Capítulo 2

Pasan las horas y los días, los meses y los años; el pasado no vuelve nunca más, y no está a nuestro alcance conocer lo por venir; por tanto, entonces, contentos deberíamos aceptar aquello que los días de nuestra vida quieran depararnos.

Cicerón

«El alegre, redondo y encarnado señor Sol irguió la cabeza nimbada de nubes por encima de las montañas purpúreas y vertió larguísimos rayos sobre el Prado Verde» —leyó con su vocecita chillona y oronda Robin Pájaro; se sabía este libro casi de memoria—. «No lejos de la Cerca de Piedra que separa el Prado Verde de la Vieja Dehesa, una familia de Ratones de Campo se despertó en su casita minúscula entre las hierbas; Mamá, Papá, y seis pequeñuelos rosaditos y ciegos.»

La lectura de Robin Pájaro

«El jefe de la familia se dio vuelta, abrió los ojos, se atusó los bigotes y salió al umbral para lavarse la cara con el rocío recogido en una hoja caída. Mientras estaba allí, contemplando el Prado Verde y el amanecer, pasó, presurosa, la Abuela Viento-Oeste, cosquilleándole el morro y trayéndole noticias del Bosque Agreste, el Arroyo Cantarín, la Vieja Dehesa y el Ancho Mundo de los alrededores, noticias confusas y clamorosas, mejor que cualquier periódico a la hora del desayuno.

»Las noticias eran las mismas que venía propalando desde hacía ya muchos días: ¡el mundo está cambiando! ¡Pronto las cosas serán muy diferentes de como las hueles hoy! ¡Prepárate, Ratón de Campo!

»El Ratón de Campo, cuando se hubo enterado de todo cuanto les pudo sonsacar a los remilgados Céfiros que viajan en compañía de la Abuela Viento-Oeste, echó a correr por uno de sus senderos secretos a través del alto pastizal hacia la Cerca de Piedra, donde conocía un lugar en el que podría instalarse y ver sin que nadie lo viera. Cuando llegó a su escondrijo, se aposentó, se puso una brizna de hierba entre los dientes, y empezó a mascarla, pensativo.

»¿Cuál sería ese cambio tan tremendo que la Abuela Viento-Oeste y todos sus Céfiros comentaban estos días? ¿En qué consistiría y cómo debía él prepararse?

»Para el Ratón de Campo, no podía haber ningún sitio mejor donde vivir que el que era en ese momento el Prado Verde. Todas las hierbas del Prado estaban esparciendo sus semillas para que él las comiera. Las vainas secas de muchas plantas que él creyera malignas se habían abierto de pronto, repletas de nueces dulcísimas para que las royera con sus dientes vigorosos. El Ratón de Campo se sentía feliz y bien alimentado.

»Y ahora ¿todo iría a cambiar? Por mucho que pensaba, cavilaba y se devanaba los sesos, no atinaba a entenderlo.

»Porque, ¿sabéis, niños?, el Ratón de Campo había nacido en la Primavera. Había crecido en el Verano, cuando el señor Sol muestra sus sonrisas más anchas y se toma su tiempo para cruzar el cielo azul azul. En el espacio de un solo Verano, él había alcanzado ya su talla máxima (que no era mucha por cierto), y se había casado, y le habían nacido hijuelos, que pronto habrían de crecer, también ellos.

»Y ahora ¿podéis vosotros adivinar qué era ese gran cambio, ese cambio que el Ratón de Campo no podía ni siquiera imaginar?»

Todos los niños más pequeños gritaron y levantaron la mano, porque suponían, contrariamente a los mayores, que en realidad eran ellos los que tenían que adivinar.

—Muy bien —dijo Fumo—. Todos lo saben. Gracias, Robin. Y ahora veamos. ¿Puedes leer un rato tú, Billy? —Billy Mata se puso de pie, menos seguro que Robin, y cogió el manoseado libro.

El Fin del Mundo

«Y bien», leyó, «el Ratón de Campo decidió que lo mejor que podía hacer era preguntárselo a alguien más viejo y más sabio que él. La criatura más sabia que conocía era el Cuervo Negro, que a veces bajaba al Prado Verde en busca de granos o lombrices, y siempre tenía algo que comentar a flor de pico para quien quisiera prestarle oídos. El Ratón de Campo siempre escuchaba lo que el Cuervo Negro quisiera decir, si bien siempre se mantenía a una prudente distancia de los ojillos relucientes del Cuervo Negro y de su pico largo y afilado. No porque la familia Cuervo fuese conocida por su afición a comer ratones, pero sí se sabía en cambio que comían casi cualquier cosa que tuvieran al alcance de la mano, o del pico, más bien.

»No hacía mucho rato que el Ratón de Campo estaba sentado allí, aguardando, cuando desde el azul del cielo llegó un pesado batir de alas y un graznido ronco, y el Cuervo Negro en persona aterrizó en el Prado Verde, no lejos de donde se hallaba el Ratón de Campo.

»—Buenos días, señor Cuervo —saludó el Ratón de Campo.

»—¿Es un buen día éste? —dijo el Cuervo Negro—. No por muchos más podrás decir lo mismo.

»—Bueno, eso era justamente lo que yo le quería preguntar —dijo el Ratón de Campo—. Parece ser que un gran cambio se avecina en el mundo. ¿Lo huele usted? ¿Sabe en qué consiste?

»—¡Ah, descocada Juventud! —dijo el Cuervo Negro—. Hay, sin duda, un cambio que se avecina. Se llama Invierno, y harías mejor en prepararte para él.

»—¿Cómo será? ¿Y cómo tendré que prepararme para él?

»Con un brillo maligno en la mirada, como si disfrutara con la aflicción del Ratón de Campo, el Cuervo Negro le habló del Invierno, de la crueldad del Hermano Viento-Norte, que se precipitaría, arrasador, por sobre el Prado Verde y la Vieja Dehesa, trocando en oro y luego en pardo el verdor de los árboles y arrancándolo sin piedad de las ramas; de cómo perecerían los pastos y enflaquecerían de hambre las bestias que se nutrían de ellos. Le habló de las lluvias gélidas que caerían y anegarían las casas de los animalitos pequeños como el Ratón de Campo. Le describió la nieve, que el Ratón de Campo imaginó maravillosa; pero luego supo del frío terrible que lo calaría hasta los huesos, y que los pajaritos, debilitados por el frío, caerían escarchados de sus nidos, y que los peces cesarían de nadar y que el Arroyo Cantarín ya no cantaría porque tendría la boca amordazada por el hielo.

»—¡Pero eso es el Fin del Mundo! —exclamó, con desesperación, el Ratón de Campo.

»—Eso parecerá —dijo con maligno regocijo el Cuervo Negro—. A cierta gente. No a mí. A mí no me afectará. Pero tú, ¡tú harías mejor en prepararte, Ratón de Campo, si es que esperas permanecer entre los vivos!

