Capítulo 1
Los hombres son hombres, pero el Hombre es mujer.
Chesterton
Cierto día de junio de 19…, un hombre joven iba hacia el norte desde la Gran Ciudad a un pueblo o paraje conocido como Bosquedelinde, del que había oído hablar pero que nunca había visitado. Se llamaba Fumo Barnable, e iba a Bosquedelinde a casarse. El hecho de que hiciera el trayecto andando y no de cualquier otra manera, era una de las condiciones que le habían sido impuestas para el viaje.
De un sitio a otro
Aunque había abandonado su alojamiento de la Ciudad muy de mañana, era ya casi mediodía cuando después de cruzar el enorme puente por una pasarela poco transitada desembocó en las poblaciones con nombre pero ilimitadas de la margen septentrional del río. En el correr de la tarde, ante la imposibilidad de tomar el camino directo ocupado por el constante e imperioso ir y venir del tránsito, discurrió de una a otra de esas ciudades con nombre indio, yendo de barrio en barrio y asomándose a curiosear en las callejuelas y los comercios. Veía pocos caminantes, incluso lugareños, pero sí muchachos en bicicleta, y se preguntaba qué vida podrían llevar en esos andurriales que a él se le antojaban melancólicamente periféricos, aunque en verdad aquellos chicos no parecían aburrirse demasiado.
Poco a poco, las manzanas de edificios que flanqueaban las avenidas comerciales y las calles residenciales empezaron a ralear, como los confines de un extenso bosque, para alternar aquí y allá, al igual que claros en la espesura, con solares que había invadido la maleza; de tanto en tanto, una maraña de matorrales polvorientos, un huerto desastrado anunciaban que la zona estaba en vías de convertirse en parque industrial. Fumo rumió la frase mentalmente, pues no otra cosa parecía ser el lugar del mundo en que se encontraba, el parque industrial, entre el desierto y el sembrado.
Se detuvo en un banco desde donde la gente podía tomar autobuses para viajar de Alguna Parte a Otra Parte, se sentó en él, encogió los hombros para descolgar de la espalda la exigua mochila, y sacó de ella un bocadillo que él mismo había preparado —otra condición— y un mapa de estaciones de servicio coloreado con confeti; no podía asegurar que el mapa no estuviese prohibido, pero las instrucciones que le habían dado para el viaje no eran explícitas, de modo que lo abrió.
Veamos. Esa línea azul era al parecer el macadam resquebrajado, flanqueado por fábricas de ladrillo desmanteladas que acababa de dejar atrás. Dio vuelta el mapa para que esa línea quedara, como la carretera, paralela a su banco (no era un gran lector de mapas) y descubrió, allá lejos, el lugar al que iba. El nombre, Bosquedelinde, no figuraba, pero estaba allá, en alguna parte, en ese grupo de cinco pueblos acotados con los circulitos más insignificantes de la leyenda. Bien… Una doble línea roja bien marcada llegaba, muy ufana, con entradas y salidas, hasta las cercanías: por esa ruta no podría ir andando. Otra línea azul gruesa (sobre el modelo del sistema vascular, y Fumo imaginó el intenso tráfico que circulaba hacia el sur, hacia la urbe por las líneas azules, y alejándose de ella por las rojas) corría un poco más cerca, abriendo accesos corpusculares a villas y villorrios a lo largo del trayecto. La línea azul mucho menos esclerótica junto a la cual estaba sentado era tributaria de aquélla; hacia esa zona, probablemente, había sido desplazado el comercio: Distrito Ferretero, Emporio Alimentario, Mundo del Mueble, Tapizlandia… Bueno. Pero había además, casi indiscernible, una delgada línea negra, por la cual pronto podría tomar. Le pareció, al principio, que no conducía a ninguna parte, pero no, proseguía, indecisa, como olvidada al comienzo por el autor del mapa, para luego avanzar, cada vez más nítida, hacia los despoblados del norte y llegar a las cercanías de un pueblo que, lo sabía, quedaba en los aledaños de Bosquedelinde. Ésa, entonces. Parecía ser una senda para peatones.
Después de medir, con el pulgar y el índice, la distancia que había recorrido y la (mucho mayor) que aún le quedaba por hacer, cargó la mochila a la espalda, se inclinó el sombrero contra el Sol, y reanudó la marcha.
Un largo trago de agua
Aunque ahora, en camino, no la tuviera demasiado presente, rara vez en los casi dos últimos años, desde que se enamorara de ella, había estado lejos de sus pensamientos; la habitación en que la había conocido era un lugar al que con frecuencia volvía a asomarse en su imaginación, a veces con la misma trepidación que ese día habia sentido, si bien ahora las más de las veces con una agradecida felicidad; se asomaba, para volver a ver a George Ratón mostrándole de lejos un vaso, una pipa y a sus dos altas primas: ella, y detrás de ella su tímida hermana.
Había sido en la residencia urbana de la familia Ratón, la única vivienda todavía habitada de la manzana, en la biblioteca del tercer piso, aquella habitación que tenía los cristales de la ventana remendados con cartulinas, la obscura alfombra blanca de tan raída por las pisadas entre la puerta, el bar y las ventanas. Sí, en esa misma estancia.
Y ella era alta.
Medía más de un metro ochenta, por lo cual le llevaba a Fumo una buena porción de centímetros; su hermana, que acababa de cumplir los catorce, era ya tan alta como él. Sus vestidos de fiesta eran cortos y rutilantes: rojo el de ella, blanco el de la hermana; las medias largas, larguísimas también centelleaban. Raro que, siendo tan altas, fuesen tímidas, sobre todo la pequeña, que le sonrió, pero no le dio la mano, y retrocedió como para esconderse un poco más detrás de su hermana.
Gigantas delicadas. La mayor miró a George por el rabillo del ojo cuando éste hizo, en tono jovial, las presentaciones. Su sonrisa era incierta. Sus cabellos, de oro rojo y de rizo fino. Su nombre, dijo George, era Llana Alice.
Fumo la miró y cogió su mano.
—Qué largo trago de agua —dijo, y ella se echó a reír. También la hermana se rió, y George Ratón se agachó y le dio a Fumo una palmada en la rodilla. Fumo, sin saber por qué una broma tan trillada podía causar tanta gracia, miraba a uno y a otras con la seráfica sonrisa de un idiota; pero entretanto, su mano seguía prisionera.
Fue el momento más feliz de su vida.
Anonimato
Una vida que no se había mostrado demasiado pródiga en felicidad hasta que conoció, en la biblioteca de la residencia urbana de la familia Ratón, a Llana Alice Bebeagua; pero una vida, en cambio, que parecía hecha justo a la medida para que, en el momento mismo en que la vio, deseara cortejarla. Hijo único del segundo matrimonio de su padre, había nacido cuando éste tenía ya casi sesenta años. Su madre, al descubrir que la sólida fortuna de los Barnable, administrada por su marido, se había evaporado casi por completo, en un arranque de furia lo había abandonado. Fue una mala suerte para Fumo, ya que, de toda la familia, ella era la menos anónima; y en verdad, aunque él era apenas un chiquillo cuando ella se había marchado, de todas las personas emparentadas con él por vínculos de sangre, era el de su madre el único rostro que, en la vejez, podía evocar espontáneamente. Fumo heredó sobre todo el anonimato de Barnable, y una única veta de la solidez materna; una veta de realidad, en opinión de quienes lo conocían, una veta de presencia envuelta en un vago resplandor de ausencia.
