Capítulo 4

Atrapado en un cepo de flores, caigo sobre la hierba

Marvell

En la mañana de un día de pleno verano Fumo se puso, para la boda, el traje blanco de lino o alpaca ya amarillento que en un tiempo, aseguraba su padre, había pertenecido a Harry Truman (allí, en el bolsillo secreto estaban las iniciales: HST); sólo cuando empezó a pensar en él como el traje (viejo, no nuevo) que podría llevar para su boda se le ocurrió que aquellas iniciales bien podían, después de todo, ser las de algún otro, y que su padre, tras de haber persistido en la broma a lo largo de toda su vida, la había perpetuado incluso, sin una sonrisa, hasta el más allá. Una sensación que a Fumo no le era desconocida. Hasta se había preguntado si su educación no sería una jugarreta póstuma de la misma especie (¿una venganza por la traición de su madre?), y si bien Fumo sabía aceptar una broma, no podía menos que sentirse un poco desconcertado mientras boxeaba con su imagen en el espejo del baño, y deseaba que su padre le hubiera dado algunos consejos de hombre a hombre acerca de cosas tales como las bodas y el matrimonio. Barnable había aborrecido las bodas, los funerales y los bautizos, y siempre que alguno de estos acontecimientos parecía inminente, empacaba calcetines, libros, perros e hijo y partía de viaje. Fumo había ido a la fiesta de bodas de Franz Ratón y bailado con la recién casada de ojos soñadores, quien le había hecho una proposición sorprendente; pero aquélla había sido, a fin de cuentas, una boda a lo Ratón, y ya la pareja se había separado. Sabía que tenía que haber un Anillo, y se palmeó el bolsillo en el que recordaba haberlo guardado; suponía que tenía que haber un Padrino, pero cuando le escribió a Llana Alice al respecto, ella le había contestado que ellos no creían en esas cosas; y en cuanto al Ensayo, cuando Fumo lo mencionó, ella había dicho: «¿No preferirias que fuese una sorpresa?». De lo único que estaba seguro era de que no debía ver a su prometida hasta que fuera llevada al altar (¿qué altar?) por su padre. Por esa razón no quiso verla y no miró en la dirección en que creía (y se equivocaba) que estaba el cuarto de Alice cuando fue al excusado. Sus zapatos, los mismos de la caminata, asomaban, pesados y nada festivos por cierto, de los bajos de sus pantalones blancos.

Un traje de Truman

Le habían dicho que la boda se iba a celebrar «en la finca» y que la tía abuela Nube, por ser la más anciana de la casa, lo conduciría al lugar, una capilla, sugirió Fumo, y ella, con su habitual aire de sorpresa, había dicho que sí, ella suponía que eso era, justamente. Y a ella fue a quien Fumo encontró esperándolo, en lo alto de la escalera, cuando emergió al fin, con timidez, del cuarto de baño. Qué presencia tan reconfortante la suya, ampulosa y serena, con un vestido de verano y un ramillete de violetas tardías en el pecho y un bastón en la mano. Al igual que él calzaba, con aire melancólico, un par de zapatos duros.

—Muy, pero que muy bien —dijo ella al verlo, como quien ve realizada una esperanza; lo hizo ponerse a una brazada de distancia para inspeccionarlo a través de unas gafas azuladas, y luego le ofreció su brazo.

El Pabellón de Verano

—Pienso a menudo en la paciencia de los jardineros-paisajistas —dijo Nube cuando, a través de las juncias que les llegaban hasta las rodillas, cruzaban lo que ella llamaba el Parque—. Algunos de estos árboles inmensos mi padre los plantó, de retoños, imaginando tan sólo el aspecto del conjunto, sabiendo que él no viviría para verlo. A esa haya, yo de niña casi podía rodearle el tronco con los brazos. Hay modas, ¿sabes?, en la jardinería ornamental, modas inmensamente largas, y es que los paisajes tardan tanto en crecer… Los rododendros… yo los llamaba ro-de-don-dos, de pequeñita, cuando ayudé a los italianos a plantar éstos. La moda pasó. Tan difícil que es mantenerlos a raya. Sin italianos que hagan el trabajo, se han convertido en una verdadera maraña… auch… cuidado con los ojos.

»La idea general se conserva, ¿ves? Desde donde está ahora el jardín tapiado, en otros tiempos mirabas en esta dirección y veías Panoramas; los árboles eran variados, elegidos por su… oh, pintoresquismo, parecían dignatarios extranjeros discutiendo entre ellos algún asunto de embajadas, y ahí en medio los vergeles bien recortados, ¿sabes?, y los parterres de flores y las fuentes. Te imaginabas que en cualquier momento verías aparecer una partida de caza, caballeros y damas de la nobleza con los halcones posados en las muñecas. ¡Y míralo ahora! Cuarenta años que no se lo cuida como se debe. Todavía puede verse el diseño, el aspecto que debió tener, pero es como leer una carta, una carta de hace mucho tiempo que ha quedado a la intemperie bajo la lluvia y las palabras se han emborronado todas. Me pregunto si él sufrirá por esto. Era un hombre ordenado. ¿Ves? La estatua es «La Syringa». ¿Cuánto tardarán en derribarla las enredaderas, o los topos en minarla? Bueno. Él comprendería. Existen razones. Uno no quiere perturbar la paz de aquellos a quienes les gusta tal como está.

—Topos y demás.

—La estatua no es más que mármol.

—Se podría quizá… auch… levantar un poco estos espinos.

Nube lo miró como si, de improviso, Fumo la hubiese abofeteado. Carraspeó y se palmeó suavemente la clavícula.

—Éste es el camino de Auberon —dijo—. Va hasta el Pabellón de Verano. No es el más directo, pero Auberon debería conocerte.

—Ah, ¿sí?