»Y con estas palabras, el Cuervo Negro agitó sus pesadas alas y se remontó por el aire, dejando al Ratón de Campo más apabullado y atemorizado que antes.

»Pero mientras seguía allí, sentado, mascando su brizna de hierba al calorcito del bondadoso Sol, supo cómo podría aprender a sobrevivir al frío terrible que el Hermano Viento-Norte traería al mundo.»

—Está bien, Billy —dijo Fumo—. Pero no es preciso que enfatices cada sílaba cuando lees. Hazlo con naturalidad, como cuando hablas.

Billy Mata miró a Fumo como si comprendiera por primera vez que las palabras del libro eran las mismas que él empleaba todos los días.

—Oh —dijo.

—Bien. ¿Quién lee ahora?

El secreto de Viento-Norte

«La idea que se le había ocurrido», leyó Terry Océano (demasiado mayorcito para esto, pensó Fumo) «era viajar por el Ancho Mundo tan lejos como le fuera posible, y preguntar a cada criatura cómo pensaba prepararse para el Inminente Invierno. Estaba tan satisfecho con su plan, que se llenó hasta hartarse de semillas y nueces que por desgracia tanto abundaban en los alrededores, se despidió de su esposa y sus hijos, y ese mismo mediodía se puso en camino.

»La primera bestezuela que encontró fue una oruga peluda en una rama. Pese a que las orugas no son famosas por su inteligencia, el Ratón de Campo le formuló de todos modos la pregunta. ¿Qué haría ella para prepararse para el Invierno que se avecinaba?

»—Yo, del Invierno, sea lo que sea, no sé nada —dijo la oruga con su vocecita débil—. No obstante, un cambio está ciertamente por producirse en mí. Tengo la intención de envolverme en esta preciosa hebra blanca y sedosa que, al parecer, no me preguntes cómo, acabo de aprender a devanar; y cuando esté toda envuelta y abrigada y bien adherida a esta rama confortable, me quedaré así un tiempo largo, quizá para siempre, no lo sé.

»Bueno, al Ratón de Campo aquélla no le parecía la solución, y con pena en el alma por esa tonta de la oruga, prosiguió su camino.

»Ya cerca del Estanque de los Lirios, vio en él unas criaturas que jamás había visto allí antes: grandes aves de color pardo ceniciento, de cuello largo y grácil, y pico negro. Había toda una multitud, y mientras navegaban por el Estanque de los Lirios zambullían las cabezas alargadas bajo el agua comiendo lo que encontraban en él.

»—¡Aves! —dijo el Ratón de Campo—. ¡Se aproxima el Invierno! ¿Cómo pensáis vosotras prepararos para soportarlo?

»—El Invierno se aproxima, sí —dijo una de las aves más viejas—. El Hermano Viento-Norte nos ha echado de nuestros hogares. Allá el frío ya es cruento. Y ahora viene en pos de nosotras, persiguiéndonos. Sin embargo, le ganaremos, ¡por muy veloz que viaje! Volaremos hacia el Sur, más al sur de donde él pueda llegar, y allí estaremos al abrigo del Invierno.

»—¿Muy lejos de aquí? —preguntó el Ratón de Campo, esperanzado: quizá también él pudiera ganarle la carrera al Hermano Viento-Norte.

»—A días y días de nuestro vuelo más raudo —respondió el ave—. Ya llevamos retraso. —Y con un sonoro batir de las alas se elevó del estanque, replegando las patas negras contra el vientre blanco. Tras de ella alzaron el vuelo todas las demás y se remontaron en bandada, graznando, rumbo al cálido Sur.

»El Ratón de Campo reanudó su camino, acongojado; sabía que él, sin alas poderosas como las de aquellas aves, jamás podría ganarle la carrera al Invierno. Tan absorto iba en sus tristes pensamientos que estuvo a punto de tropezar, en el borde del Estanque de los Lirios, con una Tortuga de Ciénaga. El Ratón de Campo le preguntó qué haría cuando llegase el Invierno.

»—Dormir —dijo, soñolienta, la Tortuga, obscura y arrugada como la cara de un viejo—. Me cobijaré en lo más profundo de la ciénaga, abrigada en el lodo tibio, donde el Invierno no puede llegar, y dormiré. A decir verdad, ya me estoy durmiendo.

«¡Dormir! Tampoco ésta le pareció al Ratón de Campo una solución muy feliz. Y, sin embargo, en camino, tuvo que escuchar muchas veces, y de las criaturas más diversas, la misma respuesta.

»—¡Dormir! —dijo la Culebra, la eterna enemiga del Ratón de Campo—. De mí, Ratón de Campo, nada tendrás que temer.

»—¡Dormir! —cuchicheó su primo el Murciélago cuando se hizo de noche—. Dormir cabeza abajo, colgado de los dedos.

»¡Vaya! La mitad del mundo se iría tranquilamente a dormir cuando llegase el Invierno. Aquélla fue la respuesta más extraña que el Ratón de Campo tuvo que oír, pero hubo otras.

»—Yo almacenaré nueces y semillas en escondrijos secretos —contestó la Ardilla Roja—. Así lo pasaré.

»—Yo confío en que la Gente me proveerá de víveres cuando no quede nada que comer —dijo el Paro Carbonero.

»—Yo construiré —dijo el Castor—. Construiré una casa y viviré en ella con mi esposa y mis hijos, bajo las aguas heladas del río. ¿Puedo ahora poner manos a la obra? Tengo muchísimo que hacer.

»—Yo robaré —dijo el Mapache, con su antifaz de ladrón—. Huevos de los corrales de la Gente, basura de sus basureros.

»—Yo te comeré a ti —dijo el Zorro Rojo—. ¡Mira si no! —Y persiguió al pobre Ratón de Campo y poco faltó para que le diera alcance antes de que llegara a su cueva en la vieja Cerca de Piedra.

«Cuando por fin, casi sin resuello, se dejó caer en ella, pudo ver que en el ínterin, mientras él viajaba, el gran cambio llamado Invierno había empezado a manifestarse en el Prado Verde. Ya no estaba tan verde, sino pardo, amarillento y blanco. Muchas de las semillas habían madurado y se habían dispersado, o echado a volar a lo lejos sobre alas diminutas. En lo alto del cielo, la cara del Sol se escondía detrás de unas ceñudas nubes grises. Y el Ratón de Campo no tenía aún ningún plan para protegerse del cruel Hermano Viento-Norte.

»—¿Qué puedo hacer? —clamó a voces—. ¿Ir a vivir con mi primo en el granero del granjero Pardo, arriesgándome a las asechanzas de Tom el gato y de Furia el perro, y a los venenos y a las trampas cazarratones? No lo resistiría mucho tiempo. ¿Huir al Sur con la esperanza de ganarle la carrera al Hermano Viento-Norte? Seguramente me cogerá desprevenido y me congelará lejos de casa con su aliento frío. ¿Acostarme con mi esposa y mis hijos y extender los pastos sobre mi cabeza y tratar de dormir? El hambre no tardaría en despertarme, y a ellos también. ¿Qué, qué puedo hacer?