Eran una familia numerosa. Su padre tenía, de su primera esposa, cinco hijos e hijas, todos los cuales habitaban en suburbios anónimos de ciudades de esos Estados cuyos nombres empiezan con I, y que los amigos ciudadanos de Fumo no sabían distinguir uno de otro. El propio Fumo confundía algunas veces el catálogo. Todos esos hijos estaban persuadidos de que su padre tenía mucho dinero, y como no se sabía con certeza lo que se proponía hacer con él, Papá era un huésped siempre bienvenido en sus hogares; de modo que cuando su mujer lo abandonó, decidió vender la casa en que Fumo había nacido para viajar de uno a otro, con su hijo pequeño, un séquito de perros anónimos y siete arcones construidos exprofeso para albergar su biblioteca. Barnable era un hombre educado, pero su cultura era de una naturaleza tan rígida y remota que no le procuraba ninguna conversación, ni atenuaba en lo más mínimo su natural anonimato. A los ojos de sus hijos e hijas mayores, los arcones de libros eran un incordio, tanto como el hecho de que confundiese en la colada sus calcetines con los de ellos.
(Más tarde, Fumo adquirió el hábito de tratar de individualizar a sus hermanastros y sus respectivos hogares cada vez que se sentaba en el inodoro. Quizá porque en los de sus casas era donde más anónimo se había sentido, anónimo hasta el punto de la invisibilidad; sea como fuere, se pasaba allí las horas barajando a sus hermanos y hermanas, y a los hijos de éstos, como un mazo de naipes, intentando casar caras con porches y parterres, hasta que al fin, ya tarde en la vida, consiguió descifrar toda la charada. Este ejercicio le deparaba la misma satisfacción solitaria que la que obtenía resolviendo crucigramas, y la misma duda: ¿y si hubiera encontrado palabras que se entrecruzaban correctamente pero que no fueran las que había pensado el autor? El periódico de la semana siguiente con la solución impresa nunca llegaría.)
El abandono de su esposa no había hecho de Barnable un hombre menos jovial, pero sí más anónimo. Sus hijos e hijas mayores, cada vez que llegaba a sus hogares para diluirse en sus vidas por un tiempo y evaporarse luego de ellas, tenían la impresión de que existía cada vez menos. Tan sólo a Fumo le había hecho el don de su solidez secreta: su erudición. Como los dos se mudaban con tanta frecuencia, Fumo nunca había asistido a una escuela normal, y para la época en que uno de los Estados que empezaban con la letra I descubrió lo que su padre había hecho con él durante todos esos años, era ya demasiado crecido para que se pudiese obligarlo a ir al colegio. Así pues, a los dieciséis años Fumo sabía latín, clásico y medieval; griego; tenía algunas nociones de matemática arcaica y tocaba un poco el violín; podía recitar casi al dedillo unos doscientos versos de Virgilio; y escribía con una perfecta caligrafía cancilleresca.
Su padre murió ese año, consumido tal vez por haber impartido a su hijo todo cuanto había en él de consistente. Fumo continuó durante algunos años con ese estilo de vida trashumante. Le era difícil conseguir trabajo porque no poseía ningún Diploma; a la larga, aprendió mecanografía en una academia comercial de mala muerte (en South Bend, creyó recordar años más tarde) y se convirtió en un Burócrata. Residió durante largas temporadas en tres suburbios diferentes de idéntico nombre de tres distintas ciudades, y en cada uno sus parientes lo llamaban por otro nombre: el suyo propio, el de su padre, y Fumo, el último de los cuales cuadraba tan bien con su innata evanescencia que acabó por adoptarlo. Cuando tenía veintiún años, unos ahorros desconocidos de su padre le proporcionaron, inesperada y tardíamente, algún dinero; Fumo cogió entonces un autobús hacia la Gran Ciudad, olvidándose, tan pronto como hubo dejado atrás la última, de todas las ciudades en que había convivido con sus parientes, y también de ellos, razón por la cual le fue preciso reconstruirlos mucho más tarde, rostro contra parterre, y apenas hubo llegado a la Urbe, se dispersó en ella feliz y totalmente, como una gota de lluvia en el mar.
Nombre y número
Arrendó un cuarto en una finca que había sido, antaño, la rectoría de una iglesia vetusta, cuyo edificio, venerado y vandalizado, se mantenía aún en pie detrás de la casa. Desde su ventana podía ver el camposanto de la iglesia, donde hombres de apellido holandés se removían confortablemente en sus viejos lechos. Se levantaba, cada día, por el reloj despertador del súbito tráfico matutino —con el que nunca aprendió a seguir durmiendo como lo hacía, pese al retumbar incesante de los trenes allá, en el Medio Oeste— y salía a trabajar.
Trabajaba en una sala blanca y espaciosa en la que los más leves sonidos que él y los otros producían se elevaban hasta el cielo raso y descendían de él curiosamente alterados; cuando alguien tosía, era como si el cielo raso mismo tosiera, disculpándose, con la boca tapada. Allí Fumo pasaba el día entero deslizando una regla de aumento a lo largo de columnas y columnas de menuda letra impresa, escrutando cada nombre y la dirección y el número de teléfono correspondientes, y tildando con unos símbolos rojos aquellos que no concordaban con el nombre, domicilio y número telefónico que constaban, mecanografiados, en cada una de las tarjetas que en rimeros y rimeros se apilaban cada mañana sobre su mesa de trabajo.
