Capítulo 2

La sed que el Alma apura

reclama un elixir divino;

mas, pudiera yo de Jove libar el néctar

por el vuestro jamás lo trocaría.

Ben Jonson

La Tierra giraba, rotunda, su redondez, escorando el pequeño parque en tanto Auberon permanecía sentado uno, dos, tres días más, de cara al cielo y al sol inmutable. Los días templados eran ya más frecuentes, y el calor, aunque nunca del todo acompasado a la progresiva traslación de la Tierra, era ahora más constante, menos antojadizo, pronto imposible de esquivar. Auberon, trabajando con ahínco, apenas si lo notaba: ni siquiera se había quitado el gabán; había dejado de creer en la primavera, y un poquito de calor no lograría convencerlo. Persevera, persevera.

No ella sino este parque

Lo difícil era, como lo había sido siempre, pensar, reflexionar lúcida y honestamente en lo que había sucedido, y sacar conclusiones que tuviesen en cuenta todos los aspectos, que fueran maduras: ser objetivo. Había multitudes de razones por las cuales ella pudo haberlo abandonado, él lo sabía demasiado bien; sus defectos, tan numerosos como las piedras que pavimentaban estos senderos, estaban tan arraigados en él y eran tan punzantes como las espinas de ese zarzal en flor. Al fin y al cabo, no había en la muerte del amor ningún misterio, ningún misterio a no ser el misterio mismo del amor, que era inmenso, sin duda, pero real, tan real como la hierba, tan natural e inexplicable como el crecimiento de la rama, la eclosión de la flor.

No, que ella lo hubiese abandonado era triste, y un enigma; pero lo insano, lo enloquecedor era su desaparición. ¿Cómo pudo desaparecer sin dejar rastros? Él la había imaginado secuestrada, asesinada; la había imaginado tramando su propia desaparición con el único propósito de enloquecerlo de terror y desesperación, pero ¿por qué habría querido ella hacerle eso? Loco de furia, frenético, había abordado al fin, incapaz de seguir aguantando, a George Ratón: «Vamos, dime tú, hijo de puta, dónde está, qué has hecho con ella», para ver su propia locura reflejada en el inocente miedo de su primo mientras le decía: «Momento, momento», y buscaba a tientas entre sus trastos un viejo bate de béisbol. No, él no había procedido, en sus indagaciones, como un hombre en su sano juicio, pero ¿qué demonios podía esperarse que hiciera?

¿Qué demonios podía esperarse que hiciera cuando, después de dos ginebras en el Séptimo Santo, la veía pasar de largo en medio del gentío del otro lado del ventanal, y, después de cinco, la encontraba sentada en la banqueta de al lado?

Una única gira por el Harlem hispano, donde había visto réplicas de ella en una docena de esquinas, con la cintura al aire bajo corpiños tropicales, empujando cochecitos de bebé, mascando chicle en portales atestados —rosas morenas todas ellas y ninguna de ellas ella—, y había abandonado esa pesquisa. Había olvidado por completo, si acaso lo supo alguna vez, cuáles de esos edificios de esas calles tan individuales pero al mismo tiempo idénticas eran aquellos a los que ella lo llevara de visita; podía estar en cualquiera de esas salitas azulosas, espiando a través del encaje plástico de los visillos mientras él pasaba, en cualquiera de esos cuartos iluminados por la luz acuosa de la televisión y los cabos rojos de las velas votivas. Peor aún fue la pesquisa en cárceles, hospitales, manicomios, donde evidentemente eran los reclusos los que estaban a cargo; sus llamadas fueron derivadas de malhechor a lunático, de lunático a paralítico, y cortadas al fin, por accidente o a propósito: él no se había hecho entender. Si ella hubiera ido a parar a una de aquellas mazmorras públicas… No. Si era locura elegir creer que no, él prefería estar loco.

Y en la calle oía que lo llamaban, que lo llamaban por su nombre. En voz baja, con timidez, con alegría, con alivio; en tono perentorio. Y él se detenía y escrutaba la avenida arriba y abajo, sin verla, pero no queriendo moverse del lugar por temor de que ella lo perdiera de vista. A veces volvían a llamarlo, más insistentemente, y él seguía sin verla; y a la larga reanudaba la marcha, deteniéndose a cada paso, volviendo a cada paso la cabeza, acabando al fin por decirse a sí mismo en voz alta que no era ella, que ni siquiera era a él a quien habían llamado, olvídalo; y los transeúntes curiosos lo observaban con disimulo razonar consigo mismo.

Loco debía de haber parecido, sí, pero ¿quién demonios tenía la culpa de eso? Él sólo había tratado de ser sensato, de no dejarse alucinar y obsesionar por lo imaginario, había luchado contra eso, claro que había luchado, aunque a la larga había sucumbido; caray, debía de ser hereditario, alguna tara que reaparecía en él saltando generaciones, como el daltonismo…

Bueno, eso se había acabado ahora. Si era o no posible que el parque y el Arte de la Memoria le revelasen el secreto de su paradero, a él no le interesaba; no era en eso en lo que ahora se empeñaba. Lo que creía y esperaba, lo que parecía prometerle la naturalidad con que la estatuaria y el boscaje y los intrincados senderos aceptaban su historia, era que si él depositaba en ellos sus agonías de todo aquel año —sin obviar ninguna esperanza, ninguna degradación, ninguna pérdida, ninguna ilusión—, llegaría un día a recordar, no sus búsquedas, no, sino estos senderos entrecruzados que, yendo siempre hacia dentro, siempre conducían hacia fuera.

No el harlem hispano sino esa cesta de alambre justo del otro lado de la verja, con una cerveza Schaefer y un hueso de mango y un arrugado ejemplar de El Diario, MATAN como siempre, en los titulares.

No la Alquería del Antiguo Fuero sino esa vieja caseta de vencejos en un pilote, y sus belicosos y bulliciosos ocupantes yendo y viniendo y construyendo nidos.

No el Bar y Parrilla del Séptimo Santo sino Baco en bajorrelieve, o Sileno o quienquiera que fuese ese personaje sostenido por sátiros con patas de cabra, casi tan ebrios como su dios.

No la fatídica e incesante opresión de su locura, heredada e insoslayable, sólo esa placa adosada al portón por el que había entrado: Ratón Bebeagua Piedra.

No las falsas Sylvies que lo habían atormentado cuando estaba borracho e indefenso sino las chiquillas, saltando a la cuerda y jugando a los bolos y cuchicheando entre ellas mientras lo espiaban con recelo, que eran siempre las mismas y sin embargo siempre distintas, tal vez sólo con vestidos diferentes.

No su estación en las calles sino las estaciones de este pabellón.

No ella sino este parque.

Persevera, persevera.

Nunca, nunca

La fría compasión de los encargados de los bares era, Auberon —había podido comprobarlo—, semejante a la de los sacerdotes: universal, con caridad para todos y malicia hacia casi nadie. Firmemente instalados (sonriendo y haciendo gestos rituales y alentadores con la copa y el paño) entre sacramento y comulgante, exigían más que ganaban amor, confianza, dependencia. Más vale, en todo caso, apaciguarlos. Un hola ostentoso, y las propinas sutiles pero suficientes.

—Una ginebra, por favor, Víctor, digo Siegfried.

¡Oh Dios, ese solvente! Toda una estación de tardes estivales disuelta en él como una vez su padre, en un raro arranque de entusiasmo por las ciencias, había disuelto en la escuela algo azul verdoso (¿papel de calcar?) en una cubeta de un ácido claro hasta que desapareció, desapareció por completo, sin siquiera manchar el solvente con el más leve residuo verídico; ¿qué se había hecho del papel? ¿Qué había sido de aquel mes de julio?

El Séptimo Santo era una caverna fresca, fresca y obscura como cualquier madriguera. A través de las ventanas el calor implacable se mostraba tanto más insensible y violento a sus ojos cuanto más se acostumbraban a la obscuridad; contemplaba, allá afuera, un desfile de rostros ofuscados, atormentados, cuerpos tan casi desnudos como la decencia y la inventiva les permitían estar. Los negros se volvían grises y aceitosos, y la gente blanca, roja; sólo los hispanos lucían florecientes, e incluso ellos parecía a veces un tanto decaídos y mustios. El calor era una afrenta, como el frío del invierno; todas las estaciones eran errores aquí, con la sola excepción de dos días en la primavera y una semana en el otoño colmados de posibilidades inmensas, horas maravillosas de una perfecta armonía.