»En ese momento la mirada de un ojo reluciente se clavó en él, tan de improviso que el Ratón de Campo se irguió, sobresaltado, lanzando un grito. Era el Cuervo Negro.

»—Ratón de Campo —dijo, tan socarrón como de costumbre—. Sea lo que sea lo que vayas a hacer para protegerte, hay una cosa que ignoras y que deberías saber y no sabes.

»—¿Qué es? —preguntó el Ratón de Campo.

»—Es el secreto del Hermano Viento-Norte.

»—¿Su secreto? ¿Qué es? ¿Tú lo conoces? ¿Querrás decírmelo?

»—Es —respondió el Cuervo Negro— la única cosa buena del Invierno, y que el Hermano Viento-Norte no quiere que ninguna criatura viviente sepa. Y sí, yo lo sé; y no, no te lo diré. —Porque el Cuervo Negro guarda sus secretos tan celosamente como los trocitos de metal y vidrio brillantes que busca y recoge.

»Y así diciendo, la mezquina criatura echó a volar, con una carcajada, y fue a reunirse con sus hermanos y hermanas en la Vieja Dehesa.

»¡La única cosa buena del Invierno! ¿Qué podía ser? No el frío ni la nieve ni el hielo ni las lluvias torrenciales.

»No el tener que esconderse y rapiñar y dormir un sueño semejante a la muerte, ni huir de los enemigos desesperado y hambriento.

»No los días cortos y las largas noches pálidas, ni el distraído sol, de todo lo cual el Ratón de Campo ni siquiera conocía la existencia.

»¿Qué podía ser?

»Esa noche, mientras el Ratón de Campo yacía acurrucado con su mujer y sus hijos entre los pastos de su cueva tratando de entrar en calor, el mismísimo Hermano Viento-Norte cruzó, arrasador, por el Prado Verde. ¡Ay, qué zancadas tan grandes las suyas! ¡Ay, cómo trepidaba y se estremecía la endeble casita del Ratón de Campo! ¡Ay, cómo se abrían y desgarraban las nubes ceñudas, cómo se apartaban, furibundas, de la cara de la asustada Luna!

»—¡Hermano Viento-Norte! —gritó el Ratón de Campo—. Tengo frío y miedo. ¿No querrás decirme cuál es esa única cosa buena del Invierno?

»—Ése es mi secreto —contestó con su voz atronadora y glacial el Hermano Viento-Norte. Y para hacer ver la fuerza que tenía, estrujó con violencia un arce alto hasta que el verde de las hojas se trocó en amarillo y naranja, y entonces de un soplo las dispersó a lo lejos. Hecho esto, siguió su camino a grandes trancos por el Prado Verde, mientras el Ratón de Campo, abrigándose el morro helado con las patas, se preguntaba cuál sería ese secreto.

»¿Sabéis vosotros cuál es el secreto del Hermano Viento-Norte?

»Es claro que lo sabéis.»

—Oh. Oh. —Fumo volvió a la realidad—. Lo siento, Terry, no tenía intención de hacerte seguir y seguir leyendo. Muchas gracias. —Reprimió un bostezo, mientras los chicos lo observaban con curiosidad.

—Humm… Ahora, ¿queréis todos sacar plumas, tinta y papel? Vamos, vamos, nada de protestas. Hace un día demasiado espléndido.

El único juego válido

Por las mañanas tenían lectura y caligrafía, pero era la caligrafía la que más tiempo los ocupaba, ya que Fumo pretendía (y solamente podía) enseñarles a escribir como lo hacía él, con esa letra cursiva que bien trazada es bellísima, pero que un simple, rasgo mal hecho torna ilegible.

—Ligadura —decía una y otra vez con severidad, golpeteando una hoja de papel. Y el atribulado escribiente arrugaba el entrecejo y volvía a empezar—. Ligadura —le decía a Patty Flores, quien a lo largo de todo aquel año creyó que lo que decía era «Línea dura», una acusación que ella no sabía cómo eludir pero de la que tampoco podía defenderse; cierta vez, al oírla, en un acceso de frustración, clavó con tanta furia en el papel la punta de la pluma, que ésta se hundió en el pupitre como un cuchillo.

Para las clases de lectura, le bastaba escoger entre los libros de la biblioteca de Bebeagua, El Secreto del Hermano Viento-Norte y los otros cuentos del doctor para los pequeños, y lo que juzgara adecuado e instructivo para los mayores. Algunas veces, mortalmente aburrido de escuchar aquellas voces titubeantes, él mismo leía para ellos. Le gustaba hacerlo, y disfrutaba explicando los pasajes difíciles e imaginando en voz alta por qué el autor había dicho lo que decía. La mayor parte de los chicos creían que esas glosas formaban parte del texto, y así, los pocos que de mayores volvían a leer los libros que Fumo les había leído los encontraban a menudo parcos, elusivos, lacónicos, como si les faltaran algunos pasajes.

De tarde, daban matemáticas, clase que con bastante frecuencia se convertía en una prolongación de la caligrafía, ya que las formas elegantes de los números latinos le interesaban a Fumo tanto o más que las relaciones entre ellos. Había entre sus discípulos dos o tres que eran buenos para los números, tal vez prodigios, pensaba Fumo, puesto que eran en realidad mucho más rápidos que él con los quebrados y otras operaciones difíciles, y hacía que éstos le ayudaran a enseñar a los otros. Según el antiguo principio de que la música y las matemáticas son hermanas, dedicaba algunas veces el de todos modos inútil y soñoliento final de la tarde a tocar para ellos el violín, y aquellas melodías suaves, no siempre seguras, y el olor que despedía la estufa, y las reuniones invernales a la salida sería todo cuanto, años más tarde, Billy Mata recordaría de la aritmética.

Como maestro tenía una gran virtud: no comprendía a los niños, no disfrutaba con sus niñerías; su vitalidad desbordante lo azoraba y lo confundía. Los trataba como a personas mayores, porque ésa era la única forma que conocía de tratar a quien fuera; y cuando ellos no reaccionaban como adultos, hacía caso omiso y volvía a intentar. Lo que le importaba era lo que él enseñaba, la negra cinta de significados que era la escritura, los paquetes de palabras, las cajas de gramática que ataba, las opiniones de los autores y la impecable regularidad de los números. Por lo tanto, de esas cosas disertaba. Ése era el único juego válido —hasta a los chicos más listos les era difícil inducirlo a jugar a cualquier otro—, y así, cuando por fin todos habían dejado de escuchar (cosa que sucedía muy pronto, tanto cuando hacía buen tiempo como cuando la nieve caía con lentitud hipnótica, o cuando llovía con sol), incapaz de imaginar alguna forma de entretenerlos un rato más, los dejaba marcharse.

Y entonces también él volvía a casa por la entrada principal de Bosquedelinde (la escuela era la antigua cochera, un templo dórico cuya puerta, por alguna razón, ostentaba en el dintel una imponente cornamenta de ciervo), preguntándose si Sophie ya se habría levantado de la siesta.

