Capítulo 1

Ellos no trabajan ni lloran; su sola apariencia es su razón de ser.

Virginia Woolf

Los años transcurridos desde que la recién nacida Lila fuera arrebatada de los brazos de su madre dormida habían sido para la señora Sotomonte los más ajetreados que podía recordar en una larga (en realidad casi eterna) vida. No sólo había que velar por la educación de Lila, y vigilar igual que siempre a todos los demás; estaban, por añadidura, todos los concilios y reuniones, consultas y celebraciones que se multiplicaban sin cesar a medida que los planes largamente acariciados y con tanto celo pergeñados empezaban a fructificar y los acontecimientos a sucederse con rapidez creciente; y todo ello amén de sus quehaceres de toda la vida, cada uno compuesto por incontables detalles imposibles de escatimar o escamotear.

Un momento y una gira

Mas ¡ved si habían tenido éxito sus afanes! Cierto día de noviembre, un año después de que el niño Auberon persiguiera hasta el obscuro corazón del bosque a la Lila imaginaria, y la perdiera, en un lugar muy distinto y distante la señora Sotomonte medía con ojo avezado la longitud áurea de la Lila real. Era, a los once años recién cumplidos, tan alta como la encorvada señora Sotomonte: sus ojos de un claro azul añil, límpidos como el agua de un arroyuelo, estaban a la misma altura que los viejos ojos que la estudiaban.

—Muy bien —dijo—, muy, muy bien. —Rodeó con sus dedos las delgadas muñecas de Lila. Le alzó la barbilla y sostuvo debajo de ella un botón de oro. Midió con el pulgar y el índice la distancia entre aréola y aréola en tanto Lila se reía a carcajadas porque le hacía cosquillas. La señora Sotomonte también se reía, complacida consigo misma y con Lila. No había ni una sombra de moho en la piel tersa, como de porcelana, de la niña, ni un solo rastro de ausencia en su mirada. Tantas veces la señora Sotomonte había visto a esas criaturas, a esos trocadiños, echarse a perder, desgastarse y palidecer, hasta quedar convertidos, a la edad de Lila, en meros guiñapos de añoranzas vagas, e inservibles ya del todo y para siempre… La señora Sotomonte se congratulaba de haber tomado la crianza de Lila bajo su tutela. ¿Que la había extenuado hasta dejarla hecha poco menos que una piltrafa? El resultado no podía ser mejor, y pronto habría eones de tiempo para descansar.

¡Descansar! Se enderezó. Necesitaría fuerzas para llegar al final.

—A ver, niña —dijo—. ¿Qué fue lo que aprendiste de los osos?

—A dormir —respondió Lila con cierto recelo.

—A dormir, eso es —dijo la señora Sotomonte—. Ahora…

—No me gusta dormir —dijo Lila—. Por favor.

—¿Cómo puedes saberlo hasta que no lo hayas probado? Bien a gusto que parecían estar los osos.

Lila, enfurruñada, volteó de un puntapié un escarabajito obscuro que le cruzaba por el empeine y lo volvió a poner patas abajo. Pensó en los osos dormidos en la abrigada madriguera, tan vacíos de recuerdos como la misma nieve. La señora Sotomonte, que como naturalista que era, conocía por su nombre a muchísimas criaturas, se los había presentado: Joe, Pat, Martha, John, Kathie, Josie y Nora. Pero ellos, sin responder siquiera, habían seguido resoplando todos a la par, inhalando y exhalando y volviendo a inhalar ruidosas bocanadas de aire. Lila, que desde la noche en que se despertara en la obscura casa de la señora Sotomonte no había cerrado nunca los ojos a no ser para pestañear o para jugar al escondite, se había quedado allí aburrida y asqueada, con los siete dormilones que parecían siete sofás en su estúpida indiferencia. Sin embargo, había aprendido la lección de los osos; y cuando la señora Sotomonte volvió por ella en la primavera, la había aprendido tan bien que la señora Sotomonte, en premio, le había mostrado los leones marinos que dormían mecidos por las olas en las aguas boreales, y los albatros dormidos sobre sus alas en los cielos australes: ella no había dormido aún, pero al menos sabía cómo hacerlo.

Ahora, sin embargo, el momento había llegado.

—Por favor —dijo Lila—. Dormiré, si es preciso, pero…

—No hay ni peros que valgan —dijo la señora Sotomonte—. Hay momentos que se van y momentos que llegan. Esta vez el momento ha llegado.

—Bueno —dijo Lila, desesperada—. ¿Puedo dar las buenas noches a todos con un beso?

—Eso llevaría años.

—Hay cuentos para dormir a los niños —dijo Lila, alzando la voz—. Quiero uno.

—Todos lo que yo conozco están en éste, y en éste es ahora el momento en que te duermes. —Siempre pensando, la niña cruzó lentamente los brazos: no iba a darse por vencida. Y al igual que cualquier abuela ante la intransigencia, la señora Sotomonte se preguntó cómo podría ceder, con dignidad, para no ensoberbecer a la niña—. Muy bien —dijo—. No tengo tiempo para discutir. Hay una gira que pensaba hacer, y si prometes que te portarás bien y que después dormirás tu siesta, te llevaré conmigo. Podría ser educativa…

—¡Oh, sí!

—Y al fin al cabo la educación era lo importante…

—¡Claro!

—Bueno pues. —Viéndola tan exaltada, la señora Sotomonte sintió por primera vez una especie de piedad por la niña, piedad de que tuviera que pasar tanto tiempo aprisionada entre las lianas y los zarcillos del sueño, tan inmóvil como los muertos. Se levantó—. Y ahora ¡escúchame bien! Por mucho que hayas crecido, te agarrarás bien fuerte de mí, y no se te ocurra tocar ni comer nada de cuanto veas. —Lila se había puesto en pie de un salto, su desnudez pálida y luminosa como un cirio en la vieja casa de la señora Sotomonte—. Ponte esto —prosiguió, mientras sacaba de entre sus ropas una pequeñísima hoja verde de tres puntas, la lamía con su lengua rosada y la pegaba sobre la frente de Lila— y verás lo que yo te diga que veas. Y me parece… —Fuera de la casa sonó un pesado batir de alas y una sombra larga y quebrada pasó por las ventanas—. Creo que podemos partir. No necesito decirte —añadió, alzando un dedo admonitor— que, pase lo que pase, veas a quien veas, no hablarás con nadie, con nadie en absoluto. —Y Lila asintió, solemnemente.

Emoción de día de lluvia

La cigüeña que las transportaba surcaba rauda los cielos sobrevolando fugitivos paisajes de noviembre grises y melancólicos, aunque acaso, Comoquiera, en otras latitudes, ya que Lila, desnuda y a horcajadas sobre su lomo, no sentía ni frío ni calor. Fuertemente sujeta con las manos a la gruesa capa de la señora Sotomonte, y con las rodillas a los hombros palpitantes de la cigüeña, las plumas tersas y untuosas eran suaves y resbaladizas bajo sus muslos. Con los golpecitos ligeros de una vara, aquí, allá, la señora Sotomonte guiaba a la cigüeña arriba, abajo, derecha e izquierda.

—¿Adonde vamos primero? —preguntó Lila.

—Allá —dijo la señora Sotomonte, y la cigüeña capuzó, cambió de rumbo, y abajo, a lo lejos pero aproximándose, apareció una casa grande y compleja.

