Capítulo 4

A mi parecer, no hay en la Religión imposibilidades suficientes para una fe activa.

Thomas Browne

En las minúsculas oficinas del Servicio de Mensajeros Alados había: una especie de baranda o mostrador detrás del cual estaba sentado el recepcionista, mascando eternamente un cigarro apagado, enchufando y desenchufando las clavijas del intercomunicador de subagencias más viejo del mundo y vociferando «Alados» en el micrófono de sus auriculares; una hilera de cenicientas sillas plegadizas de metal en las que aquellos mensajeros que momentáneamente no andaban de recorrida se hallaban sentados, algunos tan silenciosos e inertes como máquinas desenchufadas, otros (como Fred Savage y Sylvie) en animada conversación; un enorme y anticuado televisor, inaccesible sobre una plataforma suspendida en el aire por medio de cadenas, y encendido a perpetuidad (Sylvie, cuando no andaba correteando, pillaba algún episodio suelto de «Un Mundo en Otraparte»); unas cuantas urnas repletas de ceniza y colillas de cigarrillos; un reloj marrón craquelado, registrador de entradas y salidas; un despacho-trastienda conteniendo un jefe, su secretario y de vez en cuando un vendedor de buen talante pero de mal ver; una puerta de metal con una tranca; ninguna ventana.

Sucederían más cosas

No era un sitio en el que a Sylvie le apeteciera estarse las horas muertas. En su desangelada, inhóspita, flúorescente sordidez, reconocía demasiados otros en los que había tenido que pasar buena parte de su infancia: las salas de espera de hospitales y hospicios, las comisarías, las oficinas de bienestar social, lugares donde se congregaban multitudes de rostros y cuerpos pobremente vestidos, se dispersaban, otros los reemplazaban. Ella, por fortuna, no tenía que esperar allí mucho tiempo: el Servicio de Mensajeros Alados seguía teniendo tanto trabajo como siempre, y una vez fuera, en las frías calles primaverales, empaquetada en sus botas de trabajo y su rebeca con capucha (tal cual, le decía a Auberon, un marimacho quinceañero, pero lindísima), podía ganar tiempo, deleitándose entre las muchedumbres, en las oficinas lujosas, con los secretarios variopintos (soberbios, malhumorados, melifluos; negligentes; afables) a quienes entregaba, de quienes recibía. «¡Mensajeros Alados!», les gritaba, no había tiempo que perder. «¡Firme aquí, por favor!» Y a la calle, en ascensores repletos de caballeros bien trajeados y voces delicadas que salían a almorzar, o de energúmenos que regresaban palmoteándose los hombros y gritando a voz en cuello. Aunque ella nunca llegaría a familiarizarse con el centro como lo conocía Fred Savage —cada acceso subterráneo, cada pasadizo, cada edificio que, con la fachada principal en una avenida, evacuara por otra, ahorrándole al que andaba de a pie cincuenta metros de caminata—, en lo esencial, por supuesto, se daba maña, y descubría atajos; y tomaba a derecha e izquierda, arriba y abajo, con una seguridad de la que se sentía orgullosa.

Cierto día de principios de mayo que había amanecido lluvioso (Fred Savage llevaba puesto un enorme chambergo envuelto en plástico), estaba sentada en el borde de su silla cruzando y descruzando nerviosamente las piernas, la derecha sobre la izquierda, la izquierda sobre la derecha, mirando «Un Mundo en Otraparte» y esperando que gritasen su nombre.

Ese tío —le explicaba a Fred— es el que pretendía ser el padre de la criatura cuyo verdadero padre era el otro, el que se divorció de la mujer que se enamoró de la muchacha que chocó el auto que dejó tullido al crío que vivía en la casa que se construyó este tío.

—Mm —murmuró Fred. Los ojos de Sylvie no se apartaban de la pantalla ni sus oídos de la historia, pero Fred sólo tenía ojos para Sylvie.

—Éste es él —dijo Sylvie en el momento en que la escena cambió para mostrar a un hombre de cabello lacio que tomaba café mientras estudiaba en silencio, durante un rato interminable una carta dirigida a otra persona, tratando evidentemente de decidir si se atrevería a abrirla. Desde fines de abril, le dijo Sylvie a Fred, había estado luchando con esa tentación.

—Si yo lo estuviese escribiendo —dijo— sucederían más cosas.

—De eso estoy seguro —dijo Fred, y el recepcionista llamó—: ¡Sylvie!

Aunque con los ojos fijos aún en la pantalla, Sylvie se levantó de un salto, cogió la papeleta que le tendía el recepcionista y echó a andar hacia la salida.

—Nos vemos —le dijo a Fred, y a un gabán y un sombrero insensibles al final de la hilera de sillas.

—Sucederán más cosas, mm-mm —dijo Fred, que todavía sólo para Sylvie tenía ojos—. Apuesto a que sucederán.

Algo para llevar

El lugar de recogida era una suite en un hotel de cristal y acero, alto y frío, incluso siniestro, pese a la alegría ficticia de sus salas de estar tropicales, su grill de estilo inglés, el bullicioso e incesante ir y venir. Subió sola en un ascensor silencioso y muellemente alfombrado, en el que sonaba una música innominada. En el decimotercer piso las puertas se abrieron y Sylvie soltó una exclamación:

—¡Ah! ¡Ah! —porque lo primero que vio fue una ampliación en color de la cara de Russell Eigenblick, las cejas tupidas enmarcando sus ojos límpidos, la barba rojo-escarlata cubriéndole los pómulos, la expresión astuta, seria, benévola de la boca. La música innominada se transformó en la de una radio a todo volumen.

Atisbo desde la entrada el largo corredor enmoquetado de la suite. En vez de un secretario de una y otra especie, cuatro o cinco mocetones, negros y puertorriqueños, ensayaban pasos de baile y bebían coca-cola alrededor de un enorme escritorio de palo de rosa. Los que no llevaban una suerte de uniforme militar de fajina lucían amplias camisas claras o chaquetillas multicolores, la insignia de las falanges de Eigenblick.