Lo bueno del Invierno

Aquel día se demoró a fin de limpiar la estufa pequeña; habría que encenderla mañana, si arreciaba el frío. Cuando hubo cerrado la puerta, se volvió, y de espaldas al minúsculo templo, se detuvo en el sendero cubierto de hojarasca que conducía a la entrada principal de Bosquedelinde. No era éste el camino que había tomado la primera vez para llegar a Bosquedelinde, ni aquél el portón por el que entrara a la casa. En realidad, ya nadie utilizaba más esa puerta principal, y sólo sus caminatas diurnas de ida y vuelta mantenían, como si fuese la senda habitual de una alimaña de pesadas pezuñas, un sendero en el antiguo camino para carruajes, que por espacio de media milla atravesaba el Parque, cegado ahora por las juncias.

Allá, ante él —hierro forjado verde, un entramado nonacentista de flores de lis—, se alzaban los portalones de la entrada; eternamente abiertos, amarrados al suelo por las malezas y los matorrales. Sólo una cadena herrumbrosa a través del camino sugería que aquélla era aún la puerta de acceso a algún lugar, y que nadie debía entrar por ella sin ser invitado. Hacia la derecha y hacia la izquierda, el camino se prolongaba en el oro conmovedor de una avenida de castaños de la India; de su follaje, el viento arrancaba y despilfarraba sin piedad verdaderas fortunas. Tampoco ese camino era muy transitado, a no ser por los chicos que lo utilizaban para ir y volver de la escuela a pie o en bicicleta, y Fumo no sabía muy bien adonde conducía. Esa tarde, sin embargo, hundido hasta las rodillas en la hojarasca y por alguna razón imposibilitado de trasponer el portalón, imaginó que uno de los ramales debía conducir, desde Arroyo del Prado, al macadam resquebrajado que, después de confluir con el asfalto que pasaba por la casa de los Juníperos, empalmaba al fin con la ruidosa fuga de autopistas y carreteras que rugían rumbo a la Ciudad.

¿Qué pasaría si ahora él, enfilando hacia la derecha (la izquierda), a pie y con las manos vacías, como había venido, desanduviera paso a paso todo el camino, como una película que se proyectara al revés (las hojas saltando a los árboles), hasta llegar al punto de partida?

Bueno, para empezar, él no tenía las manos vacías.

Y además, con el tiempo se había fortalecido en él la convicción (no porque fuese razonable o tan siquiera posible) de que, una vez que hubo entrado, aquella tarde de verano, por la puerta-mosquitera de Bosquedelinde, ya nunca más había vuelto a salir; de que las distintas puertas que, desde entonces, había creído trasponer, sólo lo habían conducido a otras regiones de la casa, regiones que, en virtud de quién sabe qué artilugio o truco arquitectónico (que John Bebeagua habría sido perfectamente capaz de pergeñar), creaban la ilusión de ser y comportarse como bosques, lagos, granjas, colinas distantes. El camino que tomara siempre acabaría por conducirlo, tras un largo rodeo, a otro porche de Bosquedelinde, uno que acaso no había visto aún, con una escalinata ancha y carcomida y una puerta que lo invitaría a entrar.

Se arrancó del lugar de viva fuerza, y dejó aquellas divagaciones otoñales. La circularidad de los caminos y de las estaciones. Él ya había estado antes allí. Octubre tenía la culpa.

Sin embargo, al cruzar el despintado puente blanco que enarcaba la lámina del río, se detuvo otra vez; allí, el estuco se había resquebrajado mostrando el ladrillo ordinario de la estructura; habría que repararlo, el invierno tenía la culpa. Abajo, en el agua, las hojas anegadas giraban y huían en la corriente, como giraban y huían las mismas hojas en el turbulento mar del aire, sólo que mucho menos veloces, más pausadas: bermejas garras de arce, anchas hojas de olmo y de pacana, hojarasca de roble de un pardo deslucido. En el aire, sus movimientos eran demasiado rápidos como para que pudiera seguirlos con la mirada, pero abajo, en el espejo del río, para complacer a la corriente, ejecutaban su danza con una lentitud elegiaca.

Pero ¿qué, qué podía hacer él?

Tiempo atrás, cuando comprendió que su anonimato perdido sería sustituido por una personalidad, había supuesto que iba a ser algo así como esos trajes holgados que se le compran a un niño para que los vaya llenando al crecer. Se había imaginado que en los primeros tiempos le produciría una cierta incomodidad, un malestar que, sin embargo, se iría atenuando poco a poco, a medida que él mismo, su persona, fuese llenando los huecos, amoldándose a la forma de su personalidad; hasta que se arrugaría al fin y para siempre en sus repliegues, se suavizaría con el uso en las zonas de fricción. Había pensado, en suma, que sería singular. Lo que nunca había imaginado era que tendría que padecer más de una; o, peor aún, que alguna vez se encontraría enjaretado en una vergonzante en el momento menos oportuno, o en porciones de varias a la vez, agarrotado y forcejeando en vano.

Volvió la mirada hacia esa linde inescrutable de Bosquedelinde que apuntaba hacia él, las ventanas iluminadas ya en el moribundo atardecer: una máscara que ocultaba numerosos rostros, o un solo rostro, acaso, que se ocultaba tras numerosas máscaras, si lo uno o lo otro, no lo sabía decir, ni tampoco lo sabía respecto de él.

¿Cuál era esa única cosa buena del Invierno? Él conocía la respuesta, desde luego; había leído antes el libro. Si viene el Invierno, no muy lejos, tras de él, vendrá la Primavera. Pero sí, pensó, oh, sí; sí que puede: muy, muy lejos.

La vejez del mundo

En la sala de música poligonal de la planta baja, Llana Alice, enormemente preñada por segunda vez, jugaba a las damas con la tía abuela Nube.

—Es como si cada día —dijo Llana Alice— fuese un paso, y que cada paso te alejara un poco más de… bueno, de cuando las cosas tenían más sentido. De cuando las cosas estaban todas vivas, y te hacían señas. Y no dar el paso te es tan imposible como no vivir un día.

—Creo que entiendo —dijo Nube—. Pero creo que eso es sólo en apariencia.

—No se trata, exactamente, de que me sienta vieja. —Estaba amontonando en filas parejas las fichas rojas que le había comido a Nube—. No me digas eso.

—Siempre será más fácil para los chicos. Tú eres ahora una señora mayor… con hijos propios.

—¿Y Violet? ¿Qué me dices de Violet?

—Oh, sí. Bueno. Violet.

—Lo que me pregunto es si no será el mundo el que está envejeciendo. Menos vivo. ¿O será simplemente porque yo estoy envejeciendo?

—Todo el mundo se pregunta eso, siempre. Yo no creo que nadie pueda, realmente, tener la sensación de que el mundo envejece. Su vida es demasiado larga para eso. —Comió una de las fichas negras de Alice.