Al principio, los nombres que leía no tenían sentido alguno para él, eran tan insondablemente anónimos como los números telefónicos. Lo único que diferenciaba un nombre de otro era su accidental y no obstante ineluctable ubicación en el orden alfabético, así como cualquier estúpido error en que pudiese incurrir la computadora, y que a Fumo le pagaban por detectar. (Que el ordenador cometiese tan pocos errores lo sorprendía menos que la curiosa falta de tino de la máquina; era incapaz, por ejemplo, de discernir cuándo la abreviatura «St.» significaba «Street» —calle— y cuándo «Santo», y así, programada para desarrollar in extenso tales abreviaturas, producía sin una sonrisa el Bar y Parrilla del Séptimo Santo y la Iglesia de Todas las Calles.) Sin embargo, a medida que las semanas se sucedían, melancólicas, y que Fumo llenaba el vacío de sus noches caminando, manzana tras manzana, por las calles de la Ciudad (sin saber que la mayoría de la gente no salía de casa después del anochecer), cuando empezó a conocer los barrios y sus aledaños y categorías y bares y portales, los nombres que lo miraban desde el otro lado de la lupa empezaron a tener rostros, edades, actitudes; las personas que veía en los autobuses, trenes y confiterías, las que se gritaban unas a otras a través de los patios de luz de las casas de vecindad, y se paraban a contemplar, boquiabiertas, los accidentes de tránsito, y discutían con los camareros en los bares y en las tiendas con las vendedoras, e incluso los camareros y las vendedoras, comenzaron a bullir en las delgadas hojas de papel; la Guía empezó a transformarse en una grandiosa epopeya de la Vida Urbana con todos sus avatares, sus tragedias y sus farsas, cambiante y dramática. Encontró damas viudas de antiguo abolengo holandés que habitaban, Fumo lo sabía, en las mansiones de altos ventanales de las grandes avenidas y administraban los Bienes de sus difuntos, y cuyos hijos tenían nombres tales como Steele y Eric y eran dcors. de inters. y vivían en barrios bohemios; se enteró de la existencia de una inmensa familia con nombres estrambóticos que sonaban a griego y que residía en varios edificios de un barrio tumultuoso por el que Fumo había pasado alguna vez durante sus caminatas, una familia que agregaba y descartaba miembros cada vez que se topaba con ella en el alfabeto —gitanos, decidió al cabo—; supo de hombres cuyas esposas e hijas adolescentes tenían teléfonos privados por los que se pasaban las horas haciendo arrumacos con sus amantes, en tanto el cabeza de familia efectuaba llamadas por los numerosos aparatos de las empresas financieras que ostentaban su nombre; aprendió a desconfiar de los hombres que usaban las primeras iniciales y el segundo apellido porque descubrió que todos ellos eran cobradores, o leguleyos cuyos bufts. tenían la misma dirección que sus resids., o alguaciles que vendían, además, muebles usados; descubrió que casi todos los que se apellidaban Singleton y Singletary vivían en el distrito negro del norte de la Ciudad, donde los hombres tenían como nombre de pila los apellidos de los antiguos presidentes y las mujeres nombres de piedras preciosas, perla y rubí y ópalo y jade, precedidos por un presuntuoso Sra. Fumo las imaginaba obscuras de tez, ampulosas y resplandecientes, en apartamentos pequeños, solas o con una caterva de hijos pulcrísimos.
Desde el orgulloso cerrajero que, con tantas aes como usaba en el membrete de su minúsculo taller, era el primero que aparecía, hasta Archimedes Zzzyandottie, que era el último (un viejo erudito que vivía solo, leyendo periódicos griegos en un apartamento destartalado), los conocía a todos. Bajo su lupa corrediza, un nombre y un número telefónico emergían de pronto, como precios llevados por la marea hasta la playa, y contaban su historia; Fumo escuchaba, escrutaba su ficha, comprobaba que eran correctos, y mientras depositaba la ficha cara abajo sobre la mesa, ya el cristal deformador sacaba a flote la historia siguiente. El techo tosió. El techo se rió, con estrépito. Todos alzaron la vista.
Un empleado nuevo, un joven recién contratado, sé había reído.
—Acabo de encontrar aquí —dijo— la nómina del Club Bullicio de Bridge, Pesca y Tiro —pudo apenas terminar la frase, y volvió a soltar la risa, y a Fumo lo sorprendió que no lo cohibiese el silencio de los demás correctores.
El joven apeló a Fumo.
—¿Es que no te das cuenta? ¿Te imaginas una partida de bridge allí, en el bullicio? —de improviso, también Fumo se echó a reír, y las carcajadas de ambos se elevaron hasta el techo y allí arriba se dieron la mano.
Su nombre era George Ratón; usaba anchos tirantes para sujetarse los holgados pantalones, y cuando la jornada concluía se echaba sobre los hombros una amplia capa de lana cuyo cuello le atrapaba los largos cabellos negros, razón por la cual tenía que echar la mano hacia atrás y sacarlos a la luz de un tirón, como si fuera una muchacha. Usaba un sombrero como el de Svengali, y también sus ojos se parecían a los de Svengali, sombríos y ojerosos, magnéticos y socarrones.
No transcurrió ni siquiera una semana cuando —para el inmenso alivio de cada par de bifocales en la sala blanca— lo habían despedido, pero ya entonces él y Fumo se habían hecho, como quizá sólo Fumo en este mundo sería nunca más capaz de decir con absoluta seriedad, amigos inseparables.
Un Ratón de Ciudad
Con George por amigo, Fumo se lanzó a una vida moderadamente disipada: un poco de trago, un poco de droga; George le cambió su forma de vestir y su lenguaje por una elegancia extravagante y una jerga urbanas; y le presentó Chicas. Al poco tiempo el anonimato de Fumo estaba arropado, como el Hombre Invisible en sus vendajes; la gente dejó de tropezarse con él por la calle o de sentarse sobre sus rodillas en los autobuses sin una disculpa, cosas que él había atribuido al hecho de estar tan vagamente presente para la mayoría.
Para la familia Ratón —que residía en el último edificio habitado de una urbanización construida antaño por el primer Ratón de Ciudad y de la mayoría de los cuales eran todavía propietarios— estaba presente al menos, y más que el sombrero nuevo o la nueva jerga, lo que le agradecía a George era esa familia de personas netamente discernibles y estruendosamente afectuosas. En medio de sus riñas, chanzas, juergas, escapadas-en-pantuflas, intentos de suicidio y alborotosas reconciliaciones, podía estarse allí las horas sin que nadie reparase en él; pero en algún momento el Tío Ray o Franz o Mamá alzaban la vista y exclamaban con sorpresa: «¡Fumo está aquí!», y Fumo sonreía.
—¿Tienes primos en el campo? —le preguntó a George un día mientras hacían tiempo durante una nevisca frente a sendos cafés-royale en el bar del viejo hotel favorito de George. Y los tenía.
A primera vista
—Son muy religiosos —le dijo George con una guiñada cuando, alejándose de las chicas que no cesaban de cuchichear y reírse, lo llevaba para presentarle a los padres, el doctor y la señora Bebeagua.
—No médico en ejercicio —dijo el doctor, un hombre de rostro ajado y pelo lanoso, con la cordialidad sin sonrisa de un animalito. No era tan alto como su esposa, cuyo chal generosamente desflecado y sedoso tembló cuando estrechó la mano de Fumo y le pidió que la llamase Sophie; ella a su vez no era tan alta como sus hijas—. Los Llanos siempre han sido altos —dijo, mirando hacia arriba y hacia dentro como si pudiese verlos a todos en alguna parte por encima de ella. De modo que ella había dado su apellido a sus dos altas hijas, Alice y Sophie Llanos Bebeagua; Mamá era la única que siempre usaba los dos, pero a Alice, de pequeña, otro niño la había apodado Llana Alice, y ese nombre le había quedado, así que ahora eran Llana Alice y Sophie a secas, y así estaban las cosas, salvo que quienquiera que las mirase podía ver por cierto que eran Llanos y todo el mundo se daba vuelta para mirarlas.