—¿Suficiente calor para ti? —dijo Siegfried. Siegfried era el que había reemplazado a Víctor, el primer amigo de Auberon detrás de la barra del Séptimo Santo. Auberon nunca había querido tener ninguna intimidad con ese botarate estúpido llamado Siegfried. Adivinaba una crueldad en él nada pastoral, un solazarse casi en las debilidades ajenas, un Schadenfreude que ensombrecía su ministerio.

—Sí —dijo Auberon—. Sí, suficiente. —En alguna parte, a lo lejos, sonaban disparos de armas de fuego. La forma de evitar que lo perturbasen, había decidido Auberon, consistía en suponer que eran fuegos artificiales. De todos modos, uno nunca veía los muertos en las calles, o tan raras veces como veía los cadáveres de conejos o pájaros en los bosques. De uno u otro modo los hacían desaparecer—. Está fresco aquí dentro, sin embargo —dijo, con una sonrisa.

Ulularon sirenas, alejándose.

—Lío en alguna parte —dijo Siegfried—. Esa manifestación.

—¿Manifestación?

—Russell Eigenblick. Fenomenal. ¿No sabías?

Auberon gesticulaba.

—Caray, ¿en qué mundo vives? ¿No te enteraste de los arrestos?

—No.

—Unos tíos que pillaron en el sótano de no sé qué iglesia. Con armas y bombas y panfletos. Eran de una secta. Planeaban un asesinato o algo por el estilo.

—¿Iban a asesinar a Russell Eigenblick?

—¿Quién demonios lo sabe? A lo mejor eran su gente. Exactamente no me acuerdo. Pero él está escondido, sólo que hoy es esa marcha fenomenal.

—¿A favor o en contra de él?

—¿Quién demonios lo sabe? —Siegfried se apartó. Si Auberon quería detalles, que se comprase un periódico. El encargado del bar sólo buscaba conversación; tenía cosas mejores que hacer que contestar preguntas ociosas. Auberon, amilanado, bebió otro sorbo. Fuera, en la calle, la gente pasaba ahora más a prisa, en grupos de dos y tres, volviéndose a mirar atrás. Algunos gritaban, otros se reían.

Auberon dejó de mirar por la ventana. Subrepticiamente, contó su dinero, con el atardecer aún, y la noche por delante. Pronto tendría que descender en la escala del bebedor, de este agradable —más que agradable, necesario, imprescindible— refugio, a lugares menos acogedores, brillantemente iluminados, inhóspitos, con pegajosas barras de plástico coronadas por las caras cerosas de parroquianos viejos, los ojos fijos en los precios absurdamente baratos expuestos en el espejo delante de ellos. Tugurios, los llamaban en los libros, antaño. ¿Y después? Él podía beber solo, desde luego, y al por mayor por así decir: pero no en la Alquería del Antiguo Fuero, no en el Dormitorio Plegable.

—Otra de éstas —dijo mansamente—, cuando te venga bien.

Esa mañana había decidido, no por primera vez, que su búsqueda había terminado. No se lanzaría hoy a las calles a perseguir pistas ilusorias. Si ella no quería que la encontrase, no la iba a encontrar. Su corazón había llorado a gritos. Pero ¿si ella quisiera? Si tan sólo se ha perdido y te anda buscando a ti mientras tú la buscas a ella, si ayer apenas hubierais pasado a una manzana de distancia uno de otro, si en este momento está sentada en algún lugar cercano, en el banco de un parque, en un portal, sin poder Comoquiera encontrar el camino para volver a ti, si ahora mismo está pensando: Él no querrá creer esta descabellada historia (cualquiera que fuese); si al menos lo encontrase, si al menos…; y las lágrimas de desolación en sus mejillas morenas… Pero todo eso era viejo. Era la Idea de la Historia Descabellada, y él la conocía demasiado bien; había sido en su momento una luz, un rayo de esperanza, pero con el tiempo se había condensado en este punto al rojo vivo, no una esperanza sino un reproche, ni siquiera (¡no!, ¡nunca más!) un aliciente; y era por eso que se la podía apagar.

Él la había apagado, sí, brutalmente, y venido al Séptimo Santo. Un día libre.

Ahora sólo le quedaba por tomar una última decisión, y (con la ayuda de esta ginebra, y otra más) hoy la iba a tomar. ¡Ella no había existido nunca! Había sido un espejismo. Le iba a ser difícil, al principio, convencerse de lo sensata que era esta solución para acabar con su problema; pero poco a poco se le haría más fácil.

—Nunca ha existido —murmuró—. Nunca, nunca, nunca.

—¿Cómo dices? —preguntó Siegfried, que por lo general no oía cuando le pedías, simplemente, que volviera a llenarte la copa.

—Tormenta —dijo Auberon, porque justo en ese momento se oyó un ruido que si no eran cañonazos eran truenos.

—Refrescará un poco —dijo Siegfried. Qué demonios podía importarle a él, pensó Auberon, veraneando en esta caverna.

Por entre los fragores del trueno llegaban desde lejos, desde el centro de la ciudad, los redobles más rítmicos de un bombo. Más gente llenaba la calle, empujada por, o quizá anunciando, algo importante que se aproximaba y que de tanto en tanto se volvían a mirar por encima del hombro. Carros patrulleros ocupaban precipitadamente las intersecciones de la calle y la avenida, reflectores azules giraban explorando las aceras y los portales. Entre los que venían calle arriba —caminando displicentemente por el centro de la calzada, y que a Auberon le parecían exaltados— había varios con las camisas ablusadas de colorines que usaban los partidarios de Eigenblick; éstos, y otros con gafas obscuras y trajes ajustados, y algo que parecía ser audífonos para sordos adosados a las orejas pero que probablemente no lo fueran, discutían, gesticulando, con los sudorosos policías. Una banda de conga ambulante, haciendo contrapunto al lejano redoble del bombo, avanzaba hacia el norte rodeada por una alegre comparsa de gente morena y negra, y por fotógrafos. Los hombres trajeados parecían mandar a los policías, que, aunque provistos de cascos y armas, no tenían aparentemente ninguna autoridad. El trueno, más claro, retumbó otra vez.

Auberon creía haber descubierto, desde que llegara a la Ciudad, o al menos desde que empezara a pasar largas horas viendo desfilar las multitudes, que la humanidad, o en todo caso la humanidad urbana, pertenecía a sólo unos pocos tipos diferentes, no físicos ni sociales ni raciales, exactamente, aunque las características que podían llamarse físicas o sociales o raciales ayudaban a clasificar a las personas. No podía decir con exactitud cuántos de esos tipos había, ni describir con precisión ninguno de ellos, ni tampoco recordarlos cuando no tenía ante sus ojos un ejemplo real; pero a cada instante se sorprendía diciéndose: «Ah, he aquí una de esa clase de personas». Claro que eso no lo había ayudado en su búsqueda de Sylvie, que, por muy distinta que fuese, por absolutamente única, el vago tipo al que pertenecía parecía, para su tormento, sembrar por doquier hermanas suyas. Muchas ni siquiera se parecían a ella. Eran sus hermanas, sin embargo; y a él lo atormentaban mucho más que las jóvenes y lindas que superficialmente se le parecían, como estas que, en los brazos enjutos y musculosos de sus novios o maridos honorarios, seguían ahora, bailando, tras la banda de conga. Un grupo más numeroso, de un cierto nivel social, estaba apareciendo a la vista por detrás de ellos. Una procesión de matronas y hombres vestidos decentemente, avanzando en hileras todos a la par, mujeres negras de pechos enormes con perlas y gafas, hombres con humildes sombreros de ala ancha, muchos de ellos flacos y encorvados. Auberon se había preguntado a menudo cómo es que las mujeres negras gordas, enormes, pueden adquirir, a medida que envejecen, esos rostros duros, cincelados, graníticos, correosos, todo lo que uno asocia con la delgadez. Este grupo llevaba en alto, sostenida con palos, una pancarta que ocupaba todo el ancho de la calzada, con orificios en media luna recortados en la tela para evitar que se inflara como un velamen y los arrastrase, y cuya inscripción, en letras dibujadas con lentejuelas, anunciaba IGLESIA DE TODAS LAS CALLES.

—Ésa es la iglesia —dijo Siegfried, que había trasladado sus actividades de lavacopas a la ventana para poder curiosear—. La iglesia donde encontraron a esos tipos.

—¿Los de las bombas?

—Se necesita coraje.

Como Auberon no sabía aún si los tipos de las bombas que encontraran en la Iglesia de Todas las Calles estaban a favor o en contra de quienquiera que esta manifestación estuviese en contra o a favor, supuso que eso podía ser cierto.

