Capítulo 5
Lo que verdaderamente amas
es tu verdadera herencia,
lo que amas de verdad
nunca te será arrebatado.
Ezra Pound
A la mañana siguiente, Fumo y Llana Alice aprontaron un par de mochilas mejor provistas que la que trajera Fumo en su viaje a pie desde la Ciudad, y en el vestíbulo, de una urna llena de bastones, paraguas y otros adminículos, escogieron un par de báculos nudosos. Llevaban, aunque en verdad ni siquiera llegaron a abrirlas, las guías de pájaros y flores que les había regalado el doctor; y el regalo de boda de George Ratón, que había llegado por el correo esa misma mañana en un paquete con la advertencia «Abrir en Otra Parte», y que resultó ser, precisamente, lo que Fumo se imaginaba y esperaba que fuese: un buen puñado de hierba de color chocolate prensada y machacada, y aromática como una especia.
Criaturas afortunadas
La familia en pleno se había reunido en el porche para despedirlos, y para sugerirles itinerarios posibles y a quiénes de aquellos que no habían podido asistir a la boda deberían visitar. Sophie no decía nada, pero en el último momento, cuando ellos se disponían ya a ponerse en marcha, los besó a los dos, firme y solemnemente, en especial a Fumo, como diciendo ¡Hala!, y acto seguido se escurrió y desapareció del lugar.
Durante la ausencia de la pareja, Nube tenía la intención de seguirlos con la ayuda de sus cartas, y dar noticias, hasta donde le fuera posible, de las peripecias del viaje, que suponía nimias y múltiples, de la especie, precisamente, que esas cartas suyas siempre parecían estar mejor dotadas para descubrir. De modo que después del desayuno acercó en el porche la mesa acristalada a su pavo real de mimbre, encendió el primer cigarrillo del día, y se dispuso a poner en orden sus ideas.
Supo que empezarían por escalar la Colina, pero eso, porque ellos habían dicho que lo harían. Los vio, con los ojos de la imaginación, subiendo por las sendas más trilladas hasta la cresta, y detenerse allí para contemplar los dominios de la mañana, y los suyos propios, que se extendían verdes, boscosos y salpicados de granjas y labrantíos a través del corazón del condado. De allí, proseguirían la marcha cuesta abajo por laderas más agrestes y alejadas para recorrer los confines de las tierras que habían visto desde la cima.
Bajó copas y bastos, el Caballo de Oros y el Rey de Espadas. Adivinó que Fumo se quedaría atrás, intentando seguir los largos trancos de Alice, cuando cruzaran las praderas de Campollano, blancas a la lechosa luminosidad del Sol; que las vacas manchadas de Rudy Torrente levantarían la testa para contemplarlos con ojos de largas pestañas, que los insectos diminutos saltarían para ponerse a salvo de sus pisadas.
¿En qué paraje harían un alto para descansar? Quizá a la orilla del rápido arroyuelo que muerde esos prados, socavando el espeso tapiz de las hierbas y vivificando los saucecillos de los pequeños bosques que crecen en sus márgenes. Intercaló en su sitio dentro de la figura el arcano denominado El Hato, y pensó: Hora de merendar.
A la sombra pálida y atigrada del bosquecillo de sauces, estaban los dos, tendidos cuan largos eran, contemplando el arroyo y el complejo bordado que trazaban las aguas en la orilla.
—Ya se ven —dijo Alice, barbilla en mano—. ¿Alcanzas a ver los apartamentos, las residencias ribereñas, las explanadas o lo que sea? ¿Palacios enteros en ruinas? ¿Bailes, banquetes, visitantes? —Fumo miraba, atisbaba a la par de ella la maraña de malezas y raíces y lodo, hasta donde la luz del sol llegaba filtrada, en franjas, sin iluminarla—. No ahora —dijo ella—, sino a la luz de la luna. Quiero decir, ¿no es así, cuando salen a jugar? Mira. —Con los ojos al nivel de la orilla, tan sólo podía imaginarlo. Miraba y miraba, frunciendo las cejas. De mentirijillas. Haría un esfuerzo.
Ella se incorporó, riendo. Volvió a calzarse la mochila, y sus pechos se irguieron.
—Seguiremos el curso de este arroyo hasta las fuentes —dijo—. Conozco un buen lugar.
Así pues, en el correr de la tarde, a paso lento, cuesta arriba, se alejaron de aquel valle que el cuchicheante arroyuelo, con descarada soberbia, había arrebatado a algún río caudaloso tiempo ha extinguido. Se iban acercando a un bosque, y Fumo se preguntó si sería el bosque en cuya linde se alzaba Bosquedelinde.
—Caray, no lo sé —dijo Alice—. Nunca lo había pensado. Aquí —señaló al fin, empapada en sudor y casi sin resuello después de la larga escalada—. Éste es un sitio al que solíamos venir.
Era una especie de gruta horadada en el muro de una repentina espesura. La cresta, en la que ahora se habían detenido, descendía hacia la gruta y penetraba en ella, y Fumo pensó que nunca en su vida se había asomado a nada que fuese tan secreta, tan recónditamente El Bosque como ese lugar. Por alguna razón, el suelo estaba cubierto de un tapiz de musgo, y no de esa vegetación tupida e irregular —matorrales y brezos y chopos— que suele crecer en los confines de los bosques. Descendía hacia el interior de la gruta, los atraía hacia ella, hacia la susurrante penumbra de un recinto en cuyo interior suspiraban intermitentemente los enormes árboles.
Una vez dentro, Alice se sentó con alivio. Las sombras, ya profundas, se obscurecían con el perceptible transcurrir de la tarde. Y reinaba el silencio, un silencio imponente, como en una iglesia, con los mismos rumores inexplicables pero sobrecogedores que llegan desde la nave, el ábside, el coro.
—¿Has pensado alguna vez —dijo Alice— que a lo mejor los árboles están vivos, lo mismo que nosotros, sólo que viven más despacio? ¿Que lo que para nosotros es un día, quizá sea para ellos todo un verano?, entre sueño y sueño, quiero decir. ¿Que tienen pensamientos largos, larguísimos, y conversaciones que simplemente no podemos oír de tan pausadas que son?
Dejó a un lado su bastón y se deslizó de los hombros, una a una, las correas de la mochila, que le habían manchado la camisa en las zonas de presión. Levantó las redondas rodillas, brillantes de sudor, y apoyó los brazos en ellas. También sus muñecas morenas estaban mojadas, con un polvillo húmedo adherido al suave vello dorado.
—¿A ti qué te parece? —Empezó a aflojar las tiretas de cuero de sus botines. Fumo, absorto en la contemplación de lo que veía, no dijo nada; se sentía demasiado feliz para poder hablar. Era como ver a una valquiria despojándose de su armadura después de la batalla.
Cuando Llana Alice se incorporó sobre las rodillas para bajarse los ceñidos y arrugados pantalones cortos, él acudió en su ayuda.
Cuando Mamá, sorpresivamente, encendió la bombilla amarillenta sobre la cabeza de Nube, trocando el azul crepuscular de sus ensoñaciones cartománticas en una claridad irritante y no del todo inteligible, ella ya había vislumbrado de qué forma transcurriría al menos una buena parte de la excursión de sus sobrinos en los próximos días; y dijo:
—Criaturas afortunadas.
—Te quedarás ciega aquí fuera —dijo Mamá—. Papá te ha servido un jerez.
—Les irá bien —dijo Nube mientras recogía las cartas y se levantaba con cierta dificultad del sillón de mimbre.
—Dijeron que pasarían a ver a los Bosques, ¿verdad?
—Oh, sí —respondió Nube—. Seguro que lo harán.
—Escucha cómo cantan todavía las cigarras —dijo Mamá—. No dan tregua.
Cogió a Nube del brazo, y entraron juntas en la casa. Pasaron la velada jugando al cribbage en el tablero plegadizo de madera lustrada, y utilizando una cerilla en sustitución de una clavija que se había extraviado; desde las ventanas llegaba hasta ellas el golpeteo de los atolondrados escarabajos gigantes de junio al chocar y restregarse contra los mosquiteros.
Un orden último
A medianoche, en el Pabellón de Verano, Auberon se despertó y decidió levantarse para empezar a poner en orden sus fotografías; algo así como un orden último.
De todos modos, no solía dormir mucho, y ya había pasado la edad en la cual eso de levantarse en plena noche para realizar alguna tarea podía parecer un comportamiento anómalo o vagamente inmoral. Desvelado, había permanecido en la cama largo rato, atento a los latidos de su corazón, pero aburrido a la larga de no hacer nada más que eso, buscó a tientas sus gafas y se sentó. De todas maneras, no era noche cerrada. Según el reloj del Abuelo, eran las tres, pero los seis paneles de la ventana no estaban negros sino de un vago azul plateado. Los insectos, al parecer, dormían aún, y los pájaros no tardarían mucho en empezar. Por el momento, sin embargo, todo estaba en calma.