Desde muy pequeñita Lila había visto esa casa mil veces en sus sueños (que pudiera soñar pero que no durmiera era algo que nunca le había parecido extraño a Lila; dada la forma en que se había criado, eran muchas las cosas que a Lila nunca le habían parecido extrañas, puesto que no conocía ninguna otra forma de organización del mundo y de la existencia; por la misma razón por la que Auberon no se había preguntado nunca por qué se sentaba tres veces al día delante de una mesa y se metía comida en la cara). Lila no sabía, sin embargo, que cuando ella soñaba que caminaba por los largos corredores de esa casa, tocando con los dedos las paredes empapeladas y deteniéndose a mirar los cuadros, y se preguntaba: «¿Qué? ¿Qué puede ser esto?», en el mismo instante su madre y su abuela y sus primas soñaban, no con ella, no, pero sí con alguien igual a ella, en otro lugar. Se rió ahora, cuando, desde el lomo de la cigüeña, vio la casa toda entera y la reconoció inmediatamente: como cuando jugaba al gallo ciego y al quitarse la venda de los ojos, las facciones misteriosas, las ropas anónimas que tocaba resultaban ser las de alguien conocido, alguien que sonreía.

A medida que se acercaban a ella, la casa se empequeñecía. Se retraía, como si estuviese huyendo. Si esto sigue así, pensó Lila, cuando hayamos llegado lo bastante cerca como para poder mirar por las ventanas hacia el interior, uno solo de mis ojos por vez la podrá ver y ¡menuda sorpresa se llevarán ellos allá dentro cuando pasemos, obscureciendo las ventanas como un nubarrón!

—Bueno, sí —dijo la señora Sotomonte—, si fuera uno y el mismo, pero no lo es, y lo que ellos verán (pensaría yo) será cigüeña, mujer y niña pequeñas como insectos, o más; y ni siquiera les prestarán atención suficiente para dejarlas pasar con un «bah, no era nada».

—Eso sí que no me lo puedo imaginar —dijo la cigüeña.

—Ni yo tampoco —dijo Lila.

—No importa —dijo la señora Sotomonte—. Ve ahora como veo yo, y es lo mismo para el caso.

Mientras la señora Sotomonte decía estas palabras, Lila tuvo la impresión de que los ojos le bizqueaban, y enseguida se le volvían a enderezar: ahora, la casa se precipitaba hacia ellas agrandándose, y crecía en altura hasta adquirir dimensiones de casa, en proporción a las de la cigüeña (aunque ella y la señora Sotomonte se empequeñecieran, otra de las cosas que no debían extrañarle a Lila). Se remontaron un poco más y luego planearon en descenso hacia Bosquedelinde, cuyas torrecillas redondas y cuadradas florecían como hongos súbitos que se inclinaran ante ellas con graciosas reverencias, en tanto los muros, los senderos herbosos, las cocheras y los entejados pabellones se alteraban uniformemente y en perspectiva además, cada cual de acuerdo con su propia geometría.

A un toquecito de la vara de la señora Sotomonte, la cigüeña agachó las alas y, rasgando el aire como un avión de caza, se lanzó en picado a estribor. A medida que descendían, la casa cambiaba de rostro, Reina Ana, Gótico Francés, Americano, pero Lila, jadeante ahora, sin aliento, no se daba cuenta de nada; vio los árboles y los ángulos de la casa erguirse y empinarse cuando la cigüeña, después de la vertiginosa calada, volvió a remontarse, vio los aleros trepar enloquecidos y entonces, sujetándose con toda su fuerza, cerró los ojos. Cuando, concluida la maniobra, el vuelo de la cigüeña fue otra vez sereno, Lila abrió los ojos y vio que se hallaban a la sombra del edificio, revoloteando en círculos para posarse en un mirador de piedra que coronaba la fachada más otoñal y melancólica de la casa.

—Mira —dijo la señora Sotomonte cuando la cigüeña hubo replegado las alas. Su vara señalaba, como un dedo nudoso, el batiente entreabierto de una angosta ojiva en diagonal al mirador en que estaban posadas—. Mira a Sophie dormida.

Lila pudo ver los cabellos de su madre, tan parecidos a los suyos, desparramados sobre la almohada, la nariz de su madre asomando por debajo del edredón. Dormida… Su educación había capacitado a Lila para sentir placer, y no (a propósito, aunque ella lo ignoraba) para los afectos y la ternura. A menudo en los días de lluvia se arrasaban de lágrimas sus ojos claros, pero eran esas emociones las que más conmovían su alma joven, nunca el amor. Y ahora, de pronto, mientras contemplaba a su madre dormida en la obscurecida alcoba, una red de sentimientos para los que ella no tenía palabras se trenzaba en su pecho. Ellos le habían contado muchas veces, riendo, cómo se habían aferrado sus manitas a los cabellos de su madre, y cómo ellos habían tenido que cortarlos con unas tijeras para liberarla, y ella también se había reído; ahora se preguntaba cómo sería estar acostada al lado de esa persona, abrigada bajo esas mantas, su mejilla pegada a esa otra mejilla, sus dedos enredados en aquellos rizos, dormida.

—¿Podemos acercarnos a ella un poco más? —preguntó.

—Humm —dijo la señora Sotomonte—. No estoy segura.

—Si como dices somos diminutos —terció la cigüeña—, ¿por qué no?

—¿Por qué no? —dijo la señora Sotomonte—. Lo intentaremos.

Bajaron del mirador, la cigüeña jadeando bajo su carga, el cuello en tensión, las patas trepando con esfuerzo. Allá, frente a ellas, los batientes de la ventana se agrandaban como si se fueran acercando, pero pasó un largo rato antes de que estuvieran realmente cerca; entonces…

—Ahora —dijo la señora Sotomonte, y tras un golpecito de su vara se lanzaron, describiendo un arco vertiginoso, a través del batiente entreabierto, a la alcoba de Sophie. Mientras revoloteaban hacia la cama, entre el cielo raso y el suelo, un observador (suponiendo que hubiese uno) habría creído ver un pájaro del tamaño de los que se hacen entrelazando las manos y agitándolas.

—¿Cómo pudimos hacer esto? —preguntó Lila.

—No me preguntes cómo —dijo la señora Sotomonte—. En ningún otro lugar que no fuera éste se hubiera podido. —Y añadió, con aire pensativo, mientras revoloteaban en círculo alrededor del poste de la cama—: Y éste es el quid en esta casa, ¿no?

La mejilla arrebolada de Sophie era una colina, y su boca era una gruta: su cabeza, un bosque de rizos dorados. Su respiración, rítmica y pausada, leve como un susurro. La cigüeña hizo un alto en la cabecera y giró para retroceder por la orilla hacia las tierras cultivables del edredón de retazos.

—¿Y si se despertara? —dijo Lila.

—¡No te atrevas! —gritó la señora Sotomonte, pero ya era demasiado tarde: Lila había soltado la capa de la señora Sotomonte, y al pasar, inspirada como por un diablillo juguetón pero infinitamente más impetuoso, había cogido un zarcillo de cabellos dorados y tirado de él. El tirón las hizo trastabillar; la señora Sotomonte agitó con furia su vara, la cigüeña crotoró y se afirmó, otra vez circundaron la cabeza de Sophie, y Lila no había soltado aún el bucle que apretaba entre los dedos.

—¡Despierta! —gritó.

—¡Niña mala! ¡Oh, horrible! —chilló la señora Sotomonte.

—¡Squawk! —dijo la cigüeña.

—¡Despierta! —gritó Lila, la mano ahuecada contra su mejilla.