El contingente de la Iglesia de Todas las Calles, la pobreza decorosa de la mayoría de ellos hasta donde Auberon podía discernir, con uno o dos blusones de Eigenblick marchando a la par, y uno de los portadores de audífonos vigilándolos, iba escoltado por la prensa con todos sus ojos, a pie o en furgonetas, y por soldados de caballería armados, y por curiosos. Como si el Séptimo Santo fuese un abra en remanso, y de pronto la marea empezara a subir, dos o tres de éstos se precipitaron a través de las puertas, trayendo consigo el aliento abrasador del día y los olores de la marcha. Se quejaron a voces del calor, más con silbidos agudos y roncos gruñidos que con palabras, y pidieron cervezas.

—Aquí tienes, toma esto —dijo uno, y le tendió algo a Auberon en la palma de una mano amarillenta.

Era una tirita de papel, como esas buenaventuras de los pastelillos chinos. Impresa en ella en burdos caracteres, podía verse parte de una frase, pero el sudor de la mano del hombre había borroneado una porción del texto, y todo cuanto Auberon pudo descifrar fue la palabra «mensaje». Dos de los otros estaban comparando tiritas de papel similares, riendo a carcajadas y limpiándose de los labios la espuma de la cerveza.

—¿Qué significa?

—Eso es lo que tú tienes que adivinar —respondió jovialmente el hombre. Siegfried puso una ginebra delante de Auberon—. A lo mejor si haces la parejita te ganas un premio. Una lotería. ¿Huh? Las están repartiendo por toda la ciudad.

Y en efecto, Auberon vio ahora en la calle una hilera de mimos o payasos con las caras blanqueadas bailoteando un cake-walk en pos de la Iglesia de Todas las Calles, haciendo acrobacias simples, disparando pistolas de fulminantes, saludando a diestro y siniestro con sombreros raídos, y distribuyendo esas tiritas de papel entre el emjambre de gente que a codazos y empujones se abría paso hacia ellos para cercarlos. La gente las cogía, los niños pedían más. Las estudiaban, las cotejaban. Si nadie las cogía, los payasos las echaban a revolotear en la brisa que estaba empezando a levantarse. Uno de los payasos giró la manivela de una sirena que llevaba colgada del cuello, y se oyó, vago, distante, un gemido estremecedor.

—Santo Dios, qué es esto —dijo Auberon.

—Quién demonios lo sabe —dijo Siegfried.

Con un estallido de bronces, una banda en marcha rompió a tocar, y de súbito la calle se llenó de brillantes banderas de seda —barras y estrellas— batiendo y ondulando al viento. Águilas dobles lanzaban gritos desde algunas de las banderas, águilas dobles con dobles corazones llameantes en el pecho, algunas portando rosas en el pico, ramas de mirto, espadas, flechas, rayos relampagueantes en las garras, las testas nimbadas por coronas de cruces, de medias lunas (o de ambas), sangrantes, refulgentes, en llamas. Parecían planear y revolotear en la atronadora ola de sonido militar que se elevaba de la banda, cuyos componentes no iban uniformados sino de chistera, frac y cuello de pajarita de papel. Un gonfalón azul Prusia con una orla de oro nació delante de ellos, pero desapareció antes de que Auberon pudiera leerlo.

Los parroquianos del bar corrían a las ventanas.

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa? —Los mimos o payasos flanqueaban la marcha, ofreciendo tiritas de papel, esquivando con destreza manos pedigüeñas mientras daban volteretas o se deslizaban uno por encima de los hombros de otro. Auberon, a esa altura ya bien lubricado, estaba enardecido, como lo estaban todos, pero él no sólo porque no tenía ni la más remota idea de para qué se estaba derrochando toda esa lógica energía sino también por el ritmo frenético del espectáculo, el incesante ondear de las banderas; nuevos refugiados irrumpían a través de las puertas del Séptimo Santo. Por un momento la música creció, ensordecedora. No era una buena banda, cacofónica en realidad; pero el gran tambor llevaba el compás.

—Santísimo Dios —dijo un hombre macilento con un traje arrugado y un sombrero de paja casi sin ala—. Santísimo Dios, esa gente.

—No los dejéis entrar —dijo un hombre negro. Entraron más negros, blancos, otros. Siegfried parecía asustado, acorralado. Había esperado una tarde tranquila. Un rugido súbito, castañeteando, ahogó los pedidos de sus parroquianos, y afuera, descendiendo justo hacia el valle de la calzada, un helicóptero tartajeó, planeó, se remontó, descendió otra vez, explorando, levantando ventarrones en las calles; la gente se sujetaba el sombrero, corriendo en círculo como aves de corral bajo la amenaza de un halcón. Unas órdenes eran emitidas desde el helicóptero, entre ininteligibles gritos de ronca estática, y repetidas una y otra vez, siempre ininteligibles pero más insistentes. En la calle, la gente le respondía a gritos, desafiante, y el helicóptero se elevó y girando con cautela se alejó. Vítores y silbidos para el dragón en fuga.

—¿Qué decían, qué decían? —se preguntaban los parroquianos.

—A lo mejor —sugirió Auberon como si pensara en voz alta— querían prevenirles que está por llover.

Y estaba por llover. A nadie le importaba. Apretujados, aplastados casi en medio del tumulto, pasaban nuevos bailarines de conga, todos canturreando a su cadencia:

—Que truene, que llueva; que truene, que llueva… —Empezaban a armarse grescas, contiendas a empujones sobre todo para adelantarse unos a otros; las mujeres chillaban, los curiosos separaban a los contrincantes. El desfile parecía estar transformándose en un avispero, una batahola. Pero unos cláxones sonaron, insistentes, y los púgiles fueron separados por varias limusinas con banderines en los parachoques flameando al viento. Correteando a los flancos de los automóviles iban muchos de los hombres de traje y gafas obscuras, mirando hacia todas partes y hacia ninguna, ceñudo el semblante, no divertidos ellos. Rápida, ominosamente, la escena se había ensombrecido, el hiriente y polvoriento resplandor anaranjado del crepúsculo se apagó como una lámpara de arco, nubes negras debían de haber cegado al sol. Y un viento que soplaba cada vez más recio despeinaba incluso los cabellos pulcramente recortados de los guardias vestidos de paisano. La banda había enmudecido, sólo el tambor proseguía, fúnebre y solemne. Curiosa, tal vez furiosa, la multitud se apiñaba alrededor de los automóviles. Les ordenaban dispersarse. Guirnaldas de flores tétricas empavesaban algunos de los automóviles. ¿Un funeral? Nada, nada podía verse detrás del cristal ahumado de las ventanillas.

Los parroquianos del Séptimo Santo, respetuosos o resentidos, se habían quedado en silencio.

—La postrera, la última esperanza —dijo el hombre triste del sombrero de paja—. La jodida postrera y última esperanza.

—Todo concluido —dijo otro, y bebió ansiosamente—. Todo concluido menos el griterío. —Los automóviles desaparecieron, y en formación tras ellos, cubriendo la retaguardia, las muchedumbres; el tambor era como un corazón agonizante. Y entonces, cuando la banda rompió de nuevo rumbo a la ciudad alta, resonó, terrorífico, el estampido de un trueno, y todos en el bar se agacharon simultáneamente, y se miraron luego unos a otros, riendo, avergonzados de haber sentido miedo. Auberon apuró de un trago su quinta ginebra y, satisfecho consigo mismo sin más razón que ésa, dijo:

—Que truene, que llueva. —Y más autoritariamente que como acostumbraba hacerlo, empujó hacia Siegfried su copa vacía—. Otra —dijo.

Enseguida se descargó la lluvia, grandes goterones que repiqueteaban contra el alto ventanal, y caían luego en grandes chorros, siseando furiosamente como si la ciudad sobre la cual se derramaban estuviese al rojo vivo. La lluvia que chorreaba por el ventanal color caramelo obscurecía los avatares de la marcha. Ahora, al parecer, en seguimiento de las limusinas y encontrando cierta resistencia, iban llegando filas de encapuchados con orificios a la altura de los ojos, o con caretas como de soldador pero de papel, portando garrotes o bastones; si formaban parte del desfile, o de otra manifestación opuesta a él, imposible saberlo. El Séptimo Santo se llenó rápidamente de un gentío alborotador que huía de la lluvia. Uno de los mimos o payasos, con la blanquísima cara chorreando agua, entró haciendo reverencias, pero algunos gritos de bienvenida le sonaron hostiles, y volvió a salir, haciendo reverencias.