Dio presión a la lámpara de petróleo, sintiendo cómo le silbaba el pecho cada vez que pulsaba el émbolo. Era una buena lámpara, parecía simplemente eso, una lámpara: una pantalla plisada de papel pergamino, y alrededor de la base de porcelana azul de Delft figuras de esquiadores. Sin embargo, tendría que cambiarle la camisa; pero no iría ahora a buscar una nueva. La encendió y la graduó en mínimo. Su susurro ininterrumpido era reconfortante. Casi tan pronto como la hubo encendido, empezó a sisear, como si se estuviera apagando, pero en realidad continuaría así, apagándose, durante mucho tiempo. Él conocía demasiado bien esa sensación.
No era que las fotografías no estuvieran en orden. Al fin y al cabo, si a algo dedicaba él la mayor parte de su tiempo, era a la tarea de ponerlas en orden. Sólo que siempre le quedaba la duda, la sospecha, de que el orden propio, natural de las fotos —que no era el cronológico, ni un ordenamiento más o menos temático, y desde luego no por tamaño— siempre lo rehuía. Por momentos, le parecían fotogramas entresacados de una película, o de varias, con lagunas —grandes o pequeñas— entre uno y otro, y que, si encontrara la forma de llenar esas lagunas, configurarían escenas: verdaderas secuencias, largas y reveladoras, variadas y vividas. Pero ¿cómo podía saber, con tantas como le faltaban, si había puesto al menos en un orden correcto aquello que tenía? Siempre titubeaba ante la idea de alterar el orden en el que las tenía y que era al fin y al cabo bastante racional y ponderado, para tratar de descubrir otro más apropiado que a lo mejor ni siquiera existía.
Sacó una carpeta rotulada «Contactos, 1911-1915». Eran, aunque el rótulo no lo especificaba, sus primeras fotografías. Había habido otras anteriores, desde luego, fracasos de novato que él había destruido. En aquel entonces —como Auberon nunca se cansaba de repetir—, la fotografía era una especie de religión. Una imagen perfecta era como un don del cielo, pero el pecado siempre era castigado con presteza. Algo así como el dogma calvinista en el que uno nunca sabe si ha obrado bien, pero ha de estar siempre en guardia ante el error.
Aquí estaba Nora, toda de blanco, la falda y la camisa arrugadas, en el porche encalado de la cocina. Los maltrechos botines parecían quedarle grandes. La blancura del algodón, la blancura de los pilares del porche, el bronceado estival de la tez, el rubísimo pelo de verano. Los ojos asombrosamente claros a causa de esa resolana que llena los porches encalados en los días de estío. Tenía (buscó la fecha en el reverso de la foto) doce años. No, once.
Nora, entonces. ¿Habría alguna forma de comenzar por Nora (allá, donde también comenzaban sus fotos aunque quizá no, por supuesto, la trama de la historia), y seguir a Nora para alejarse de ella como lo haría una cámara cinematográfica, cuando otro personaje hiciera su aparición en el encuadre, para entonces enfocar a éste, y seguirlo?
Timmie Willie, por ejemplo, y hela aquí, de pie junto al portón, a punto de salir del Parque, ese mismo verano, quizá el mismo día. No del todo clara, ya que ella nunca se estaba quieta. Probablemente estuviera hablando, explicándole a él adonde iba, mientras él le decía «No te muevas». Con una toalla en la mano: a nadar. «Cuelga tu ropa en la pacana.» Una imagen clara y espléndida, a no ser por el sol que ponía incandescente todo cuanto tocaba: los pastos blancos fulguraban; uno de los zapatos de Timmie refulgía, y los anillos que ya a esa edad temprana le encantaba ponerse, la muy bribona.
¿A cuál de las dos había querido más?
En la muñeca de Timmie Willie pendía, de una correa negra, la pequeña Kodak forrada en cuero que él solía prestarles. «Cuidadla bien», les recomendaba. «No se os vaya a romper, ni se os ocurra abrirla para ver qué tiene dentro. No se os vaya a mojar.»
Acarició con el dedo índice la larga ceja única de Timmie Willie, que en esa foto parecía aún más tupida de como era en la realidad, y se dio cuenta, de pronto, que la echaba de menos con desesperación. Como barajadas por un prestidigitador interno, un mazo de imágenes posteriores se desplegó en abanico en su memoria. Timmie Willie en invierno, posando ante la ventana escarchada de la sala de música. Timmie, Nora, Alex Ratón y el altísimo Harvey Nube cazando mariposas al amanecer. Alex con pantalones bombachos, como un golfista, y una buena resaca a cuestas; Nora con Chispa, el perro; Nora de dama de honor en la boda de Timmie y Alex; el roadster de Alex, y Timmie en él, de pie, radiante de felicidad, asida con una mano del parabrisas y con la otra saludando, luciendo el más ilusionado de los sombreros de cintas; y luego Nora y Harvey, recién casados, y Timmie Willie presente, pálida ya y consumida; él le echaba la culpa a la Ciudad. Y desde entonces la ausencia de Timmie, ya no la había vuelto a ver; la cámara móvil tuvo que pasar y seguir a otros.
Montaje, entonces; pero ¿cómo iba él a explicar la repentina ausencia de Timmie de esos grupos de rostros, de esas fiestas? Las primeras fotos, al ramificarse y proliferar, parecían señalarle un camino que le llevaba a través de toda la colección; y sin embargo no había ninguna posibilidad de que una imagen pudiera por sí sola contar toda la historia sin el auxilio de mil palabras, de mil explicaciones.
Exasperado, pensó en la posibilidad de reproducirlas en diapositivas, y amontonarlas unas sobre otras en un apretado mazo, comprimiéndolas más y más hasta que las manchas obscuras superpuestas no dejasen ver nada, no permitieran el paso de la luz: no obstante, allí estaría todo.
No, todo no.
Porque existía otra bifurcación posible, la raíz obscura y simétrica de estas ramificaciones visibles y cotidianas. Volvió a mirar la foto de Timmie Willie en el portón, con la cámara colgando de su muñeca: el momento de la divergencia, el lugar ¿o el instante preciso en que se producía la bifurcación?
Busca las caras ocultas
Auberon siempre se había tenido por un individuo racional y sensato: por alguien que utilizaba como elementos de juicio las evidencias, y que sopesaba las argumentaciones: un trocadiño, se hubiera dicho, en el seno de una familia de creyentes fanáticos, de sibilas y soñadores gnómicos. En la universidad donde cursara sus estudios de magisterio, se había familiarizado no sólo con las leyes de la lógica y el método científico, sino también con la Nueva Biblia, es decir, El origen del hombre, de Charles Darwin: justamente entre sus páginas de prolija ciencia victoriana habia puesto para que se alisaran los revelados de las experiencias con la cámara de Nora y Timmie Willie, que se habían enroscado al secarse.
Cuando esa noche Nora, con un flamante rubor en las mejillas morenas, y anhelante como presa de una extraña agitación, le devolvió la cámara, él, indulgente, había bajado al cuarto obscuro del sótano, y allí, después de retirar el rollo, lo había sumergido en el baño amoniacal, lo había lavado y secado, y luego había impreso las copias. «Pero tú no tienes que mirarlas», le había dicho Nora, bailoteando de uno a otro pie, «porque… bueno, en algunas estamos… Completamente Desnudas». Y él se lo había prometido, al tiempo que recordaba a los escribas musulmanes que debían taparse los oídos cuando les leían cartas a sus clientes, para no enterarse de su contenido.
Sí que estaban desnudas, en una o dos, a la orilla del lago, cosa que le interesó y lo turbó profundamente (¡sus propias hermanas!). Por lo demás, pasó mucho tiempo antes de que las volviera a examinar con detenimiento. Nora y Timmie Willie perdieron el interés por la fotografía; Nora descubrió un juguete nuevo en las viejas cartas de Violet, y Timmie conoció a Alex Ratón aquel verano. Y allí quedaron, entre las páginas del libro, confrontadas con los enjundiosos argumentos de Darwin y los grabados de cráneos. Sólo después que hubo revelado una foto imposible, inexplicable, de sus padres en un día tormentoso, las buscó otra vez; las observó con detenimiento con su lente de aumento para leer, y a través de la lupa; las estudió con más empeño que el que había puesto jamás en resolver la sección «Busca las caras ocultas» de los pasatiempos de la revista St. Nicholas.