—Lo que quizás aprendes al envejecer es que el mundo es viejo… muy viejo. Cuando uno es joven, el mundo le parece joven. Es eso, nada más.

Esto parece tener sentido, pensó Llana Alice, mas no explicaba sin embargo aquella sensación de pérdida que la embargaba, la sensación de que ciertas cosas que fueran antes tan claras para ella se obscurecían, de que día a día, en torno a ella, junto a ella, se iban rompiendo conexiones. Cuando joven, siempre había tenido esa sensación de que la llamaban, que la incitaban a seguir, a avanzar, hacia delante, hacia algún lugar. Era eso lo que había perdido. Estaba persuadida de que ya nunca más volvería a espiarlos, a buscar, con aquella exaltación de la sensibilidad, una clave de la presencia de ellos, un mensaje sólo a ella destinado; de que ya no volvería a sentir, cuando se durmiera al sol, aquel roce de ropas en las mejillas, las ropas de quienes la observaban y que, cuando se despertaba, habían huido, dejando tan sólo las hojas agitadas alrededor.

Ven acá, ven acá, le canturreaban ellos en su infancia. Ahora, se había estancado.

—Mueves tú —dijo Nube.

—Bueno, y eso ¿lo haces conscientemente? —dijo Llana Alice, sólo en parte preguntándolo a Nube.

—¿Si hago qué? —dijo Nube—. ¿Crecer? No. Bueno. En cierto sentido. O ves que es inevitable, o te niegas. O lo aceptas con júbilo, o no… lo tomas a cambio, tal vez, de todo cuanto de cualquier manera vas a perder. O puedes negarte, para luego tener que ver cómo te es arrebatado todo cuanto tenías para perder, y no recibir nunca el pago, no ver jamás la posibilidad de un trueque. Pensaba en Auberon.

A través de las ventanas de la sala de música, Llana Alice vio a Fumo que con paso fatigado volvía de la escuela: su imagen se refractaba sincopadamente al pasar de un viejo y combado panel de cristal al siguiente. Sí: si lo que decía Nube era verdad, ella había tomado a Fumo a cambio, y lo que había trocado por él era la viva sensación de que habían sido ellos, justamente ellos, quienes la habían conducido hasta él, ellos quienes lo habían elegido para ella, ellos quienes habían fraguado las miradas furtivas que lo hicieran suyo, el largo noviazgo, el fructífero y confortable matrimonio. De modo que, si bien ella poseía lo que le había sido prometido, había perdido a cambio la sensación de que le fue prometido. Lo cual hacía que lo que poseía —Fumo y una felicidad cotidiana— pareciera frágil, perdible, suyo sólo por un puro azar.

Miedo: sí, ella tenía miedo; ¿cómo podía ser, si el trato se había cerrado de verdad, y ella había cumplido su parte y tanto, tantísimo que le había costado, y tantas molestias que se habían tomado ellos para prepararlo?, ¿cómo podía ser que pudiese perderlo? ¿Sería posible que ellos fueran tan falaces? ¿Tan poco comprendía ella?, y sin embargo, sí, tenía miedo.

Oyó que se cerraba, con solemnidad, la puerta del frente, y un momento después vio al doctor, ataviado con una chaqueta a cuadros rojos, que se acercaba a Fumo, llevando dos escopetas y otros avíos. Fumo pareció sorprenderse, luego alzó los ojos y se golpeó la frente como si recordase algo que había olvidado. Después, resignado, cogió una de las escopetas de manos del doctor, quien ahora señalaba posibles direcciones; el viento arrancaba de la cazoleta de su pipa chispas anaranjadas. Fumo partió otra vez con él en dirección al Parque, en tanto el doctor no cesaba de hablar y señalar. Una sola vez Fumo volvió la cabeza, para mirar hacia las ventanas altas de la casa.

—Mueves tú —dijo Nube nuevamente.

Alice miró el tablero, los cuadros ahora inconexos y borrosos. Sophie, vestida con un camisón de franela y un cárdigan de Alice, cruzó la sala de música, y las dos mujeres suspendieron un momento la partida. No porque Sophie las distrajese del juego: parecía ensimismada, como si no se hubiera percatado de su presencia allí, o como si las mirara sin verlas, sólo que, cuando pasaba, a las dos les pareció percibir con súbita intensidad, por un momento apenas, el mundo circundante: el viento, indómito, y la tierra, pardusca allá afuera; la hora, el final de la tarde; el día, y el tránsito de la casa a lo largo de él. Si fue esa repentina conflagración de sensaciones que Sophie provocara o si fue Sophie misma, Alice no pudo saberlo, pero en ese preciso instante algo, algo que antes no había sido claro, se le hizo claro.

—¿Adonde va? —preguntó Sophie a nadie y a la nada, extendiendo una mano contra el combado cristal del mirador como contra una barrera o contra los barrotes de una jaula en la que de pronto se descubría encerrada.

—A cazar —Llana Alice coronó una dama, y dijo—: Mueves tú.

Depredadores sin reparos

Sólo una vez o dos, en el otoño, el doctor Bebeagua sacaba del arcón de la sala de billares una de las escopetas que habían pertenecido a su abuelo, la limpiaba, la cargaba y salía a cazar pájaros. A pesar —o tal vez a causa— del amor que prodigaba al reino animal, el doctor se consideraba con tanto derecho a ser carnívoro, si el serlo estaba en su naturaleza, como el Zorro Rojo o la Lechuza, y la alegría espontánea con que saboreaba la carne, triturando los huesos y cartílagos, y la fruición con que se chupaba la grasa de los dedos lo habían persuadido de que sí, estaba en su naturaleza. Pensaba, no obstante, que si quería ser carnívoro, tenía que ser capaz de asumir la matanza de lo que comería, y no dejar que la cruenta faena fuese realizada siempre en otra parte, y que él disfrutase pura y simplemente del despojo ya limpio e irreconocible. Una o dos partidas de caza por año, unas cuantas avecillas de brillante plumaje arrebatadas al cielo y abatidas sin misericordia, sangrantes y con el pico abierto, le bastaban al parecer para satisfacer sus escrúpulos; su familiaridad con los bosques y su cautela compensaban esa cierta indecisión que lo asaltaba cuando el urogallo o el faisán escapaba como una tromba de los matorrales; de ordinario, cobraba piezas suficientes para una buena mesa en la fiesta de la vendimia, razón por la cual se consideraba un depredador sin reparos, cuando, con excelente apetito, comía buey y cordero el resto del año.

En tales ocasiones solía hacerse acompañar por Fumo, después de haberlo convencido de la lógica de esta postura. El doctor era zurdo, y Fumo, diestro, circunstancia que hacía menos probable que, en su sed de sangre, dispararan el uno contra el otro, y Fumo, aunque distraído y no demasiado paciente, resultó ser un tirador nato.

—¿Todavía estamos en su propiedad? —le preguntó Fumo cuando cruzaban una cerca de piedra.