Truenos, lluvia, luz crepuscular, todo sumido de pronto en el obscuro torbellino; muchedumbres chorreando a través de las calles bajo el aguacero al fulgor despiadado de los faroles. Rotura de cristales, gritos, tumulto, sirenas, una guerra desatada. Los que habían permanecido en el bar salían precipitadamente, para ver o participar, y eran reemplazados por otros que huían, que ya habían visto bastante. Auberon, fiel a su taburete, tranquilo, feliz, levantó su copa estirando casi imperceptiblemente el meñique. Miró con una sonrisa beatífica al hombre atribulado del sombrero de paja que permanecía de pie junto a él.

—Borracho como un señor —dijo—. Muy literalmente. O sea, un bobo mamarracho.

—No, no —gritó Siegfried de pronto, haciendo aspavientos con las manos, porque una pandilla de seguidores de Eigenblick, con las camisas de colorines pegoteadas al cuerpo por la lluvia, se disponía a irrumpir en tropel, sosteniendo a un cofrade herido, con una telaraña sanguinolenta a través de la cara. Indiferentes a los gritos y ademanes de Siegfried, entraron, y el gentío, entre murmullos, les abrió paso. El hombre junto a Auberon los observaba con ojos desafiantes, truculentos, increpándolos in mente con palabras imposibles de adivinar. Alguien desocupó bruscamente una mesa, derramando una bebida, y el herido fue instalado en una silla.

Allí lo dejaron para que se recobrase, y a empujones se acercaron a la barra. Un impulso fugaz de negarse a servirles pasó como una sombra por el semblante de Siegfried, pero cambió de idea. Uno de ellos, una persona menuda que tiritaba de frío, con la espalda envuelta en la camisa multicolor de algún otro, se encaramó en el taburete vecino al de Auberon. Otro, irguiéndose en puntillas y levantando en alto su copa, pronunció un brindis:

—¡Por la Revelación! —Auberon se inclinó hacia la persona que acababa de sentarse a su lado y le preguntó:

—¿Qué revelación?

Excitada, tiritando, enjugándose la lluvia de la cara, ella se volvió hacia él. Se había cortado el cabello, muy corto, como un muchacho.

—La Revelación —dijo, y le tendió una tirita de papel. No queriendo apartar de ella la mirada ahora que la tenía junto a él, temiendo que si la perdía de vista un instante pudiera no estar allí cuando volviese a mirar, Auberon levantó el papelito hasta sus ojos obnubilados por el alcohol. Decía: No por tu culpa.

No importa

En realidad, había dos Sylvies a su lado, una para cada ojo. Se tapó uno con la palma de la mano y dijo:

—Tanto tiempo…

—Aja. —Todavía tiritando, pero contagiada de la excitación y la gloria de sus compañeros, miraba en torno, sonriente.

—¿Así que te fuiste, al fin y al cabo? —dijo Auberon—. ¿Adonde? ¿Dónde has estado, quiero decir? —Él sabía que estaba borracho, y era preciso que le hablase con cuidado, con dulzura, no fuese ella a notar su estado y se avergonzara de él.

—Por ahí.

—No creo —dijo Auberon, y habría continuado: No creo que si no fueras realmente tú, Sylvie aquí y ahora, me lo dirías, pero nuevos brindis y bulliciosos ires y venires silenciaron sus palabras y dijo tan sólo—: Si fueras una creación de mi fantasía, quiero decir.

—¿Qué? —dijo Sylvie.

—¡Que cómo lo has pasado, quiero decir! —Sintió que la cabeza le tambaleaba sobre el cuello, y la frenó—. ¿Puedo pagarte una copa? —Ella soltó la risa ante esa invitación: las copas para la gente de Eigenblick no se pagaban esa noche. Uno de sus camaradas la alzó en vilo y la besó.

—¡La Caída de la Ciudad! —gritó roncamente (sin duda, había estado gritando durante todo el día)—. ¡La Caída de la Ciudad!

—¡Haaala! —respondió ella, más una forma de confraternizar con su entusiasmo que con su sentir propiamente dicho. Luego, volviéndose de nuevo hacia Auberon, bajó la vista, movió una mano en dirección a él: ahora iba a explicarlo todo; pero no, tan sólo cogió su copa y bebió un sorbo (alzando hacia él los ojos por encima del borde), y con una mueca de asco la puso otra vez sobre la barra.

—Ginebra —dijo él.

—Sabe a alcolado.

—Bueno, no se trata de que sepa bien —dijo él—, sólo de que te haga bien. —Y oyó en su voz un tono jocoso Auberon-y-Sylvie tanto tiempo ausente de ella que fue como escuchar una antigua melodía o reconocer el casi olvidado sabor de una comida. Que te haga bien, sí, porque algo más, un pensamiento que tenía que ver con su naturaleza imaginaria, estaba tratando de quebrar como un abreostras la concha de su conciencia, de modo que bebió otra vez, y la contempló embelesado en tanto ella contemplaba embelesada la locura festiva desatada en derredor—. ¿Cómo está el señor Rico? —preguntó.

—Muy bien. —Mmm, sin mirarlo. No quería insistir con ese tema. Pero estaba ansioso, desesperado por conocer su corazón.

—¿Lo has pasado bien, feliz al menos?

Ella se encogió de hombros.

—Atareada. —Una ligera sonrisa—. Una niñita atareada.

—Bueno, quiero decir… —Calló de golpe.

La mortecina, última lucecita de razón de su cerebro le indicó, antes de apagarse, Silencio y Circunspección.

—No importa —dijo—. He estado pensando mucho en esto, últimamente, ¿sabes?, bueno, podías haberlo imaginado, en nosotros y todo lo demás, tú y yo quiero decir, y llegué a la conclusión de que en realidad todo es básicamente lógico, todo bien, de verdad. —Ella había apoyado la mejilla en el hueco de una mano y lo estaba mirando absorta y a la vez distraída, como siempre lo hacía ante sus disquisiciones—. Tú seguiste adelante, sólo eso, ¿verdad? Quiero decir que las cosas cambian, la vida cambia; ¿acaso yo podía quejarme de eso? No, contra eso yo no podía tener nada que alegar. —De pronto, todo era maravillosamente claro—. Es como si yo hubiera estado contigo en una fase de tu evolución, tu fase de crisálida, supongamos, o de ninfa. Pero tú superaste esa fase. Te transformaste en una persona diferente. Como las mariposas. —Sí, ella se había desprendido del caparazón transparente que era la muchacha que él había conocido y tocado, y él (como lo hacía de niño con las huecas esculturas de colapez de las langostas) había guardado el cascarón, todo lo que le quedaba de ella, tanto más precioso por su terrible fragilidad y el perfecto abandono que encarnaba. Y mientras tanto a ella (si bien fuera del alcance de su vista y de su entendimiento, imaginable sólo por inducción) le habían crecido alas y había echado a volar: no sólo estaba en otra parte sino que además era otra.

Ella arrugó la nariz y abrió la boca en un ¿huh?

—¿Qué fase? —dijo.

—Una fase anterior.

—¿Pero cuál era la palabra?

—Ninfa —dijo él. Estalló un trueno; el ojo de la tormenta había pasado; la lluvia lloraba otra vez. ¿Y lo que ahora veían sus ojos no era entonces nada más que la antigua transparencia? ¿O ella, ella en carne y hueso? Era importante poner esas cosas en claro cuanto antes. ¿Y cómo podía ser que fuese su carne lo que permaneciera en él más intensamente? ¿Y sería la carne de su alma o el alma de su carne?— No importa, no importa —dijo, la voz aguardentosa de dicha, el corazón purificado en la ginebra de la generosidad humana; él le perdonaba todo, todo a cambio de esa presencia, cualquier cosa que fuese—. No importa.

—Claro, claro que no —dijo ella, y cogiendo la copa de Auberon brindó por él antes de beber con cautela otro sorbito—. Cosas que pasan, ¿sabes?

—La verdad es belleza, la belleza es verdad —farfulló él—, y eso es todo lo que se sabe en esta tierra, todo…

—Tengo que irme —dijo ella—. Al excusado.

Eso era lo último que él recordaba con claridad: que ella volvió del retrete, aunque él no había esperado que lo hiciera; que su corazón había revivido como cuando ella, en el taburete de al lado, se había vuelto hacia él y lo había mirado; olvidó que la había negado tres veces, que había decidido que ella nunca había existido; de todos modos, eso era absurdo, cuando ella estaba allí, cuando afuera, bajo la lluvia persistente (tan sólo este vislumbre tuvo él) pudo besarla; su carne mojada por la lluvia estaba fría como la de un espectro, sus pezones duros como frutos verdes, pero él la imaginaba ardiente.