Y encontró las caras.
Casi nunca, después de aquella vez, tendría ocasión de ver una imagen ni remotamente tan clara, tan inequívoca como esa fotografía de John y Violet y aquel otro, sentados alrededor de la mesa de piedra. Era como si esa foto quisiera ser una promesa, un acicate para inducirlo a continuar la búsqueda de imágenes mucho más sutiles e intrigantes. Él era un investigador, un hombre sin prejuicios, y no iba a admitir que se le «concediera» esa vislumbre única, como con la «intención deliberada» de convertir su vida en una búsqueda de nuevas evidencias, de una respuesta clara, sin ambages, a todo ese intríngulis imposible. Y sin embargo, ése fue el efecto que tuvo. Por otra parte, tampoco existía nada más, ninguna tarea más apremiante a la que pudiera consagrar su vida.
Porque tenía que haber, de eso estaba seguro, una explicación. Una explicación, no las divagaciones del Abuelo sobre los mundos dentro de los mundos, o las revelaciones crípticas del subconsciente de Violet.
Pensó al principio (hasta deseó, lupa en mano) haberse equivocado: había sido un engaño, una alucinación. Descontando esa única imagen del grupo junto a la mesa de piedra —que, científicamente hablando, era una anomalía, y por lo tanto carecía de interés—, ¿no sería posible que todas estas otras fuesen (¿por qué no?) los zarcillos de una hiedra que al enroscarse formaban una especie de mano ganchuda?, ¿o la luz que al incidir sobre una celidonia le prestaba el aspecto de una cara? Él sabía las gratificaciones y sorpresas que la luz puede deparar. ¿No se trataría, tal vez, de alguno de esos efectos? No, eso era imposible. Lo que Nora y Timmie Willie habían sorprendido con la cámara, por designio, o por azar, era el momento preciso de la metamorfosis de unas criaturas de la naturaleza en criaturas quiméricas.
Aquí, esta cara era la cara de un pájaro, pero la garra que se asía a la rama era una mano, una mano que asomaba de una manga. No podía caber ninguna duda de ello, a poco que se la estudiase con detenimiento. Y esta telaraña no era una telaraña sino la cola de la falda de una dama cuyo rostro asomaba, pálido, por encima de una alta gola de hojas obscuras. ¿Por qué no les habría prestado una cámara de mayor poder separador? En algunas de las fotos, daba la impresión de que había multitudes, como en receso hacia el fondo, para quedar fuera de foco. ¿De qué tamaño eran? De todo tamaño, a menos que algo, Comoquiera, distorsionara la perspectiva. ¿Largos como su dedo meñique? ¿Tan grandes como un sapo? Las imprimió en diapositivas y las proyectó sobre una sábana, y pasaba horas y horas ante ellas, sentado, contemplándolas.
—Nora, cuando estuvisteis en el bosque aquel día… —con cuidado, no fuera a prevenirla y sugerir su respuesta—, ¿visteis algo, no se, algo especial que hayáis querido fotografiar?
—No, nada especial. Sólo…, bueno, especial no.
—Tal vez podríamos volver allá, con una buena cámara, a ver qué podemos ver.
—Oh, Auberon.
Consultó a Darwin, y vislumbró, a lo lejos, pero como si se fuera acercando, el débil resplandor de una hipótesis.
En los bosques de los tiempos primitivos, al cabo de eones de una larga e inimaginable lucha, la raza del Hombre se separó de sus primos hermanos, los monos peludos. Parece ser que hubo más de un intento de esa naturaleza, de diferenciar un Hombre, y que todos habían fracasado sin dejar más rastro que algún hueso anómalo aquí y allá. Callejones sin salida. Fue el Hombre el único que aprendió a hablar, a hacer fuego, a fabricar utensilios y herramientas, y por lo tanto el único sapiente y capaz de sobrevivir.
¿El único?
Supongamos que una rama de nuestro viejo árbol genealógico, una rama que parecía destinada a secarse, no se hubiese extinguido en realidad, y que hubiera sobrevivido gracias al aprendizaje de otras artes tan nuevas para el mundo —pero tan absolutamente distintas de la fabricación de herramientas y el encendido del fuego— como las de sus hermanos mayores, nosotros. Supongamos que hubieran aprendido en cambio artes tales como la de empequeñecerse y desaparecer, y alguna forma de cegar los ojos de quienes los mirasen.
Supongamos que hubieran aprendido a no dejar rastros: ni túmulos, ni piedras de tallar, ni grabados, ni huesos, ni dientes.
Y que ahora las artes del Hombre hubiesen encontrado la forma de sorprenderlos, que hubiesen descubierto un ojo lo bastante objetivo como para poder detectar y registrar su presencia, una retina de celuloide y sales de plata menos distraída, menos propensa a confundirse, un ojo incapaz de negar lo que había visto.
Pensaba en los milenios —centenares de miles— que tardaron los hombres en aprender lo que sabían; las artes que habían inventado a partir de la más profunda y obscura ignorancia animal; cómo habían llegado —cosa asombrosa— a moldear esas vasijas cuyos toscos fragmentos hallamos hoy entre los restos de fuegos enfriados hace milenios, junto a los huesos roídos de presas de caza y de vecinos. Esa otra raza, suponiendo que existiera, y que fuera posible encontrar pruebas fehacientes de su existencia, ha de haber empleado esos mismos milenios en perfeccionar sus propias artes. Estaba la historia que solía contar el Abuelo, que allá en Gran Bretaña habían sido ellos, la Gente Diminuta, los pobladores primitivos de las Islas, obligados más tarde, por una raza de invasores que portaban armas de hierro, a hacerse pequeños y a recurrir a artilugios secretos; de ahí su miedo atávico y su rechazo del hierro. ¡Podía ser! Así como las tortugas (iba pasando las cautas páginas de Darwin) se arman de un caparazón y las cebras se pintan a franjas; así como los hombres, en su más tierna infancia, manotean y parlotean, así esos otros se habrían limitado a practicar las artes ya aprendidas de volverse invisibles y de borrar sus huellas en espera de que la raza de los hombres que labraban la tierra, que producían y edificaban, que cazaban con armas, dejara de advertir su presencia en nuestro propio medio, a no ser los cuentos de esas buenas señoras que les dejaban un platillo con leche en el alféizar de la ventana, o del borracho o el loco a cuyos ojos no pudieron o no quisieron ocultarse.
Y no podían o no querían ocultarse a los ojos de Timmie Willie y Nora Bebeagua, y ellas los habían retratado con una Kodak.
Esas pocas ventanas
De ahí en adelante, la fotografía dejó de ser para él un mero pasatiempo y se transformó en una herramienta, un instrumento de cirugía que seccionaría el corazón del misterio para exponerlo ante él, a su escrutinio. Para su desgracia, descubrió que la posibilidad de buscar y refrendar otras pruebas de la existencia de ellos le estaba vedada. En sus fotografías de los bosques, por muy fantasmales y promisorios que fueran los rincones que escogía, sólo se veían bosques. Necesitaba utilizar intermediarios, lo cual siempre complicaba su tarea hasta lo infinito. Seguía estando convencido (¿cómo no estarlo?) de que la película impregnada de sales y la lente con que los observaba eran impasibles; que una cámara era tan incapaz de inventar o fraguar imágenes como un cristal escarchado de crear huellas dactilares. Y sin embargo, si alguien estaba presente cuando enfocaba lo que según él eran imágenes casuales, un niño, alguien sensible, entonces, a veces, en las fotos aparecían personajes, apenas sugeridos, quizá, pero luego el estudio los revelaba.
Pero ¿qué niños?
Pruebas. Datos. Por un lado estaban las cejas. Estaba persuadido de que la ceja única que en su familia algunos (no todos) habían heredado de Violet, tenía algo que ver con ello. August la había tenido, poblada y negra a caballo sobre la nariz, de la cual le brotaban a veces unos hacecillos de pelos largos como los bigotes de un gato. En Nora se insinuaba apenas, pero Timmie Willie la había tenido, aunque pasada la niñez se la afeitara y depilara constantemente. La mayoría de los pequeños Ratón, que eran los que más se parecían al Abuelo, no la tenían, ni tampoco John Tormenta, ni el mismo Abuelo la había tenido.
Y Auberon tampoco la tenía.
Violet había dicho siempre que allá, en la región de Inglaterra de donde ella venía, se consideraba que el ser cejijunto era un indicio de una personalidad violenta y criminal, quizá maníaca. Pero ella se reía de todo eso, y de las ideas que Auberon se forjaba al respecto, y en todas las explicaciones y combinaciones enciclopédicas de la última versión de La arquitectura no se hacía ninguna alusión a las cejas.