El Pabellón de Verano consistía en dos torres redondas de ladrillo rojo y achatadas como dedos gordos, unidas por un pie almenado. ¿Se había pretendido que pareciera ruinoso o era realmente una ruina? Las ventanas, con visillos de colores vivos, eran desproporcionadas, grandes y abovedadas.

—En un tiempo —dijo Nube— desde la casa podía verse este paraje. Lo consideraban muy romántico en las noches de luna… Auberon es hijo de mi madre, no de mi padre… o sea, es mi medio hermano. Algunos años mayor que yo. Ha sido nuestro maestro durante muchos años, aunque ahora no anda bien, no sale mucho del Pabellón desde hace… ¿un año? Es una lástima… ¿Auberon?

Más cerca ya, Fumo vio algunos indicios de que el lugar estaba habitado: un retrete, una huerta bien cuidada, un cobertizo de donde asomaba una cortadora de césped lista para rodar. Había una puerta-mosquitera, romboidal de vieja, en la entrada, bajo el dintel almenado, y escalones de tablas vencidas, y una silla tijera de lona rayada al sol, cerca de la pila de los pájaros, y sentado en la silla un viejecito que al oír su nombre se puso en pie de un salto o al menos se levantó agitado —los tirantes que usaba parecían encorvarlo— y echó a andar en dirección a su casa, pero era lento, y ya Nube estaba lo bastante cerca para detenerlo.

—Aquí está Fumo Barnable, que hoy se casa con Llana Alice. Por lo menos ven a saludar. —Meneó la cabeza para que Fumo viera hasta qué punto se ponía a prueba su paciencia, y tomándolo por el codo entró con él al patio.

Auberon, atrapado, dio media vuelta al llegar a la puerta y con una sonrisa afable le tendió la mano.

—Vaya, bienvenido, bienvenido, humm. —Tenía esa risita abstraída de los viejos que miran, preocupados, hacia dentro, vigilando aquellos órganos que no funcionan bien. Le tendió la mano a Fumo, y antes casi de que las palmas se tocaran se dejó caer de nuevo con alivio en la silla tijera, mientras le señalaba a Fumo una banqueta. ¿A qué podía deberse que allí, en ese patio, Fumo percibiera una especie de alteración de la luz solar? Nube se había sentado en una silla al lado de su hermano, y éste había puesto sobre la de ella una mano cubierta de vello blanco.

—Bueno, ¿qué ha ocurrido? —dijo Nora, indulgente.

—No hace falta hablar —dijo Auberon por lo bajo—, no delante de…

—Miembro de la familia —dijo Nube—. A partir de hoy.

Auberon, cuya garganta no había cesado de cloquear, en silencio miró a Fumo. ¡Desprotegido! Así era como se sentía Fumo. Al poner el pie en ese patio habían perdido algo que tenían mientras caminaban por el bosque; habían salido de ese algo.

—Fácil de averiguar —dijo Auberon, dándose un golpecito en la descarnada rodilla; y poniéndose de pie, retrocedió hacia la casa, frotándose los dedos.

—No es fácil —dijo Nube, sin dirigirse a nadie, mirando al cielo impasible. Había perdido una parte de su calma. Contempló la bañera gris de los pájaros, sostenida por varias figuras talladas, gnomos o elfos, de pacientes rostros barbados, como sorprendidos en el acto de escapar llevándose la pila. Nube suspiró. Echó una ojeada a un relojito de oro que llevaba prendido en el vestido a la altura del pecho: un reloj con un par de alitas diminutas y ondulantes. El tiempo vuela. Miró a Fumo y le sonrió como si se disculpara.

—Bien, ajajá —dijo Auberon, saliendo de la casa con una cámara enorme de patas largas, envuelta en un lienzo negro.

—Oh, Auberon —dijo Nube, no impaciente pero como si todo eso fuera innecesario o al menos un entusiasmo que ella no compartía; pero él ya estaba plantando en la tierra al lado de Fumo los afilados dedos de los pies del instrumento y ajustándole las tibias, e inclinaba ahora sobre Fumo la cara color caoba del aparato.

Durante años, esa última foto tomada por Auberon quedó encima de una mesa en el Pabellón de Verano, junto a la lupa de Auberon; en ella podía verse a Fumo con su traje de Truman que resplandecía a la luz del sol, fuego en el pelo, y una mitad de la cara cegada por el sol y velada. También estaban en ella el codo de Nube con su hoyuelo, y el pendiente en su oreja. Y la pila de los pájaros. La pila de los pájaros: ¿sería posible que una de esas caras largas de saponita no hubiese estado allí antes, que hubiera ahora un brazo de más sosteniendo la pila enguirnaldada? Auberon no completó el estudio, no llegó a ninguna conclusión; y, cuando años más tarde un hijo de Fumo sopló el polvo que cubría la vetusta imagen, y retomó el trabajo que Auberon abandonara, tampoco pudo probar nada; un papel plateado ennegrecido por el sol de un verano de muchos años atrás.

Bosques y Lagos

Más allá del Pabellón de Verano descendieron por una senda cóncava que pronto desapareció, engullida en la maraña húmeda de lluvia de un boscaje soñoliento. Parecía uno de esos bosques que crecen y se enmarañan para esconder a una bella durmiente hasta que se hayan cumplido sus cien años. No habían andado mucho por él, cuando oyeron un susurro cercano, o un crujido, y un hombre apareció delante de ellos en el sendero, tan de improviso que Fumo se sobresaltó.

—Buenos días, Rudy —dijo Nube—. Este es el novio, Fumo. Rudy Torrente. —El sombrero de Rudy, abollado y ahuecado, daba la impresión de que hubieran estado peleando con él a puñetazo limpio; el ala levantada confería a su rostro barbudo un aire afable. De su chaqueta verde abierta emergía una panza enorme que ponía tensa la camisa blanca que llevaba.