Sylvie & Bruno

Hay hechizos duraderos, que mantienen al mundo largo tiempo en suspenso bajo su poder, y hechizos efímeros, que se disipan rápidamente y dejan al mundo tal cual era. El del licor, todo el mundo lo sabe, es de los que no duran.

Arrancado tras unas pocas horas de un estado de inconsciencia parecido a la muerte, Auberon se despertó bruscamente poco después del alba. Supo al instante que debería estar muerto, que la muerte era su única condición apropiada, y que no estaba muerto. Gimió en voz queda, roncamente:

—No; oh, Dios, no —pero el olvido es un consuelo inalcanzable, y hasta el sueño había huido de él. No: estaba vivo, y el mundo sórdido seguía allí, en torno de él; los ojos fijos en el cielo raso del Dormitorio Plegable le mostraban un mapa alucinante, tantas otras islas del Diablo de yeso. No le fue necesario investigar para descubrir que Sylvie no estaba a su lado. Había, sin embargo, alguien junto a él, alguien enroscado en la sábana húmeda (hacía ya un bochorno infernal, un sudor frío se enroscaba en la frente y el cuello de Auberon). Y alguien, alguien más le estaba hablando: hablándole apaciguadora, confidencialmente desde un rincón del Dormitorio Plegable—:… La sed de un vino antiguo, largo tiempo Añejado en la fresca entraña de la tierra, Que a Flora sepa y a campiña verde…

La voz provenía de una pequeña radio de plástico rojo, una antigualla con la palabra Silvertone escrita de través en bajorrelieve. Antes, que él supiera, nunca había funcionado. La voz era negra pero cultivada, la voz aterciopelada de un locutor. Santo Dios, están en todas partes, pensó presa de un sentimiento de horripilada extrañeza, como lo está a veces un viajero de encontrar tantos extranjeros en otras tierras.

—¡Huye! ¡Huye de aquí! Pues yo a ti he de volar. No llevado en carroza por Baco y sus acólitos, Sino en las alas invisibles de la Poesía…

Lentamente, como un inválido, Auberon bajó de la cama. Quién demonios, a ver, era eso que estaba a su lado. Un hombro moreno y musculoso estaba a la vista; la sábana respiraba suavemente. Roncaba. Cristo, qué he hecho. Estaba a punto de levantar la sábana cuando ésta se agitó motuproprio, resollando, y una pierna bien formada, cubierta de un vello obscuro y rizado, emergió como una nueva clave: sí, era un hombre, de eso no cabía duda. Abrió con cautela la puerta del baño y sacó su gabán. Se lo puso sobre su desnudez, sintiendo con repugnancia la humedad pegajosa del forro contra la piel. En la cocina, con manos temblorosas de esqueleto abrió las alacenas. La vacuidad polvorienta de las estanterías era, por alguna razón, horripilante. En la última que abrió había una botella de ron Doña Mariposa con un dedo o dos de fluido color ámbar en el fondo. El estómago se le revolvió, pero cogió la botella. Fue hasta la puerta, echó una mirada de soslayo a la cama —su nuevo amigo aún dormía— y… afuera.

En el pasillo se sentó en un peldaño, con la mirada fija en la caja de la escalera, y la botella entre las manos; echaba tan terriblemente de menos a Sylvie y su bienhechora compañía, con esa sed devoradora, que la boca se le abrió; inclinó el torso hacia delante como si fuera a llorar o a vomitar. Pero sus ojos no vertieron lágrimas. Todos los fluidos vivificantes habían sido extraídos de él; era una cascara; también el mundo era una cascara. Y ese hombre en la cama… Desatornilló (le costó algún trabajo) el tapón de la botella y, volviendo hacia el otro lado la acusadora etiqueta, vertió fuego en sus arenas. Desde mi obscurecer escucho. Keats, deslizándose por debajo de la puerta, insinuante en sus oídos. Hoy más que nunca morir parece deleitoso. Deleitoso: bebió el resto del ron y se levantó, jadeando y tragando saliva amarga. Al conjuro de tu alto réquiem, en suelo herboso se ha de trocar mi polvo.

Volvió a tapar la botella vacía y la dejó en la escalera. En el espejo colgado encima de la coqueta mesita del fondo del pasillo vislumbró el rostro de alguien, la viva imagen de la desolación. Desolación, la palabra misma es como una campana. Apartó la mirada. Entró en el Dormitorio Plegable, un golem, su arcilla reseca brevemente animada por el ron. Ahora podía hablar. Fue hasta la cama. La persona acostada en ella había arrojado la sábana. Era Sylvie, sólo que modelada en carne masculina, y nada de encantamientos: ese muchacho lascivo era real. Auberon le sacudió el hombro. La cabeza de Sylvie giró sobre la almohada. Los ojos obscuros se abrieron un instante, vieron a Auberon, se cerraron de nuevo.

Auberon se inclinó sobre la cama y le habló al oído.

—¿Quién eres? —Le hablaba con cuidado, lentamente. A lo mejor no entiende nuestro idioma—. ¿Cómo te llamas? —El muchacho se dio vuelta, se desperezó, se pasó la mano por la cara de la frente a la barbilla como si se tratase de una magia destinada a borrar sin conseguirlo el parecido con Sylvie y dijo con una voz áspera de sueño:

—Hey. ¿Qué pasa?

—¿Cómo te llamas?

—Hey, hola, Jesucristo. —Se reclinó otra vez sobre la almohada, lamiéndose los labios. Se restregó los ojos con los nudillos como un niño. Se rascaba y acariciaba sin pudor, como complacido de sentir su cuerpo al alcance de su mano. Le sonrió a Auberon y dijo—: Bruno.

—Oh.

—¿T’acuerdas? Salimos de ese bar.

—Oh. Oh.

—¿No t’acuerdas? Ni siquiera pudiste…

—Oh. No. No. —Siempre rascándose, Bruno lo miraba con sincero afecto.

—Dijiste: «Espera un momentito» —dijo Bruno, y se rió—. Ésas fueron tus últimas palabras, hombre.

—Ah, ¿sí? —No, él no se acordaba, pero sentía un extraño pesar, y casi se reía, y casi lloraba, por haber defraudado a Sylvie cuando ella era Sylvie—. Lo siento —dijo.

—Vamos, hombre —dijo Bruno generosamente.

Deseaba apartarse, sabía que debía hacerlo; quería cerrarse el gabán, que colgaba de él abierto de par en par. Pero no podía. Si lo hiciera, si dejara que esa embriaguez se disipara, que se secara el último poso de ese cáliz, los últimos vestigios del encantamiento de la noche anterior no sería rezumados y acaso fueran todo cuanto le quedara para siempre. Miraba fijamente el rostro franco de Bruno, más simple y más dulce que el de Sylvie, sin las marcas en él de sus pasiones, esas pasiones violentas, como siempre le había dicho Sylvie que eran. Afable: lágrimas, lágrimas dos veces destiladas —tan poca agua había dentro de él— le quemaban las órbitas de los ojos: afable era la palabra para describir a Bruno.

—¿Tienes —dijo—, tienes una hermana?

—Claro que sí.

—¿No sabrás, por casualidad —dijo Auberon—, dónde puede estar?

—Ni idea. —La desechó con un gesto espontáneo, un gesto de ella traducido—. Meses que no la veo. Andará por ahí.

—Sí. —Si tan sólo pudiera posar sus manos en el pelo de Bruno. Un momento apenas: eso sería suficiente. Y cerrar los ojos. El pensamiento lo hizo desfallecer, y se apoyó en la cabecera de la cama.

—Un ‘ariposa —dijo Bruno. Con languidez impúdica se corrió en la cama, haciendo sitio en ella para Auberon.

—¿Una qué?

—Un ’ariposa, Sylvie. —Riendo, enlazó los pulgares y formó con las manos una criatura alada. La hizo volar un poco, sonriéndole a Auberon, y luego, agitándole las alas, hizo que invitase a Auberon a seguirla.

Hasta dónde has llegado

Ha volado esa música.

Persuadido de que Bruno dormiría como lo hacía su hermana, muerto para el mundo, Auberon no se cuidó de no hacer ruido; sacó de la cómoda y del armario sus pertenencias y las desparramó en el suelo. Desenrolló su comprimida mochila verde metió en ella sus poemas y el resto del contenido de su estudio, su navaja de afeitar y su jabón, y de su ropa, tanta como le fue posible apilar, y en los bolsillos todo el dinero que pudo encontrar.