—¡Vamonos! —gritó la señora Sotomonte, y la cigüeña, con un poderoso batir de alas, voló hacia la ventana, y Lila, para no ser arrancada de su montura, tuvo que soltar la guedeja de su madre. Una hebra gruesa y larga como una sirga le quedó entre los dedos, y mientras reía a carcajadas y chillaba de miedo de caerse, y temblaba de pies a cabeza, tuvo tiempo de ver, antes de que llegaran otra vez al batiente, que las mantas de la cama se alzaban enormemente. Tan pronto como estuvieron otra vez al aire libre, y cual una sábana que al sacudirse se distiende bruscamente (y con el mismo ruido), recobraron las dimensiones anteriores, cigüeña en proporción a casa, y se remontaron, veloces, hacia los sombreretes de las chimeneas. El cabello que Lila tenía aún en la mano, ahora de unos diez centímetros de longitud, y tan fino que le era imposible retenerlo, se le escurrió por entre los dedos y se alejó, rutilante, navegando por el aire.

—¿Qué? —dijo Sophie, y se incorporó de golpe. Más lentamente, se volvió a recostar entre sus almohadas, pero los ojos no se le cerraban ahora. ¿Habría dejado el batiente abierto? El borde de un visillo se agitaba hacia afuera en una efusiva despedida. Hacía un frío de muerte. ¿Qué había soñado? Con su bisabuela (que había muerto cuando Sophie tenía cuatro años). Una alcoba llena de cosas bonitas, cepillos de plata y peines de carey, una cajita de música. Una estatuilla de pulida porcelana, un pájaro con una niña desnuda y una vieja montadas sobre su lomo. Una bola de cristal azul, transparente, como una pompa de jabón. No la toques, niña: una voz tenue como la de una muerta desde las marfileñas sábanas de encaje. Oh, por favor, ten cuidado. Y la alcoba entera, la vida entera deformadas, transformadas en azul, dentro de la bola; extrañas, prodigiosas, unificadas por ser esféricas, dentro de la bola. Oh, niña, oh, cuidado: una voz llorosa. Y la bola resbalándosele de las manos, cayendo con la lentitud de una pompa de jabón hacia el parqué del suelo.

Se restregó las mejillas. Sacó un pie de la cama, siempre intrigada, buscando a tientas sus chinelas. (En el suelo, haciéndose añicos, sin el más leve sonido, sólo la voz de su bisabuela diciendo: Oh, niña, qué pena.) Se pasó una mano por el pelo enredado hasta lo inverosímil, rizos de elfo, solía decir Mambé. Una bola de cristal azul haciéndose añicos; pero antes: ¿qué había pasado antes? Ya se le había esfumado el recuerdo.

—Bueno —dijo, y bostezó, y se puso en pie. Sophie estaba despierta.

Y ya están todos

La cigüeña se alejaba de Bosquedelinde cuando la señora Sotomonte recobró la calma.

—Agárrate fuerte, agárrate fuerte —dijo, conciliadora—. El mal ya está hecho.

Detrás de ella, Lila había caído ahora en un pensativo silencio.

—Lo único que yo quiero —dijo la cigüeña, interrumpiendo su furioso aleteo— es que la culpa de esto no vaya a recaer sobre mí.

—No hay culpas que valgan —dijo la señora Sotomonte.

—Y que de haber castigos… —prosiguió la cigüeña.

—No habrá castigos. No se inquiete por eso tu largo pico rojo.

La cigüeña calló. Lila pensó que ella tendría que ofrecerse para cargar con las culpas, si las había, y tranquilizar así a la bestia, pero no lo hizo; embargada otra vez por la emoción-de-día-de-lluvia, hundió la mejilla entre los pliegues de la capa de la señora Sotomonte.

—Cien años más bajo esta forma —gruñó la cigüeña—, lo único que me faltaba.

—Basta ya —dijo la señora Sotomonte—. Puede que todo sea para bien. Y en realidad ¿cómo podría no serlo? Ahora —dio un golpecito con su vara— todavía queda mucho por ver, y el tiempo vuela. —La cigüeña escoró, regresando hacia los múltiples tejados del edificio—. Una vueltecita más alrededor de la casa y sus contornos —dijo la señora Sotomonte— y nos marchamos.

Cuando remontaban los anfractuosos y laberínticos valles y montañas del tejado, una ventanita redonda se abrió de pronto en una cúpula rarísima, y una carita redonda se asomó y miró hacia arriba, y hacia abajo. Y Lila (pese a que nunca había visto su rostro real) reconoció a Auberon, pero Auberon no podía verla.

—Auberon —dijo, no para llamarlo (ahora se portaría bien), sino tan sólo para nombrarlo.

—Meterete Juancopete —dijo la cigüeña, pues era desde esa ventanita desde donde solía espiarla el doctor, a ella y a sus polluelos, cuando anidara aquí, en este tejado.

¡Menos mal que esa parte ya había terminado!

Cuando pasaron al otro lado de la casa, la señora Sotomonte señaló a la zancuda Tacey. La grava del sendero se arremolinó bajo las finas ruedas de su bicicleta cuando, tras dar vuelta bruscamente en una esquina de la casa, enfiló hacia la pequeña alquería normanda que fuera antaño los establos y más tarde el garaje, allí dormía, en la obscuridad, la vetusta camioneta enchapada; y hoy en día, además, el lugar donde Don Bumbum y Doña Coneja y su numerosísima prole habían instalado sus madrigueras. Tacey dejó caer su bicicleta junto a la puerta trasera (desde allá arriba, una compleja figura huidiza a los ojos de Lila, que de pronto se dividía en dos), y la cigüeña, con un batir de alas, se remontó por encima del Parque. Lily y Lucy, tomadas del brazo, se paseaban por un caminito, cantando; los ruidos que hacían llegaban asordinados a los oídos de Lila. El sendero por el que ellas se paseaban se cruzaba con otro, flanqueado por los setos de plantas sin hojas, ahora salvajes como la desmelenada cabeza de un loco, una maraña de hojas muertas y nidos de pájaros. Allí estaba Llana Alice, ociosa, un rastrillo en la mano, observando el seto donde había atisbado quizá el movimiento de un pájaro u otro animal; y cuando hubieron ganado un poco más de altura, Lila divisó a Fumo que, caminaba a lo lejos por el mismo sendero con los libros bajo el brazo, mirando el suelo.

—¿Ése es…? —preguntó.

—Sí —respondió la señora Sotomonte.

—Mi padre —dijo Lila.

—Bueno —dijo la señora Sotomonte—. Uno de ellos, en todo caso. —Y guió a la cigüeña en esa dirección—. Ahora, cuidado con lo que haces y nada de jugarretas.

Qué rara parecía la gente vista desde esa altura, el huevo de la cabeza en el centro, un pie izquierdo que parecía brotarle de la nuca, uno derecho de la cara y después a la inversa. Fumo y Alice se vieron al fin, y Alice agitó una mano, una mano que también parecía brotarle de la cabeza, como una oreja. En el momento en que se encontraron, la cigüeña bajó en picado muy cerca de ellos, y entonces cobraron una apariencia más humana.

—¿Qué tal? —dijo Llana Alice, poniéndose el rastrillo bajo el brazo como si fuera una escopeta y hundiendo las manos en los bolsillos de su blusón de dril.

—Todo bien —dijo Fumo—. Grant Piedra vomitó de nuevo.

—¿Afuera?

—Sí, afuera, por lo menos. Es sorprendente cómo los tranquiliza eso. Por un minuto. Una clase práctica.