Cualquiera que fuese la religión que profesaran, ello no impidió que compartieran una pipa con Franz Ratón, que se había sentado a sus pies, ya que las dos muchachas ocupaban por completo el pequeño diván; ni que bebieran el ponche de ron que les ofreció Mamá; o que se rieran por detrás de las manos, más de lo que cuchicheaban entre ellas que de las tonterías que pudiera decir Franz; o que mostrasen, cuando cruzaban las piernas, los largos muslos bajo los vestidos de rutilantes lentejuelas.
Fumo no hacía otra cosa que mirar. Pese a que George Ratón le había enseñado a comportarse como un hombre de Ciudad, y a no temer a las mujeres, no era tan fácil dejar a un lado los hábitos de toda la vida; de modo que miraba y miraba; y sólo al cabo de un prudencial intervalo en el que lo paralizó la timidez, se atrevió al fin a cruzar la alfombra hasta donde ellas estaban sentadas.
Ansioso por no parecer un aguafiestas —«No seas aguafiestas, por el amor de Dios», le decía George una y otra vez—, se sentó en el suelo cerca de ellas con una sonrisa embobada y en una actitud que lo hacía parecer (y a los ojos de ella lo era, lo advirtió, confundido, cuando Alice se volvió para mirarlo) extrañamente quebradizo. Tenía la costumbre de hacer girar la copa entre el pulgar y el índice para que el hielo, al trepidar rápidamente, enfriase el brebaje. Lo hizo en ese momento, y el hielo repicó en el cristal como una campana tocando a rebato. Se hizo un silencio.
—¿Venís aquí con frecuencia? —preguntó.
—No —respondió Alice en el mismo tono—. No a la Ciudad. Sólo una vez cada tanto, cuando Papá tiene negocios que atender… u otros asuntos.
—¿Es médico?
—No. Ya no, en realidad. Es escritor —sonreía, y Sophie había vuelto a reírse y Llana Alice proseguía la conversación como si tratara de ver cuánto tiempo podía mantenerse seria—. Escribe cuentos de animales, para niños.
—Oh.
—Escribe uno por día.
La miró a los ojos, esos ojos risueños, castaños, transparentes como vidrio de botella. Empezaba a sentirse muy raro.
—No han de ser muy largos —dijo, tragando saliva.
¿Qué le estaba ocurriendo? Se había enamorado, desde luego, a primera vista, pero ya otras veces se había enamorado, siempre a primera vista, y nunca se había sentido así, como si algo estuviese creciendo, inexorablemente, dentro de él.
—Escribe bajo el seudónimo de Saunders —dijo Llana Alice.
Él fingió buscar ese nombre en los recovecos de su memoria, pero lo que en realidad buscaba en su interior era la causa de aquella sensación tan extraña. Ahora se había extendido hasta sus manos; se las examinó allí donde reposaban sobre la tela cuadriculada de las rodillas; parecían de plomo. Entrelazó los dedos pesadísimos.
—Magnífico —dijo, y las dos chicas soltaron la risa, y también Fumo se rió. La sensación le daba ganas de reír. No podía ser el humo, que siempre le hacía sentirse volátil y transparente. Esto era todo lo contrario. Más la miraba, más intensa se hacía; más ella lo miraba, más sentía él… ¿qué? En un momento de silencio se miraron simplemente el uno al otro y la verdad zumbó, tronó dentro de él cuando comprendió de pronto lo que había sucedido: no sólo él se había enamorado de ella, y a primera vista, sino que ella a primera vista se había enamorado de él, y las dos circunstancias producían ese efecto: el de empezar a curar su anonimato. No a disfrazarlo, que era lo que George Ratón había tratado de hacer, sino a curarlo, de dentro hacia fuera. Ésa era la sensación. Era como si ella le estuviese añadiendo fécula de maíz. Había empezado a adquirir consistencia.
El joven Santa Claus
Había bajado por la estrecha escalera de los fondos al único retrete de la casa que todavía funcionaba, y allí, en aquel recinto de piedra, se detuvo delante del gran espejo salpicado de manchas negras.
Vaya. Quién lo hubiera imaginado. Desde el espejo lo miraba una cara, no era una cara desconocida en realidad, y sin embargo era como si la viese por primera vez. Una cara redonda y abierta, una cara que se parecía a la del joven Santa Claus si hubiéramos podido verlo en las fotografías de sus años mozos; un tanto grave, con un mostacho obscuro, redonda la nariz y arrugas alrededor de los ojos, allí donde habían dejado ya sus huellas, aunque no hubiera cumplido aún los veintitrés, los traviesos pajaritos de la risa. En suma, una cara radiante con un algo vago e impreciso aún en la mirada, pálida y dispersa, un vacío que, suponía él, nunca se habría de llenar. Era suficiente. En realidad, era milagroso. Saludó con un gesto, sonriendo, a su nuevo conocido, y al salir lo miró una vez más de soslayo por encima del hombro.
Cuando subía la escalera se encontró de improviso, en un recodo, con Llana Alice, que bajaba. Ahora no había en el rostro de él ninguna sonrisa idiota; ni tampoco ella se reía ahora sin ton ni son. Al acercarse el uno al otro, los dos acortaron el paso; pero ella, después que, encogiéndose y apretujándose, hubo pasado junto a él, no siguió de largo, sino que se volvió a mirarlo. Fumo se había detenido un escalón más arriba, de modo que sus cabezas se encontraban en la relación estipulada para los besos de película. Con el corazón palpitante, arrebatado de temor y felicidad, y la cabeza zumbándole con la orgullosa certidumbre de una cosa segura, la besó. Ella le respondió como si también para ella se hubiese corroborado una certeza, y allí entre los cabellos y los labios y los largos brazos que lo envolvían, Fumo incorporó al exiguo acervo de su saber un valiosísimo tesoro.
Hubo un ruido, de pronto, en lo alto de la escalera, y se separaron, sobresaltados. Era Sophie, que estaba allí, unos peldaños más arriba, y los miraba atónita, mordiéndose el labio.
—Tengo que hacer pipí —dijo, y pasó junto a ellos bailoteando.
—Te marcharás pronto —dijo Fumo.
—Esta noche.
—¿Cuándo vuelves?
—No sé.
La besó de nuevo; el segundo beso fue tranquilo y seguro.
—Yo tuve miedo —dijo ella.
—Lo sé —dijo él, exultante.
Cielos, qué alta era. ¿Cómo se las apañaría con ella cuando no hubiese a mano una escalera?
Isla en el mar
Como era dable esperar de alguien que había llegado anónimo a la mayoría de edad, Fumo había pensado siempre que las mujeres eligen o no eligen a los hombres de acuerdo con criterios de los que él nada sabía, por capricho, como los monarcas, por gusto, como los críticos; él siempre había creído que el que una mujer lo eligiese a él, o a otro, era un hecho que estaba predeterminado, que era ineluctable y perentorio. Y por lo tanto, las agasajaba, como un galán, esperando que reparasen en él. Y ahora resulta que no es así, se decía esa noche, a altas horas, en el portal de los Ratón, resulta que no es así; que a ellas —o a ella al menos— las consumen los mismos fuegos y las mismas dudas; es tímida como yo, y como a mí la devora el deseo, y cuando el beso fue inminente su corazón latía a la par del mío, eso lo sé.