Perdida, perdida, pensó; muerta, muerta; vacío, vacío. Pero no había ningún encantamiento que pudiera exorcizar de ese lugar ni el más desvaído, el más ilusorio fantasma de Sylvie; de modo que sólo una cosa podía hacer él: huir, huir. A grandes trancos recorrió el cuarto de lado a lado, escudriñando de prisa los cajones y las estanterías. Su sexo ultrajado se balanceaba mientras iba y venía; lo cubrió, al fin, con shorts y calzoncillos, pero incluso oculto brillaba aún, acusador. El acto había resultado más laborioso de lo que él había supuesto. Oh, bueno, bueno. Empujando un par de calcetines en el bosillo de su mochila, tocó algo que había quedado allí, olvidado, un objeto envuelto en papel. Lo sacó.

Era el regalo que le había dado Lily el día de su partida de Bosquedelinde para venir a la Ciudad a buscar fortuna; un regalo pequeño, envuelto en papel blanco. Ábrelo cuando quieras, le había dicho su hermana.

Paseó una última mirada en torno. Vacío. El Dormitorio Plegable estaba vacío, o tan vacío como estaría ya para siempre. Bruno hundía con su peso el lecho profanado, y de la silla de terciopelo colgaba su blusón multicolor. Una rata —¿o una alucinación, acaso? (¿habría ya llegado a eso? Intuyó que sí)— cruzó veloz el suelo de la cocina y desapareció en un escondrijo. Rompió de un tirón el paquetito de Lily.

Resultó ser un adminículo un tanto extraño. Durante un rato lo contempló, intrigado, haciéndolo girar entre sus dedos pegajosos y todavía trémulos, antes de comprender: era un podómetro. El modelo pequeño y manuable, el que te atas al cinturón y te dice, cada vez que lo miras, cuánto has andado, hasta dónde has llegado.

El fondo de una botella

El pequeño parque se estaba llenando a rebosar. ¿Por qué no había sabido él que el amor podía ser así? ¿Por qué nadie se lo había dicho? De haberlo sabido, nunca se habría embarcado en él; o al menos no tan alegremente.

¿Por qué razón él, un joven al fin y al cabo bastante inteligente y de buena familia, no sabía nada, nada de nada?

Si hasta había sido capaz de imaginar, cuando abandonó la Alquería del Antiguo Fuero para vagabundear por las calles de la Ciudad, esas calles que hedían a verano y decadencia, que lo que estaba haciendo era huir de Sylvie, cuando en realidad sólo la seguía buscando sin cesar, y en direcciones ahora cada vez más tibias. Los borrachos, solía decir la tía abuela Nube, beben para olvidar sus cuitas. Si ése era su caso —y sin duda había hecho todo lo posible para convertirse en un borracho empedernido—, ¿cómo podía ser, entonces, que, no cada vez, no, pero sí con bastante frecuencia, encontrara a Sylvie allí, justo allí donde Nube decía que los borrachos encuentran olvido, en el fondo de una botella?

Bueno: primavera. El otoño era la siega, por supuesto, la gavilla de mieses, el fruto en sazón. E indistinto a la distancia, inflados los carrillos y fiero el entrecejo, se acercaba, veloz, el Hermano Viento-Norte.

Esa muchacha que con una hoz segaba las mieses cargadas de granos, ¿era la misma que en la primavera plantaba brotes con la ayuda de una pequeña pala? ¿Y quién era ese viejo que, apeñuscado contra el suelo, cubierto de tesoros, cavilaba de perfil? Pensando en el invierno…

En noviembre los tres —él, y ella, y Fred Savage, su mentor en la vagancia, que en esa estación había empezado a aparecérsele tan a menudo como Sylvie, aunque más correctamente que ella— navegaban en un banco del parque, un tanto a la deriva en la ciudad crespuscular, apiñados pero no incómodos; los diarios que Fred Savage llevaba en el interior de su gabán crujían cada vez que se movía, aunque sólo se movía para levantar hasta sus labios la botella de brandy. Habían estado cantando y recitando coplas de borrachos:

Sabed, amigos míos, que en alegre parranda una Segunda Hipoteca le endilgué a mi casa.

Y ahora, sentados los tres, y en silencio, esperaban la hora temir ble en que se encendían las luces de la Ciudad.

—El Abuelo Halcón está en la ciudad —dijo Fred Savage.

—¿Quién?

—El Invierno —dijo Sylvie, abrigándose las manos bajo las axilas.

—Voy a mover un poco estos huesos —dijo Fred Savage, crujiendo, sorbiendo—. Voy a llevar estos viejos huesos fríos a Florida.

—Eso está bien —dijo Sylvie, como si alguien hubiese dicho por fin una cosa sensata.

—El Abuelo Halcón no es amigo mío —dijo Fred Savage—. Te cuesta un Galgo ganarle la carrera. Filadelfia, Baltimore, Charleston, Atlanta, J’ville, St. Pete, Miami. ¿Has visto alguna vez un pelícano?

Él no, nunca. Sylvie, desde su infancia más remota, los evocó: fragatas de la noche caribeña, absurdos y bellos.

—Sí, sí —dijo Fred Savage—. Más que pelicano, pico. De su pecho se arranca las plumas, y a sus hijuelos nutre con la sangre de su corazón. La Sangre de su Corazón. Oh, Florida.

Fred se había tomado licencia por el otoño, y quizá por el resto de su vida. Había acudido en auxilio de Auberon, en esa hora de extrema necesidad, tal como prometiera hacerlo el día en que por primera vez lo guiara a través de la Ciudad hasta las oficinas de Petty, Smilodon y Ruth. Auberon no cuestionaba esa providencia, como tampoco cuestionaba ninguna de las otras que ofrecía la Ciudad. Se había abandonado a su merced y había descubierto que la Ciudad, cual una amante estricta, sabía ser generosa con aquellos que se sometían a ella por entero, no les negaba nada. Había aprendido, paulatinamente, a hacer eso: él, que siempre había sido pulcro, hasta puntilloso por amor a Sylvie, se había vuelto desaseado, la mugre de la Urbe era ya parte inseparable de su sustancia misma, y si bien incluso borracho recorría a veces manzanas y manzanas en busca de un baño público, condenadamente escasos y peligrosos por añadidura, en los intervalos entre uno y otro de esos arranques de escrupulosidad se burlaba de sí mismo por tenerlos. En el otoño su mochila era ya un andrajo inútil, una mortaja, y de todas maneras ya no tenía capacidad suficiente para contener una existencia vivida en las calles; de modo que, como el resto de los miembros de las cofradías secretas de la Ciudad, usaba ahora bolsas de papel, una dentro de otra para otorgarles mayor resistencia, publicitando así en su degradada persona uno u otro de los numerosos grandes almacenes de la Urbe.

Y así iba y venía, arrebujado en ginebra, durmiendo en las calles a veces tumultuosas, a veces silenciosas como una necrópolis, y en lo que a él le atañía, siempre desiertas. Supo por Fred y por los veteranos que instruyeran a Fred que los días gloriosos de la secreta comunidad de los vagabundos habían pasado, los días en que había reyes y sabios en los bajos fondos de Broadway, los días en que la Ciudad toda estaba marcada con sus glifos cuyo código sólo los iniciados podían descrifrar, en que el borracho, el gitano, el loco y el filósofo tenían sus rangos y jerarquías, tan seguros e inamovibles como el diácono, el cura y el obispo. Pasado, desde luego. Asóciate a cualquier empresa, reflexionaba Auberon, y descubrirás que sus días de gloria pertenecen al pasado.

No tenía necesidad de mendigar. El dinero que extraía de Petty, Smilodon y Ruth, y que ellos le pagaban por hacer desaparecer cuanto antes de sus oficinas tanto su inmunda figura como cualquier otro derecho que aún tuviera a recibirlo —él sabía eso, y solía presentarse en ellas en su estado más repulsivo, a menudo con Fred Savage a remolque—, bastaba en todo caso para satisfacer las necesidades alimentarias de un borracho, para que se pagara una cama ocasional cuando temía morirse congelado y saturado de licor como les sucediera, se decía, a algunos cofrades de sus cofrades, y para ginebra. Nunca había descendido al vino común, se resistía a esa última degradación, aun cuando aparentemente era sólo en el translúcido fuego de la ginebra donde Sylvie (como una salamandra) podía a veces aparecer.

La rodilla empezaba a enfriársele. Por qué era siempre esa rodilla la primera en enfriarse, no lo sabía; ni los dedos de sus pies ni su nariz habían sentido aún el frío.