—Sobre…

—¿Meterte en la boca, camino de la escuela, una docena de caramelos malvavisco? No sé. Los males que la carne hereda. La mortalidad. Yo adopto un aire grave y digo: «Supongo que ahora podemos continuar».

Alice se echó a reír y, de pronto, volvió vivamente la cabeza hacia la izquierda, donde un movimiento había atraído su mirada, un pájaro distante quizá, o un postrero moscardón, cercano; no vio nada. No oyó decir a la señora Sotomonte, que la había estado contemplando con ternura: Bendita seas, querida, y da tiempo al tiempo; sea como fuere, no volvió a pronunciar una palabra en todo el camino de regreso a la casa, ni prestó mucha atención a lo que Fumo le contaba de la escuela; la embargaba un sentimiento que ya antes había conocido, que si la Tierra, esa mole inimaginable, giraba bajo sus pies, era tan sólo porque ella le imprimía al andar su rotación, como si fuera un molino de rueda a tracción humana. Extraño. Cuando estaban llegando a la casa vio salir de ella a Auberon, a todo correr, como si alguien lo persiguiera; echó una mirada furtiva a sus padres, pero no dio señales de haberlos visto, y, dando vuelta una esquina, desapareció. Y desde una ventana de la planta alta, Llana Alice oyó que la llamaban por su nombre: Sophie estaba asomada a la ventana de su cuarto.

—¿Sí? —contestó Alice, pero Sophie no dijo nada, tan sólo los miró a los dos con asombro, como si hiciera años, no horas, que los había visto por última vez.

La cigüeña planeó por encima del Jardín Tapiado y luego, ahuecando las alas, cruzó casi a ras del suelo la avenida de las esfinges, ahora casi sin facciones y más silenciosas que nunca. Un poco más lejos, corriendo por el mismo sendero, iba Auberon. Vestido con dos camisas de franela (una a guisa de chaqueta) que en uno de sus estirones ahora frecuentes le habían quedado un tanto estrechas, pero, de todas maneras, abotonadas en las muñecas; el cráneo dolicocéfalo balanceándose sobre el esmirriado cuello, los pies, enfundados en las eternas zapatillas, un poquitín torcidos, corría un trecho, caminaba, volvía a correr mientras hablaba en voz baja consigo mismo.

—Menudo príncipe —murmuró la señora Sotomonte cuando le dieron alcance—. Vaya tarea. —Meneó la cabeza. Auberon se agachó de golpe al sentir un batir de alas junto a su oído cuando la cigüeña se remontó a su lado, y aunque no interrumpió su carrera-caminata, su cabeza giró para ver a un pájaro que no pudo ver—. Ya están todos —dijo la señora Sotomonte—. ¡Vamonos!

Mientras se remontaban y alejaban, Lila miraba hacia abajo, los ojos fijos en Auberon, que se empequeñecía con la distancia. Durante su crianza, Lila (pese a que la señora Sotomonte lo prohibiera terminantemente) había pasado largos días y noches en soledad. La señora misma tenía sus tareas enormes que cumplir, y los ayudantes encargados de cuidar de Lila las más de las veces tenían juegos secretos a los que querían jugar, diversiones en las que la pesada, carnosa y estúpida criatura humana era incapaz de participar, o nunca llegaba a comprender. Oh, sus buenas zurras se habían ganado cuando alguien encontraba a Lila merodeando por salas y bosquecillos en los que no tenía aún nada que hacer (sobresaltando una vez de una pedrada a su bisabuelo en su melancólica soledad), pero la señora Sotomonte no encontraba la forma de remediarlo y murmuraba: «Todo parte de su Educación», y partía hacia otros climas y ámbitos que requerían sus acuciosos cuidados. Sin embargo hubo en toda esa época un compañero de juegos que siempre estaba a su lado cuando ella lo necesitaba, que siempre hacía sin un instante de vacilación todo cuanto ella le ordenaba, que nunca se cansaba ni se enfadaba (los otros no sólo se enfadaban sino que hasta podían ser crueles, algunas veces) y siempre pensaba lo mismo que ella acerca del mundo. El hecho de que además fuese imaginario («¿Con quién habla la niña todo el tiempo?» preguntaba el señor Bosques cruzando sus largos brazos, y «¿Por qué no me puedo sentar en mi silla?») no lo diferenciaba demasiado de tantos otros como hubo en la extraña niñez de Lila; y que se hubiese marchado, un buen día, con una excusa cualquiera, no la había sorprendido en realidad; sólo ahora, mientras observaba a Auberon correteando a medio galope hacia el almenado Pabellón de Verano en una misión urgente, se preguntó qué habría estado haciendo éste, el real —no muy parecido en verdad a su Auberon, pero el mismo, no le cabía de ello ninguna duda— mientras ella crecía. Lo veía pequeñísimo ahora, cuando tironeaba de la puerta del Pabellón de Verano para abrirla y echaba una mirada furtiva a sus espaldas como para cerciorarse de que nadie lo había seguido; en ese momento:

—¡Vamonos! —gritó la señora Sotomonte, y allá abajo el Pabellón de Verano se inclinó (exhibiendo como una cabeza tonsurada su techo empavonado) mientras ellas, ganando altura y velocidad, emprendían el viaje de regreso.

Un agente secreto

En el Pabellón de Verano, antes de sentarse delante de la mesa (pero no sin haber cerrado y trancado escrupulosámente la puerta), Auberon destapó su estilográfica. Sacó del cajón de la mesa una agenda quinquenal de un quinquenio pretérito, buscó en su bolsillo una llavecita y abrió el candado que cerraba las tapas de imitación cuero; y en la página en blanco de un marzo remoto escribió: «Y sin embargo se mueve».

Se refería a la vieja orrería arrumbada allá, en aquella cúpula por cuya ventana se asomara Auberon cuando pasaba la cigüeña con Lila y la señora Sotomonte montadas sobre su lomo. Todo el mundo le aseguraba que el mecanismo que accionaba los planetas de esa antigualla estaba atascado por la herrumbre, y que hacía años que no funcionaba. Y, en verdad, él mismo había intentado sin éxito mover las levas y los engranajes. Y, sin embargo, se movía; una vaga sensación, durante una visita, de que los planetas, el sol y la luna no se hallaban exactamente en los mismos sitios en que se encontraban durante una visita anterior, y que ahora había corroborado mediante pruebas rigurosas. Se mueve, sí: estaba seguro de ello. O casi seguro.

Por qué todos le habrían mentido con respecto a la orrería, no era lo que le preocupaba de momento. Todo cuanto quería ahora era obtener las pruebas del engaño; las pruebas de que la orrería se movía y (mucho más difícil, pero la obtendría, los indicios se multiplicaban) la prueba de que todos sabían muy bien que se movía y de que no querían que él lo supiera.

Morosamente, después de echar una ojeada a la anotación que acababa de hacer y deseando tener algo más que registrar, cerró la agenda, le puso llave y la volvió a guardar en el cajón. Y ahora, ¿qué pregunta, qué comentario podría dejar caer, como al azar, durante la cena, que pudiera inducir a alguien —no a su tía abuela, no, ducha por demás en ocultamientos, experta en miradas de asombro y perplejidad; ni su madre; ni tampoco su padre, aunque a veces Auberon sospechaba que su padre podía estar tan excluido como él— a confesar, inadvertidamente? Podría decir, por ejemplo, cuando pasaran el fuentón de puré de patatas alrededor de la mesa: «Lento pero seguro, como los planetas en la vieja orrería», y observarles las caras… No, demasiado petulante, demasiado obvio. Meditaba, preguntándose qué habría para la cena, en todo caso.