Se demoró largo rato en el portal, dando vueltas y vueltas a esa gema de sabiduría, y husmeando el viento que había virado, cosa que rara vez acontece en la Ciudad, y que soplaba ahora desde el océano.
Podía percibir el olor de las mareas, y de los detritos de la costa y el mar, acres y salobres y agridulces. Y comprendió de pronto que la gran Ciudad no era, al fin y al cabo, más que una isla en el mar, y una isla muy pequeña por cierto.
Una isla en el mar. Y que pudieras, si vivieras en ella, olvidarte durante años y años de un hecho tan fundamental. Sin embargo, era así, asombroso pero cierto. Salió del portal y echó a andar calle abajo, sólido como una estatua desde el pecho a la espalda, y oyendo sus pasos resonar sobre el pavimento.
Correspondencia
Su dirección era «Bosquedelinde, sin más», dijo George Ratón, y no, no tenían teléfono; así pues, en vista de que no le quedaba otra alternativa, Fumo se resignó a hacer el amor por correspondencia, con una asiduidad ya poco menos que desvanecida en este mundo. Sus voluminosas cartas iban consignadas a ese lugar, Bosquedelinde, y él aguardaba la respuesta hasta que, no pudiendo esperar más, escribía otra vez, y así sus cartas se cruzaban en camino como las de todos los enamorados verdaderos; y ella las guardaba y las ataba con una cinta azul lavanda, y sus nietos las encontraban, años más tarde, y leían la pasión improbable de aquellos dos viejecitos.
«He descubierto un parque», escribía él con su letra de duende, negra y picuda; «hay una placa en la columna, no bien entras, en la que dice Ratón Bebeagua Piedra 1900. ¿Sois vosotros? Tiene un pequeño pabellón de las Estaciones, y estatuas, y todos los senderos se curvan de modo que no puedes llegar directamente al centro. Caminas y caminas y siempre te descubres yendo hacia la salida. El verano es allí muy viejo (en la ciudad no te das cuenta, salvo en los parques), es peludo y polvoriento, y el parque es pequeño, además; pero todo en él me hace pensar en ti», como si no lo hicieran todas las cosas. «He encontrado una pila de periódicos viejos», decía la carta de ella que se había cruzado con la de él (y los dos conductores se saludaban agitando la mano desde las altas cabinas azules de sus furgonetas en la autopista, bajo la niebla matinal). «Allí estaban esas historietas de un chico que sueña. La historieta es todo lo que él sueña, su País de los Sueños. Es hermoso el País de los Sueños, con los palacios y las procesiones que se despliegan y repliegan sin cesar, o se vuelven de pronto inmensos e inaccesibles, o cuando los miras de cerca resultan ser otra cosa —ya sabes—, igual que en los sueños de verdad pero precioso siempre. Mi tía abuela Nube dice que los ha conservado porque el hombre que las dibujaba, y que se llamaba Piedra, fue en un tiempo arquitecto en la Ciudad, ¡como el bisabuelo de George y el mío! Arquitectos de «Meaux-Arts». El País de los Sueños es muy «Meaux-Arts». Piedra era un borrachín: ésa es la palabra que usa Nube. En los sueños el chico siempre parece soñoliento y sorprendido a la vez. Me hace acordar de ti.»
Después de comenzar así, tímidamente, sus cartas llegaron a ser de una sinceridad tan desenfadada que, cuando por fin volvieron a encontrarse, en el bar del viejo hotel (mientras la nieve caía detrás de los cristales), se preguntaron los dos si había habido algún error, si no habrían estado enviando todas esas cartas a una persona diferente, a esta persona, a esta criatura extraña, nerviosa y desvaída. La impresión pasó en un instante, pero durante un rato tuvieron que turnarse para hablar, en largos soliloquios, ya que no sabían hacerlo de otro modo; la nieve se transformó en ventisca, el café-royale en café frío; una frase de ella se intercalaba con una de él y una de él con una de ella y, maravillados como si hubieran sido ellos los primeros en descubrir el secreto de la cosa, conversaron.
—¿No os…, bueno…, no os aburrís allá, solos todo el tiempo? —preguntó Fumo cuando ya habían practicado un rato.
—¿Aburrirnos? —parecía sorprendida, como si fuese una idea que nunca se le hubiera ocurrido—. No. Y no estamos solos.
—Bueno, yo no quise decir… ¿Qué clase de gente son?
—¿Qué gente?
—Las personas… con quienes no estáis solos.
—Oh. Ya. En un tiempo hubo muchos granjeros. Al principio iban allí los inmigrantes escoceses. MacDonald, MacGregor, Brown. Ahora no hay tantas granjas. Sólo unas pocas. Además, muchos de los que viven allí ahora son parientes nuestros, o algo así. Tú ya sabes.
Él no sabía, no exactamente. Un silencio cuajó, y se diluyó cuando los dos empezaron a hablar al mismo tiempo, y volvió a cuajar. Fumo dijo:
—¿Es una casa grande?
Ella sonrió.
—Enorme —a la luz de la lámpara sus ojos castaños eran delicuescentes—. Te gustará. A todo el mundo le gusta. Incluso a George, aunque él dice que no.
—¿Por qué?
—Siempre se pierde en ella.
Fumo sonrió al imaginar a George, el rastreador, el infalible timonel a través de las siniestras calles de la noche, despistado en una simple casa. Trató de recordar si en alguna de sus cartas había mencionado el chiste del ratón de campo y el ratón de ciudad. Ella dijo:
—¿Puedo contarte una cosa?
—Desde luego —el corazón le latió de prisa, sin ninguna razón.
—Yo ya te conocía, cuando nos conocimos.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que te reconocí —entornó las tupidas pestañas aurirrojas, y le echó una mirada furtiva, para en seguida mirar en derredor, como si en aquel bar soñoliento alguien pudiera escucharla—. Me habían hablado de ti.
—George.
—No, no. Hace mucho tiempo. Cuando yo era pequeña.
—¡De mí!
—Bueno, no de ti exactamente. O exactamente de ti pero yo no lo supe hasta que te conocí —sobre el mantel a cuadros, cobijó los codos en el hueco de las manos y se inclinó hacia delante—. Yo tenía nueve años; o diez. Había estado lloviendo muchos días. Entonces, una mañana, cuando paseaba a Chispa por el Parque…
—¿Qué?
—Chispa era un perro que teníamos. El Parque es, ¿sabes?, los campos de alrededor. Estábamos empapados. Había una brisa, y te daba la sensación de que la lluvia iba a cesar. Yo me acordé de lo que decía mi madre: arco iris mañanero en el oeste, de buen tiempo es pregonero.
Fumo tuvo una imagen vivida de ella, con un impermeable amarillo y botas altas de boca ancha, y el pelo más fino aún y más rizado que ahora, y se preguntó cómo sabía ella de qué lado estaba el oeste, un problema con el que él tropezaba todavía algunas veces.