De acuerdo, entonces. Quizá todo ese asunto de las cejas no fuera nada más que un camino para que pudiera descubrir por qué él había sido excluido; por qué él no podía verlos, y sí podía su cámara, como podía Violet, y había podido Nora durante cierto tiempo. El Abuelo solía perorar horas y horas sobre los mundos diminutos, y quienes, acaso, serían admitidos en ellos, pero nunca daba razones, ninguna razón. Escudriñaba las fotos de Auberon y hablaba de ampliaciones, de observarlas con lentes de aumento especiales. El Abuelo no sabía muy bien lo que decía, pero Auberon, desde luego, había hecho algunos experimentos en ese sentido, buscando una puerta. Fue entoncces cuando el Abuelo y John insistieron en que publicase un opúsculo con algunas de las fotos que había conseguido, «un manual de religión, para los niños», dijo John, y el Abuelo había añadido sus comentarios personales, incluyendo sus puntos de vista sobre fotografía, con lo cual el resultado fue un embrollo tal que nadie le prestó la más mínima atención, y menos aún, o más bien en particular, los niños. Auberon jamás los perdonó por esto. Ya bastante difícil era considerar todo el asunto con imparcialidad, científicamente; no pensar que uno no estaba loco o absolutamente confundido sin que todo el mundo dijera que lo estaba. O al menos los pocos que se tomaron el trabajo de comentarlo.
Llegó a la conclusión de que de esa forma ellos habían reducido a eso todos sus esfuerzos (¡a un libro para niños!) con el único fin de excluirlo todavía más. Y él había permitido que lo hicieran, a causa de su propio sentimiento de profunda exclusión. Él era un paria en todos los sentidos: no era hijo de John, ni hermano verdadero de los más pequeños, no un espíritu contemplativo como Violet, pero tampoco temerario y capaz de desaparecer para siempre, como August; sin ceja y sin fe. Y era, por añadidura, un solterón de toda la vida sin mujer ni descendencia; de hecho, era casi virgen. Casi. Excluido hasta de esa compañía, nunca había poseído a nadie a quien hubiese amado.
Ahora, todo eso no lo angustiaba demasiado. Se había pasado la vida entera anhelando imposibles, y una existencia así acaba, a la larga, por encontrar su equilibrio, en la locura o en la salud mental. No podía quejarse. Comoquiera que sea, allí todos eran exiliados, al manos eso tenía para compartir con ellos, y no envidiaba la felicidad de nadie. Por cierto que no envidiaba a Timmie Willie, quien había escapado de allí para ir a la Ciudad; y no osaba envidiar la suerte de August, el desaparecido. Y siempre tenía el consuelo de esas pocas ventanas, grises y negras, fijas e inmutables, sus miradores hacia los territorios de lo incierto.
Cerró la carpeta (que exhaló un olor, casi un perfume de cuero negro viejo y resquebrajado), y puso fin de este modo al nuevo intento de clasificar esas fotos y la larga secuencia de todas las restantes, ordinarias o no, hasta las más recientes. Dejaría todo tal cual estaba, en capítulos discretos, ordenados, mas ¡oh!, sin los contextos y confrontaciones adecuados. No lo consternaba el haber llegado a tomar esta determinación. Varias veces, en los últimos años, había tratado de reclasificarlas, y siempre había llegado a la misma conclusión.
Ató con paciencia los nudos de la carpeta 1911-1915, y se levantó para sacar de su escondite un voluminoso álbum con tapas de bocací, sin rótulo. No lo necesitaba. Contenía muchas de las imágenes más recientes, de los últimos diez o doce años, pero era, no obstante, el complemento de la vieja carpeta en que guardaba las más antiguas. Representaba otro estilo de fotografía: la mano izquierda de su obra, si bien durante largo tiempo la mano derecha de la Ciencia había ignorado lo que esa izquierda hacía. Al fin la importante era la mano izquierda; la derecha se había encogido. Se había vuelto (acaso lo había sido siempre) zurdo.
Le era más fácil determinar cuándo se había convertido en un científico que saber en qué circunstancias había dejado de serlo: el momento, si es que existió, en que su naturaleza imperfecta lo había traicionado, y había, sin divulgarlo, renunciado a la ingente investigación en aras de… ¿de qué? ¿Del Arte? ¿Eran Arte esas preciosas imágenes del álbum? Y si no lo eran, ¿le importaba algo a él?
Amor. ¿Se atrevería él acaso a llamarlo amor?
Puso el álbum encima de la carpeta negra, de la que parecía brotar como una rosa entre negras espinas: allí, delante de él, a la luz de la lámpara siseante, estaba apilada toda su existencia. Una pálida mariposa nocturna se inmoló contra la blanca camisa de la lámpara.
Allá en los bosques, en la gruta musgosa, Llana Alice le decía a Fumo:
—Él nos dijo: «Vayamos a los bosques a ver qué podemos ver». Y empacaba su cámara, a veces llevaba una pequeñita, y a veces la grande, la de madera y bronce, con pata. Nosotras preparábamos la merienda. Cantidad de veces veníamos aquí.
A ver que podía ver
—Salíamos únicamente los días calurosos y de sol, para poder, quitarnos toda la ropa (Sophie y yo), y correteábamos de aquí para allá gritando «Mira», «mira», y a veces «Oh, ha desaparecido», aunque no estuviéramos del todo seguras de haber visto algo.
—¿Os desnudabais? ¿Cuántos años tenías?
—No recuerdo. Ocho. Hasta los doce, quizá.
—¿Y era necesario eso? Digo, ¿para ver?
Ella soltó una carcajada, una carcajada en sordina, ya que estaba tendida cuan larga era, dejándose acariciar por las brisas que acertaran a pasar, desnuda también ahora.
—No era necesario —contestó—. Sólo divertido. ¿A ti no te gustaba desnudarte cuando eras pequeño?
Él evocó la sensación: una especie de exaltación loca, una liberación, como si con la ropa se despojara de ciertas represiones: no un sentimiento que pudiera compararse con la emoción sexual, pero sí tan intenso.
—Pero nunca delante de los mayores.
—Oh, Auberon no contaba. Él no era… eso, uno de ellos, supongo. En realidad, creo que lo hacíamos por él. Se enloquecía tanto como nosotras.
—No lo dudo —dijo Fumo en tono sombrío.
Alice permaneció un rato callada. Luego agregó:
—Él nunca nos hizo daño. Nunca nos forzó a nada. Y nosotras ¡si le sugeriríamos cosas! Él no. Nos juramentamos que lo mantendríamos en secreto, y fuimos nosotras quienes se lo hicimos jurar a él. Era como un espíritu, como Pan, o algo así. Su excitación nos exaltaba. Corríamos de un lado a otro y chillábamos y nos revolcábamos por el suelo. O nos quedábamos inmóviles, como estatuas, calladas, con un zumbido que nos iba llenando hasta que teníamos la sensación de que íbamos a estallar. Era mágico.
—¿Y nunca lo habéis contado?
—¡No! No porque tuviera tanta importancia. De cualquier manera, todo el mundo lo sabía, salvo, bueno, Mamá, Papá y Nube. En todo caso, nadie dijo nada, pero yo he hablado, después, con mucha gente, y me han dicho: «¡Oh!, ¿vosotras también? ¿También a vosotras os llevaba a los bosques a ver qué podía ver?». —Se rió otra vez—. Hacía años, supongo, que andaba en eso. Sin embargo, no sé de nadie a quien esas cosas le hayan molestado. Los escogía bien, me imagino.
—Siempre quedan cicatrices psicológicas.
—Oh, no seas tonto.
Él se acarició el cuerpo desnudo, que, al secarse lamido por la brisa, adquiría un brillo nacarado a la luz de la luna.
—¿Y vio algo, alguna vez? Quiero decir, aparte de…
—No, nunca.
—¿Y vosotras?
—Bueno, nosotras creíamos ver. —Ella estaba segura de que sí, por supuesto. Aquellas mañanas luminosas en que salían a caminar, ansiosas, acechantes, esperando ser guiadas y presintiendo (al instante, en el momento mismo) el recodo que debían tomar que las conduciría a un lugar en el que jamás habían estado pero que les parecería intensamente familiar: un lugar que te tomaba de la mano y te decía: Estamos aquí. Y sólo tenías que desviar la mirada, y entonces los veías.
Y oían a Auberon, que se había quedado un poco rezagado y las llamaba, y ellas sin poder contestarle, ni mostrarle, a pesar de que él había sido quien las llevara hasta allí, él quien las había lanzado a girar como peonzas que ahora se alejaban de él para seguir sus propias sendas.