El Pabellón de Verano no había cambiado mucho desde los tiempos en que viviera y muriera en él su tocayo. Nadie había decidido qué se podía hacer con las cajas y carpetas de fotografías, nadie se había atrevido a alterar un ordenamiento que parecía más o menos ponderado. De modo que se habían limitado a empavonar el tejado contra las goteras, y a cerrar a cal y canto las ventanas; y así había quedado, mientras ellos pensaban. De tanto en tanto, uno u otro —sobre todo el doctor y tía Nube— se acordaban de su existencia y del pasado que allí permanecía encerrado, pero ninguno se había decidido a abrirlo, y cuando Auberon tomó posesión, nadie había venido a disputárselo. Ahora era su centro de operaciones y contenía todo cuanto él necesitaba para sus investigaciones: su lupa (la del viejo Auberon, en realidad), su metro de madera que se plegaba clac-clac, la cinta métrica que se enrollaba sola en su pequeño cilindro de metal, la última edición de La arquitectura de las casas quintas y la agenda en que anotaba sus conclusiones. Y, por añadidura, todas las fotografías de Auberon; esas fotos con las que culminaría su búsqueda como culminara la de su tío abuelo: una intrincada profusión de evidencias ambiguas.

Y sin embargo se preguntaba si lo de la orrería no sería al fin y al cabo una empresa vana, inconducente, si sus minuciosas mediciones, sus sucesivas marcas a lápiz, no serían susceptibles de infinitas interpretaciones. Un callejón sin salida, flanqueado por esfinges tan silenciosas como las que custodiaban el sendero que había cruzado para llegar al Pabellón. Cesó de columpiarse en el viejo sillón y de mordisquear la punta de su lapicero. Estaba anocheciendo: no podía haber noches más opresivas que una noche como ésta, en este mes, si bien a los nueve años Auberon no atribuía su opresión al día y a la hora, ni le daba ese nombre. Tan sólo percibía lo difícil que era ser un agente secreto, actuar disfrazado como si fuese un miembro de su propia familia, tratar de infiltrarse entre ellos para (sin hacer una sola pregunta) conseguir que la verdad saliera al fin a la luz en su presencia, porque ellos no tendrían ningún motivo para sospechar que él ya estaba en el secreto.

En vuelo hacia los bosques graznaban los cuervos. Una voz que vibró, extrañamente alterada, a través del Parque, lo llamaba anunciando la cena. Escuchando la alargada resonancia de las vocales de su nombre, Auberon se sintió a la vez triste y hambriento.

El humillado repuesto

Lila veía el crepúsculo vespertino en otro lugar.

—¡Magnífico! —dijo la señora Sotomonte—. Y aterrador. ¿No te hace latir con violencia el corazón?

—Pero si no es más que un efecto de las nubes —dijo Lila.

—Shhh, querida —dijo la señora Sotomonte—. Alguien podría ofenderse.

Un efecto del crepúsculo habría sido más correcto: el acantonamiento entero, las mil rayadas tiendas de campaña obscurecidas por el humo envolvente de las hogueras de los vivaques, las franjas de los flotantes pendones repitiendo las tonalidades del ocaso; las negras huestes de la caballería o de la infantería (o de ambas) realzadas por el plateado refulgir de las armas, extendiéndose hasta perderse de vista; las claras guerreras de los capitanes y el obscuro gris de los fusiles levantándose a las voces de mando, contra las barricadas purpúreas, todo el inmenso campamento…, ¿o era una inmensa flota de galeones, armada y haciéndose a la mar?

—Miles de años —dijo sombríamente la señora Sotomonte—. Derrotas, retiradas, acciones en la retaguardia. Pero ya nunca más. Pronto… —La vara nudosa bajo su brazo era como un bastón de mando, tenía erguida la larga barbilla—. ¡Mira! ¡Allá! ¿No es gallardo?

Una figura agobiada por el peso de una armadura y de tremendas responsabilidades se paseaba por la popa, o inspeccionaba el parapeto; el viento le agitaba los blancos mostachos casi tan largos como él. El Generalísimo de este gran operativo. En una mano llevaba un bastón; de pronto, el crepúsculo se alteró, y el extremo de su bastón cogió fuego. Hizo un gesto, apuntando con él hacia los oídos de sus cañones, si eran cañones, pero al instante cambió de parecer. Bajó el bastón, y se apagó la llama. De la ancha cartuchera sacó un mapa plegado, lo desplegó, lo examinó detenidamente, lo volvió a plegar, a guardar, y reanudó su lento ir y venir.

—La suerte está echada ahora —dijo la señora Sotomonte—. No más retiradas. El humillado se ha repuesto.

—Por piedad —suplicó la cigüeña entre jadeos, apenas con un hilo de voz—, esta altitud es excesiva para mí.

—Lo lamento —dijo la señora Sotomonte—. Ya no hay remedio.

—Las cigüeñas —jadeó la cigüeña— solemos sentarnos, cada legua o algo así.

—No te sientes aquí —dijo Lila—. Te irías derechito al fondo.

—Abajo, pues —dijo la señora Sotomonte. La cigüeña cesó de batir sus cortas alas y con un suspiro de alivio inició el descenso. El Generalísimo, las manos apoyadas sobre la borda o sobre el almenado belvedere, escrutaba con ojo avizor a la distancia, mas no alcanzó a ver a la señora Sotomonte, que cuando pasaban cerca de él, lo saludaba amablemente—. Oh, vaya —dijo—. Es un valiente, si los hay, y una vista espléndida.

—Es un truco —dijo Lila. Mientras descendían, ya se había alterado, transformándose en algo más inocuo aún.

Criatura del demonio, pensó la señora Sotomonte con irritación. Si era convincente, bastante convincente… Bueno. Quizá no deberían haberlo confiado todo a ese Príncipe: era un poquito demasiado viejo. Pero así son las cosas, pensó: todos estamos viejos, todos demasiado viejos. ¿Podía ser que hubiese esperado demasiado, tenido demasiada paciencia, cedido, en una postrera retirada, media milla de más? Ya sólo podía esperar que, cuando llegase al fin la hora, no todos los fusiles del viejo loco fallaran el tiro, que alentaran al menos a sus amigos y amedrentaran, siquiera un instante, a aquellos a quienes apuntaban.

Demasiado viejos, demasiado viejos. Por primera vez pensó que el desenlace, que no podía estar en duda, no, no podía, estaba en duda. Bueno, pero no todo habría acabado. ¿Acaso este día, esta misma noche, no señalaba el comienzo de la última larga vigilia, la última guardia, antes que las fuerzas se unieran al fin?

—Bueno, éste es el paseíto que te había prometido —le dijo a Lila por encima del hombro—. Y ahora…

—Auu —protestó Lila.

—Sin lloriqueos…

—Aaaauuuu…

—Echaremos nuestra siesta.

El alargado canturreo de la protesta de Lila se transformó, sorpresivamente, en su garganta, en otra cosa: algo que, como un diablillo que de pronto se le hubiese metido dentro, le abría la boca. Seguía abriéndole la boca, cada vez más y más grande —Lila nunca se había imaginado que pudiera abrirla tanto— y le hacía cerrar los ojos y lagrimear, y sorbía una larga bocanada de aire en sus pulmones, que se expandían motu proprio para recibirlo. De pronto, tan repentinamente como la poseyera, el diablillo la abandonó, aflojándole las mandíbulas y dejándola exhalar el aire.