—Hola —dijo Sylvie, a sus anchas ahora—. Mensajeros Alados.

—Caray. Échamele un vistazo al mensajero.

—Caaaracooles…

Uno de los bailarines se le aproximó, pavoneándose, mientras los otros reían, y Sylvie bailó con él un paso o dos; otro, con aire experto, manipuló el intercomunicador.

—Ha venido un mensajero. ¿Hay algo para llevar?

—Bueno, escuchad —dijo Sylvie—. Ese tipo… —su pulgar señalando el enorme retrato—, ¿qué hace aquí? ¿Qué tiene que ver?

Un par de ellos se echaron a reír; los demás adoptaron un aire solemne; el bailarín retrocedió estupefacto ante la ignorancia de Sylvie.

—Oh, hombre, oh —dijo—, oh, hombre…

Había empezado a poner el índice derecho sobre la palma izquierda para intentar una explicación (guapo, pensó Sylvie, buena musculatura, un macho de primera) cuando la puerta doble del fondo se abrió (Sylvie vislumbró salones ostentosamente amueblados) y un individuo blanco, alto y con los cabellos rubios severamente cortados salió a la recepción. Con un rápido ademán ordenó que apagaran la radio. Los muchachos se apiñaron como a la defensiva, adoptando posturas groseras pero recelosas. El hombre rubio alzó la barbilla y las cejas y miró a Sylvie inquisitivamente, demasiado atareado para dignarse hablar.

—Mensajeros Alados.

El hombre la observó durante un rato, casi con insolencia. Les llevaba dos buenos palmos a todos los demás presentes, y más que eso a Sylvie. Ella se cruzó de brazos, plantó las botas en el suelo alfombrado en una actitud «Y bueno, qué», y le devolvió la mirada. El hombre volvió a entrar en los salones de donde había salido.

—¿Y a éste qué le pasa? —les preguntó a los otros, pero ellos parecían amilanados. De todos modos el rubio reapareció al cabo de un momento con un paquete de una forma extrañísima, atado con una cuerda roja y blanca, de los tiempos de Maricastaña, pensó Sylvie que no había visto una parecida en muchos años, y la dirección escrita con una letra tan afiligranada y antigua que resultaba casi ilegible. En suma, era una de las cosas más insólitas que jamás le encomendaran llevar.

—No se demore —dijo el hombre, con lo que a Sylvie le pareció el dejo de un acento extranjero.

—No me demoraré. —Turco—. Firme aquí, por favor. —El hombre rubio retrocedió ante el talonario de Sylvie como si fuese una cosa repelente, hizo un gesto a uno de los mocetones y volvió a entrar por la puerta, cerrándola tras de él.

—Uff —dijo Sylvie, mientras el guapo firmaba su talonario con una rúbrica florida y un punto final—. ¿Y vosotros trabajáis para él?

Grandes gestos todo alrededor expresando odio, desafío, resignación. El negro intentó una fugaz imitación, y los otros rompieron en exageradas pero silenciosas risotadas.

—Bueno —dijo Sylvie, notando que la dirección era en la zona alta de la ciudad, a una distancia considerable de la oficina—, hasta más ver.

El bailarín la acompañó hasta el ascensor, dándole palique, oye, que a mí me gustaría un mensaje si tuvieras uno para mí, ay ningún mensaje para mí, oye, escucha, quiero decirte una cosa, no, no, en serio; y tras un poco más de chachara (a ella le habría gustado quedarse, pero el paquete bajo su brazo parecía Comoquiera premioso y exigente) adoptó una postura cómica mientras las puertas del ascensor lo extinguían para ella. Bailó sola unos pasos en el ascensor, oyendo una música muy distinta de la que allí sonaba. Hacía añares que no bailaba.

Tio Papi

Viajando en tren, rumbo al distrito residencial, las manos hundidas en los bolsillos de su rebeca, y junto a ella, en el asiento, el paquete misterioso.

Tendría que haberles preguntado a esos tíos si conocían a Bruno. Hacía mucho tiempo que ella no sabía nada de su hermano: no estaba viviendo con mujer y la madre de ésta, ella sabía eso. Jodiendo a alguien, a saber dónde… Pero esos tíos no eran de los que se juntaban en pandillas. Algo que hacer al menos. En vez de andar vagabundeando como balas perdidas. Pensó en el pequeño Bruno. Pobrecito. Ella había prometido que una vez a la semana por lo menos recorrería el largo trayecto hasta Jamaica[3] y lo sacaría de allí, por el día. Y no lo había hecho, no tan a menudo como se lo propusiera; ni una sola vez en este último mes, tan atareado. Renovó su promesa, sintiendo en la espalda el aguijón opresivo, acusador de una larga historia de parecidas negligencias, y del daño acumulativo resultante, las que ella había sufrido, y su madre antes que ella; y Bruno; y también sus otros sobrinos y sobrinas. Atosigados, sofocados de amor, y dejados a la buena de Dios, sálvese quien pueda: vaya un sistema. Crios. ¿Y por qué razón se imaginaba que con ella las cosas serían de otro modo? Y sin embargo ella suponía que sí. Con Auberon ella podría tener crios. A veces, sus hijos quiméricos le imploraban nacer: casi podía verlos y oírlos; ella no podría resistirse eternamente. De Auberon. Nada mejor que eso podía hacer. Un hombre tan amoroso, tan bueno, bueno de corazón, y además, por supuesto, un amante de primera; y sin embargo… Es que a menudo él la trataba como si ella fuese una criatura. No porque ella no lo fuera, desde luego, algunas veces. Pero una niña madre. Tío Papi lo motejaban los dos cuando él se ponía de ese talante o adoptaba esa actitud. Más de una vez él le había secado las lágrimas. Le limpiaría el culo si ella se lo pidiese… Qué mezquindad la suya, pensar una cosa tan horrible.