—¿Sophie? —gritaba Auberon—. ¿Alice?
Así son las cosas
El azul del alba se había adueñado ya de todo el interior del Pabellón de Verano, perdonando tan sólo el rincon en el que aún brillaba, ahora con menos autoridad, la luz de la lámpara. Auberon, restregándose los dedos contra el pulgar para quitarse el polvo, iba y venía por la pequeña estancia escudriñando en cajas y escondrijos. Por fin dio con lo que buscaba, un gran sobre de papel jaspeado, el último de los muchos que alguna vez había tenido, en los que antaño le enviaban por correo las hojas del papel francés platinado que utilizaba para las pruebas.
Un dolor lacerante, aunque no más que sus añoranzas, le trepaba en punzadas por el torso, pero pronto le pasó, mucho más rápido en abandonarlo que sus nostalgias cuando se sentía nostálgico. Cogió el álbum de tapas de bocací y lo deslizó dentro del sobre de papel jaspeado. Desenroscó el capuchón de su Waterman —jamás había permitido que sus alumnos utilizaran bolígrafos ni nada parecido— y con su caligrafía de maestra de escuela, algo temblona ahora, como si se la viese a través del agua, escribió: «Para Llana Alice y Sophie». Una presión tremenda parecía dilatarle el corazón. Agregó: «Y para nadie más». Pensó en añadir signos de admiración, pero no lo hizo; tan sólo lo cerró con esmero. En la carpeta negra no puso nombre alguno. Era… todo el resto era… para ninguna persona viviente en todo caso.
Salió al patio. Los pájaros, por alguna razón, no habían empezado todavía. Trató de orinar, a la orilla del cuadrado de césped, pero no pudo; desistió, y fue a sentarse en la silla de lona húmeda de rocío.
Siempre se había imaginado, sin creerlo, por supuesto, que él conocería este momento. Se imaginaba que sobrevendría a la hora de ellos, el infotografiable crepúsculo; y que, años después de que él, sin esperanzas ya, incluso amargado, hubiese renunciado a todo, uno, en ese crepúsculo, vendría hacia él, sin hacer ruido, sin perturbar el sueño de las flores, a través de la penumbra clara. Una criatura parecería, la carne etérea fulgurando apenas como en un antiguo positivo de platino, y los cabellos en llamas, iluminados por el sol que acabaría de ocultarse o tal vez no habría despuntado aún. Él, Auberon, no le hablaría, no podría hacerlo, acaso muerto y rígido ya; pero el otro le hablaría a él y le diría: «Sí, tú nos conociste. Sí, sólo tú te aproximaste al verdadero secreto. Sin ti ninguno de ellos hubiera podido acercarse a nosotros. Sin tu ceguera, ellos no habrían podido vernos; sin tu soledad, ellos no hubieran podido amarse unos a otros, y engendrar sus retoños. Sin tu incredulidad, ellos no hubieran podido creer. Ya sé que es duro para ti pensar que el mundo pueda obrar de tan extraña manera, pero así son las cosas».
En los bosques
Al día siguiente, a eso del mediodía las nubes se habían acumulado, apretujándose las unas con las otras resueltamente pero sin prisa, y cuando hubieron cegado todo el cielo parecían estar suficientemente bajas como para que se las pudiera tocar con la mano.
La senda entre Arroyo del Prado y Altozano por la que ahora avanzaban serpeaba cuesta arriba y cuesta abajo en medio de una añosa floresta. Bajo tierra, las raíces de los árboles corpulentos, muy cercanos unos de otros, debían de estar entrelazadas; en lo alto del camino las ramas se entrecruzaban y abrazaban, y así las encinas parecían tener hojas de arce y los olmos hojas de encina. Todos tenían que soportar los grandes ahogos de las intrincadas guirnaldas de las hiedras, en especial los troncos descortezados y fibrosos de los ya muertos que, imposibilitados de caer, se recostaban contra sus antiguos vecinos.
—Denso —dijo Fumo.
—Protegido —dijo Alice.
—¿Qué quieres decir?
Ella extendió una mano, para ver si la lluvia ya había comenzado, y una gota le golpeó la palma, luego otra.
—Bueno, nunca ha sido talado. Por lo menos desde hace cien años.
La lluvia fue arreciando resueltamente y sin prisa, tal como lo hicieran las nubes; no iba a ser por cierto un chaparrón pasajero, sino una lluvia bien preparada para todo un día.
—Caray —dijo Alice. Sacó de su mochila un arrugado sombrero amarillo y se lo puso, pero era evidente que los esperaba una buena mojadura.
—¿Queda muy lejos?
—¿La casa de los Bosques? No, no demasiado lejos. Pero espera un momento. —Se detuvo y se volvió para mirar el sendero por el que habían venido, y luego el que tenían por delante. En la cabeza descubierta Fumo empezó a sentir los picotazos de las gotas—. Hay un atajo —dijo Alice—. Un sendero que podemos tomar, en vez de hacer todo el trayecto por el camino. Tendría que estar por aquí, si es que puedo encontrarlo.
Reanudaron la marcha, retrocediendo y avanzando a lo largo del linde aparentemente infranqueable.
—A lo mejor ya no lo mantienen —dijo Alice mientras continuaban explorando—. Son algo raros. Solitarios. Viven aquí, aislados, y casi nunca ven a nadie. —Se detuvo delante de un incierto agujero en los matorrales, y dijo—: Aquí es —sin confianza, pensó Fumo. Entraron. La lluvia repiqueteaba incesantemente en las hojas, un sonido cada vez menos discontinuo y más una única voz, sorprendentemente alta, ahogando el ruido de sus propios pasos. Allí, bajo los árboles debajo de las nubes, reinaba una obscuridad nocturna, no iluminada por el plateado rielar de la lluvia.
—¿Alice?
De pronto se detuvo. Todo cuanto alcanzaba a oír era el ruido de la lluvia. Tan absorto había estado en abrirse paso a través de esa supuesta senda que ahora había perdido a Alice. Y con seguridad también él había perdido ahora el rumbo si había existido alguna vez aquel atajo. La llamó de nuevo, confiado, circunspecto: no había motivo alguno para perder la calma. No obtuvo respuesta, pero en ese mismo instante vislumbró entre dos árboles una verdadera senda perfectamente clara, un caminito sinuoso pero llano. Sin duda Alice lo habría encontrado y habría continuado la marcha aprisa, mientras él se debatía torpemente entre las lianas. Enfiló por él y siguió avanzando, ya calado hasta los huesos. De un momento a otro Alice tendría que aparecer allí, delante de él, pero no aparecía. Bajo la fronda crepitante, el sendero lo internaba cada vez más en la espesura; parecía desenroscarse delante de sus pies, y aunque no podía ver adonde iba, estaba siempre allí, para que lo siguiera. Lo condujo al fin (si había andado mucho o poco no lo sabría decir, y menos con semejante diluvio) a la orilla de un ancho claro herboso circundado por gigantes del bosque, negro y resbaladizo a causa de la lluvia.
Cuesta abajo, en el fondo del claro, fantasmal a través de la neblinosa cortina de gotas, se alzaba la casa más extraña que había visto en su vida. Era una miniatura de los extravagantes pabellones de Bebeagua, pero toda de colorines, con un brillante techo de tejas rojas y paredes blancas repletas de ornamentos. No había ni medio palmo que no estuviese de algún modo encarrujado, pintado, tallado o blasonado. Y, más extraño aún, parecía flamante.
Bueno, ha de ser aquí, pero ¿dónde está Alice? Debía de ser ella, no él, quien había perdido el rumbo. Empezó a bajar la cuesta en dirección a la casa, entre la multitud de setas rojas y blancas que con la humedad habían salido de su escondite. La puertecita redonda, con su llamador, su mirilla y sus herrajes de bronce, se abrió de golpe cuando él se acercaba, y una cara minúscula y puntiaguda se asomó por el canto. Los ojos eran chispeantes y suspicaces, pero la sonrisa era generosa.
—Perdone usted —dijo Fumo—. ¿Es ésta la casa de los Bosques?
—Por cierto que sí —respondió el hombre. Abrió un poco más la puerta—. ¿Y tú eres Fumo Barnable?
—¡Vaya, sí, soy yo! —¿Cómo podía saber eso?
—¿Quieres pasar?
Si hay alguien más allí dentro, aparte de nosotros dos, estará a tope, pensó Fumo. Pasó al lado del señor Bosques, quien al parecer llevaba puesto un gorro de dormir a franjas, y le mostraba el interior con la mano más larga, flaca y nudosa que Fumo había visto jamás.
