusándose con el pico las plumas desgreñadas y revueltas.
Pasaron por debajo de la arcada. Viejos nidos de pájaros y moho llenaban las molduras y relieves. Las tallas eran confusas, criaturas en gestación o retornando al caos. Al pasar, Lila las rozaba con la mano: no era piedra la substancia de que estaban hechas. ¿Vidrio? se preguntó. ¿Hueso?
—Cuerno —dijo la señora Sotomonte.
Se quitó una de sus numerosas capas y vistió con ella la desnudez de Lila. Lila pateaba las hojas castañas del valle, pensando que podía ser agradable echarse sobre ellas a descansar, un largo rato.
—Bueno, una jornada larga —dijo la señora Sotomonte, como si adivinara sus pensamientos.
—Pasó demasiado pronto —dijo Lila.
La señora Sotomonte pasó un brazo alrededor de los hombros de Lila; Lila tropezaba con ella, sus pies parecían haberse desconectado de su voluntad. Bostezó otra vez.
—Aw —dijo con ternura la señora Sotomonte, y alzó a Lila con un único y rápido movimiento de sus brazos fuertes. Le ciñó un poco más la capa alrededor del cuerpo, en tanto Lila se apretujaba contra ella—. ¿Fue divertido? —preguntó.
—Fue divertido —dijo Lila.
Se habían detenido delante de un gran roble a cuyos pies se amontonaban las hojas de todo un verano. En un hueco del roble, un buho, que acababa de despertarse, cuchicheaba para sus adentros. La señora Sotomonte se inclinó para depositar su carga sobre el lecho susurrante de las hojas.
—Sueña —dijo—, sueña con él.
Lila dijo algo incoherente, algo acerca de nubes y casas, y luego nada más, porque ya estaba dormida. Dormida, y sin haber notado en qué momento había empezado, soñando ya con él, con él seguiría soñando desde ese instante, soñando con todo cuanto había visto, y con todo cuanto de ello iría a resultar; soñando con la primavera como soñara con el otoño cuando se había dormido, y soñando con el invierno cuando fuera a despertarse; en la involución de su soñar, dando vuelta y alterando esas cosas que soñaba a la par que las soñaba y que estaban aconteciendo ya en otra parte. Encogió, sin saber que lo hacía, las rodillas; levantó las manos casi hasta la barbilla, en tanto ésta se inclinaba, hasta adoptar la misma forma de S que adoptara cuando habitaba en el seno de Sophie. Lila dormía. La señora Sotomonte la arropó una vez más con ternura en la capa, y entonces se irguió. Se apretó la nuca con las dos manos, echó el torso hacia atrás: jamás había estado tan cansada. Le hizo una señal al buho, cuyos ojos relucientes escudriñaban fuera de su casa en todas direcciones, y dijo:
—Tú. Cuida de ella. Vela su sueño —cosa que aquellos ojos podían hacer tan bien como cualquier par de ojos que ella conocía. Miró para arriba. El crepúsculo, incluso el interminable crepúsculo de ese día de noviembre, había casi concluido, y ella con todas sus faenas sin hacer: el fin del año no sepultado aún, y las lluvias que vendrían a enterrarlo (y un millón de larvas de insectos, un millón de bulbos y semillas) aún sin esparcir, las nubes que ensuciaban el suelo del firmamento aún sin barrer, las luces del invierno sin encender. El Hermano Viento-Norte, estaba segura de ello, andaría mordisqueando su bocado, impaciente por soltarse y echar a correr. Si hasta era un verdadero milagro, pensó, que el día siguiera a la noche, que la Tierra continuara girando, tan poco se había ocupado ella de esas cosas en los últimos tiempos. Suspiró, se dio media vuelta y (más grande y más vieja y más poderosa de lo que Lila hubiera jamás supuesto, o imaginado o soñado que pudiera ser) se expandió en todas direcciones hacia esas tareas, sin volver ni una sola vez la cabeza para mirar a su nieta adoptiva dormida entre las hojas secas.