¿Y si envejecieran juntos? ¿Cómo sería eso? Dos ancianitos de mejillas ajadas y ojos arrugados y cabellos blancos, cargados de años y de afecto. Qué lindo… Claro que a ella le gustaría ver la casona ésa y todo lo que contenía. Pero su familia. Su madre, más de un metro ochenta de mujer, coño. Las imaginaba a todas, tan altas, mirándola a ella desde arriba. Muñeca. George decía que eran encantadoras. Él se había perdido más de una vez en aquel caserón. George: el padre de Lila, aunque Auberon no lo sabía, y George le había hecho jurar que guardaría el secreto. ¿Qué historia era ésa? George sabía más, pero no quería decirlo. ¿Y si Auberon perdiera uno de sus crios? Esa gente blanca. Ella tendría que mantener los ojos bien abiertos, llevándolos a la cola a todas partes, siempre con sus bebés de la mano.

Pero si todo eso no fuera su Destino: si ella hubiese logrado escapar de él, rechazar su Destino, renegar de él… En ese caso, qué curioso, era como si fuera a tener más futuro, en vez de menos. Cualquier cosa podría suceder si ella estuviera libre de la maldita traba que era su Destino. Ni Auberon, ni Bosquedelinde, ni esta ciudad. Visiones fugitivas, visiones de hombres y aventuras, visiones de lugares, visiones de Sylvie, se apiñaban en las fronteras de su conciencia adormecida por el balanceo del tren. Cualquier cosa… Y una mesa larga en el bosque, engalanada con un mantel blanco, dispuesta para un banquete; y todo el mundo esperando; y un sitio vacío en la cabecera…

Cabeceó, y el choque de la barbilla contra el pecho la sumió en un estado de vértigo, y se despertó de golpe.

Destino, destino… Bostezó, tapándose la boca, y se miró la mano y el anillo de plata. Hacía años y años que lo llevaba. ¿Se lo podría sacar? Lo hizo girar. Tiró de él. Se metió el dedo en la boca para humedecerlo. Tiró más fuerte. Ni por asomo: firme allí como una roca. Con suavidad, sin embargo: sí, si ella lo empujaba despacito desde abajo…, el aro de plata se deslizó hacia arriba… y fuera. Una luminosidad extraña centelló alrededor del dedo desnudo, irradiándose desde él hacia el resto de su persona; el mundo, el tren parecían evanescentes, pálidos, irreales. Miró lentamente en torno.

El paquete que había estado a su lado en el asiento había desaparecido.

Aterrorizada, ensartándose de nuevo el anillo en el dedo, se levantó de un salto.

—¡Hey! ¡Hey! —gritó, para alarmar al ladrón si aún estaba en las cercanías; se precipitó hacia el centro del coche, interrogando con la mirada a los otros viajeros, que la contemplaban con ojos curiosos e inocentes. Volvió a mirar el asiento en que había estado sentada.

El paquete estaba allí, en el mismo sitio en que había estado. Se sentó de nuevo, confundida. Puso la mano del anillo sobre el papel terso y blanco del paquete, sólo para cerciorarse de que realmente estaba allí. Le pareció, tuvo la impresión de que se había agrandado durante el trayecto.

Más grande, sí, indudablemente. Una vez en la calle, donde las brisas habían ahuyentado la lluvia y las nubes y traído un auténtico día primaveral, el primero de los pocos que le son concedidos cada año a la Ciudad, emprendió la búsqueda de la dirección manuscrita en el paquete, que ya no le cabía cómodamente bajo el brazo.

—¿Qué diantre le pasa a esto? —dijo mientras caminaba a paso vivo por un barrio que nunca solía visitar, un barrio de grandes y sombríos hoteles de apartamentos y vetustas mansiones finiseculares de estilo inglés. Trataba de sujetar el paquete así, luego asá: nunca le habían dado para llevar nada tan incómodo. Pero la primavera era vivificante; no podía haber deseado un día mejor para andar por las calles llevando recados: alada, sí, alada se sentía. Y pronto llegaría el verano, el calor infernal, no, ella no podía esperar, se abrió, primero tentativamente, luego resueltamente, la cremallera de la rebeca, sintió el suave azote del viento en el pecho y la garganta, y la sensación le pareció deliciosa. Y ese edificio, allí, a pocos pasos, debía de ser la dirección a que la habían mandado.

Me he perdido

Era un edificio alto, blanco, o un edificio que alguna vez había sido blanco, y estaba literalmente cubierto de lúgubres figuras de yeso de toda especie. Dos alas laterales avanzaban hacia el frente, formando un patio mohoso y sombrío. Arriba, en la lejana cumbrera del edificio, un cuerpo de mampostería unía esas dos alas, formando una arcada absurdamente alta, una arcada para que un gigante pasara debajo de ella.

Sylvie alzó los ojos, y la monstruosa visión se los hizo bajar de prisa. Los edificios altos le daban vértigo. Ni desde abajo le gustaba mirarlos. Entró en el patio, donde en los charcos de la lluvia reciente cabrilleaban lívidos arcos iris de aceite, pero no tenía idea de cómo encontrar la Habitación 001 que buscaba. La vetusta casita del portero, allí, junto a la entrada, daba la impresión de haber permanecido cerrada a cal y canto años y años, pero a ella se encaminó de todos modos y apretó un timbre oxidado, si este artefacto funciona yo…

No alcanzó a expresar lo que haría porque en el mismo momento en que apretaba el negro pezón del timbre un postiguito se abrió de golpe en la casita, mostrándole la mitad superior de una cabeza, una nariz larga, unos ojos diminutos, una coronilla calva.

—Hola, ¿sabría usted decirme…? —empezó, pero antes de que acabara de formular la pregunta, los ojillos se arrugaron en una sonrisa o una mueca, y una mano asomó; con un largo dedo índice, la mano señaló Izquierda, luego Abajo, y el postigo se cerró otra vez con un golpe.