—Muy gentil de su parte invitarme a pasar —dijo, y la sonrisa del hombrecillo se ensanchó, cosa que Fumo había creído imposible. Su cara de color avellana se partiría en dos a la altura de las orejas si la sonrisa continuara ensanchándose.
Por dentro, parecía mucho más grande de lo que era, ¿o sería más pequeña de lo que parecía?; no se sabía si lo uno o lo otro. Por alguna razón, sintió que la risa le trepaba por la garganta. Había allí sitio suficiente para un reloj de péndulo con una expresión astuta, una cómoda en la que se veían varios candelabros y picheles de peltre, una cama alta y mullida cubierta por la manta de remiendos más variopintos y cómicos que Fumo había visto en su vida. Había también una mesa redonda, muy pulida, con una pata entablillada, y un ropero descollante. Y, por añadidura, tres personas más en la sala, todas muy confortablemente dispuestas: una mujer bonita atareada junto a una cocinilla achaparrada, un bebé en una cuna de madera que cloqueaba como un juguete mecánico cada vez que la mujer le daba un empujón a la cuna, y una señora vieja, viejísima, pura nariz y gafas y barbilla, que se mecía en un rincón mientras tejía con celeridad una larga bufanda rayada. Los tres lo habían visto entrar, pero era como si no hubiesen reparado en su presencia.
—Aposéntate —dijo el señor Bosques—. Y cuéntanos tu historia.
Allá, en el fondo del regocijado asombro que lo llenaba a rebosar, una vocecita estaba tratando de rebelarse y decir Qué caray, pero en ese momento estalló y se extinguió como un pedo de lobo.
—Bueno —dijo—. Por lo que parece yo me había perdido… o más bien Llana Alice y yo nos habíamos perdido… pero ahora os he encontrado a vosotros, y no sé qué habrá sido de ella.
—Así es —dijo el señor Bosques. Había instalado a Fumo en una silla de alto respaldar, y ahora sacó de un alacena una pila de platos con flores azules que distribuyó alrededor de la mesa como si fueran naipes—. Tomarás un refrigerio —dijo.
Como en respuesta a una señal, la mujer sacó del horno una placa de latón en la que humeaba un único bollo de pascua, que el señor Bosques trasladó al plato de Fumo, mientras lo observaba con ansioso interés. La cruz del bollo no era una cruz, sino una estrella pentacular dibujada con azúcar merengada en la superficie del bollo. Fumo esperó un momento a que sirviera a los demás, pero el aroma especioso del bollo era tan tentador que lo cogió y se lo comió de prisa. Sabía tan bien como olía.
—Estoy recién casado —dijo entonces, y el señor Bosques meneó afirmativamente la cabeza—. Vosotros conocéis a Llana Alice Bebeagua.
—Así es.
—Creemos que vamos a ser felices juntos.
—Sí y no.
—¿Cómo?
—Bueno, ¿qué diría usted, señora Sotomonte? ¿Juntos y felices?
—Sí y no —dijo la señora Sotomonte.
—Pero qué… —balbuceó Fumo. Una tristeza inmensa lo ensombreció.
—Todo es parte del Cuento —dijo la señora Sotomonte—. No preguntes cómo.
—Sea clara —dijo Fumo, en tono retador.
—Oh, bueno —dijo el señor Bosques—. No es tan así, sabes. —Ahora estaba carilargo y contemplativo, y apoyaba la barbilla en el tazón que tenía en una mano mientras con los largos dedos de la otra tamborileaba sobre la mesa—. Sin embargo, ¿qué te ha regalado ella? A ver, dínoslo.
Eso era muy injusto. Ella le había dado todo: ella misma. ¿Por qué tenía que haberle hecho algún otro regalo? Y no obstante, mientras decía eso, recordó que en la noche de su boda ella le había ofrecido un verdadero regalo. Dijo con orgullo:
—Ella me ha regalado su infancia. Porque yo nunca tuve una propia. Dijo que podía usarla cuando quisiera.
El señor Bosques le echó una mirada.
—Pero —dijo, malignamente— ¿te ha dado una maleta para que la guardaras? —Su mujer (si eso era) aprobó con un movimiento de cabeza ese golpe maestro. La señora Sotomonte se mecía complacida. Hasta el bebé pareció cloquear como si se hubiese apuntado un tanto.
—No se trata de eso —dijo Fumo. Desde que se había comido el bollo caliente, las emociones más contradictorias parecían alternar en él como cambios de estación. Lágrimas otoñales le llenaban los ojos—. Es que de todas maneras no tiene importancia. Yo no podía aceptar el regalo. Os dais cuenta —esto era difícil de explicar—, cuando era chica ella creía en las hadas. Toda la familia creía. Yo nunca he creído. Y me parece que ellos todavía creen. Y bueno, eso es absurdo. ¿Cómo podía yo creer en esas cosas? Yo quería… es decir, me hubiera gustado creer en ellas, y verlas, pero si nunca pude, si nunca se me ocurrió esa idea… ¿cómo puedo aceptar su regalo?
Ahora el señor Bosques meneaba rápidamente la cabeza.
—No, no —dijo—. Es un regalo perfectamente merecido. —Se encogió de hombros—. Pero no tienes un bolso para guardarlo, eso es todo. ¡Espera! Nosotros te daremos tus regalos. Verdaderos regalos. Y no nos quedaremos con ningún elemento indispensable. —Abrió de golpe un arcón giboso con precintos de hierro negro. Una luz parecía brillar dentro de él—. ¡Mira! —dijo, sacando la larga serpiente de un collar—. ¡Oro! —Los demás aprobaron con una sonrisa este regalo, mirando a Fumo en espera de su maravillada gratitud.
—Es… muy amable —dijo Fumo. El señor Bosques enroscó los relucientes aros alrededor del cuello de Fumo, una vez, otra, como si quisiera estrangularlo. El oro no estaba frío como debería estar el metal sino tibio como la carne. Y era tan pesado que parecía oprimirle la nuca, encorvarle la espalda.
—¿Qué más? —dijo el señor Bosques, mirando en torno con un dedo sobre los labios. La señora Sotomonte señaló con una de sus agujas una caja redonda de cuero en lo alto de la alacena—. ¡Perfecto! —exclamó el señor Bosques—. ¿Qué opinas de esto? —Empinándose, tironeó de la caja hasta que ésta cayó en sus brazos. Levantó la tapa—. ¡Un sombrero!
Era un sombrero rojo de copa alta y blanda, con una cinta plisada de la que emergía, cabeceando, una pluma de Iechuza blanca. Mientras el señor Bosques le ponía el sombrero en la cabeza, la señora Bosques y la señora Sotomonte murmuraban Aaaaah y observaban a Fumo atentamente. Pesaba como si fuera una corona.
—Me gustaría saber —dijo Fumo— qué ha sido de Llana Alice.
—Lo cual me recuerda —dijo el señor Bosques con una sonrisa— el último pero no menos sino más… —De debajo de la cama sacó a la rastra un maletín de cuero descolorido y roído por las ratas. Lo levantó hasta la mesa y lo depositó con ternura delante de Fumo. Ahora, también él parecía estar acongojado. Sus manos larguísimas acariciaban el maletín como si sintiera por él verdadera adoración—. Fumo Barnable —dijo—. Éste es mi regalo. Aunque lo hubiera querido, ella no podía dártelo. Es viejo, sin duda, pero por lo mismo más espacioso. Te apuesto a que hay en él sitio para… —Por un instante pareció dudar, y con un súbito clic abrió el cierre y escrutó el interior. Sonrió con picardía—. Ah, lugar de sobra. Y no sólo para su regalo, también hay compartimientos para tu incredulidad y para todo cuanto se te antoje llevar. Te será muy práctico.
El maletín vacío era lo que más le pesaba.
—Nada más —dijo la señora Sotomonte, y el reloj de péndulo canturreó la hora.
—Hora de que te marches —dijo la señora Bosques, y el bebé cloqueó con impaciencia.
—¿Qué habrá sido de Llana Alice? —dijo, pensativo, el señor Bosques. Dio dos vueltas alrededor del cuarto, espiando por las ventanas pequeñas y profundas, escudriñando los rincones. Abrió una puerta, y antes de que la cerrara otra vez precipitadamente, Fumo alcanzó a ver del otro lado una densa obscuridad y a oír un largo susurro soñoliento. El señor Bosques levantó un dedo y arqueó las cejas como si de repente se le hubiera ocurrido una idea. Fue hasta el enorme ropero de patas ganchudas y abrió las puertas, y Fumo vio entonces el bosque cenagoso que había cruzado con Alice… y, a lo lejos, vagabundeando en el atardecer, a Alice en persona. El señor Bosques lo invitó a entrar en el ropero.