Lila pestañeó, lamiéndose los labios, preguntándose qué sería eso.

—Sueño —dijo la señora Sotomonte.

Porque Lila acababa de bostezar su primer bostezo. El segundo no tardó en llegar. Apoyó la mejilla contra la tosca tela de la capa de la señora Sotomonte y, Comoquiera, sin resistirse más, cerró los ojos.

Gente oculta

Cuando era muy joven, Auberon había iniciado una colección de sellos postales. Durante un viaje con el doctor a la oficina de Correos de Arroyodelprado se había puesto a examinar al azar, ya que no tenía otra cosa que hacer, el contenido de las papeleras, e inmediatamente había descubierto dos tesoros: un par de sobres de lugares que a él se le antojaban fabulosamente distantes, y que parecían asombrosamente frágiles para haber viajado desde tan lejos.

Aquel primer hallazgo pronto se convirtió en una pequeña pasión, semejante a la de Lily por los nidos de pájaros. Insistía en acompañar a quienquiera que fuese a hacer algún recado en las cercanías de una oficina de Correos, escamoteaba la correspondencia de sus amigos, se solazaba imaginando ciudades distantes, Estados remotos cuyos nombres comenzaban con I y, los más raros de todos, los nombres de allende los mares.

Entonces, un día, Joy Flores, cuya nieta había vivido un año en el extranjero, le regaló una abultada bolsa de papel marrón llena de sobres que le habían enviado de todos los rincones del mundo. Casi no había podido encontrar en el mapa un lugar cuyo nombre no apareciera estampado en uno de aquellos sobres de quebradizo papel azul. Algunos provenían de lugares tan ignotos que ni siquiera existían en el alfabeto que él conocía. Y así, de un solo plumazo, su colección quedó completa, y su placer se desvaneció. Ya ningún hallazgo que pudiera hacer en Arroyodelprado la podría enriquecer. No la volvió a mirar nunca más.

Lo mismo había sucedido con las fotos de Auberon viejo cuando Auberon joven descubrió que eran mucho más que simples memorias de la larga vida de una gran familia. Comenzando por la de un Fumo sin barba vestido con un traje blanco al lado de la pila de los pájaros que aún se mantenía en pie, con sus enanos de cerámica, junto a la puerta del Pabellón de Verano, había buceado, al principio tentativamente, después con curiosidad y por último con voracidad, los miles y miles de fotos, grandes y pequeñas, embriagado de asombro y de horror (¡aquí! aquí estaba el secreto, aquí aparecerían los ocultos desenmascarados, cada imagen valía por mil palabras) y durante casi una semana no pudo hablar con su familia por el temor de revelar lo que había descubierto, o mejor dicho, creía estar a punto de descubrir.

Porque en última instancia las fotografías no esclarecían nada, porque nada las esclarecía a ellas.

«Nótese el pulgar», había escrito Auberon viejo en el reverso de una borrosa imagen de unos matorrales en gris y negro. Y había, en la intrincada maraña, algo que se parecía muchísimo a un dedo pulgar. Bueno. Pruebas. Otra, sin embargo, desvirtuaba por completo esa evidencia porque (con sólo mudos signos de admiración en el reverso) en ella aparecía una figura completa, una damisela fantasmal entre el follaje, arrastrando la cola de una falda de telaraña perlada de rocío, bonita como una pintura, y en el fondo, fuera de foco, el rostro excitado de una criatura humana rubia mirando hacia la cámara y señalando a la otra, la extraña criatura diminuta. Vamos, ¿quién iba a creerse semejante cosa? Y si fuese real (no podía serlo; de cómo había sido trucada, Auberon no tenía la más remota idea, pero era demasiado estúpidamente real para que no fuera trucada), ¿qué sentido tenía entonces el posible-pulgar-en-el-follaje y otras mil igualmente obscuras? Cuando hubo separado de una docena de cajas las pocas imposibles y las muchas ininteligibles, y advirtió que aun quedaban docenas de cajas y carpetas por revisar, las cerró todas (con una confusa sensación de alivio y de pena) y rara vez volvió a pensar en ellas.

Después de eso, tampoco volvió a abrir nunca más la vieja agenda quinquenal en la que hiciera sus anotaciones. Devolvió a su sitio en la biblioteca la última edición de La arquitectura de las casas quintas. Sus humildes descubrimientos —o los que le parecieron descubrimientos—: la orrería, un par de deslices sugestivos por parte de su tía abuela y su abuela, apasionantes como le parecieran en su momento, habían sido arrastrados por la avalancha de aquellas fotografías estremecedoras y, peor aún, de las notas sibilinas que su tocayo escribiera en el reverso. Se olvidó de todo eso para siempre. Y con ello dio por terminada su misión de agente secreto.

Auberon la dio por terminada, sí; pero para ese entonces hacía tanto tiempo que actuaba bajo disfraz, sin ser descubierto, como un miembro de su familia, que poco a poco, por etapas lentas, se había convertido realmente en un agente secreto. (Es algo que les ocurre a menudo a los agentes secretos.) El secreto que no le revelaran las fotografías de Auberon tenía que estar (si es que existía) en el corazón de sus familiares; y Auberon había fingido durante tanto tiempo saber lo que ellos sabían (para que ellos lo revelaran al fin, por accidente) que llegó a suponer que lo sabía tan bien como cualquiera de ellos; y, como le ocurriera con sus otras evidencias, y más o menos hacia la misma época, también de él se olvidó. Y puesto que —si en verdad ellos sabían algo que él ignoraba— ellos también lo habían olvidado, o aparentaban haberlo olvidado, todos estaban ahora en igualdad de condiciones, y él era uno de ellos. Hasta tenía, subconscientemente, la sensación de participar con ellos de una conspiración de la cual sólo su padre estaba excluido: Fumo no sabía, y no sabía que ellos sabían que él no sabía. Y ese hecho, Comoquiera, antes que separarlos de él, los unía a Fumo tanto más, como si lo mantuvieran al margen de los preparativos secretos de una fiesta-sorpresa que estuvieran organizando para él. Y gracias a ello, las relaciones de Auberon con su padre fueron durante cierto tiempo un poco menos tensas.

Sin embargo, aunque dejara de acechar las motivaciones y los movimientos de los demás, persistía en él el antiguo hábito de llevar una vida secreta. A menudo ocultaba sus actos, sin razón alguna. No con la intención de mistificar, desde luego; ni siquiera en sus tiempos de agente secreto había pretendido mistificar a nadie: la misión de un agente secreto consiste precisamente en todo lo contrario. Si tenía alguna razón, acaso fuera tan sólo su deseo de mostrarse bajo una luz más benigna y más clara que esa otra bajo la cual, de lo contrario, habría aparecido: más benigna y clara que la lúgubre-fulgurante de las lámparas a cuya luz él mismo se veía.

—¿Adonde vas con tanta prisa? —preguntó Llana Alice. A la hora de la merienda, después de la escuela, de pie junto a la mesa de la cocina, Auberon se zampaba sin respirar su leche y sus galletitas. Ese otoño era el único Barnable que aún asistía a la Escuela de Fumo. Lucy había dejado de asistir el año anterior.

—A jugar a la pelota —respondió Auberon, con la boca llena—. Con John Lobos y los otros chicos.