Sylvie se echó a reír. ¿Para qué demonios le pagan? ¿Esto? Siguió las instrucciones, y se encontró entrando en el edificio, no por la escalinata principal con su doble puerta acristalada, sino por una especie de cancela o portillo de hierro forjado que conducía a unas escaleras que descendían hasta un estrecho patio descubierto al nivel del sótano. Ni un rayo de sol llegaba a ese pasadizo, una especie de ranura entre las altísimas torres. Sylvie bajó, y bajó, bajó hasta un sótano que retumbaba de ecos y olía a moho como una caverna. Y allí, en la pared, había una pequeña puerta. Una puerta muy pequeña; pero no había ninguna otra salida.

—No puede ser aquí —dijo, mientras trasladaba al otro brazo el imposible paquete (que parecía estar cambiando de forma, y se había vuelto pesadísimo, por añadidura)—. Me he perdido seguro. —Pero empujó la puerta, y ésta se abrió.

Daba a un corredor bajo y estrecho. Allá, en el fondo, alguien estaba de pie delante de una puerta, haciendo algo: ¿pintando la puerta? Tenía un pincel y un bote de pintura. El encargado, o el ayudante del encargado. Sylvie pensó en pedirle nuevas instrucciones, pero cuando gritó: «Hola…», el hombre volvió hacia ella la cabeza, sobresaltado, y desapareció por la puerta en que había estado trabajando. Hacia ella se encaminó Sylvie, de todos modos, llegando al fondo con asombrosa prontitud: o el corredor era más corto de lo que parecía, o parecía más largo de lo que era, una de dos; y la puerta era más pequeña aún que la anterior. Si esto sigue así, pensó, por la próxima tendré que entrar gateando… En la puerta, con blanca pintura fresca y en un estilo muy antiguo, estaba pintando el número 001.

Riendo un poco, un poco nerviosamente, ahora indecisa y no del todo segura de que no le estuvieran jugando alguna mala pasada, Sylvie llamó golpeando a la puertecita.

—Mensajeros Alados —anunció.

La puerta se entreabrió apenas. Una luz extraña, la luminosidad dorada de un paisaje estival, parecía filtrarse desde el otro lado a través del resquicio. Una mano muy larga, muy nudosa, apareció y asió el batiente de la puerta para abrirla un poco más. Y una cara sonrientísima asomó.

—¿Mensajero Alado? —dijo Sylvie.

—¿Sí? ¿De qué se trata? ¿Qué podemos hacer por ti? —Era el hombre que había visto antes pintando el número en la puerta, o alguien igualito a él; o era el hombre que la había mandado allí. O igualito a él.

—Paquete para usted —dijo.

—Aja. —Con la misma imperturbable sonrisa, el hombrecito abrió un poco más la puerta para que Sylvie pudiese agacharse y pasar—. Adelante, pues.

—¿Está usted seguro —dijo ella echando una mirada incierta hacia el interior— de que es aquí donde me mandaron venir?

—Oh, claro que sí.

—Caray. Sí que es pequeño aquí dentro.

—Oh, sí que lo es. ¿Quieres entrar, por favor?

El Bosque Agreste

Por las mismas calles de mayo, al anochecer, rumbeando un poco a la deriva hacia la Alquería del Antiguo Fuero a través de la repentina, flamante primavera, Auberon pensaba en la fama, en la fortuna, en el amor. Había estado en las oficinas de la empresa que creaba y financiaba la producción de «Un Mundo en Otraparte» y varios otros engendros menos afortunados. Allí había depositado en las manos manicuradas de un hombre extremadamente cordial pero un tanto ausente, no mucho mayor que él, los guiones para dos episodios imaginarios del famoso culebrón. Lo habían agasajado con café, y el hombre joven (que no parecía tener entre manos mucho que hacer) se había explayado en vaguedades acerca de la televisión, la escritura de guiones, la producción; cifras de dinero astronómicas fueron mencionadas y aludidos al pasar los arcanos del negocio; Auberon trataba de no mostrarse asombrado por las primeras, y asentía con aire de conocedor ante los segundos, aunque muy poco había entendido del tema. Y por último, con encarecidas invitaciones de que se diera una vueltecita en cualquier momento, lo habían despedido, acompañado hasta la puerta por una recepcionista y una secretaria de una belleza casi legendaria.

Asombroso y prodigioso. Panoramas inverosímiles se abrían ante Auberon en medio del gentío y el bullicio de la calle. Los guiones, inventados por él y Sylvie en largas noches de regocijada y febril colaboración, eran buenos, estaban bien tramados, tenían suspenso y emoción; no exquisitos de ver, sin duda, mecanografiados como lo fueran en la prehistórica máquina de George; qué importaba eso; qué podía importar, su futuro aparecía pródigo en dispendiosos equipos de oficina, en comidas abundantes, en secretarias de primera, en trabajo y más trabajo para ganar los premios fabulosos. Él arrebataría, de entre las garras del dragón que moraba en el secreto corazón del Bosque Agreste, el precioso tesoro que la bestia custodiaba.

El Bosque Agreste; sí. Antaño, él lo sabía, en los tiempos en que Federico Barbarroja era emperador de Occidente, el Bosque Agreste comenzaba del otro lado de las vallas de troncos de las aldeas, más allá de las lindes de las tierras cultivadas; el corazón del Bosque, donde habitaban lobos y osos, y brujas en cabañas evanescentes, dragones, gigantes. Dentro del poblado, todo era racional, ordinario: allí había seguridad, vecinos, fuego, alimentos y todo el bienestar que un hombre podía ambicionar. Era del otro lado, en el Bosque Agreste, donde te podía acontecer cualquier cosa, donde podías tener cualquier aventura: era allí donde arriesgabas la vida a cada instante.