—Ha sido muy amable de vuestra parte —dijo Fumo, encorvándose para entrar—. Regalarme todas estas cosas.
—Olvídalo —dijo el señor Bosques, cuya voz sonaba ya lejana y vaga. Las puertas del ropero se cerraron detrás de él con un largo tañido como la voz potente y grave de una campana distante. Abofeteado por las ramas, Fumo echó a andar a través de los anegados matorrales; le empezaba a gotear la nariz.
—¿Dónde diantres…? —dijo Alice apenas lo vio.
—He estado en los Bosques —dijo él.
—No lo dudo —dijo Alice—. Mira tu facha.
Una espesa maraña de lianas se le había enroscado Comoquiera alrededor del cuello. Sus espinas tenaces le laceraban la carne y se le clavaban en la camisa.
—Maldición —dijo. Ella se echó a reír y empezó a arrancarle hojas del cabello.
—¿Te has caído? ¿Cómo es que te has llenado la cabeza de hojarasca? ¿Qué es eso que traes?
—Un maletín. Ya está bien —respondió él. Levantó, para mostrárselo, el antiguo nido de avispones abandonado tiempo ha, cuyo fino entramado, roto en algunas partes, dejaba ver los túneles y celdillas del interior. Una mariquita salió de él reptando como una gota de sangre y partió en vuelo.
—Vuela, vuela a casa —dijo Llana Alice—. Todo está bien. El sendero ha estado aquí todo el tiempo. Vamos.
El peso enorme que lo agobiaba era su mochila, empapada por la lluvia. Estaba ansioso por sacársela de encima. La siguió a lo largo de una huella pisoteada, y pronto llegaron a un gran claro cubierto de mantillo al pie de un desmoronado terraplén de greda. En el centro del claro había una cabaña parda con un techo de papel alquitranado, atado a las estacas por medio de una goteante cuerda para tender la ropa.
En el patio, sobre los bloques de hormigón, descansaba una camioneta sin ruedas, y un gato negro y blanco, empapado y furibundo, correteaba de un lado para otro. Una mujer con delantal y galochas los saludaba con la mano desde el gallinero.
—Los Bosques —dijo Llana Alice.
—Sí.
Y sin embargo, ya con las tazas de café frente a ellos, y mientras Amy y Chris Bosques discurrían sobre esto y aquello y su mochila formaba charcos sobre el linóleo, Fumo sentía aún el peso agobiante de la carga, esa carga que le habían impuesto y de la cual tenía la creciente certeza de que ya nunca se podría liberar, y que ahora le parecía haber llevado a cuestas desde siempre. Confiaba en que sería capaz de soportarla.
Poco o nada habría que recordar más tarde del resto de aquel día, y del resto de las peripecias de aquella excursión. Llana Alice solía recordarle de tanto en tanto uno u otro incidente, en medio de un silencio, como si a menudo repitiera el viaje mentalmente cuando no tenía otra cosa en que pensar, y él decía: «Ah, sí», y acaso recordara realmente lo que ella mencionaba, acaso no.
Aquel mismo día Nube, en el porche, sentada frente a la mesa acristalada, y pensando exclusivamente en concluir su seguimiento de aquellos mismos aventureros, dio vuelta de pronto un Arcano denominado El Secreto, y en el momento en que se disponía a ponerlo en su sitio sintió un ahogo y empezó a temblar; los ojos se le llenaron súbitamente de lágrimas, y, cuando Mamá fue a llamarla para la cena, Nube, con los ojos enrojecidos y sorprendida aún por no haberlo sabido y ni siquiera sospechado, le comunicó sin vacilaciones ni dudas lo que acababa de saber. Y cuando Fumo y Llana Alice regresaron, tostados por el sol, cubiertos de arañazos y dichosos, encontraron cerrados los postigos de las ventanas del frente (Fumo no conocía esa antigua costumbre), y al doctor Bebeagua solemne, en el porche.
—Auberon ha muerto —dijo.
Por el camino
Una bandada de grajos (supuso Fumo) volaba de regreso al hogar a través de un cielo invernal veteado de nubes, hacia los árboles desnudos que gesticulaban del otro lado de los surcos recién abiertos de un prado de marzo (de que era marzo estaba seguro). Una valla de troncos con los nudos ahuecados y primorosamente cuarteados separaba el prado de un camino, por donde avanzaba el Viajero, un poco parecido a Dante en los grabados de Doré, con una capucha en punta. A sus pies se extendía una hilera de setas con sombreretes blancos y rojos, y el rostro del viajero tenía una expresión de alarma —bueno, de sorpresa— porque la última y pequeña seta de la hilera se había inclinado hacia atrás el rojo sombrerete y lo observaba con una sonrisa maliciosa.
—Es un original —dijo el doctor Bebeagua, señalando el cuadro con su copa de jerez—. Un regalo del artista a mi abuela Violet. Era un admirador de mi abuela.
Dado que las lecturas de su infancia habían sido César y Ovidio, Fumo no había visto nunca la obra del artista, y aquellos árboles desmochados y provistos de rostros, aquella precisión vespertina, le despertaban una emoción que no hubiera podido analizar. El título del cuadro era Por el camino, y sonaba como un murmullo en sus oídos. Bebió su jerez. Se oyó el timbre de la entrada (era uno de esos en los que hay que hacer girar una llave para que suenen, y vaya si sonaba), y vio a Mamá acudir presurosa a la puerta de la salita, secándose las manos en el delantal.
Menos afectado que el resto de la familia, Fumo había dado una mano. Él y Rudy Torrente habían cavado la fosa en un lugar del parque en que reposaban juntos todos los Bebeagua. Allí estaba John. Violet. Harvey Nube. Era un día de un calor feroz; por encima de los arces agobiados bajo el peso pavoroso de las hojas flotaba un vapor, como un aliento que los árboles exhalaran al respirar la brisa fugitiva. Rudy, con la camisa pegoteada por el sudor a su enorme vientre, moldeaba hábilmente la fosa; los gusanos huían de sus palas, o de la luz, y la tierra fresca y obscura que removían pronto se volvía pálida.
Y al otro día empezó a llegar la gente, todos o casi todos los que habían asistido a su boda, y algunos llevaban la misma vestimenta que usaran para la boda, ya que no habían esperado tan pronto otra celebración en casa de los Bebeagua; y Auberon fue enterrado sin pastor ni oraciones, tan sólo el largo réquiem del armonio, que esta vez, Comoquiera, sonaba sereno y rebosante de alegría.
—¿Por qué será —dijo Mamá volviendo de la puerta con una fuente Pyrex tapada con papel de aluminio— que todo el mundo se cree que uno se muere de hambre después de un funeral? Bueno, son muy amables.
Buenos consejos
La tía abuela Nube guardó en una manga su empapado pañuelo negro.
—Pienso en los chicos —dijo—. Todos estuvieron allí hoy, los de año tras año: Frank Mata y Claude Mora asistieron a su primera clase después de la Sentencia.
El doctor Bebeagua le dio un mordisco a una pipa de raíz brezo que rara vez usaba, se la sacó de la boca y la observó detenidamente, como si le sorprendiera descubrir que no era comestible.
—¿La Sentencia? —dijo Fumo.
—Mora et al. versus Consejo de Educación —dijo en tono solemne el doctor.
—Supongo que ya podemos comer —dijo Mamá al entrar—. Tenemos un salpicón bien variado. Venid con vuestras copas. Fumo, trae la botella… Me tomaré otro.
Y Sophie estaba sentada a la mesa en un mar de lágrimas, porque sin darse cuenta había puesto un plato para Auberon; él siempre venía a almorzar ese día, los sábados…
—Cómo he podido olvidarlo —decía mientras se tapaba la cara con la servilleta—. Él, que nos quería tanto…
Siempre con la cara escondida detrás de la servilleta, salió corriendo del comedor. Fumo tenía la impresión de que, desde que llegara a Bosquedelinde, ni una sola vez le había visto la cara a Sophie, sólo su espalda siempre en retirada.
—Ella y tú erais sus preferidas —dijo Nube, tocándole una mano a Llana Alice.
—Supongo que subiré un momento a ver a Sophie —dijo Mamá desde la puerta, indecisa.
—Siéntate, Mamá —dijo el doctor Bebeagua con dulzura—. No es una de esas veces. —De uno de los cuencos que formaban parte de las ofrendas funerarias, le sirvió a Fumo ensalada de patatas.
—Bien —dijo—. Mora et al. Fue hace unos treinta años.
—Pierdes la noción del tiempo —dijo Mamá—. Hace más de cuarenta y cinco.