—En la propiedad Bebeagua —dijo el doctor—. ¿Sabes que estos liqúenes, esta especie chata, plateada, pueden llegar a vivir centenares de años?

—Suya, sí, de los Bebeagua —dijo Fumo—. Eso quise decir.

—En realidad, ¿sabes? —dijo el doctor, balanceando su arma y eligiendo una dirección—, yo no soy un Bebeagua. No de apellido. —Esas palabras le recordaron a Fumo las primeras que le había oído pronunciar al doctor: «No médico en ejercicio», había dicho—. Técnicamente, soy un bastardo. —Se inclinó sobre la frente la visera de la gorra a cuadros y consideró su caso sin rencor—. Era ilegítimo, y nunca fui legalmente adoptado por nadie. Violet me crió, ella más que nadie, y Nora y Harvey Nube. Pero nadie se tomó nunca la molestia de cumplir con las formalidades.

—Ah, ¿sí? —dijo Fumo con visible interés, aunque en realidad conocía la historia.

—Esqueletos en el armario de la familia —dijo el doctor—. Mi padre tuyo… tuvo relaciones con Amy Praderas, tú la conociste.

Él la roturó, y ella rindió su cosecha, citó Fumo casi, imperdonablemente, en voz alta.

—Sí —dijo—. Amy Bosques, ahora.

—Casada ahora con Chris Bosques, desde hace muchos años.

—Mmm. —¿Qué recuerdo quiso insinuarse en la conciencia de Fumo, pero a último momento cambió de parecer, y se retrajo? ¿Un sueño?

—Yo fui el resultado. —La nuez de Adán le tembló, si por la emoción o no, Fumo no hubiera podido decirlo—. Si echaras un ojeo por los alrededores de ese brezal… Creo que nos estamos acercando a un buen paraje.

Fumo se encaminó al sitio que el doctor le había señalado. Aprontó su arma, una vieja escopeta inglesa de dos cañones superpuestos, con el seguro echado. En honor a la verdad, él no disfrutaba como el resto de la familia de esas caminatas interminables sin rumbo a la intemperie, y menos aún bajo la lluvia, pero si tenían, como la de hoy, un sentido simbólico, era capaz de soportarlas como cualquier otro hasta el final.

Sin embargo, le apetecería apretar el gatillo siquiera una vez, aunque no bajara ni una sola pieza. Y mientras rumiaba, distraído, estos pensamientos, dos patos silbones cenicientos alzaron el vuelo delante de él desde el espeso matorral, batiendo el aire en busca de altura. Soltó un grito de sorpresa, y levantaba ya el arma para apuntarlos cuando el doctor gritó:

—¡Tuyos! —y, como si los cañones de su escopeta hubieran estado atados por medio de cuerdas a las colas de las aves, siguió a una, y disparó, luego a la otra y volvió a disparar; bajó el arma para contemplar, atónito, cómo las dos aves se desplomaban girando en el aire y, con un crujir de ramas y un golpe sordo final, caían al suelo.

—Diantre —dijo.

—Excelente puntería —dijo el doctor con entusiasmo, y con una levísima punzada de horror culpable en el corazón.

Deberes

En el camino de regreso por un largo rodeo, con un morral de cuatro y el frío del anochecer gélido como el invierno, pasaron delante de un artefacto que ya otras veces había picado la curiosidad de Fumo. Estaba acostumbrado a ver por los alrededores las ruinas de proyectos a medio empezar, invernáculos y templos abandonados, y, sin embargo, Comoquiera congruentes; pero ¿qué podía hacer allí, en medio del campo, un auto viejo enmoheciéndose hasta lo irreconocible? Un coche viejísimo, además, debía de hacer por lo menos cincuenta años que estaba allí, con las ruedas hundidas en el suelo hasta la mitad, Deberes tan solitarias y antiguas como las ruedas rotas de los carretones de los pioneros hundidas en las praderas del Oeste medio.

—Un modelo T —respondió el doctor—. De mi padre.

Con el auto todavía a la vista, hicieron un alto junto a un muro de piedra para pasarse de mano a mano una pequeña cantimplora reconfortante.

—A cierta edad —dijo el doctor mientras se enjugaba la boca con la manga— empecé a preguntar cómo y de dónde había venido yo. Bueno, conseguí sonsacarles lo de Amy y August, pero Amy siempre ha pretendido que eso nunca sucedió, que ella no es más que una vieja amiga de la familia, pese a que todo el mundo estaba bien enterado, incluso Chris Bosques, y a que se echaba a llorar cada vez que yo iba a visitarla. Violet… bueno. Parecía haberse olvidado de August por completo, aunque tú no llegaste a conocerla. Nora decía solamente que se había fugado. —Devolvió la cantimplora—. Al cabo me armé de coraje y le pregunté a Amy cómo habían sido las cosas, y ella se puso tímida y, diría… aniñada, es la única palabra que se me ocurre. August fue su primer amor. Hay gente que nunca olvida ¿no? En cierto sentido, me enorgullezco de que fuera así.

—Se solía decir que un hijo del amor era muy especial —argüyó Fumo—. Muy bueno o muy malo. Pearl en La letra escarlata. Edmund en…

—Yo estaba en esa edad en la que uno quiere saber con certeza todas esas cosas —prosiguió el doctor—. Saber quién eres, exactamente. Tu identidad. Ya sabes. —En verdad, Fumo no lo sabía—. Yo pensaba: mi padre desapareció, hasta donde yo sé, sin dejar rastros. ¿No podría yo hacer lo mismo? ¿No estaría también eso en mi naturaleza? Y que si daba con él, quizá, después de quién sabe qué aventuras, lo obligaría a reconocerme. Lo cogería por los hombros —y al decir esto el doctor hizo un ademán que la cantimplora, que ahora tenía en la mano, impidió que fuese tan violento como pretendía ser— y le diría Soy tu hijo. —Se recostó contra el muro y bebió un sorbo, con aire taciturno.

—¿Y huyó usted?

—Sí. O algo parecido.

—¿Y?

—Oh, no llegué muy lejos, en honor a la verdad. Y siempre recibía dinero de casa. Me gradué de médico, aunque nunca haya ejercido demasiado la profesión; vi un poco del Ancho Mundo. Pero volví. —Sonrió tímidamente—. Supongo que ellos sabían que acabaría por volver. Sophie Llanos lo sabía. Eso es lo que ella dice ahora.

—Y nunca encontró a su padre —dijo Fumo.

—Bueno —dijo el doctor—, sí y no. —Miraba, abstraído, el trasto viejo, allá, en medio del campo. Pronto sólo quedaría de él un montículo informe, donde la hierba ya no crecería; después, nada—. Supongo que es verdad eso que dicen, ya sabes, que partes en busca de aventuras y luego encuentras lo que has estado buscando justo en el fondo de tu propio jardín.