Pero ya no. Ahora todo se había trastocado. Allá, en Bosquedelinde, la noche no albergaba terrores; los bosques eran mansos, sonrientes, confortables. Él ignoraba si en Bosquedelinde, en las tantísimas puertas de la casa, funcionaría aún algún cerrojo; a decir verdad, él nunca había visto ninguna cerrada con cerrojo. En las noches calurosas, solía dormir a cielo abierto en los porches, e incluso en el bosque, prestando oído a los rumores y al silencio. No, era en estas calles donde uno veía lobos, reales o imaginados, aquí donde uno trancaba sus puertas contra las asechanzas de cualquier criatura aterradora que pudiera andar merodeando Allá Afuera, como trancaban antaño las de sus cabañas los habitantes de los bosques; se contaban historias espeluznantes de lo que podía acontecer aquí después de la caída del sol; aquí tenías las aventuras, ganabas las recompensas, aquí aprendías a vivir con el terror en la garganta y a apoderarte del tesoro; este lugar, sí, era ahora el Bosque Agreste, y Auberon era un habitante del bosque.

¡Sí! La codicia del tesoro le infundía coraje, y el coraje lo hacía fuerte; errante, armado, cabalgaba a través del gentío; que los débiles sucumbieran, él no lo haría. Pensaba en Sylvie, astuta como un zorro, criada en los bosques aunque nacida en la seguridad complaciente de una isla tropical. Ella conocía este lugar; su codicia era tan inmensa como la de él, más, y su astucia no le iba a la zaga. ¡Qué par! Y pensar que tan sólo unas semanas antes parecían, los dos, atrapados en el fondo de una trampa mortal, desencontrados en un enmarañado matorral sin salida, a punto de separarse. Separarse. ¡A qué albures, por Dios, no se exponía ella! ¡Y las bazas, qué míseras eran!

Ahora, sin embargo, él podía creer, en este momento, esta noche, podía creer, sí, que envejecerían juntos. El goce que obtenían el uno del otro, en suspenso durante todo aquel marzo frío y amargo, había vuelto a florecer, lozano y vivaz como apretados racimos de amargón. Esa misma mañana ella había llegado con retraso a su empleo por una razón, una nueva razón: retrasada, porque cierto complicado proceso había tenido que ser llevado hasta su rotunda y feliz culminación. Oh, Dios, los excesos fabulosos que se exigían, uno de otro, y los descansos que requerían esos excesos, una vida podía consumirse en los unos, y luego en los otros, él hubiera dicho que la suya se había consumido casi por completo esa mañana. Y sin embargo, sin fin: él sentía que podía ser, no veía razón alguna para que no lo fuese. Se detuvo en la mitad de un cruce, sonriente, ciego: los latidos de su corazón resonaban como acuñados en oro mientras revivía momento a momento esa mañana dentro del pecho. Un camión bramó junto a él, un camión desesperado por no perder la señal luminosa, su señal, que Auberon estaba burlando. Auberon se apartó de un salto y el conductor le gritó algo insultante pero ininteligible. Ciego de amor, aplastado, pensó Auberon (riendo, ya a salvo en la otra acera), así me moriré, atropellado por un camión cuando desbordado de lujuria y de amor no sepa dónde estoy.

Adoptó un paso rápido de Ciudad, sin dejar de sonreír pero procurando estar alerta. Ten cuidado. Al fin y al cabo…, pensó, pero no llegó a completar su pensamiento, porque en ese mismo instante sobrevino, estallando en la avenida, calle abajo, o trepando veloz por las calles laterales o descendiendo del cielo balsámico como una tonelada de risas estridentes, un algo que era como un ruido pero no era un ruido: la bomba que una vez cayera sobre él y Sylvie, pero el doble de aquélla, o muchísimo más grande; pasó rodando por encima de él, quizá el camión que había estado a punto de arrollarlo, y sin embargo parecía estallar desde dentro de él, de su persona. Alejándose de él como un vendaval, calle arriba, dejándolo partido en dos, la cosa parecía abrir a su paso o llevar en su seno un vacío que tiraba de las ropas de Auberon y le desordenaba el cabello. No obstante, sus pies seguían pisando el suelo, normales, como siempre —la cosa no tenía poder para dañarlo, al menos físicamente—, pero la sonrisa había desaparecido de su rostro.

Caray, esta vez ellos se lo han tomado en serio: eso fue lo que pensó. Pero no supo por qué lo pensó, ni qué cosa era la que habían tomado en serio ni, para el caso, quiénes suponía él que eran ellos.

Esto es una guerra

En ese mismo momento, lejos, en el oeste, en un Estado cuyo nombre empieza con I, Russell Eigenblick, el Orador, se disponía a levantarse de su silla tijera para arengar a otra inmensa multitud. Tenía en las manos un pequeño mazo de fichas, un eructo con sabor a pimienta en la garganta (otra vez pollo a la king) y un dolor lacerante en la pierna izquierda, justo debajo del glúteo. No se sentía particularmente justificado. Esa mañana, en los establos de sus adinerados anfitriones, había montado a caballo y trotando apaciblemente alrededor de un picadero. Posando así para los fotógrafos, había parecido un hombre seguro de sí mismo (como siempre) y un poco demasiado pequeño (como siempre hoy en día; antaño, su estatura había sido muy superior a la media). Luego, lo habían inducido a galopar a través de campos y praderas tan alambrados y pulcros como los de sus antiguas cacerías. Un error, sin duda. Él no había explicado que habían pasado siglos desde que por última vez montara un caballo; era como si últimamente hubiese perdido la fuerza para resistirse a esas incitaciones tan provocativas. Ahora se preguntaba si una antiestética cojera no echaría a perder su ascensión al estrado.