—Y había un arco iris, pero brillante, y parecía como si fuera a bajar justo… justo allí, ¿sabes?, no lejos; yo podía ver cómo centelleaba la hierba, salpicada de todos los colores. El cielo se había agrandado, ¿sabes?, como sucede cuando escampa al fin después de una lluvia prolongada, y todo parecía estar muy cerca; el lugar en el que el arco iris descendía estaba cerca; y yo deseaba más que nada en el mundo ponerme debajo de él… y alzar los ojos… y verme revestida de colores.
Fumo se rió.
—Eso es difícil —dijo.
Ella también rió, hundiendo la cabeza y alzando hasta la boca el dorso de la mano, un gesto que a él le parecía ya conmovedoramente familiar.
—Claro que es difícil —dijo ella—. Era como si no fuera a llegar nunca jamás.
—Quieres decir que…
—Cada vez que creías que te acercabas, allá estaba, siempre igual de lejos, en otro lugar, y si ibas a ése, entonces estaba en el sitio de donde venías, y a mí me ardía la garganta de tanto correr, y de no estar ni un solo palmo más cerca. Pero ¿sabes lo que haces?, entonces…
—Te alejas —dijo Fumo, sorprendido de oír su propia voz, pero Comoquiera seguro de que ésa era la respuesta.
—Claro. No es tan sencillo como suena, pero…
—No, me imagino que no —habla dejado de reírse.
—… pero si haces las cosas bien…
—No, espera —dijo él.
—… simplemente bien, entonces…
—Es que no bajan realmente, vamos —dijo Fumo—. No, de verdad que no.
—Seguro, aquí no —replicó ella—. Escúchame ahora. Yo seguí a Chispa; dejé que él decidiera, porque a él no le importaba y a mí sí. Bastó un paso, una media vuelta, y ¿adivina qué?
—No puedo adivinar. Estabas revestida de colores.
—No. No es así. Desde fuera ves los colores dentro; así que desde dentro…
—Ves los colores fuera.
—Sí. El mundo entero coloreado, como si fuese de caramelo…; no, como si estuviese hecho con un arco iris. Todo un mundo de colores suaves como la luz todo alrededor hasta donde te alcanza la vista. Te dan ganas de echar a correr y de explorarlo. Pero no te atreves a dar un paso, porque podría ser un paso equivocado…, así que sólo miras, y miras. Y piensas. Heme aquí al fin —se había quedado pensativa—. Al fin —repitió en voz muy queda.
—¿Cómo? —dijo él, y tragó saliva, y volvió a empezar—. ¿Cómo pinto yo en todo esto? Dijiste que alguien te dijo…
—Chispa —dijo ella—. O alguien como él.
Ella lo miraba, y él trató de componer en su rostro una imagen de plácida atención.
—Chispa es el perro —dijo.
—Sí —ahora parecía reticente, como si no se decidiera a continuar. Cogió la cucharilla y estudió su imagen, diminuta e invertida, en la concavidad, y la volvió a poner sobre el platillo—. O alguien como él. Bueno. No tiene importancia.
—Espera —dijo él.
—Duró un instante apenas. Mientras estábamos allí, parados, me pareció —con cautela, y sin mirarlo—, me pareció que Chispa me decía… ¿Es difícil de creer?
—Bueno, sí. Es difícil. Es difícil de creer.
—No creí que lo fuera. No para ti.
—¿Por qué no para mí?
—Porque —dijo ella, y hundió la mejilla en el hueco de la mano, entristecida, decepcionada incluso, lo cual dejó mudo a Fumo, sin palabras—, porque eras tú la persona de quien me hablaba Chispa.
De mentirijillas
Quizá fue por eso, simplemente, porque no le quedaba nada que decir, que en ese momento —o más bien en el momento que siguió a aquél— una pregunta difícil, una proposición delicada que Fumo había estado rumiando durante todo el día escapó borbotones de sus labios, y de una manera no del todo clara.
—Sí —dijo ella, sin levantar la mejilla de la mano pero con una sonrisa nueva que le iluminó el rostro como un arco iris mañanero en el oeste.
Y así, cuando la falsa aurora de las luces de la Ciudad les mostró la nieve amontonada en el antepecho de la ventana, crujiente, espesa y apacible, y ellos yacían arrebujados hasta la barbilla bajo las sábanas crujientes y las espesas mantas (con el frío repentino la calefacción del hotel se había averiado), conversaron. Aún no habían dormido.
—¿De qué estás hablando? —dijo él.
Ella se echó a reír y enroscó contra él los dedos de los pies. Él se sentía raro, aturdido, de una cierta manera que no había vuelto a sentir desde antes de la pubertad, cosa extraña por cierto, pero real; esa sensación de plenitud, de estar lleno a rebosar, tanto que le hormigueaban las yemas de los dedos, y también la cabeza, y le brillarían tal vez, si se las mirase. Todo era posible.
—Es de mentirijillas, ¿no? —dijo, y ella se dio la vuelta, sonriendo, y juntó los dos cuerpos como una doble s.
De mentirijillas. De pequeño, cuando él y otros chicos encontraban algún objeto enterrado —un pardusco gollete de botella, una cuchara oxidada, una piedra acaso agujereada por una vieja alcayata— podían convencerse de que era antiquísimo. Había existido en los tiempos de George Washington. Antes. Era una reliquia venerable e inmensamente valiosa. Se convencían de ello mediante un acto de voluntad colectivo, que al mismo tiempo se ocultaban unos a otros, como de mentirijillas, pero diferente.
—Pero ¿no ves? —dijo ella—. Si estaba todo predicho. Y yo lo sabía.
—Pero ¿por qué? —dijo él, deleitado, atormentado—. ¿Por qué estás tan segura?
—Porque es un Cuento. Y los Cuentos se cumplen.
—Pero yo no sé que sea un cuento.
—La gente de los cuentos nunca sabe. Pero está ahí.
Una noche de verano, cuando Fumo era adolescente y se alojaba en casa de un hermanastro que era tibiamente religioso, vio por primera vez un anillo alrededor de la Luna. Lo observó largo rato, inmenso, glacial, tan ancho casi como la mitad del cielo nocturno, y tuvo la certeza de que no podía significar otra cosa que el Fin del Mundo. Esperó, temblando de emoción, en aquel patio suburbano, a que la noche serena estallase en un apocalipsis, sabiendo todo el tiempo en su fuero íntimo que no lo haría: que no hay en este mundo nada que no le sea pertinente, y que no depara sorpresas semejantes. Esa noche soñó con el Paraíso: el Paraíso era un obscuro parque de atracciones, pequeño y triste: sólo una noria gigante dando vueltas y vueltas en la eternidad, y un túnel lóbrego para divertir a los fieles. Se despertó aliviado, y nunca más desde entonces creyó en sus oraciones, pese a que las había rezado por su hermano sin rencor. Rezaría gustoso las de ella, si ella se lo pidiese; pero ella, que él supiera, no rezaba ninguna; ella le pedía, en cambio, que admitiese una cosa, una cosa extravagante, tan incompatible con el mundo ordinario en el que él había vivido siempre, tan… Se echó a reír, perplejo:
—Un cuento de hadas —dijo.