—¿Dónde está Rory? —preguntó Nube.

—De paseo. —Le sonrió a Fumo, como si compartiese con él una broma secreta. Rory Torrente, su minúscula esposa, apareció tan de improviso como él, junto con una joven corpulenta de abultados pantalones téjanos, y un bebé corpulento en los brazos que daba puñetazos en el aire.

—Betsy Pájaro —dijo Nube— y Robin. Y mira, aquí están Phil Zorros y dos primos míos, Irv y Walter, Piedra los dos. Nube por parte de madre. —Otros iban llegando, desde la derecha y la izquierda; el sendero era angosto y los invitados a la boda caminaban por él de dos en dos, retrocediendo o avanzando para darle a Fumo un manotón y su bendición—. Charles Viñas —dijo Nube—. Hannah Mediodía. ¿Dónde están los Lagos? ¿Y los Bosques?

El sendero desembocaba en el declive de un gran claro, en la margen de un lago obscuro e inmóvil que circundaba, como el foso de un castillo, una isla poblada de árboles añosos. Había hojas flotando en la superficie, y las ramas huían de sus pies, que chapoteaban ya entre las charcas de la orilla.

—No cabe duda —dijo Fumo recordando el folleto—, es una propiedad inmensa.

—Y cuanto más te internas en ella, más grande es —dijo Hannah Mediodía—. ¿Te han presentado a mi niño, Sonny?

Desde la otra orilla del lago, trazando sobre las aguas una estela de ondas empavonadas, venía una barca. La proa esculpida figuraba un cisne, pero era ahora un cisne gris y ciego, como el cisne obscuro en el lago obscuro de la leyenda nórdica. Atracó en la orilla con el hueco matraqueo de los remos contra los toletes, y Fumo se sintió empujado a bordo junto con Nube, que aún seguía explicando quién era quién entre los risueños convidados a la boda.

—Hannah es una parienta lejana —dijo—. Su abuelo era un Mata y la hermana de su abuelo se casó con uno de los tíos de la señora Bebeagua, un Llanos… —Notó que Fumo, pese a que su cabeza asentía, no la estaba escuchando. Sonrió y puso su mano sobre la de él. La isla lacustre, a la sombra de los árboles, parecía hecha de cristal de un verde cambiante; los árboles que crecían en las barrancas eran mirtos. En el centro de la isla se alzaba un cenador levemente abovedado, con columnas esbeltas como brazos, adornadas con guirnaldas de follaje verde. Allí, una joven alta vestida de blanco esperaba de pie, en medio de otras gentes, con un ramillete de novia en la mano.

Numerosas manos los saludaron y les ayudaron a saltar a tierra desde el cisne, que había empezado a hacer agua. En la isla había grupos de personas sentadas abriendo cestas de picnic, haciendo callar a los niños gritones; pocos parecieron parar mientes en la llegada de Fumo.

—Mira a quién tenemos aquí, Nube —dijo un hombre esmirriado y sin barbilla que a Fumo le recordó a los poetas que tan poco simpáticos le caían al folleto—. Tenemos con nosotros al doctor Word. ¿Dónde se ha metido ahora? ¡Doctor! ¿Quiere otro poco de champán? —El doctor Word, en un ceñido traje negro, tenía en la cara mal rasurada una expresión de terror irracional; la copa le temblaba en la mano y el dorado brebaje burbujeaba.

—Gusto de verlo, doctor —dijo Nube—. No creo que podamos prometer ningún prodigio. Oh, pero tranquilícese usted, hombre. —El doctor Word había intentado hablar, se había atorado, farfullaba—. Que alguien le palmee la espalda. No es nuestro pastor —le explicó Nube a Fumo confidencialmente—. Vienen de afuera y suelen ponerse muy nerviosos. Un verdadero milagro que puedan celebrarse bodas, o funerales. Aquí tienes a Sarah Rosa y los pequeños Rosa. Hola, ¿qué tal? ¿Listo? —Cogió el brazo de Fumo, y cuando echaron a andar por el sendero de lajas hacia el cenador, un armonio empezó a tocar, como una vocecita quejumbrosa, una música que Fumo no conocía, pero que parecía despertar en él súbitas añoranzas. Al oírla, los invitados se congregaron, hablando en voz baja; y cuando Fumo llegó a los primeros y gastados peldaños del cenador, el doctor Word, que había llegado al mismo tiempo, miraba de reojo en derredor mientras buscaba a tientas un libro en su bolsillo. Fumo vio a Mamá y al doctor Bebeagua y a Sophie con sus flores detrás de Llana Alice con las suyas; Alice lo observaba seria y serena, como si fuese alguien a quien ella no conociera. Lo pusieron al lado de ella y él intentó primero meter las manos en los bolsillos, luego las entrelazó detrás de la espalda, y por fin al frente. El doctor Word pasó rápidamente las páginas de su libro y empezó a hablar a gran velocidad, y sus palabras, disparadas a través de los vapores del champán, los temblores y la incesante melodía del armonio, sonaron poco menos así: «¿Quieres tú, Barble, a esta Alice Llana por legítima fosa y prometes ser de hiél con aguas frías y cadenas en la orfandad de la salud con petulancia y con pereza y así ajarla y relajarla todos los días de tu vida y hasta que la muerte os separe?».

—Sí, quiero —dijo Fumo.

—Yo también quiero —dijo Llana Alice.

—Ajillo —exclamó el doctor Word—. Y ahora os remato marido y mujer.