Hasta cuándo, hasta cuándo, pensaba. No es que le hurtara el cuerpo al trabajo, ni que tomara a mal las vejaciones que le eran inherentes. Pero las soeces intimidades de esta era, las palmadas en los hombros, las cogidas de brazos, esas cosas en realidad no lo molestaban. Nunca se había atenido demasiado a las formalidades. Él era un hombre práctico (o creía serlo) y si eso era lo que su pueblo (ya pensaba en ellos en esos términos) pedía de él, él podía brindarlo. Un hombre que sin una queja había dormido entre los lobos de Turingia y los escorpiones de Palestina, podía soportar moteles, servir a dueñas de casa cincuentonas, sestear en aviones. Sólo que había veces (como ahora) en que la extrañeza de su largo viaje, demasiado imposible de comprender, lo fatigaba; y el inmenso y tan familiar deseo de dormir lo atraía, lo tentaba; ansiaba reclinar una vez más la pesada cabeza en los hombros de sus camaradas, y cerrar los ojos.

De sólo pensarlo, los ojos empezaban a cerrársele.

De pronto sobrevino, deflagrando en todas direcciones, desde su punto de origen, la cosa que Auberon había percibido u oído en la Ciudad; una cosa que por un momento trocó al mundo en una seda tornasol, o alteró en un instante las aguas del tafetán de su trama. Una bomba, había pensado Auberon; Eigenblick supo que no era una bomba sino un bombardeo.

Fue como si un poderoso reconstituyente se difundiera de súbito a través de sus venas. Su cansancio se desvaneció. Oyó las palabras finales de encomio de su presentador y, como movido por un resorte, saltó de su asiento, los ojos chispeantes, la boca sonriente. Con un ademán teatral echó a volar, mientras subía al estrado, el manojo de notas que había preparado para esta Alocución; ante ese gesto, la inmensa multitud jadeó y estalló en vítores. Eigenblick asió con ambas manos los cantos del atril, inclinó el torso hacia delante, y gritó hacia los micrófonos que jadeaban ante él ávidos de sus palabras:

—¡Vuestra vida debe cambiar!

Una ola de estupefacción, la ola de su voz amplificada, inundó a la muchedumbre, la enardeció y, rebotando contra la pared del fondo, refluyó hacia él en ruidosa rompiente.

—¡Vuestra vida! ¡Debe! ¡Cambiar! —La ola fluyó otra vez encrespada sobre ellos, un tsunami.

Eigenblick, ufano, avasallante, parecía mirar a cada uno a los ojos, penetrar en el corazón de cada uno: y ellos lo sabían, además. Las palabras bullían en su mente, se tejían en frases, pelotones, regimientos contra los que era inútil cualquier resistencia. Las dejó en libertad.

—¡Los preparativos han tocado a su fin, la suerte está echada, las posturas están en arca, las fichas sobre el tapete! Todo cuanto vosotros más temíais ha acontecido ya. Vuestros enemigos más ancestrales son ahora la mano que empuña el látigo. ¿A quién habréis de recurrir? Vuestra fortaleza es una ruina, vuestra armadura es papel, vuestra risa de antaño es un quejido en vuestra garganta. Nada…, nada es como vosotros suponíais que era. Habéis sido víctimas de un terrible engaño. Mirabais encandilados un espejo suponiendo que era la larga continuación del antiguo camino, pero el camino no se continúa, ¡se cierra en un callejón, sin salida! ¡Vuestra vida debe cambiar!

Irguió el torso. Vientos tan fragorosos soplaban en el Tiempo que le costaba escuchar su propia voz. En aquellos vientos cabalgaban, en armas, los héroes, montados al fin, silfos en atavío de combate, huestes cabalgando por el aire. Y en tanto arengaba a su inmenso y alelado auditorio, en tanto los apostrofaba y fustigaba, Eigenblick sentía estallar las bridas de su continencia, y se sentía emerger, al fin, íntegro y libre. Como si hubiese en un momento crecido en demasía para un caparazón viejo y gastado, lo sintió partirse en dos y abrirse. Hizo una pausa, hasta que tuvo la certeza de haberse desprendido de él por completo. La multitud contuvo el aliento. La nueva voz de Eigenblick, potente, grave, insinuante, los hizo estremecerse al unísono.

—Bueno. Vosotros no lo sabíais. Oh, no. ¿Cómo vosotros ibais a saberlo? Nunca lo pensasteis. Nunca jamás. Nunca os pasó por la imaginación. —Se inclinó hacia delante, envolviéndolos a todos en una mirada arrasadora, como un padre terrible, hablando con rapidez, como si lanzara una maldición—: Y bien, esta vez no habrá perdón. Esta vez se ha colmado la medida. Vosotros veis eso seguramente, seguramente lo sabíais desde siempre. Quizá, en lo más recóndito de vuestro corazón, si os permitisteis sospechar alguna vez que esto sucedería, y lo sospechabais, sí, lo sospechabais, esperaríais que acaso una vez más, que una vez más habría, por inmerecida que fuese, misericordia; otra oportunidad, por muy torpemente desaprovechadas que hubieran sido todas las otras oportunidades; que en última instancia seríais ignorados, vosotros, sólo vosotros excluidos, inadvertidos, olvidados, libres de culpas en medio de los fragores de la catástrofe en que sucumbirían todos los demás. ¡No! ¡Esta vez no!

—¡No! ¡No! —Ellos le gritaban a él, aterrorizados; él estaba conmovido, un profundo amor ante la impotencia de ellos, una profunda piedad por su situación lo embargaba y lo hacía sentirse poderoso y fuerte.