—Da igual. Nosotros aquí vivimos muy aislados. Más que complicar al Estado con nuestros crios y tal, se nos ocurrió montar una escuelita privada. Nada del otro mundo. Pero resultó que nuestra escuela tenía que cumplir las Normas. Las Normas del Estado. Ahora bien, nuestros chiquillos leían y escribían tan bien como cualquier otro, y aprendían matemáticas; pero las Normas decían que tenían que estudiar también Historia, y Educación Cívica (sea lo que sea o haya sido) y otro sinfín de cosas que a nosotros simplemente no nos parecían necesarias. Si sabes leer, el Mundo de los Libros está abierto para ti, al fin y al cabo; y si te gusta leer, leerás. Y si no, olvidarás de todos modos cualquier cosa que quienquiera te obligue a leer. La gente de por aquí no es ignorante; uno tiene al menos una idea, o mejor dicho un montón de ideas distintas, de lo que es importante saber, y muy poco de eso se enseña en las escuelas.
»Y bien, aconteció que nuestra escuelita fue clausurada, y que nuestros chicos tuvieron que ir a otras escuelas durante un par de años.
—Decían que nuestro Nivel no preparaba a nuestros estudiantes para el mundo real —dijo Mamá.
—¿Qué tiene de real? —dijo Nube con irritación—. Lo que he visto últimamente no me parece tan real.
—Esto fue hace cuarenta años, Nora…
—No veo que se haya vuelto más real desde entonces.
—Yo fui un tiempo a la escuela pública —dijo Mamá—. No me parecía tan mala. Sólo que siempre tenías que estar allí exactamente a la misma hora cada día, primavera y verano, lloviera o brillase el sol; y no te dejaban salir hasta exactamente la misma hora cada día, además. —Todavía se asombraba, al recordarlo.
—¿Cómo era lo de la Educación Cívica y todo eso? —preguntó Llana Alice, estrujando por debajo de la mesa la mano de Fumo, porque la respuesta era una de las salidas memorables de Mamá.
—¿Tú sabes qué? —dijo Mamá dirigiéndose a Fumo—. Lo que es yo, no recuerdo una sola palabra. Ni una.
Y eso era, precisamente, lo que le había parecido a Fumo el Sistema Educacional. La mayor parte de los muchachitos que él había conocido olvidaban todo lo que aprendían en la escuela tan pronto abandonaban aquellas (para él misteriosas) aulas.
—Caray —dijo—. Tendrías que haber ido a la escuela con mi padre, él nunca dejaba que te olvidaras de nada. —Por otro lado, cuando le interrogaban sobre las cosas más trilladas, tales como el Juramento de Lealtad, el Día del Árbol o el Príncipe Enrique el Navegante, siempre pasaba por un ignorante. Todos pensaban que era un muchacho raro, si es que reparaban en él.
—Así pues, el padre de Claude Mora se metió en un brete por no mandar a su hijo a la escuela pública, y hasta hubo un juicio —estaba diciendo Nube—. Que llegó a la Suprema Corte del Estado.
—Que nos exprimió las cuentas bancarias —dijo el doctor.
—Y que a la larga fue resuelto a nuestro favor —dijo Mamá.
—Porque —dijo Nube— era una cuestión religiosa, eso alegamos nosotros. Como los Menonitas. ¿Has oído hablar de ellos? —Sonrió socarronamente—. Religiosa.
—Una resolución trascendental —añadió Mamá.
—De la que sin embargo nadie llegó a enterarse —dijo el doctor, secándose los labios—. Yo creo que el propio tribunal se sorprendió de haber adoptado semejante resolución y la mantuvieron en secreto; no quieren que la gente se ponga a pensar, remover el avispero, por así decir. Pero no tuvimos más problemas desde entonces.
—Tuvimos buenos consejeros —dijo Nube, bajando los ojos, y todos aprobaron en silencio sus palabras.
Fumo, sirviéndose otra copa de jerez, empezó a hablar con volubilidad de algo que había escapado al Sistema que él conocía —o sea él en persona— y de la educación superior que sin embargo había recibido, y de que jamás habría aceptado ninguna otra. El doctor Bebeagua, súbitamente, dio un mazazo en la mesa con la palma, y miró radiante a Fumo, los ojos iluminados por una idea genial.
Qué te parece
—¿Qué te parece a ti? —le dijo Llana Alice mucho más tarde, cuando ya estaban acostados.
—¿Qué?
—Lo que sugirió Papá.
Bajo la sábana, con el calor que hacía, ese bochorno que sólo después de medianoche empezaba a quebrarse en suaves brisas, los largos y blancos valles y colinas que formaba su cuerpo se desplazaban cataclísmicamente para ir a asentarse en otros territorios.
—No sé —dijo él; se sentía atontado y vacío, incapaz de vencer el sueño. Intentó pensar una respuesta más concreta, pero se quedó dormido. Ella se desplazó otra vez nerviosamente y él se despertó.
—Qué.
—Pienso en Auberon —dijo ella en voz baja, enjugándose el rostro con la almohada. Él entonces se ocupó de ella, y ella, hipando, hundió la cara en el hueco de sus hombros. Y mientras él le acariciaba la cabeza, le pasaba los dedos entre los cabellos (a ella le encantaba esa caricia, como a una gata), se quedó dormida. Y cuando ella se hubo dormido, él se quedó despierto, los ojos fijos en el centelleante cielo raso fantasmal, sorprendido por el insomnio, ignorando esa regla según la cual uno de los esposos puede canjear una desazonada vigilia por el sueño del otro, una regla que ningún contrato matrimonial estipula.
Bueno, ¿qué te parece, entonces?
Aquí, ellos lo habían acogido, lo habían adoptado, y no parecía ser una situación que él fuera a abandonar jamás. Puesto que nada se había dicho del futuro de los dos, tampoco él había pensado en ello: no estaba acostumbrado a tener un futuro, era eso; su presente había sido siempre tan indefinido.
Pero ahora, ya no más anónimo, tenía que tomar una decisión. Se puso las manos detrás de la cabeza, cuidando de no turbar el recién conciliado sueño de Alice. Qué clase de persona era él, si acaso era ahora una clase de persona. Anónimo podía ser a la vez todas las cosas y ninguna; ahora empezaría a desarrollar peculiaridades, un carácter, gustos y aversiones. ¿Y le gustaba a él, o le disgustaba, la idea de vivir en esa casa, de enseñar en su escuela, de ser…, bueno, religioso, suponía que así lo dirían ellos? ¿Condecía eso con su carácter?
Miró la borrosa cordillera de montañas nevadas que Llana Alice estaba haciendo al lado de él. Si él era un personaje, se lo debía a ella, sin duda. Y si era un personaje, era probablemente un personaje secundario: un personaje secundario en la historia de algún otro, este cuento fantástico en el que se había metido. Él entraría y saldría del escenario, contribuiría de tanto en tanto con un breve parlamento. Que el personaje fuese un maestro gruñón o cualquier otra cosa no parecía importar demasiado, y eso se decidiría sobre la marcha. Bueno, ¿qué?
Se analizó a sí mismo con detenimiento a ver si eso despertaba en él algún resquemor. Sentía, sí, una cierta nostalgia por su desvanecido anonimato, por la infinidad de posibilidades que éste contenía; pero también sentía junto a él la respiración de ella, y la casa respirando alrededor de él, y al ritmo de esas respiraciones se durmió, sin haber decidido nada.
Mientras la luna desplazaba suavemente las sombras de uno a otro lado de Bosquedelinde, Llana Alice soñó que se encontraba en un prado constelado de flores donde en una loma crecían estrechamente abrazados una encina y un espino, las ramas entrelazadas como dedos. En el otro extremo del corredor, Sophie soñó que tenía en el codo una puertecita diminuta, apenas un resquicio abierta, por donde soplaba el viento, soplando en su corazón. El doctor Bebeagua soñó que estaba delante de su máquina de escribir y escribía lo siguiente: «Hay un insecto viejo, viejísimo, que vive en un agujero bajo tierra. Cierto junio se pone su sombrero de paja, coge con la mitad de sus patas su pipa, su bastón y su farol y sigue al gusano y la raíz hasta la escalera que conduce a la puerta del verano azul». Esto le parecía a él inmensamente significativo, pero cuando se despertó no pudo recordar, pese a todos sus esfuerzos, una sola palabra. Mamá, a su lado, soñó que su marido no estaba en su estudio, sino con ella en la cocina, donde ella sacaba del horno interminables fuentes de galletitas; las cosas horneadas eran redondas y pardas, y cuando él le preguntaba qué eran, ella le respondía «Años».