—Ah. —Le volvió a llenar hasta la mitad el vaso que él le tendía. Santo Dios cuánto había crecido últimamente—. Bueno, dile a John que le avise a su madre que yo iré mañana con un poco de sopa y otras cositas, a ver qué le hace falta. —Auberon no apartaba los ojos de sus galletitas—. ¿No sabes si se siente mejor? —Auberon se encogió de hombros—. Tacey dijo…, oh, bueno. —Por la expresión de su hijo parecía improbable que fuera a decirle a John que Tacey había dicho que su madre se estaba por morir. Lo más probable era que ni siquiera su simple mensaje fuese transmitido. Pero no podía estar segura—. ¿De qué juegas?

—De catcher —dijo él, rápidamente—. Casi siempre.

—Yo era catcher —dijo Alice—. Casi siempre.

Auberon puso lentamente el vaso sobre la mesa, pensativo.

—¿A ti qué te parece? —dijo—, ¿que la gente es más feliz cuando está sola, o cuando está con otra gente?

Alice llevó el vaso y el plato al fregadero.

—No sé —dijo—. Supongo… Bueno, ¿qué te parece a ti?

—No sé. Es que me preguntaba sólo… —Lo que se preguntaba Auberon era si sería un hecho, un hecho que todo el mundo conocía, o al menos todos los mayores, que todo el mundo es por supuesto mucho más feliz cuando está solo, o a la inversa, fuera lo que fuese—. Supongo que yo soy más feliz con otra gente —dijo.

—¿De veras? —Alice sonrió; como estaba de cara al fregadero, él no podía verla—. Eso es bueno —dijo—. Un extrovertido.

—Supongo.

—Bueno —dijo Alice con dulzura—. Espero que no vuelvas a meterte en tu cascarón.

Auberon salía ya, llenándose los bolsillos de galletas, y no se detuvo, pero una ventana se había abierto de pronto dentro de él. ¿Cascarón? ¿Él había estado metido en un cascarón? Y —más curioso aún— ¿ellos lo habían visto metido en él? ¿Era un hecho que todo el mundo conocía? Miró por esa ventana y se vio a sí mismo un momento, por primera vez, como lo veían los demás. Entretanto, sus pies lo habían conducido del otro lado de los grandes batientes de la cocina, que se cerraron tras él con su rechinido habitual, a la despensa, con su eterno olor a uvas pasas, y a la quietud del largo y silencioso comedor, camino a su imaginario partido de fútbol americano.

Alice, al pie del fregadero, alzó los ojos: vio una hoja otoñal pasar revoloteando junto al batiente y llamó a Auberon. Oía sus pasos que se alejaban (los pies le habían crecido más deprisa aún que el resto del cuerpo) y, cogiendo la chaqueta de su hijo de la silla en que la dejara olvidada, salió tras él.

Ya se había perdido de vista en su bicicleta cuando Alice llegó a la puerta principal. Lo volvió a llamar, mientras bajaba la escalera del porche; y entonces se dio cuenta de que era la primera vez, ese día, que estaba a cielo abierto, y que el aire era límpido, vivificante y libre, y que ella se hallaba allí, sin rumbo fijo. Miró en derredor. Alcanzó a ver, del otro lado de la esquina de la casa, un rincón apenas del jardín tapiado. Sobre el ornamento de piedra que coronaba el ángulo de la tapia se había posado un cuervo. La miró mirar en derredor —no recordaba haber visto nunca uno tan cerca de la casa, eran audaces pero cautos—, y se remontó en vuelo y, dando una voltereta, se alejó aleteando pesadamente a través del parque. Cras, cras: eso es lo que según Fumo dicen los cuervos en latín. Cras, cras: mañana, mañana. Circundó el jardín tapiado. Su puertecita abovedada estaba abierta, invitándola a pasar, pero Alice no entró. Siguió andando por el gracioso sendero bordeado de hortensias que antaño, sostenidas por espalderas, crecían en matas ornamentales, altas y ordenadas y arrepolladas, pero que con el tiempo se habían desmoronado y hoy eran meras hortensias, y asfixiaban la alameda que estaban destinadas a contornear, y enturbiaban el paisaje que debían enmarcar: dos columnas dóricas que daban acceso al sendero que ascendía a la Colina. Siempre sin rumbo fijo, Alice echó a andar por ese sendero (rozando al pasar las últimas hortensias que se desfloraban con una lluvia de pétalos resecos, como mustios confetti), y empezó a subir la Colina.

Gloria

Auberon dio la media vuelta y pedaleó de regreso por el camino, que circundaba el muro guardián de Bosquedelinde, y al llegar a cierta altura se apeó. Trepó al muro (un árbol caído de este lado y un montículo de malezas del otro hacían las veces de peldaños), izó su bicicleta, la pasó por encima del muro y la llevó a la rastra a través del tapiz de hojas dorado y crepitante del bosque de hayas hasta llegar a un sendero; la volvió a montar y, echando una mirada recelosa hacia atrás, enfiló hacia el Pabellón de Verano. Escondió la bicicleta en el cobertizo que había construido su tocayo.

El Pabellón de Verano, calentado por el tibio sol de septiembre que se volcaba a raudales a través de las grandes ventanas, estaba silencioso y polvoriento. Sobre la mesa, donde en un tiempo lo esperaban su diario y su equipo de espionaje y donde más tarde escudriñara las fotos de Auberon, lo aguardaban ahora un montón de papeles manuscritos, el sexto tomo de la Roma Medieval de Gregorovius, unos pocos libros más, todos voluminosos, y un mapa de Europa.

Auberon releyó la página que estaba encima de todas, que había escrito el día anterior.

La escena se desarrolla en la tienda de campaña del Emperador, en las afueras de Iconium. El Emperador está solo, sentado en una especie de silla tijera, la espada en cruz sobre las rodillas. Viste su armadura, pero ha sacado una pieza de ella y un criado la está puliendo lentamente; de vez en cuando mira al Emperador, pero el Emperador mira hacia adelante, hacia la lejanía, y no parece haber notado su presencia. El Emperador parece cansado.

Auberon releyó el texto, pensativo, y luego tachó mentalmente la última frase. No era cansado lo que él había querido decir. Cualquiera puede parecer cansado. El emperador Federico Barbarroja, en la víspera de su última batalla, parecía…, bueno, ¿qué? Le quitó el capuchón a su estilográfica, meditó un momento, se lo volvió a poner.

En su drama o libreto cinematográfico (podía llegar a ser cualquiera de las dos cosas o hasta transformarse como por arte de magia en una novela) sobre el emperador Federico Barbarroja había sarracenos y ejércitos papales, guerrilleros sicilianos y potentes paladines e incluso princesas. Un cúmulo de románticos nombres de lugares donde libraban batalla multitudes de románticos personajes. Sin embargo, lo que fascinaba a Auberon de aquellas lides no era nada que pudiera llamarse romántico. Todo cuanto escribía no tenía en realidad otro propósito que poner de relieve a esa figura: esa figura solitaria sentada en una silla tijera: una figura observada en un momento de reposo entre dos acciones desesperadas, exhausta tras la victoria o la derrota, enmohecida por la guerra y el uso de la dura cota de malla. Y por sobre todo, era una mirada: una mirada serena y fría, sin ilusiones, la mirada de alguien que ha llegado a comprender que las circunstancias adversas a una línea de acción son insuperables, pero las presiones para llevarla a cabo, irresistibles. La mirada de un hombre indiferente al entorno y al clima que, tal como Auberon los describía, eran como él: inhóspitos, indiferentes, sin calor. Su paisaje estaba vacío, salvo una torre lejana con un aspecto parecido al suyo, y el distante y asordinado galope de un jinete portador de noticias.