—No —dijo con dulzura, arrullándolos, meciéndolos en los brazos de su cólera y de su piedad insondables—, no, no; Arturo duerme su sueño en Avalon; no hay para vosotros ningún paladín, ninguna esperanza; no tenéis otro remedio que rendiros, ¿acaso no lo veis?; sí que lo veis; ¿o no? Rendiros: ésa es vuestra única posibilidad; mostrar vuestra lanza herrumbrosa, inservible como una de juguete; mostraros vosotros, desvalidos, inocentes de cualesquiera de las causas o consecuencias de esta situación, envejecidos, confundidos, débiles como niños de pecho. Y sin embargo. Y sin embargo. Impotentes y dignos de lástima como sois —tendió hacia ellos con extrema lentitud brazos misericordiosos, ahora podía contenerlos a todos, y confortarlos—, ansiosos como estáis por complacer, desbordantes de amor, pidiendo con las más dulces lágrimas en vuestros ojos tan sólo misericordia, implorando paz; sin embargo, sin embargo. —Los brazos descendieron, las enormes manos aferraron una vez más el atril como si fuese un arma, una vasta hoguera estalló en el pecho de Russell Eigenblick, una horripilante gratitud se apoderó de él cuando pudo por fin inclinarse sobre aquellos micrófonos y proclamar—: Y sin embargo esto no despertará su piedad, ninguna piedad, porque no la hay en ellos; ni detendrá sus armas mortíferas, porque ya han sido disparadas, ni cambiará nada, nada en absoluto: porque esto es una guerra. —Inclinó un poco más la cabeza, más se aproximaron sus labios de sátiro a los horrorizados micrófonos, y su murmullo resonó, atronador—: Damas y caballeros, ESTO ES UNA GUERRA.

Una sutura imprevista

Ariel Halcopéndola, en la Ciudad, también lo había percibido: un cambio, como una de las oleadas de calor de la menopausia, pero no algo que le sucediera a ella misma sino al mundo, al mundo entero. Un Cambio, entonces: no un cambio sino un Cambio, un Cambio atisbado rodando a lo largo del tiempo y el espacio, o el mundo que tropezaba con una gruesa e imprevista sutura en la trama inconsútil.

—¿Has sentido eso? —preguntó.

—¿Si he sentido qué, querida? —dijo Fred Savage, todavía disfrutando de los feroces titulares del periódico de ayer.

—Olvídalo —dijo Halcopéndola en voz baja, con aire pensativo—. Bueno, ahora las cartas. ¿Hay algo siquiera en las cartas? Piensa bien.

—El as de espadas invertido —dijo Fred Savage—. La reina de espadas en la ventana de tu alcoba, hecha una furia, como hembra que es. El valet de diamantes de nuevo en camino. Rey de corazones: ése soy yo, nena —y empezó a tararear una canción por entre sus dientes marfileños, mientras meneaba suave pero rítmicamente el trasero sobre el largo banco pulido a culo de la sala de espera.

Halcopéndola había acudido a la gran Terminal para consultar a este viejo oráculo suyo, sabiendo que casi cada noche, después del trabajo, se lo podía encontrar allí, confiando extrañas verdades a desconocidos; señalando con un índice obscuro, nudoso y pegoteado de tierra como una raíz ciertas noticias del periódico de ayer que tal vez los pasajeros que esperaban sus trenes cerca de él no habían leído; o discurseando sobre cómo la mujer que se viste con una piel adquiere las propensiones del animal, Halcopéndola se imaginaba a las tímidas muchachitas suburbanas que usaban pieles de conejo teñidas para que parecieran de lince, y se reía. De vez en cuando llevaba un bocadillo para compartirlo con Fred, siempre y cuando él comiera ese día. Habitualmente, ella siempre se iba de allí más sabia que cuando había llegado.

—Las cartas —dijo—. Las cartas y Russell Eigenblick.

—El tío ése —dijo Fred. Y durante un rato permaneció caviloso, abismado en sus pensamientos. Sacudía su periódico como si intentara expulsar de él alguna idea que lo perturbaba. Pero no se iba.

—¿Qué ocurre? —preguntó ella.

—Que me parta un rayo si ahora mismo no ha ocurrido un cambio —dijo Fred, alzando la vista—. Algo… ¿Qué dijiste que era?

—Yo no he dicho nada.

—Dijiste un nombre.

—Russell Eigenblick. En las cartas.

—En las cartas —repitió Fred. Dobló cuidadosamente su periódico—. Suficiente —dijo—. Con esto bastará.

—Dime —dijo ella—. Dime qué piensas.

Pero era inútil, ella lo había acuciado demasiado: pídele otro bis al gran virtuoso, y se pondrá petulante y esquivo. Fred se incorporó —en la medida en que era capaz de incorporarse, permaneciendo combado como un irónico signo de interrogación— y se tanteó los bolsillos buscando algo inexistente en ellos.

—Tengo que ir a ver a mi tío —dijo—. ¿No tendrías un pavo para el bus? ¿Algún pavo suelto o unos centavos?

De este a oeste

A través del inmenso vestíbulo abovedado de la Terminal, Halcopéndola se encaminó hacia la salida, no más sabia esta vez que cuando había venido, y más preocupada. Las multitudes que caminaban presurosas, arremolinándose en torno del santuario del reloj central, y estallando en olas contra las taquillas, parecían abstraídas, atribuladas, inciertas de su suerte: aunque si más que otro día cualquiera, ella no hubiera podido asegurarlo. Alzó la cabeza y miró la cúpula: palideciendo por la edad y la larga vigilia, el Zodíaco pintado en oro atravesaba al sesgo la bóveda azul-noche puntuado por lamparitas diminutas, muchas de ellas ya extinguidas. Sus pies acortaron el paso; la boca se le abrió: dio media vuelta mirando asombrada, sin poder creer lo que veía.

El Zodíaco corría a través de la cúpula en la dirección correcta, de este a oeste.

Imposible. Que el gran centro neurálgico de esa loca Urbe estuviese bajo la tutela de un Zodíaco que corría a la inversa del real había sido desde siempre una de sus humoradas favoritas: el error de un muralista ignaro en astrología o una alusión socarrona, acaso solapada, a la mala estrella de su Ciudad. Más de una vez se había preguntado qué desbarajustes se podrían producir si ella —con la debida premeditación— intentase atravesar la Terminal caminando hacia atrás bajo la mirada vigilante de ese cosmos invertido, pero por un sentido del decoro nunca se había decidido a hacer la prueba.