A tocar narices

Había un juego que Alice solía jugar con Sophie en los largos corredores de Bosquedelinde: ella y Sophie se situaban lo más lejos posible una de otra pero de manera que pudieran verse. Entonces empezaban a caminar lentamente la una hacia la otra, mirándose a la cara. Así seguían avanzando, siempre al mismo ritmo lento, serias, o tratando de no tentarse de risa, hasta que sus narices se tocaban. Eso era lo que le había sucedido con Fumo, sólo que él había venido de muy lejos, de demasiado lejos para que pudieran verse, ya que había venido de la Ciudad… no, de más lejos, de un lugar en el que ella no había estado nunca, de muy lejos, caminando hacia ella. Cuando la barca-cisne lo recogió, a la orilla del lago, ella lo habría podido cubrir con la uña de su pulgar, si hubiera querido; después, la barca se fue acercando, con Phil Flores en los remos, y entonces pudo ver la cara de Fumo, ver que de verdad era él. Al llegar a la orilla desapareció por un momento, y justo entonces hubo en torno un murmullo de expectación y simpatía, y él volvió a aparecer del brazo de Nube, ya mucho más grande, las nuevas arrugas visibles en sus rodillas, las manos fuertes, recias, que a ella tanto le gustaban. Más grande. Un ramillete de violetas en el ojal de la solapa. Vio cómo él estiraba el cuello, y en ese momento comenzó la Música. Cuando él llegó a la escalinata del cenador, ella ya no podía abarcar sus pies si lo miraba resueltamente a la cara, y lo miró a la cara, y por un instante todo se volvió obscuro y borroso alrededor de esa cara que, como una pálida luna sonriente, entraba en órbita con la suya. Fumo subió los escalones y se detuvo a su lado. Las narices no se tocaron. Eso vendría con el tiempo. Quizá, pensó ella, tardaría años, o acaso nunca sucediera, ya que al fin y al cabo el suyo era un casamiento Convenido, aunque eso ella no se lo había explicado nunca a él, ni nunca se lo diría, ni tampoco tendría ya necesidad de hacerlo porque, tal como las cartas lo habían prometido, ella lo habría elegido a él de todos modos, aun cuando las cartas no lo eligieran, aun cuando quienes le prometieran alguien como él pensaran que ya no era necesario, o que no era él el señalado. Para tenerlo, ella estaba dispuesta a enfrentarse con ellos. ¡Y no habían sido ellos acaso los primeros en considerar necesario que saliera en su busca! Ahora deseaba con toda su alma seguir encontrándolo, rodearlo con sus brazos y buscar; pero ya el estúpido del pastor había empezado a farfullar; estaba furiosa con sus padres, que habían considerado necesaria aquella ceremonia, por el bien de Fumo, según ellos, pero ¿quién conocía a Fumo mejor que ella? Trató de escuchar lo que decía el hombre, mientras pensaba cuánto más divertido hubiera sido casarse jugando a tocar narices: que los dos, desde una gran distancia, se pusieran en camino al mismo tiempo, hasta que, como en los viejos corredores de la casona, mientras por el rabillo del ojo veía deslizarse, siempre cambiantes, las paredes y los cuadros, sólo la cara de Sophie permanecía constante, crecía, los ojos se agrandaban, las pecas se dilataban: un planeta, y luego una luna y en seguida un sol, y después nada, nada visible excepto ya a último momento un mapa topográfico, los ojos inmensos empezando a bizquear un instante apenas, y ya las dos narices, precipitándose una contra otra, colisionaban sin hacer ningún ruido.

Islas Felices

—Un poco irreal —dijo Fumo. Había algunas manchas de hierba en el traje de Truman, y mientras Mamá ponía en la cesta las sobras de la merienda, las observaba con aire preocupado.

—No se las podrás quitar —dijo. Fumo bebía champán, lo cual hacía aceptable, al parecer normal, incluso necesaria la irrealidad. Pacífico y feliz, flotaba en una bruma como la de aquel largo atardecer. Mamá cerró la canasta y en ese momento vio un plato que la miraba con aire socarrón desde la hierba; cuando terminó de rehacer el trabajo, Fumo, con una sensación de deja vu, le señaló un tenedor que ella no había visto. Llana Alice enlazó su brazo al de él. Ya habian recorrido varias veces la isla, viendo a parientes y amigos, siempre muy agasajados. Muchos decían «gracias» cuando Alice les presentaba a Fumo, y también daban las gracias cuando le entregaban sus regalos de boda. Fumo, después de la tercera copa de champán, empezó a preguntarse si esa forma de trastocar el sentido de las cosas (Nube lo hacía constantemente) no debería ser examinada caso por caso, por así decir, si no sería algo así como…, bueno…, una forma general de… Ella apoyó la cabeza en la hombrera del traje de Truman, y así se sostuvieron uno a otro, extenuados de tanto saludar.

—Simpáticos —dijo él sin dirigirse a nadie—. ¿Cómo se dice cuando algo es puertas afuera?

—¿Al fresco?

—¿Se dice así?

—Creo que sí.

—¿Eres feliz?

—Creo que sí.

—Yo sí lo soy.

Cuando se había casado Franz Ratón, él y su novia (cómo era que se llamaba) habían ido juntos a uno de esos estudios fotográficos con escaparates al frente, y allí el fotógrafo, además de la formal foto de los desposados, había hecho algunas tomas chuscas, con trastos de su propia utilería: una bola con su cadena que sujetó a la pierna de Franz, y un palote de amasar que la recién casada debía blandir por encima de la cabeza de su marido. Fumo comprobó que eso era todo cuanto sabía acerca de la vida de casado y soltó una carcajada.

—¿Qué? —inquirió Alice.

—¿Tienes un palote de amasar?

—¿Para amasar pasteles, quieres decir? Supongo que Mamá tiene uno.