—Supongo —dijo ella, soñolienta. Buscó hacia atrás, a tientas, la mano de él y se la pasó alrededor—. Supongo, si tú quieres.
Él comprendió que si quería ir a donde ella había estado tendría que creer; supo que, si creía, podría ir a ese lugar, aunque el lugar no existiera, aunque fuese de mentirijillas. Movió la mano que ella se había pasado alrededor y a lo largo del cuerpo, y ella gimió y se apretó contra él. Fumo buscaba en su interior aquella voluntad de antaño, largo tiempo en desuso. Si ella iba alguna vez allá, él no quería quedarse; quería no estar nunca más lejos de ella de lo que estaba ahora.
La vida es corta, o larga
En mayo, en Bosquedelinde, y en la espesura del bosque, Llana Alice estaba sentada en una roca que emergía, rutilante, de un estanque profundo, un estanque horadado en la piedra por el agua que caía en cascada por una grieta del alto cantil rocoso. El torrente, en su fluir incesante a través de la grieta para ir a volcarse en el estanque, decía un discurso, un discurso siempre repetido pero a la vez lleno de interés, y Llana Alice, pese a haberlo escuchado muchas veces, le prestó oídos. Aunque menos delicada y sin las alas, estaba parecidísima a la chica de la botella de soda.
—Abuelo Trucha —llamó, dirigiéndose al estanque, y una vez más—: Abuelo Trucha —luego esperó, y en vista de que no sucedía nada, cogió dos piedrecitas, las sumergió en el agua (fría y sedosa como sólo parecen serlo las aguas que caen en cascada y se embalsan en estanques de piedra), y el chasquido que produjeron, como disparos de fusil a la distancia, resonó bajo el agua como ecos más prolongados que los que habría suscitado en el aire. Entonces, de algún lugar por entre los escondrijos de las enmarañadas hierbas de la orilla emergió una gran trucha blanca, una trucha albina sin motas ni banda, de ojos grandes, rosados y solemnes. En el cabrilleo incesante provocado por la cascada parecía tiritar, se hubiera dicho que guiñaba los grandes ojos, o que le temblaban quizá, cuajados de lágrimas (¿llorarían los peces?, se preguntó, no por primera vez, Llana Alice).
Cuando le pareció que el pez le prestaba atención, empezó a contarle cómo en el otoño había ido a la Ciudad y conocido a ese hombre en casa de George Ratón, y cómo supo en el acto (o decidió al menos rapidísimamente) que tenía que ser él aquel que, según le fuera prometido, ella habría de «encontrar o inventar», tal como, literalmente, se lo predijera Chispa años atrás.
—Y en invierno, mientras tú dormías —dijo con timidez, acariciando con el dedo la veta de cuarzo de la roca en que estaba sentada, sonriendo pero sin mirar al pez (puesto que hablaba de aquel a quien amaba)—, volvimos, bueno, nos volvimos a ver, y nos hicimos promesas… tú sabes —notó que el pez sacudía la cola fantasmal: ella no ignoraba que aquél era un tema penoso de tratar. Se estiró cuan larga era sobre la roca fría, y con la barbilla apoyada en las manos y los ojos brillantes habló de Fumo en términos fervorosos y vagos que en el pez no despertaron al parecer entusiasmo alguno. Ella no se inmutó. Tenía que ser Fumo, no podía ser ningún otro—. ¿No te parece? ¿No estás de acuerdo? —y luego, más cauta—: ¿Estarán satisfechos ellos?
—Quién lo sabe —dijo sombríamente el Abuelo Trucha—. ¿Quién puede saber lo que piensan ellos?
—Pero tú dijiste…
—Yo traigo sus mensajes, hija. No esperes de mí nada más.
—Bueno —dijo ella—. No voy a esperar eternamente. Yo lo quiero. La vida es corta.
—La vida —dijo el Abuelo Trucha como si las lágrimas le oprimieran la garganta— es larga. Demasiado larga —giró cautelosamente las aletas y con un raudo movimiento de la cola se deslizó hacia atrás, hacia su escondite.
—Diles de todos modos que he venido —le gritó Alice, tenue su voz contra el vozarrón de la cascada—. Diles que yo he cumplido —pero ya el pez había desaparecido.
Le escribió a Fumo: «Me voy a casar», y a él se le fue el alma a los pies allí mismo junto al buzón hasta que entendió que quería decir con él. «Tía abuela Nube ha echado las cartas escrupulosamente, una vez para cada parte, tiene que ser el día del solsticio de verano, y esto es lo que tú tendrás que hacer. Por favor por favor sigue todas las instrucciones al pie de la letra, o no sé lo que podría suceder.» Por cuya razón Fumo iba a Bosquedelinde andando, y no viajando de cualquier otra manera, con un traje de boda viejo, no nuevo, y comida casera, no comprada, en la mochila, y por la cual empezaba ahora a mirar en derredor en busca de un sitio donde pernoctar, un sitio que debía encontrar o mendigar, y por nada del mundo pagar.
Arcanos en Bosquedelinde
No había sospechado que el parque industrial acabaría así, tan de improviso y que así, tan de repente, se hallaría en pleno campo. Caía la noche y Fumo había virado hacia el oeste, y los bordes del sendero remendados como un zapato viejo, con alquitrán de distintos matices, comenzaban a desdibujarse. A uno y otro lado los prados y las granjas descendían hacia la carretera; a su paso los árboles centinelas, los que no son ni granja ni camino, proyectaban sobre él, de tanto en tanto, sombras de formas caprichosas. Las malezas gregarias, las que frecuentan la vera de los caminos, polvorientas, tupidas y desmelenadas, amigas del hombre y del tránsito, lo saludaban desde las cercas y las zanjas. Cada vez más espaciado, oía el zumbido de algún automóvil; un zumbido que, intermitentemente, crecía en intensidad cuando el vehículo subía y bajaba una colina, para rugir de pronto por encima de él, sorpresivamente ensordecedor, potente, veloz, dejando a los hierbajos zarandeándose y cuchicheando furiosamente durante un rato; luego el fragor se atenuaba con la misma celeridad, volvía a ser un canturreo lejano, se desvanecía, y sólo escuchaba, entonces, la orquesta de los insectos y el golpeteo rítmico de sus propios pasos.
Durante largo rato había estado escalando una suave pendiente, y ahora, al llegar a la cresta, pudo ver del otro lado una ancha franja de campiña en el apogeo del verano. A través de ella, en medio de vergeles y praderas, contorneando colinas boscosas, descendía el sendero; y desaparecía en un valle próximo a un pueblecito cuyo campanario despuntaba apenas por encima del lujuriante verdor, para reaparecer, una diminuta cinta gris enroscándose en las montañas azules, en cuyo valle, en medio de nubes gordinflonas, se ponía el Sol.