Y míralo ahora. Ahí estaba el carnero en su lugar preciso, y el toro sin sus cuartos posteriores, los gemelos y el cangrejo, el Rey León y la virgen, y la balanza de dos platillos. El escorpión haciendo equilibrio con la roja Antares clavada en su aguijón; el centauro con su arco, el aguatero con su cántaro. Y los dos peces unidos por las colas en un arco. Alrededor de ella —paralizada, boquiabierta— pasaban las muchedumbres, pasaban sin detenerse, como lo hacían alrededor de cualquier objeto inamovible. Sin embargo, su mirar hacia arriba —como en el viejo truco— era contagioso, y algunos alzaban la vista buscando la cosa inverosímil que ella veía, mas, como no podían verla, apuraban el paso y seguían su camino.

El carnero, el toro, los gemelos… No siempre habían estado en ese orden, ella los había visto dispuestos de otra manera, y luchaba por retener ese recuerdo, ya que parecían tan antiguos e inmutables como las constelaciones que representaban. Y además, ahora tenía miedo. Un Cambio: ¿y qué otros cambios habría de encontrar, allá afuera, en las calles; cuáles otros se cernirían, latentes, aún no manifiestos, en lo porvenir? ¿Qué, en todo caso, le estaba haciendo al mundo Russell Eigenblick; y por qué estaba ella tan segura de que, Comoquiera, era Russell Eigenblick quien tenía la culpa? Un carillón barítono sonó, melodioso, y sus ecos resonaron en torno de ella, absorta aún en su alucinada contemplación, no potentes pero claros, tranquilos como si poseyeran el secreto: el reloj de la Terminal dando una hora temprana de la madrugada.

¿Sylvie?

La misma hora estaba sonando en el campanario piramidal de un edificio suburbano que había construido Alexander Ratón, el único campanario de la Ciudad que daba las horas para informar a la población. Uno de los cuatro carillones de su melodía de cuatro notas nunca sonaba ahora, y el tañido de los otros, desperdigado por el viento o asordinado por el tráfico, sonaba caprichosamente allá abajo, en el laberinto de calles, de modo que habitualmente no prestaba ninguna utilidad, pero a Auberon (mientras quitaba trancas y abría cerrojos en una puerta de acceso a la Alquería del Antiguo Fuero) no le importaba de todos modos la hora que era. Echó una rápida mirada en torno para asegurarse de que no lo seguían ladrones. (Ya una vez había sido asaltado por dos mozalbetes quienes, puesto que no tenía dinero, le habían robado la botella de ginebra que llevaba, y quitado luego y arrojado al suelo su sombrero, para pisotearlo y patearlo con sus largos pies torcidos mientras escapaban.) Se deslizó en el zaguán, y cerró y trancó la puerta por dentro.

Por el pasillo, a través de un boquete dentado por ladrillos que George había practicado en la pared para dar acceso al edificio colindante, por ese pasillo, y escaleras arriba, asiéndose del pasamanos recubierto de espesas e incontables generaciones de pintura. A través de una ventana del vestíbulo a una escalera de incendio, un saludo con la mano a los alegres labriegos ya en actividad allá abajo con retoños y desplantadoras, y ya en otro edificio, otro pasillo, absurdamente estrecho y cerrado, familiar en su penumbra y acogedor pues conducía a casa. Se contempló al pasar en el coqueto espejo que Sylvie había colgado al final del pasillo, con la mesita ratona al pie y el jarro de flores secas, bien lindo. El picaporte se resistía a abrir la puerta.

—¿Sylvie? —Ella no estaba en casa.

No había regresado aún del trabajo, o estaría abajo quizá, ayudando en la huerta; o acabaría de salir, con el renacer del sol que despertaba la azul laguna isleña de su sangre. Buscó a tientas sus tres llaves y las escrutó en la obscuridad, con creciente impaciencia. La de cabeza ovoide para la cerradura superior, la de forma de clave para la del medio… ¡Oh, mierda! Una se le escurrió entre los dedos y con las rodillas y las manos tuvo que arrastrarse por el suelo, para buscarla entre la mugre antigua e irremediable que habita en todos los huecos y recovecos de la Ciudad. Ahí estaba, la grande y redonda, para la policía, que jamás les daría el gusto a los polis. ¡Jua, jua!

—¿Sylvie?

El Dormitorio Plegable parecía insólitamente espacioso y, pese a que el sol penetraba a raudales por todas sus ventanitas, Comoquiera no acogedor ¿Qué ocurría? La habitación parecía barrida, pero no ordenada; limpiada, mas no limpia. Faltaban montones de cosas, lo fue notando poco a poco. ¿Les habrían robado? Fue, cautelosamente, hasta la cocina. La colección de ungüentos y potingues de Sylvie, amontonados sobre la repisa del fregadero, había desaparecido. Sus champúes y cepillos para el pelo habían desaparecido. Todo desaparecido. Todo, excepto su vieja Gillette.

Y en la alcoba, lo mismo. Sus tótemes, sus cosas más bonitas, desaparecidos. La señorita de porcelana, la cara de una palidez mortal, los renegridos caracolillos pegados a las mejillas, cuya parte superior se separaba de la falda de volantes, ya que era en realidad un alhajero, desaparecida. Los sombreros colgados en el dorso de la puerta, desaparecidos todos. El sobre multicolor, repleto de papeles importantes y de instantáneas surtidas, desaparecido.

Abrió de un tirón la puerta del retrete. Sólo las perchas vacías que resonaron al chocar unas con otras, y su propio gabán abierto de mangas, sobresaltado, colgaban de la puerta, pero de ella allí no había nada, absolutamente nada.

Absolutamente nada.

Miró una vez en torno, miró otra vez, se quedó plantado, petrificado, en medio del suelo vacío.

—Se ha ido —murmuró.