—Galgo, hum —dijo. Recruzó las piernas y añadió—: Yo puedo encarecer el precio. —Le preguntó a Sylvie—: ¿Tú quieres ir?

—Claro que quiero —dijo Sylvie.

—Claro que sí —dijo Fred.

—Le hablaba a…, no era a ti a quien le hablaba —dijo Auberon.

Suavemente, Fred rodeó con su brazo el hombro de Auberon. Con los fantasmas que atormentaban a sus amigos, cualesquiera que fuesen, siempre trataba de ser amable.

—Bueno, claro que ella quiere —dijo, abriendo sus ojos amarillos lo suficiente para espiar a Auberon con una expresión que éste nunca había podido decidir si era de rapacidad o de ternura—. Y lo mejor de todo —añadió—, ella no necesita billete.

Puerta a ninguna parte

De todas las confusiones y lagunas de su macerada memoria, la que más tarde más desconcertaba a Auberon era la imposibilidad de recordar si había ido o no a Florida. El Arte de la Memoria le mostraba unas cuantas palmeras deshilachadas, algunas manzanas de edificios de estuco u hormigón pintados de rosa o turquesa, el olor a eucaliptos; pero si eso era todo, por muy sólido e inamovible que pareciera, bien podría ser pura imaginación, o simplemente fotografías recordadas. Igualmente vividos eran sus recuerdos del Abuelo Halcón en avenidas anchas como el viento, posado en las enguantadas muñecas de los conserjes a lo largo de la Park, la barba de plumas escarchadas y las garras preparadas para clavarse en las entrañas. Sin embargo, Comoquiera, él no había muerto congelado; y seguramente, más aún que las palmeras y las celosías, un invierno en la Ciudad sobrevivido en las calles, pensaba, persistiría en la memoria. Bueno: él no había prestado mucha atención: lo único que en realidad lo fascinaba eran esas islas donde los semáforos de rojo neón atraían a los vagabundos (siempre estaban rojos, comprobó) y la interminable réplica de esas botellas chatas claras como el agua, en algunas de las cuales, como en las cajas de cereales para niños, podía haber un premio. Y lo único que recordaba vividamente era que, al final del invierno, no hubo más premios.

Su embriaguez era un vacío. Sólo heces quedaban para beber, y las bebía.

¿Qué había estado haciendo en los intestinos de la vieja Terminal? ¿Habría acaso regresado por tren de la Costa del Sol? ¿O era pura casualidad? Viendo tres de la mayor parte de las cosas, con una pierna húmeda en la que se había orinado un rato antes, en las primeras horas de la madrugada caminaba con deliberación a largos trancos (aunque no iba a ninguna parte; si no caminara así, con deliberación, a largos trancos, se daría un porrazo; ese asunto de caminar era más complicado de lo que pensaba la mayoría de la gente) por rampas y catacumbas. Una falsa monja, con una toca mugrienta (Auberon se había percatado hacía tiempo de que ese personaje era un hombre), sacudió delante de él una cajita limosnera, más con ironía que con la esperanza de una dádiva. Auberon siguió de largo. La Terminal, nunca silenciosa, estaba ahora tan silenciosa como siempre lo estaba; los escasos viajeros y los vagabundos lo esquivaban, pese a que él sólo los miraba con fuerza para singularizarlos, tres de cada uno era demasiado. Una de las virtudes de la bebida era la de reducir la vida a estas cuestiones simples, que requerían toda la atención: ver, caminar, levantar con precisión una botella hasta el orificio de tu cara. Como si tuvieras de nuevo dos años. Ni un solo pensamiento que no fuera simple. Y un amigo imaginario con quien conversar. Se detuvo; se había topado con una pared más o menos sólida; descansó y pensó: Perdida.

Un pensamiento simple. Un solo pensamiento simple, singular, y el resto de la vida y del tiempo, una inmensa llanura gris y monótona extendiéndose en todas direcciones; la conciencia, una gran bola de pelusa mugrienta que la llenaba a rebosar, y dentro de ella sólo viva la llama protegida de ese pensamiento singular.

—¿Qué? —dijo, empezando a retroceder de la pared, pero a él nadie le había hablado.

Echó una mirada en torno: una intersección abovedada donde confluían en cruz cuatro corredores. Estaba de pie en un rincón. La bóveda acanalada, donde al descender se unía al suelo, formaba lo que parecía ser una ranura o un orificio estrecho, pero no era más que ladrillos ensamblados; una especie de grieta, a través de la cual, o eso parecía, si se miraba hacia el interior, se podía espiar…

—Hola —murmuró hacia la obscuridad—. ¿Hola?

Nada.

—Hola. —Más fuerte esta vez.

—Más bajo —dijo ella.

—¿Qué?

—Habla bajito —dijo Sylvie—. No te des vuelta ahora.

—Hola. Hola.

—¡Hola! ¿No es fabuloso?

—Sylvie —murmuró.

—Igual que si estuvieras a mi lado.

—Sí —dijo él—, sí —murmuró. Empujó su conciencia hacia la obscuridad. Por un momento ésta se replegó, cerrándose, luego se abrió otra vez—. ¿Qué? —dijo.

—Bueno —dijo ella en un susurro, y tras una pausa tenebrosa—, creo que me voy a marchar.

—No —dijo él—. No, apuesto a que no, apuesto a que no. ¿Por qué?

—Bueno, he perdido mi empleo, ¿sabes? —murmuró ella.

—¿Empleo?

—En un transbordador. Un tipo viejísimo. Era simpático. Pero tan aburrido… Ida y vuelta, ida y vuelta todo el día… —La sintió alejarse un poco—. Así que supongo que me voy a marchar. El Destino llama —dijo ella, lo dijo como burlándose de sí misma; en tono ligero, para animarlo a él.

—¿Por qué? —dijo él.

—Susurra —susurró ella.

—¿Por qué quieres hacerme esto?

—¿Hacerte qué, chiquitito?

—Bueno, ¿por qué demonios no te vas entonces de una buena vez? ¿Por qué no te largas y me dejas en paz? Vete, vete, vete. —Calló y prestó oídos. Silencio y vacío. Un horror indescriptible lo dominó—. ¿Sylvie? —dijo—. ¿Puedes oírme?

—Sí.

—¿Dónde? ¿Adonde te vas?

—Bueno, más adentro —dijo ella.

—¿Más adentro de qué?

—De aquí.

Se agarró a los ladrillos fríos para afirmarse. Sus rodillas se abrían y cerraban, en un tira y afloja.

—¿Aquí?

—Cuanto más adentro vas —dijo ella—, más grande se vuelve.

—¡Maldición de Dios, Sylvie! Maldición.

—Es raro este lugar —dijo ella—. No como me lo imaginaba. He aprendido mucho, sin embargo. Supongo que acabaré por acostumbrarme a él. —Hizo una pausa, y el silencio llenó la obscuridad—. Te echo de menos, sin embargo.

—Oh, Dios —dijo él.

—Así que me iré —dijo ella, su murmullo ya más débil.

—No —dijo él—, no, no, no.

—Pero si dijiste…

—Oh Dios, Sylvie —dijo él, y sus rodillas cedieron, cayó pesadamente de rodillas, siempre mirando hacia la obscuridad—. Oh, Dios —y se lanzó de cara contra el lugar inexistente al que le hablaba, y dijo otras cosas, pidiendo perdón, implorando abyectamente, aunque qué, ya no lo sabía.

—No, escucha —murmuró ella, turbada—. Pienso que eres un tipo fantástico, de veras. Siempre lo he pensado. No digas esas cosas. —Él lloraba ahora, sin comprender, incomprensible—. De todos modos, tengo que marcharme —dijo ella. Su voz sonaba ahora tenue, lejana, ya su atención estaba en otra cosa—. Bueno. Oye, tendrías que ver todas las cosas que me han regalado… Escucha, papo. Bendición. Pórtate bien. Adiós.

Los primeros viajeros y los hombres que llegaban para abrir quioscos y tiendas de baratijas pasaron más tarde junto a él, todavía allí, inconsciente, de rodillas en un rincón como un niño malo, el rostro encajado en una puerta a ninguna parte. Con la vieja cortesía o indiferencia de la ciudad, nadie lo molestaba, aunque algunos meneaban tristemente la cabeza, o lo miraban disgustados al pasar: una lección in vivo.