—Entonces todo está en orden. —Ahora estaba tentado, y las burbujas de la risa brotaban de una región de su diafragma como las que estallaban en un punto invisible de su copa. Alice se contagió. Mamá de pie, con los brazos en jarras, los miraba meneando la cabeza. El armonio (o lo que fuera) empezó otra vez, y todos quedaron en silencio, como si se hubiera posado sobre ellos una mano fría, o una voz hubiera de pronto comenzado a hablar de una antigua tristeza; Fumo no había oído nunca una música como ésa, que parecía atraparlo, o más bien él a ella, como si él fuera un dibujo apenas esbozado a lo largo de la seda de la melodía. Era un Recessional[1], pensó, un último himno, aunque ignoraba de dónde conocía esa palabra; pero era un himno, no para despedirlos a él y a Alice, sino a los invitados. Mamá, en el momentáneo silencio que reinó en toda la isla, exhaló un profundo suspiro, recogió su cesta, y con un ademán le indicó a Fumo que no se levantara cuando él, con visible desgana, amagó ponerse en pie para ayudarla. Los besó a los dos y echó a andar, sonriendo. Ya otros en la isla se encaminaban hacia el agua; hubo risas y algún grito lejano. Fumo divisó en la orilla a la bonita Sarah Rosa, a quien ayudaban a subir a bordo de la barca-cisne, y a otros que esperaban turno para embarcar, partir, algunos con copas todavía en la mano, y alguien con una guitarra en bandolera. Rudy Torrente esgrimía una botella verde. La música y el atardecer ponían una nota de melancolía en aquella alegre despedida, como si abandonaran las Islas Felices por un lugar menos feliz, sin sentir la pérdida hasta el momento mismo de la partida.

Fumo, cuya copa semivacía se tambaleaba en un ángulo borracho sobre la hierba, se sentía hecho de música de la cabeza a los pies; se dio vuelta para apoyar la cabeza en el regazo de Llana Alice y al volverse divisó en la orilla a la tía abuela Nube conversando con dos personas que le parecía conocer, aunque por un momento no pudo identificar, si bien le causó una inmensa sorpresa el verlas allí. De pronto, el hombre estiró la boca como un pez para exhalar el humo de la pipa, y ayudó a su mujer a subir a un bote de remos.

Marge y Jeff Junípero.

Miró el rostro plácido y confiado de Llana Alice, y se preguntó por qué cuanto más se ahondaban aquellos misterios cotidianos, menos inclinado se sentía él a ahondarlos.

—Las cosas que nos hacen felices —sentenció— nos hacen sabios.

Ella sonrió y asintió, como diciendo: sí, esas viejas verdades son en verdad muy verdaderas.

Una vida protegida

Sophie se separó de sus padres cuando éstos, cogidos del brazo, cruzaban el bosque comentando en voz baja los sucesos del día, como es natural que lo hagan aquellos padres cuyo hijo primogénito acaba de casarse. Siguió por un desvío que sólo ella conocía, y que al principio se alejaba, incierto, del camino que tomaran para venir, pero que luego volvía a unirse a él. La noche empezaba a caer, aunque más que caer parecía subir desde la tierra, ennegreciendo ya el tupido terciopelo del envés de los heléchos. Sophie vio huir de sus manos, poco a poco, la luz del día; se las veía cada vez más borrosas, y primero la luz, luego la vida abandonaron el ramo de flores que, sin saber por qué, todavía llevaba consigo. Durante un trecho, sin embargo, sintió que su cabeza emergía aún de aquella lobreguez que subía del suelo, hasta que el sendero delante de ella se convirtió en un pozo de obscuridad, y cuando aspiró el aire fresco de la noche se sintió sumergida. Después, la noche trepó hasta los pájaros, hasta las ramas en que estaban posados, y cuando uno a uno los hubo llamado a sosiego, y aquietado la furiosa batalla de las manos, sólo quedó un silencio susurrante volando en el aire. El cielo era aún tan azul como en pleno mediodía, pero a los pies de Sophie el sendero estaba tan obscuro que tropezó, y la primera luciérnaga acudió a cumplir su cometido. Se quitó los zapatos (doblando la rodilla hasta la mitad de un paso y alargando el brazo por detrás para sacarse el primero, y dando luego un saltito para quitarse el otro) y los dejó encima de una piedra; esperaba, aunque sin que ello la preocupara demasiado, que el rocío no estropearía el raso.

Ella no quería apresurarse, pero el corazón, pese a todo, y contra su voluntad, le latía de prisa. Las zarzas le imploraban a su vestido de encaje que no las abandonara, y Sophie pensó en sacárselo también, pero no lo hizo. El bosque, mirado en sentido longitudinal, en la dirección en que ella avanzaba, era un túnel de suave obscuridad, una perspectiva de luciérnagas; pero cuando miraba hacia los lados, donde la arboleda era menos frondosa, podía ver un horizonte lapidario de un azul trocado en verde, mancillado por el pálido celaje de unas nubes. También divisó, inesperadamente (siempre era inesperado), la cúpula o las cúpulas de la casa en la lejanía, y alejándose cada vez más: ésa era la impresión que se tenía a medida que la niebla que flotaba en el aire se volvía más densa. Ahora, con la sensación de una especie de risa que le oprimía la garganta, avanzaba más lentamente por el túnel de la noche.

Cuando se iba acercando a la isla, empezó a sentirse Comoquiera acompañada, y aunque aquello no era del todo inesperado, la hizo erizarse, sensibilizada, como si tuviera un pelaje, un pelaje de animal que, a fuerza de frotarlo, se hubiese puesto a crepitar, electrizado.

La isla no era una verdadera isla, o no lo era del todo; tenía la forma de una lágrima, y la larga cola de la lágrima se extendía hasta el río que alimentaba el lago. Al llegar allí, a ese paraje en el que el río, en la porción más angosta de su cauce, abrazaba la cola de la lágrima para henchir y rizar las aguas del lago, encontró enseguida un sendero para continuar avanzando de piedra en piedra, esas piedras que, bañadas por el río, se cubrían de cojines sedosos en los que hubiera podido refrescar la acalorada mejilla.