Para todo eso Auberon tenía un nombre: Gloria. El argumento de su obra —quién iría a salir vencedor, nada más que eso— no le interesaba demasiado; de todas maneras, nunca había llegado a entender qué era lo que se disputaban el papa y Barbarroja. Si alguien le preguntara (pero nadie lo haría, su proyecto había sido iniciado en secreto y en secreto sería quemado años más tarde) qué era lo que lo había atraído precisamente de ese emperador, no lo habría sabido decir. Una áspera resonancia del nombre. La imagen de él, ya viejo, montado, armado, en su postrera y fútil cruzada (todas las cruzadas eran fútiles para el joven Auberon), y arrastrado luego por azar con esa armadura bajo las aguas de un innominado río armenio cuando su corcel respingó en medio del vado. Gloria.

«El Emperador no parece exactamente cansado sino…»

También tachó esto, con furia, y volvió a ponerle el capuchón a su pluma. Su inmensa ambición de delinear le resultaba de pronto insoportable, como si pudiese llorar por tener que soportarla a solas.

Espero que no vuelvas a meterte en tu cascarón.

Él, que había hecho esfuerzos inauditos para que ese cascarón fuese idéntico a él. Creía haberlos engañado a todos y no, no había sido así.

El polvo flotaba irisado al sol del atardecer que aún se filtraba en anchas franjas por las ventanas, pero en el Pabellón de Verano empezaba a hacer frío. Auberon puso su pluma sobre la mesa. Detrás de él, desde las estanterías, sentía clavada en su nuca la mirada de las cajas y los carpetones del viejo Auberon. ¿Iba a ser siempre así? ¿Siempre el cascarón, siempre los secretos? Porque era obvio que sus propios secretos lo separaban del resto de ellos tanto como cualquier secreto que ellos le hubiesen querido ocultar. Y él tan sólo ansiaba ser el Barbarroja que imaginaba: sin ilusiones, sin confusiones, amargado tal vez, pero íntegro y de una sola pieza desde el pecho a la espalda.

Tiritó. Por cierto, ¿qué había sido de su chaqueta?

Todavía no

Su madre se la estaba echando sobre los hombros mientras subía la Colina y pensaba: ¿A quién se le ocurre jugar con un tiempo como éste? Los arces jóvenes que bordeaban el sendero, rindiéndose temprano, habían flameado ya al lado de sus hermanos y hermanas siempre verdes. ¿No era más bien tiempo de jugar al fútbol? Extrovertido, pensó, y sonrió y meneó la cabeza: el gesto efusivo, la sonrisa siempre a flor de labios.

Oh Dios… Desde que sus hijos dejaron de crecer tan a prisa, las estaciones habían empezado a deslizarse más veloces a la vera de Llana Alice, sus hijos eran personas diferentes cada otoño y cada primavera, tanto saber, tantas vivencias, tantas risas y llantos amontonados en sus interminables veranos. Ella ni siquiera se había percatado de la llegada de este otoño. Quizá porque ahora sólo tenía un hijo que aprontar para la escuela. Uno y Fumo. Prácticamente sin nada que hacer en las mañanas otoñales, un solo almuerzo para preparar, un solo cuerpo soñoliento para empujar del baño a la cocina, a desayunar, un solo portalibros, un solo par de botas que encontrar.

Y, sin embargo, mientras iba Colina arriba, se sentía reclamada por ingentes obligaciones.

Llegó, un poco sin aliento, a la mesa de piedra de la cresta y se sentó junto a ella en el banco de piedra. Debajo de la mesa, un lastimoso estropicio, cubierto de moho y otoñal, vio el bonito sombrero de paja que Lucy había perdido en junio y llorado todo el verano. Al verlo allí, sintió en carne viva la fragilidad de sus hijos, los peligros que los acechaban, su desamparo frente a la pérdida, frente al sufrimiento, frente a la ignorancia. Los nombró mentalmente, en orden: Tacey, Lily, Lucy, Auberon. Resonaron como campanillas de distinto diapasón, unos más genuinos que otros, pero todos respondiendo a su tirón: eran maravillosos, sí, los cuatro, como ella siempre le decía a la señora Lobos, o a Marge Junípero o a quienquiera que le preguntase por ellos: «Son maravillosos». No: las obligaciones que la reclamaban (y que ahora, sentada al sol, dominando un vasto paisaje, sentía más intensamente) no tenían nada que ver con ellos, ni tampoco con Fumo. Tenían que ver, Comoquiera, con ese sendero empinado, con esta ventosa cresta de la Colina, con este cielo encelajado de móviles nubes grises y blancas como el plumaje de una paloma torcaz, y con este otoño joven, pródigo (como lo son tan misteriosamente todos los otoños) en ilusiones y esperanzas.

La sensación era intensa, como una fuerza que la atrajera o quisiera arrastrarla; inmóvil, dominada por ella, fascinada y un poco asustada, esperaba que pasara en un instante, como las sensaciones de deja vu. Pero no pasaba.

—¿Qué? —le dijo al día—. ¿Qué sucede?

Mudo, el día no pudo contestarle; pero parecía hacerle gestos, tironearla con familiaridad, como si la hubiese confundido con otra persona. Parecía, y no cesaba de parecer, a punto de darse vuelta para mostrarse de frente, como si todo ese tiempo ella no hubiese estado mirando su verdadera faz sino otra, o su envés (y el de todas las cosas, siempre) y fuera ahora a verlo claramente, como en realidad era; y él a ella, además: y aun así, él no podía hablar.

—Oh, qué —dijo Llana Alice, sin saber que hablaba. Sentía que se estaba disolviendo irremisiblemente en lo que contemplaba, y que al mismo tiempo se había vuelto lo bastante imperiosa como para dominarlo en todos sus aspectos; lo bastante liviana como para poder volar y tan pesada a la vez que no el banco de piedra sino la colina de piedra, toda la colina era su sitial; sobrecogida y no obstante por alguna razón nada sorprendida a medida que comprendía lo que se pedía de ella, para qué se la convocaba.

—No —dijo en respuesta—; no —repitió, con la dulzura con que se lo diría a un niño que por error, confundiéndola con su madre, la hubiese tomado de la mano o de la falda del vestido, alzando hacia ella el rostro, un rostro interrogante, sorprendido—. No.

—Vete —dijo, y el día se fue.

—Todavía no —dijo, y una vez más se hizo sonar las campanillas de los nombres de sus hijos. Tacey Lily Lucy Auberon. Fumo. Demasiado, demasiadas cosas que hacer aún; y sin embargo llegaría un día en el cual, por mucho que le quedara aún por hacer, por mucho que hubiesen aumentado o disminuido sus obligaciones cotidianas, ya no podría rehusar. No era que tuviese reparos o temor, aunque ella suponía que cuando el día llegase sentiría, sí, sentiría temor y no podría sin embargo rehusar… Era asombroso, asombroso que uno nunca acabara de crecer y crecer, ella, que años atrás había imaginado que había crecido tanto, tanto que ya no podría seguir creciendo más, y sin embargo ni siquiera había empezado.

—Todavía no, todavía no —dijo, mientras el día se alejaba—, todavía no, aún me queda mucho por hacer, todavía no, por favor.

El Cuervo Negro (o alguien parecido a él), invisible a la distancia a través de la alta marea de los árboles, lanzó su llamado en vuelo hacia su nido.

Cras. Cras.