Adelante y atrás

También corrían lágrimas por sus mejillas en el pequeño parque, donde se sentó, habiendo salvado esto, lo último que le quedaba de Sylvie, la punta viva. Cuando al fin se había despertado en la Terminal, todavía en la misma posición, no sabía cómo ni por qué se encontraba allí, pero ahora lo recordaba. El Arte de la Memoria se lo había devuelto todo, todo, sí, para que él hiciera con ello lo que pudiera.

Lo que no sabías; lo que no conocías, sí, emergiendo espontánea, sorpresivamente, de la adecuada disposición de lo que conocías o más bien de lo que siempre supiste sin saber que lo sabías. Día tras día, aquí, había ido acercándose a eso; noche tras noche, desvelado en el camastro de la Misión de la Oveja Descarriada, rodeado por las toses convulsivas y las pesadillas de sus camaradas; al recorrer las sendas de la memoria, se aproximaba a aquello que no sabía: a la simple, la pura verdad perdida. Bien, ahora la tenía. Ahora veía completo el rompecabezas.

Estaba maldito: eso era todo.

Hacía mucho tiempo, y él sabía cuándo pero no por qué, había recaído sobre él una maldición, un embrujo: un mal de ojo que lo había convertido a él y para siempre en un eterno buscador, y a sus búsquedas en fútiles persecuciones. Por razones que sólo ellos conocían (quién podía saber cuáles, simple malevolencia, posiblemente, probablemente, o cierta tozudez en él que ellos habían querido castigar, una tozudez que no habían conseguido extirpar pese al castigo, él no claudicaría jamás), habían echado sobre él una maldición: le habían atado los pies hacia atrás sin que él lo advirtiera, y luego así, atado de pies, le habían ordenado partir, a la búsqueda.

Eso había acontecido (ahora lo sabía) en la obscuridad del bosque, cuando Lila había huido y él había corrido en pos de ella llamándola a voces, como si fuera a partírsele el corazón. A partir de ese momento él había sido un buscador, y sus pies buscadores habían tomado, Comoquiera, un camino equivocado.

Había buscado a Lila en la obscuridad del bosque, pero, por supuesto, la había perdido; él tenía entonces ocho años, y tan sólo, aunque contra su voluntad, estaba empezando a crecer. ¿Qué podía esperar?

Se había convertido en un agente secreto con el fin de descubrir los secretos que le ocultaban, y que durante todo el tiempo que los había buscado continuaron ocultándose de él.

Había buscado a Sylvie, pero los senderos en los que la buscaba, aunque siempre parecían conducir a su corazón, siempre lo alejaban de él. Acerca la mano a la chica del espejo, que te mira sonriente, y tropezarás con la fría frontera del cristal.

Bueno: todo había acabado ahora. La búsqueda comenzada hacía tanto tiempo concluía aquí. Este parque, este parquecito que su retatarabuelo había construido, él ahora lo había rehecho, lo había transformado en un emblema tan completo, tan preñado de significados como cualquier arcano del mazo de naipes de la tía abuela Nube, como cualquiera de los abarrotados recintos en las mansiones de la memoria de Ariel Halcopéndola. A semejanza de esas pinturas antiguas en las que una cornucopia de frutas es a la vez una cara, cada arruga, cada pestaña, cada pliegue del cuello un detalle de los frutos y granos que lo componen, lo bastante realistas como para desear arrancarlos y comerlos, este parque era el rostro de Sylvie, su corazón, su cuerpo. Él había desterrado de su alma todas las fantasías, abandonado aquí todos los fantasmas, depositado los demonios de su embriaguez y la locura con que había nacido. En algún lugar, Sylvie vivía persiguiendo su Destino; se había ido por razones que sólo ella conocía; él sólo esperaba que fuera feliz.

De viva fuerza, y gracias al Arte de la Memoria, se había librado de su maldición: podía marcharse, era libre.

Permaneció sentado.

Un árbol (su abuelo habría sabido de qué especie, él no) estaba precisamente esparciendo esa semana sus flores o semillas semejantes a hojas, pequeños círculos verdeplata que descendían por todo el parque como un millón de dólares en moneditas de níquel. Fortunas eran arrastradas hacia sus pies por las brisas derrochadoras, se apilaban sobre sus pies inmóviles, se amontonaban en el ala de su sombrero y sobre sus rodillas, como si él no fuera nada más que otro accesorio del parque, como el banco en el que seguía sentado, como el pabellón que contemplaba.

Cuando se levantó por fin, pesadamente, y sintiéndose aún Comoquiera habitado, fue sólo para trasladarse desde el Invierno, con el que había concluido, hasta la Primavera, con la que había comenzado: donde ahora estaba. El invierno era el viejo Padre Tiempo con la guadaña y el reloj de arena, el andrajoso dominó y las barbas sacudidas por el viento racheado y una expresión iracunda en el semblante. Un perro o lobo flaco, baboso, yacía a sus pies. Monedas verdes llovían sobre ellos, se prendían a los relieves. Monedas verdes cayeron, susurrando, de Auberon cuando se levantó. Él sabía que la Primavera estaría allí, a la vuelta de la esquina: ya antes había estado aquí. Súbitamente, hacer cualquier cosa que no fuera completar este circuito, parecía inútil. Todo cuanto él necesitaba hacer se encontraba aquí.

El Secreto del Hermano Viento-Norte. Sólo diez pasos lo separaban de él. Si viene el Invierno, ¿no será que no lejos, detrás de él, viene la Primavera? A Auberon esa pregunta siempre le había parecido mal formulada. ¿No debiera ser? Si viene el Invierno, ¿no será que no lejos, delante de él, está la Primavera? Delante: como se avanza siempre de una estación a otra: primero viene el Invierno, y entonces la Primavera está cerca.

—¿No es así? —preguntó en voz alta, a nadie, a la nada. Adelante, atrás. Probablemente quien estaba equivocado era él, que veía las cosas desde un punto de mira peculiar, absurdo y personal que nadie, no, nadie más compartiría. Si viene el invierno… Dio vuelta a la esquina del pabellón…, la primavera… adelante… atrás…

Alguien volvía en ese momento la otra esquina, de la Primavera al Verano.

—Lila —dijo él.

Ella, ya casi del otro lado de la esquina, volvió la cabeza y le lanzó una mirada rápida con una expresión que él conocía tan bien, pero que hacía tanto tiempo que no veía que se sintió desfallecer. Una mirada que decía: Oh, justo ahora, cuando estaba por escaparme a alguna parte, me has atrapado, y que sin embargo no significaba eso, era una simple coquetería mezclada con cierta timidez, él siempre había sabido eso. Alrededor de él, el parque iba perdiendo realidad, como si fuera, en silencio, a desvanecerse por completo.

Balanceando por delante las manos enlazadas, descalza dando pasitos cortos, Lila se volvió hacia él. Naturalmente, ella no había crecido; llevaba (naturalmente) su vestidito azul.

—Hola —dijo, y con gesto rápido se apartó el pelo de la cara.

—Lila —dijo él.

Ella se aclaró la voz (tanto tiempo que no hablaba) y dijo:

—Auberon. ¿No te parece que es hora de que vuelvas a casa?

—A casa —dijo él.

Ella dio un paso en dirección a él, o él uno en dirección a ella; él le tendió las manos, o ella se las tendió a él.

—Lila —dijo—. ¿Cómo es que estás aquí?

—¿Aquí?

—¿Adonde te fuiste —dijo él— aquella vez, cuando te fuiste?

—¿Me fui?

—Por favor —dijo él—. Por favor.

—He estado aquí todo el tiempo —dijo ella, sonriendo—. Tonto. Eres tú quien ha estado en movimiento.

Una maldición; sólo una maldición. Tú no tienes la culpa.

—De acuerdo —dijo él—, de acuerdo —y tomó las manos de Lila, y la alzó en vilo o intentó hacerlo, pero no lo logró; de modo que enlazó sus dos manos a guisa de estribo, y se agachó, y Lila posó en ellas sus piececitos descalzos, y sus manos en los hombros de Auberon, y así él la levantó.

—Qué poblado está esto —dijo ella mientras se introducía—. ¿Quién es toda esa gente?

—Qué importa, qué importa —dijo él.

—Y ahora —dijo ella, ya instalada, la voz débil, más su propia voz que la de ella, como siempre lo fuera, al fin y al cabo—, y ahora, ¿adonde vamos?

El sacó la llave que le había dado la vieja. Para salir era preciso abrir el portón de hierro forjado, lo mismo que para poder entrar.

—A casa, supongo —dijo Auberon. Las chiquillas que jugaban a los bolos y arrancaban dientes de león por el sendero alzaron los ojos para observarlo hablando solo—. A casa, supongo.