Por fin llegó a la isla, al pie del cenador que se alzaba allí, en el centro, mirando absorto hacia el otro lado.

Sí, allí alrededor estaban ellos, y eran muchos ahora, con qué propósito, no pudo por menos que pensar, el mismo que la traía a ella: saber, sencillamente, o ver, o estar seguros. Sin embargo, las razones de ellos debían de ser diferentes. Ella no tenía ninguna razón que pudiera nombrar, y tal vez tampoco las de ellos tuvieran nombre, aunque le parecía escuchar —sin duda los rumores del río, nada más, y los de la sangre que le latía con violencia en los oídos— una multitud de voces que hablaban pero no decían nada. Con cautela, en profundo silencio, contorneó el cenador, oyendo una voz, una voz humana, la de Alice, sólo la voz, no lo que ella decía; y unas risas, y de pronto creyó adivinar lo que su hermana estaría diciendo. ¿Por qué había venido? Empezaba ya a sentir en su corazón la obscura, la ciega y horrenda presión de un muro pesadísimo que subía y subía; pero siguió andando, y cuando llegó a un paraje más alto resguardado por arbustos lustrosos y a un banco de piedra fría, se detuvo, y con extremado sigilo se encaramó en él, de rodillas.

La postrera luz verde del ocaso se extinguió. Y el cenador, como si hubiera estado al acecho, aguardándola, vio a la luna gibosa trepar sobre los árboles y bañar de luz el agua acresponada, los pilares, y a la pareja acostada allí en el suelo, entre los cojines.

Llana Alice había colgado su vestido blanco en las ramas de un arbusto, y de vez en cuando una manga o el ruedo de la falda se sacudían agitados por la brisa que empezara a soplar al anochecer; mirando por el rabillo del ojo, Fumo podía suponer que había alguien más allí, en los alrededores del cenador. Estaban aquellas luces, entonces: un cielo crepuscular, las luciérnagas, los capullos fosforescentes que, más que brillar por reflejo, parecían titilar con una tenue luz propia. Y a esa luz, más que ver, Fumo sentía sobre los cojines la larga geografía de su amada.

—En realidad, yo soy muy inocente —dijo—. En muchos sentidos.

—¡Inocente! —replicó ella con fingida sorpresa (fingida, ya que, por supuesto, si por algo estaba él ahora allí, y ella con él, era por esa inocencia)—. No te comportas como alguien inocente. —Rió, y él también se echó a reír; eran las risas que Sophie había oído—. Desfachatado.

—Sí, también eso. La misma cosa, creo yo. Nadie me dijo nunca de qué cosas debía avergonzarme. A tener miedo… eso nadie tiene que enseñártelo. Pero lo he superado. —Contigo, hubiera podido añadir—. He tenido una vida protegida.

—Yo también.

Fumo pensó que su vida no había sido para nada protegida, no cuando Llana Alice podía decir lo mismo de la suya. Si la de ella fue protegida, la de él, entonces, había sido el desamparo, y eso fue lo que sintió.

—Es que yo no tuve infancia. No como la que tuviste tú. En cierto sentido, yo nunca fui un niño. Quiero decir que he sido un crío, eso sí, por supuesto, pero un niño, nunca.

—Bueno —dijo ella—. Ahora puedes tener mi infancia. Si la quieres.

—Gracias —dijo él; y claro que la quería, toda entera, sin que se le escapara un solo segundo—. Gracias.

La Luna subió, y a su claridad repentina, Fumo la vio levantarse, estirarse como después de un esfuerzo, e ir a apoyarse contra una columna, mientras se acariciaba con aire ausente, y a través de la obscura fronda de los árboles miraba en dirección al lago. Sus largos músculos parecían plateados y etéreos (pero no eran etéreos, oh, no: si él temblaba aún ligeramente a causa de la presión de aquellos músculos). El brazo alzado a lo largo de la columna le levantaba el pecho y el omóplato. Con una de sus largas piernas rígida y tensa soportando todo el peso del cuerpo, y la otra flexionada, las redondeces gemelas de sus nalgas estaban en reposo, perfectamente equilibradas, como un teorema. Todo esto lo registraba Fumo con una asombrosa precisión, no simplemente como cosas que sus sentidos percibían, sino como una meta que se proponían perseguir sin cesar.

—Mi primer recuerdo —dijo ella, como un anticipo a cuenta del regalo que acababa de ofrecerle, o pensando en otra cosa, tal vez (pero él de todos modos lo aceptó)—, mi primer recuerdo es una cara en la ventana de mi cuarto. Era de noche, en verano. La ventana estaba abierta. Una cara amarilla, redonda y brillante. Con una sonrisa de oreja a oreja y unos ojos, ¿cómo te diré?, penetrantes. Y me miraba con muchísimo interés. Yo me reía, recuerdo, porque era siniestra pero estaba sonriente, y me hacía reír. Después, las manos aparecieron sobre el alféizar, y me pareció que la cara, el dueño de la cara quiero decir, estaba entrando por la ventana. Sin embargo, yo no estaba asustada, oía risas y yo también me reía. En ese momento entró mi padre en la habitación, y yo me di vuelta, y cuando miré de nuevo ya no estaba allí la cara. Después, cuando lo comenté con Papá, él dijo que la cara era la luna en la ventana, y las manos en el alféizar, los visillos agitados por la brisa; y que cuando volví a mirar, una nube había tapado la luna.

—Probablemente.

—Eso fue lo que él vio.

—Quiero decir que probablemente…

—¿Qué infancia, la de quién —dijo ella volviéndose hacia él, los cabellos en llamas a la luz de la luna, el rostro mate y azul y por un segundo aterradoramente otro, no el suyo— es la que quieres tener?