Muy cerca de ellos, quietecito en su escondrijo en los bajos del muro de piedra, un Ratón de Campo los observaba. Husmeaba el tufo de sus presas de caza, veía que sus bocas se movían como si mascaran montones de forraje, pero no estaban comiendo. Intrigado, se sentó sobre el cojinillo de liqúenes en el que él y sus antepasados se sentaban desde tiempos inmemoriales, y espió. El esfuerzo de espiar hacía que el morro le temblara furiosamente y que las orejas translúcidas se le irguieran y ahuecaran en dirección a los ruidos que ellos producían.

—No sirve de nada querer indagar demasiado a fondo ciertas cosas —dijo el doctor—. Todas las que no puedes cambiar.

—No —dijo Fumo, con menos convicción.

—Nosotros —dijo el doctor, y Fumo creyó adivinar a quiénes incluía en ese «nosotros» y a quiénes no— tenemos nuestros deberes. No habría servido de nada huir simplemente en busca de algo y desentenderse de lo que otros pudieran querer o necesitar. Debemos pensar en ellos.

En mitad de su espionaje, el Ratón de Campo se había quedado dormido, pero despertó sobresaltado cuando las dos inmensas criaturas se incorporaron y recogieron sus raras pertenencias.

—Algunas veces, nosotros pura y simplemente no lo comprendemos —dijo el doctor, como quien enuncia una verdad que hubiera aprendido no sin esfuerzo y a costa de algún dolor—. Pero cada uno de nosotros tiene un papel que cumplir.

Fumo bebió un trago y tapó la cantimplora. ¿Sería posible, en verdad, que él tuviese la intención de abdicar de sus responsabilidades, de renunciar a su papel, de hacer algo tan horrendo y tan impropio de él, y tan estéril, por añadidura? Lo que andas buscando está, injustamente, en el fondo de tu propio jardín: una broma siniestra, en su caso. Bueno, qué podía saber él; y no conocía a nadie a quien se lo pudiera preguntar; pero sabía que estaba cansado de luchar.

Y en todo caso, reflexionó, no será la primera vez que esto ocurra en el mundo.

Fiesta de la Vendimia

El día en que las presas de caza, ya manidas, eran servidas en la mesa de la cena, constituía, cada año, todo un acontecimiento. A lo largo de toda la semana no cesaba de venir gente a la finca, gente que se reunía con la tía abuela Nube a puerta cerrada para pagar el arrendamiento o para explicar por qué no podía hacerlo. (Fumo, que no tenía la más remota idea de lo que eran los bienes raíces y sus valores, no se extrañaba de la inmensa extensión de la propiedad de los Bebeagua, ni tampoco de la forma curiosa en que la administraban, si bien aquella ceremonia que se repetía todos los años se le antojaba por cierto muy feudal). Muchos traían, por añadidura, algún tributo: un galón de sidra, una cesta de manzanas silvestres, o tomates envueltos en papel púrpura.

Los Torrentes, así como Hannah y Sonny Mediodía, los más ampulosos (en todo sentido) de sus arrendatarios, se quedaban a cenar. Rudy había llevado un pato de su propio corral para completar el festín, y habían tendido sobre la mesa el mantel de encaje que olía a alhucema. Nube abrió el bruñido estuche de la vajilla de plata que le regalaron para su boda (nadie habría pensado jamás en regalársela a ninguna otra novia Bebeagua, los Nube habían sido muy escrupulosos con esas cosas) y los altos candelabros se reflejaban en ella y en las facetas de las copas de cristal tallado, disminuidas ese año por una rotura insignificante e irreparable.

Sirvieron abundantes cantidades de un vino soporífero y azuloso que Walter Océano preparaba cada año y decantaba al siguiente, su tributo; con él, se hicieron brindis por encima de los relucientes cadáveres de las aves y los fuentones repletos de hortalizas otoñales. Rudy se puso de pie, con el vientre avanzando un poco más alla del borde de la mesa, y recitó:

Bendigamos al señor de esta morada

y también a la señora

y a todos los pequeños

que por la mesa rondan.

Incluía entre ellos, ese año, a su nieto Robin, a los nuevos mellizos de Sonny Mediodía, y a Tacey, la hija de Fumo. Mamá, copa en alto, dijo:

Os deseo cobijo en las tormentas,

y calor a la lumbre del hogar,

mas sobre todo cuando caiga la nieve

os deseo amor.

Fumo comenzó uno en latín, pero ante las protestas de Llana Alice y Sophie se interrumpió, y empezó otra vez:

Un ganso, tabaco y colonia:

tres aladas y áureas promesas del Paraíso

que el corazón magnánimo siempre habrá de guardar

para alejar con voces y campanas

las sombras implacables del polvo reclutado.

—Lo de «las sombras implacables» es bueno —comentó el doctor—, y eso del «polvo reclutado».

—No sabía que fueras fumador —dijo Rudy.

—Ni yo, Rudy —dijo Fumo, eufórico—, que tú fueras un corazón magnánimo. —Mientras inhalaba el Oíd Spice de Rudy, se sirvió del botellón.

—Yo voy a decir uno que aprendí cuando era niña —anunció Hannah Mediodía—, y después de éste, a la carga.

Padre, Hijo y Espíritu Santo,

quien más rápido come, más lleva ganando.

Atrapados por el Cuento

Después de la cena, Rudy revisó unas pilas de discos antiguos y pesados como platos que, en desuso desde hacía años, con los surcos recubiertos de polvo, habían quedado arrumbados en el comedor. Encontró tesoros, saludando con gritos de júbilo a los viejos amigos. Los pusieron en el tocadiscos y bailaron.

Llana Alice, incapaz de seguir bailando después de la primera vuelta, apoyó las manos en el enorme vientre-reclinatorio que había echado y se dedicó a observar a los demás. El volumioso Rudy zarandeaba a su diminuta esposa de un lado a otro como si fuera una muñeca articulada, y Alice supuso que con los años habría aprendido a convivir con ella sin romperla; imaginó aquel peso formidable encima de ella… no, probablemente ella treparía encima de él, como quien sube a una montaña.

Remojando rosquillas, jubba, yubba.

Remojando rosquillas, yubba, yubba.

Remojando rosquillas… ¡splash! en el café.

Fumo, suelto de cuerpo, brillantes los ojos, la hacía reír con su alegría, como un Sol: radiante como un Sol, ¿era ése el significado de la expresión? ¿Y cómo era que conocía las letras de aquellas canciones absurdas, él, que parecía no saber nunca nada de lo que todo el mundo sabía? Bailaba con Sophie, y tenía justo la altura necesaria para guiarla correctamente, llevando el compás con pasos galantes e inexpertos.

La Luna pálida despuntaba sobre las montañas verdes.

El Sol se ocultaba bajo el mar azul.