Y en ese preciso instante, a lo lejos, en un porche de Bosquedelinde, una mujer daba vuelta un Arcano llamado el Viaje. Allí estaba el Viajero, con su hato a la espalda y el recio cayado en la mano, y ante él se extendía, largo y sinuoso, el camino a recorrer; y el Sol, además, aunque si poniente o naciente, ella nunca lo había sabido con certeza. Sobre un platillo, al lado de las cartas ya extendidas humeaba lentamente un cigarrillo obscuro. La mujer empujó el platillo, colocó en su sitio en la figura la carta del Viaje, y dio vuelta una nueva carta. Era el Huésped.
Cuando Fumo llegó al pie de la primera de las colinas que festoneaban el camino, se encontró en una hondonada, y el Sol ya se había puesto.
Juníperos
La verdad, prefería encontrar un sitio cualquiera donde dormir, a tener que mendigar hospitalidad; al fin y al cabo llevaba consigo un par de mantas. Hasta imaginaba que tal vez, podría encontrar un establo con un pajar donde echarse a dormir, como les sucede a los caminantes en los libros (en los libros que él leía, al menos), pero los establos reales que veía al pasar, no sólo parecían ser Propiedad Privada sino también excesivamente funcionales, y estar repletos de animales de gran tamaño. Lo cierto es que empezaba a sentirse un poco solo a medida que la noche avanzaba y que los prados se diluían en la obscuridad; así pues, cuando llegó a una casa de campo al pie de la colina, subió hasta la cerca de estacas, mientras cavilaba sobre cómo podría hacer una pregunta que sin duda habría de sonar la mar de extraña.
Era una casita blanca, arrebujada en una fronda de tupidos siempreverdes. Junto a la puerta holandesa de madera verde, trepaban por un emparrado los pimpollos de un rosal. Algunas piedras pintadas de blanco marcaban el sendero desde la puerta; en el jardín anochecido un cervatillo alzaba los ojos hacia él, paralizado de asombro; y había enanos sentados en cuclillas sobre setas, o huyendo, furtivos, cargados de tesoros. En el portón había una tablilla de madera rústica con una leyenda bruñida a fuego: Los Juníperos.
Fumo levantó la aldaba, abrió el portón, y una campanilla tintineó en el silencio. El panel superior de la puerta se abrió, volcando la claridad amarilla de una lámpara. Una voz de mujer preguntó:
—¿Amigo o enemigo? —y se echó a reír.
—Amigo —dijo Fumo, y se encaminó a la puerta.
El aire, no cabía la menor duda, olía a ginebra. La mujer que asomaba el torso por encima del panel inferior de la puerta holandesa era de aquellas cuya mediana edad se alargaba, si bien Fumo no hubiera podido precisar a qué altura de esa alargada mediana edad se encontraba.
Sus cabellos ralos podían ser grises o castaños, usaba unas gafas de cristal modelo ojo-de-gato y sonreía con una sonrisa de dentadura postiza; los brazos que cruzaba sobre la puerta eran pecosos y maternales.
—Bueno —dijo—, es que yo a ti no te conozco.
—Quisiera saber —dijo Fumo— si voy bien por este camino a un pueblo llamado Bosquedelinde.
—No sé decirte —dijo la mujer—. ¿Jeff? ¿Podrías indicarle a este joven cuál es el camino a Bosquedelinde? —esperó desde dentro una respuesta que Fumo no oyó, y abrió la puerta—. Pasa —dijo—. Lo veremos.
La casa, pequeña y pulcra, estaba abarrotada de cosas. Un perro lanudo viejo, decrépito, le olisqueó los pies, divertido, jadeando; Fumo tropezó con una mesilla de teléfono de bambú, chocó con el hombro contra una repisa atestada de chucherías, resbaló sobre un felpudo y fue a dar, a través de una angosta arcada, a una salita de estar que olía a rosas, a loción de bayrum y a los fuegos del pasado invierno. Jeff soltó el periódico y levantó del cojinillo los pies empantuflados:
—¿Bosquedelinde? —farfulló por entre la pipa y los dientes.
—Bosquedelinde. Me dieron algunas indicaciones, o cosa parecida.
—¿Viajas haciendo autostop? —la boca descarnada de Jeff se abrió como la de un pez para exhalar una bocanada mientras examinaba a Fumo con aire dubitativo.
—No, a pie, en realidad.
Encima de la chimenea había un tapete bordado. Decía:
Viviré en una Casa
junto al Camino
y seré una Amiga para el Hombre.
Margaret Junípero 1927
—Voy allí a casarme.
Ahhh, parecieron decir ellos.
—Bien —Jeff se puso de pie—. Marge, trae el mapa.
Era un mapa del condado o algo así, mucho más detallado que el de Fumo; encontró la constelación de pueblos que ya conocía, nítidamente delineada, pero de Bosquedelinde ni rastro.
—Tiene que estar por aquí —Jeff cogió un cabo de lápiz y con un «hmmm» y un «veamos» unió los centros de los cinco pueblos en una estrella de cinco puntas. Golpeó con el lápiz el pentágono delimitado por los lados de la estrella y miró a Fumo por encima de sus cejas claras. El truco de un avezado lector de mapas, pensó Fumo. Atisbo la sombra de un camino que cruzaba el pentágono y empalmaba con el que él había tomado, y que se interrumpía definitivamente allí, en Arroyodelprado—. Hmmm —dijo.
—Esto es prácticamente todo cuanto puedo informarte —dijo Jeff, mientras volvía a enrollar el mapa.
—¿Piensas caminar toda la noche? —preguntó Marge.
—Bueno…, traigo un saco de dormir.
Marge miró las mantas poco confortables que Fumo llevaba atadas con correas a la parte superior de su mochila, y frunció los labios.
—Y supongo que no has comido nada en todo el día.
—Oh, sí, unos bocadillos, ¿sabe usted?, y una manzana…
La cocina estaba empapelada con cestas de frutas indeciblemente lujuriosas, uvas azules y manzanas encarnadas y melocotones priscos que sobresalían como nalgas opulentas de las canastas. Plato humeante tras plato humeante, Marge trasladó las viandas desde el hornillo al mantel de hule, y una vez éstas consumidas, Jeff sirvió licor de plátanos en unas copitas de color rubí. El cual surtió su efecto, y todas las reticencias y cortesías de Fumo ante la hospitalidad que le brindaban se desvanecieron, y Marge «preparó el sofá cama» y puso a dormir a Fumo en él envuelto en una manta india de color ocre y sepia.
Durante un rato, después que los Junípero lo dejaran solo, permaneció despierto, mirando en torno. Sólo una lamparilla de noche alumbraba la estancia, una veladora que imitaba una minúscula cabaña cubierta de rosas, conectada directamente al enchufe. A esa luz, veía el sillón de Jeff, uno de esos sillones de madera de arce cuyos brazos anaranjados semejantes a remos siempre le habían parecido tentadores, como si estuvieran hechos de duro y brillante caramelo. Veía los visillos fruncidos agitados por la brisa que olía a rosas. Oía suspirar, en sueños, al perro lanudo. Descubrió otro tapete bordado. Este decía, le pareció, pero no estaba seguro:
Las Cosas que nos hacen Felices
nos hacen Sabios.
Se quedó dormido.