—Quiero la tuya. Ahora.

—¿Ahora?

—Ven aquí.

Ella se echó a reír, y fue y se arrodilló junto a él sobre los cojines, su carne ahora enfriada por el baño de luna mas no por ello menos su carne, su carne verdadera.

Siempre sigilosa

Sophie los vio acoplarse. Adivinaba, con vivida certeza, qué emociones (las que Fumo le hacía sentir) se sucedían en su hermana, aunque no eran, por lo que ella sabía, las que Llana Alice había sentido antes. Veía claramente qué era lo que hacía que los ojos castaños de Alice se opacaran de pronto, abstraídos, o le brillasen, súbitamente llenos de luz. Era como si Alice estuviera hecha de cristal, de un cristal que siempre había sido opaco en ciertas partes, pero que ahora, expuesto a la radiante luz de la lámpara de amor de Fumo, se hubiera vuelto por entero transparente, para que ni un solo recoveco de Alice quedara oculto a los ojos de Sophie mientras los observaba. Los oía hablar —sólo algunas palabras, sugerencias, triunfos—, y cada palabra vibraba como una campana de cristal. Respiraba a la par de su hermana, y cuanto más se agitaba esa respiración, a una luz más viva aún podía ella ver a Alice. Extraña forma de poseerla, y Sophie no sabía con certeza qué era ese calor que le robaba el aliento, si dolor, osadía, vergüenza, qué. Pero sabía que nada en el mundo podría hacerle apartar la mirada; y que aunque la apartase, seguiría viendo, con la misma terrible claridad. Sin embargo, durante todo ese tiempo Sophie dormía.

Era esa forma de dormir (ella las conocía todas, pero no tenía nombre para ninguna) en la que los párpados parecen haberse vuelto transparentes, y uno ve a través de ellos la misma escena que veía antes de cerrarlos. La misma escena, pero no la misma. Antes de que se le cerraran los ojos, Sophie había sabido, o en todo caso intuido, que había otros allí, y que como ella habían venido para espiar aquella unión. Ahora, en su sueño, esos otros eran perfectamente concretos; se asomaban por encima de sus hombros y su cabeza, se arrastraban con cautela sigilosos, para aproximarse al cenador. Alzaban a criaturas diminutas sobre el follaje de los mirtos para asistir a aquel prodigio. Flotaban en el aire o sobre alas jadeantes, alas que jadeaban con la misma exaltación de la escena que contemplaban. Sus cuchicheos no la importunaban, ya que su interés, tan intenso como el de ella, sólo en eso se parecía al de Sophie; en tanto ella arrostraba abismos insondables, sin saber si no sucumbiría ahogada en las encontradas mareas del asombro, la pasión, la vergüenza, el sofocante amor, sabía que ellos, los otros, estaban apremiando a aquella pareja —no, incitándola— con un único fin, y ese fin era Procrear.

Un estúpido abejorro pasó zumbando junto a su oído, y Sophie se despertó.

Las criaturas que bullían en torno de ella eran símiles vagos de las de su sueño: zancudos cuchicheantes, rutilantes gusanos de luz, un chotacabras persiguiendo murciélagos de alas membranosas.

A lo lejos, el cenador se alzaba, blanco y silencioso a la luz de la luna. De vez en cuando, Sophie creía atisbar lo que acaso fueran los movimientos de los miembros. Pero ni un solo rumor; ningún gesto que se pudiera nombrar, o tan siquiera adivinar.

¿Por qué la hería eso más profundamente que lo que soñara que había presenciado?

Exclusión. Sin embargo, se sentía tan inmolada entre ellos ahora, cuando no podía verlos, como cuando soñaba que los veía; y tan insegura de poder sobrevivir.

Celos: unos celos nacientes. No, tampoco eso. Ella nunca se había sentido dueña de nada, ni tan siquiera de un alfiler, y uno sólo puede sentir celos cuando le quitan lo que le pertenece. Ni tampoco traición: ella lo había sabido todo desde el comienzo (y ahora sabía más de lo que ellos jamás sabrían que sabía), y uno sólo puede ser traicionado por los hipócritas, por los mentirosos.

Envidia. ¿Pero de Alice, de Fumo, o de los dos?

No lo sabía. Sólo sentía que resplandecía de dolor y de amor a la vez, como si hubiese tragado ascuas.

Siempre sigilosa, como había venido, abandonó el lugar, y tal vez muchos de los otros partieron tras ella, más sigilosos aún.

Piensa que eres un pez

El largo cauce del río que alimentaba al lago descendía por un escalonado lecho pedregoso desde el estanque horadado por una catarata en el secreto corazón del bosque.

Los dardos de la luna herían la aterciopelada superficie de aquel estanque, y al hundirse en las aguas se doblaban y despedazaban. En la faz, mecidas por el cabrilleo incesante que provocaba la espumosa cascada, reposaban las estrellas. Eso sería lo que vería quienquiera que contemplase el estanque desde la orilla. A los ojos de un pez, de una gran trucha blanca casi dormida en el agua, ofrecía un aspecto muy diferente.

¿Dormida? Sí, los peces duermen, aunque no lloran; la más intensa de sus emociones es el pánico, la más triste, una suerte de amargo remordimiento. Duermen con los ojos abiertos y sus sueños fríos se reflejan en el verdinegro seno del agua. Al Abuelo Trucha le parecía que el agua viva, con su geografía familiar, desaparecía y volvía a aparecer como si alternativamente se abriera y cerrara ante él una celosía. Cada vez que el estanque desaparecía, él se miraba por dentro. Por lo general los peces sueñan con el agua, la misma que ven cuando están despiertos, mas los sueños del Abuelo Trucha no eran de esa especie. Tan distintos de los de las truchas de río eran sus sueños, y tan persistentes a la vez los indicios de su morada acuática, que su existencia misma se convertía en una sucesión de suposiciones. Las suposiciones del sueño eran cambiantes, variaban sustituyéndose unas a otras con cada jadeo de sus branquias.