Como un Sol: pero un Sol pequeñito, un Sol albergado dentro de ella, que la calentaba de dentro hacia fuera. Reconoció una sensación que ya había experimentado otras veces, la sensación de estar mirándolo, a él, y a todos ellos, desde cierta distancia, o desde una gran altura. En otros tiempos, era ella la que se había sentido pequeñita y al abrigo en la vasta morada de Fumo, una habitante protegida, con espacio suficiente para correr sin salir jamás de su cercado. Ahora, la sensación era casi siempre otra: con el correr del tiempo, era él quien parecía haberse convertido en un ratón. Enorme, se estaba volviendo enorme, eso era lo que sentía. Sus contornos se dilataban, tenía la sensación de que acabaría por colindar casi con los muros mismos de Bosquedelinde; tan vasta, tan antigua, tan confortablemente expandida sobre sus cimientos, y tan espaciosa. Y a medida que ella crecía —se dio cuenta de golpe— las personas que amaba se reducían de tamaño tan visiblemente como si se alejaran de ella, dejándola atrás.

—«No me estoy portando mal» —canturreaba Fumo en un falsete débil, soñador—, «guardo para ti todo mi amor.»

Los misterios parecían acumularse en torno de ella. Se levantó pesadamente, diciéndole: No, no, tú quédate, a Fumo, que se le había acercado, y pesadamente subió la escalera, como si llevase delante de ella un huevo enorme y frágil, lo cual era verdad, casi empollado. Pensaba que quizá lo mejor sería pedir consejo, antes de que llegase el invierno, y ya no fuera posible hacerlo.

Pero cuando se sentó en el borde de la cama, oyendo todavía, amortiguados, los acentos agudos de la música allá en la planta baja, que parecían repetir interminablemente tip-top, top-tap, supo que ya sabía qué consejo le darían si fuese a pedirlo: le harían ver una vez más con claridad lo que ella ya sabía, lo que sólo le obscurecía o velaba por momentos la vida diaria, y las esperanzas vanas y las igualmente vanas desesperaciones; que si en verdad se trataba de un Cuento, y ella estaba en él, entonces ningún gesto, nada de cuanto ella o cualquiera de ellos hiciera dejaba de ser parte del Cuento; ni el levantarse para bailar o el sentarse para comer y beber, ni el bendecir o el maldecir, ni la alegría, ni la nostalgia, ni el error; y que si huían del Cuento, o luchaban contra él, sí, también eso era parte del Cuento. Ellos habían elegido a Fumo para ella, y ella entonces lo había elegido a su vez; o ella lo había elegido, y entonces ellos lo habían elegido para ella; de uno u otro modo, siempre era el Cuento; si de alguna manera sutil él se apartara o alejara, y ella ahora lo estuviese perdiendo, poco a poco, de a pequeños pasos sucesivos que sólo de vez en cuando tenía la certeza de haber percibido, la pérdida misma, y la magnitud de esa pérdida, y cada una de las miríadas de gestos, y las miradas, y el rehuir las miradas, y las ausencias, y los enojos, y las reconciliaciones, y los deseos que configuraban la Pérdida, y lo aislaban a él fuera de su alcance, como las capas de laca aislan al pájaro pintado en una bandeja de estilo japonés o como las sucesivas capas de lluvia van sepultando más y más profundamente la hoja caída en el seno del estanque invernal, todo, todo eso era el Cuento. Y si apareciera algún nuevo meandro, una salida acaso de la senda tenebrosa por la que ahora parecían transitar, que se abriera de pronto a vastos prados cuajados de flores, o tan siquiera a encrucijadas con flechas que indicaran, cautamente, las posibilidades de esos campos, todo eso, sí, también eso sería el Cuento; y ellos, aquellos a quienes Llana Alice consideraba sabios, y que, suponía, estaban narrando interminablemente el Cuento y, Comoquiera, al mismo ritmo con que declinaban, día tras día y hora tras hora, las vidas de los Bebeagua y los Barnable… no, a esos narradores no podía culpárseles de nada de lo que se contaba en el Cuento, ya que ellos ni lo urdían ni tampoco, en realidad, lo narraban; ellos tan sólo conocían la continuación y el desenlace, algo que ella no sabría jamás; y con eso tenía que bastarle.

—No —dijo en voz alta—. Yo no lo creo. Ellos tienen poderes. Sólo que a veces nosotros no comprendemos de qué modo nos están protegiendo. Y si tú lo sabes, no lo querrás decir.

—Eso es —pareció responder con tristeza el Abuelo Trucha—. Contradice ahora a tus mayores, piensa que tú sabes más.

Alice se acostó en la cama, sosteniendo a su hijo con los dedos entrelazados; no, pensó, ella no sabía más, pero de todos modos de nada le serviría ese consejo.

—Tendré esperanzas —dijo—. Seré feliz. Hay algo que yo no sé, un regalo que ellos tienen que hacer. Llegará, a su debido tiempo. A último momento. Así acontece en los Cuentos. —Y no quiso escuchar la frase sardónica que, lo sabía, diría el pez en respuesta a sus palabras; sin embargo, cuando Fumo abrió la puerta y entró silbando (su olor, una mezcla de los efluvios del vino que había bebido y el perfume de Sophie que había absorbido), algo, una ola que había estado creciendo dentro de ella se encrestó, y estalló; y se deshizo en llanto.

Las lágrimas de los que nunca lloran, de los serenos, los sensatos, son terribles de ver. Parecía partirse en dos, desgarrarse por la fuerza de los sollozos que ella, oprimiéndose los ojos cerrados, trataba de contener, que intentaba reprimir apretando el puño contra los labios. Fumo, asustado y conmovido, corrió hacia ella como lo haría para rescatar a su hija de las llamas, sin pensar en nada y sin saber muy bien lo que podía hacer. Cuando intentó cogerle la mano, hablarle con dulzura, ella se echó a temblar más violentamente aún, la cruz roja que le marcaba el rostro se afeó todavía más; entonces él la envolvió, sofocó las llamas. Haciendo caso omiso de su resistencia, la cubrió lo mejor que pudo, con la vaga esperanza de que con ternura podría acaso invadirla y poner en fuga, de viva fuerza, su dolor, cualquiera que fuese. No estaba seguro de no ser él la causa, no estaba seguro de si ella se abrazaría a él en busca de consuelo, o si lo despedazaría de rabia, pero de todos modos no tenía otra opción, salvador o sacrificado, nada importaba con tal de que ella dejara de sufrir.

Ella cedió, no de buen grado al principio, y le cogió la camisa a manotazos como si quisiera destrozarle la ropa, y:

—Cuéntame —pedía él—, cuéntame —como si con ello pudiera arreglar las cosas; pero él no podía evitarle ese sufrimiento más de lo que pudo evitar que sudara y llorara a gritos cuando la criatura que llevaba en su seno se abrió paso hacia la luz. Y, de todas maneras, no había forma de que ella le pudiera decir que lo que la hacía llorar era la imagen grabada en su mente del negro estanque del bosque, constelado por el oro de las hojas que caían sin cesar, revoloteando un instante en el aire sobre la superficie del agua antes de posarse, como si cada una escogiera con cuidado el sitio en que se ahogaría y el gran pez maldito allí dentro, demasiado frío para hablar o pensar: ese pez atrapado por el Cuento, lo mismo que ella.