Piensa que eres un pez. Ningún lugar mejor que éste para vivir. Gracias a las cascadas que ahogaban sin cesar el aire en el estanque, el mero respirar era un vivo placer. Como lo sería, suponiendo que no fueras una criatura de agua, respirar el aire puro, alto, siempre renovado por los vientos de una pradera alpina. Maravilloso, y qué bueno que ellos se preocuparan tanto por él (suponiendo que ellos se preocupaban por su bienestar y su ventura, o la de cualquiera). Y no había depredadores aquí, y muy escasa competencia, ya que (si bien un pez no podía, supuestamente, saberlo) el río era poco profundo y pedregoso aguas arriba, como lo era también aguas abajo, de modo que ninguna criatura semejante a él por su tamaño podía entrar a disputarle los insectos que caían sin cesar de aquellos bosques frondosos y variados que coronaban el estanque. En verdad, ellos habían pensado en todo, suponiendo que pensaran en algo.

Ahora bien, suponiendo que él no estuviera allí, de nadador, por su propia elección: qué merecido castigo tan atroz, qué exilio tan amargo. ¿Iba a ser siempre igual, un eterno ir y venir mordiendo mosquitos? Él suponía que para un pez, en sus ensoñaciones más felices, nada podía ser más apetecible que ese sabor. Pero si uno no fuera pez, qué recuerdo, la multiplicación interminable de esas gotitas minúsculas de sangre amarga.

Suponiendo (siempre suponiendo) que todo fuera un Cuento. Que, por más que él pareciera realmente un pez contento con su suerte, o que, por mucho que le repugnara se hubiera acostumbrado a ella, de pronto, un buen día, apareciera allí una forma bellísima que, escrutando las honduras irisadas, pronunciara las palabras secretas que de viva fuerza (y desafiando peligros terribles para ella) hubiera arrancado a los malignos guardasecretos, y que él, entonces, agitando las piernas y las empapadas vestiduras principescas, estrangulado ahora por el agua, saltara a la orilla para erguirse jadeante ante ella, devuelto a su forma verdadera, la maldición conjurada, el hada mala llorando lágrimas de frustración. Al pensar en esto, un cuadro apareció en la superficie del estanque, un grabado en colores: un pez de peluca y levitón, con una carta inmensa bajo el brazo, boquiabierto. Boqueando en el aire. Ante esta visión alucinante (¿de dónde?) las branquias le temblaron y se despertó, sobresaltado; y la celosía se abrió. Sólo había sido un sueño. Durante un rato, reconfortado, no supuso nada más que agua, agua saludable a la luz de la Luna.

Podía imaginar, desde luego (la celosía empezó a cerrarse otra vez), que él mismo era uno de ellos, uno de los guardasecretos, un echador de maleficios, un prestidigitador maligno, una inteligencia brujeril eterna alojada, para la consecución de sus sutiles y secretos designios, en el simple cuerpo de un pez. Eterna: suponiendo que lo fuera. Él ha vivido desde siempre, o casi, él ha sobrevivido hasta este tiempo presente (suponiendo [calando más hondo] que este tiempo sea el presente); él no ha expirado a la edad de un pez, ni a la edad de un príncipe. Siente como si su existencia se prolongara hacia atrás (¿o será hacia delante?) sin principio (¿o sin fin?), sólo que ahora no puede recordar si los grandes cuentos o historias que él supone que conoce y que eternamente rumia, aguardan allá en lo por venir o yacen muertos en el ha sido. Pero suponiendo, entonces, que asi es como se guardan los secretos, y como se recuerdan los cuentos legendarios, y como se echan también los maleficios indestructibles…

No. Ellos saben. Ellos no suponen. Él piensa en ellos, en su infalibilidad, en la belleza serena e inexpresiva de esos rostros que no pueden mentir, de esas manos que asignan tareas tan imposibles de rechazar como pretender arrancarse un anzuelo clavado en la garganta. Y él es ignorante, tan ignorante como un pez recién nacido; no sabe nada; ni tampoco quisiera saber, no querría preguntarles, suponiendo incluso (otra ventana que mira hacia dentro se abre sin ruido) que ellos quisieran responderle, si cierta noche de agosto cierto muchacho. Erguido sobre esas rocas que alzan la frente hacia el aire maldito. Un muchacho herido por una metamorfosis como alguna vez este estanque fue herido por el rayo. A causa de alguna afrenta, presumiblemente, sin duda tendréis vuestras razones, no lo toméis a mal, que no tiene nada que ver conmigo. Suponed tan sólo que ese hombre imagina que recuerda, imagina que su único recuerdo, y el último (el resto, todo el resto son meras suposiciones), es la horrible sensación de estrangulamiento en la sequedad mortífera del aire, la súbita fusión de los brazos y las piernas, la contorsión en el aire (¡aire!) y luego el alivio atroz de la zambullida en el agua dulce y fría donde ha de permanecer, eternamente.

Y suponiendo que él no pueda recordar por qué le ha sucedido esto: que tan sólo supone, soñando, que le ha sucedido.

¿Qué fue lo que hizo, que tanto os agraviara?

¿O acaso el Cuento, simplemente, requería un mediador, un alcahuete, y él estaba lo bastante a mano para que lo atrapasen?

¿Por qué puedo recordar mi pecado?

Pero ahora el Abuelo Trucha duerme profundamente, ya que de no ser así, no podría suponer nada de todo esto. Delante de sus ojos abiertos están cerradas todas las celosías, y hasta una gran distancia sólo agua hay alrededor de él. El Abuelo Trucha sueña que ha ido a pescar.