«MARITO IN CITTÀ»
Hace algunos años se hizo popular en Italia una canción titulada Marito in città. La melodía era simple y pegadiza. La letra decía así: «La moglie ce ne va, marito poverino, solo in cittadina», y se refería a los apuros de un hombre solo, con el acostumbrado tono alegre y humorístico, como si quedarse solo fuera una situación esencialmente cómica; algo así como engancharse en el anzuelo de una caña de pescar. El señor Estabrook oyó la canción mientras viajaba por Europa con su mujer (catorce días, diez ciudades), y por alguna caprichosa razón su memoria conservó un recuerdo indeleble de las palabras y de la música. No la olvidó, desde luego; de hecho, parecía incapaz de olvidarla, aunque su punto de vista sobre las posibilidades de la soledad era bien distinto.
La escena, el momento en que su mujer y sus cuatro hijos partieron camino de la montaña, tuvo el encanto, el aspecto ordenado, la sencillez ilusoria de la portada de una revista un poco anticuada. Todo resultaba previsible: la mañana de verano, la rubia, las maletas, la alegría en los ojos de los niños, la abundancia de cambio para pagar en las autopistas de peaje, algunas consideraciones rituales acerca del cambio de estación, acerca de otro anillo más en la edad del planeta. El señor Estabrook estrechó la mano de sus hijos, besó a su mujer y a sus hijas y contempló cómo el automóvil se ponía en movimiento por la avenida de grava con la impresión de que aquel instante era importante, de que si poseyera el don de escudriñar las fuerzas que intervenían en él, llegaría a algo muy parecido a una revelación. También en Roma, en París, en Londres y en Nueva York esposas e hijos estaban —se daba cuenta— poniéndose en camino del mar o de la montaña. Era un día laborable, de manera que encerró al perro, Scamper, en la cocina, y cogió el coche para ir a la estación, cantando por el camino: «Marito in città, la moglie ce ne va», etc.
Todo el mundo sabe lo que esta historia va a dar de sí, como es lógico: nunca llegará a trascender el ambiente caricaturesco de una tonada callejera, pero lo cierto es que las aspiraciones del señor Estabrook eran serias, sinceras y merecedoras de atención. Estaba familiarizado con la vasta y evangélica literatura sobre la soledad, y decidido a sacar partido a sus semanas de aislamiento. Limpiaría el telescopio y estudiaría las estrellas. Leería. Practicaría las variaciones de Bach para piano en dos partes. Aprendería —como un expatriado cuando insiste en que la desnudez y, en ocasiones, la angustia del alejamiento traen consigo muy altas posibilidades de autodescubrimiento— más cosas acerca de sí mismo. Observaría las costumbres migratorias de las aves, los cambios en el jardín, las nubes del cielo. El señor Estabrook tenía de sí mismo una imagen muy clara en la que su poder de observación se veía considerablemente aumentado a causa de la soledad. Cuando volvió a casa la primera noche descubrió que Scamper se había escapado de la cocina y había dormido en un sofá de la sala de estar, manchándolo de barro y pelos. Scamper era un perro de raza indefinida, compañero favorito de sus hijos. El señor Estabrook le reprochó su conducta y dio la vuelta a los cojines del sofá. El problema inmediato con el que tuvo que enfrentarse es uno al que raramente se hace alusión en la literatura sobre la soledad: el problema de satisfacer sus apetitos más elementales. Esto significaba —bien a su pesar— dar la nota de la comicidad más burda, O, marito in città. No le costaba trabajo imaginarse con unos pantalones de estar por casa, instalando el telescopio en el jardín a la caída de la tarde, pero no lograba visualizar, en cambio, quién iba a dar de comer a aquel hombre tan seguro de sí mismo.
El señor Estabrook se hizo unos huevos fritos, pero descubrió que no era capaz de comérselos. Se preparó un cóctel con gran esmero y se lo bebió. Después volvió a los huevos, pero seguían dándole asco. Se bebió un segundo cóctel, e intentó enfrentarse con los huevos desde otro punto de vista, pero seguían pareciéndole repulsivos. Terminó por dárselos a Scamper y se dirigió en coche hasta un sitio en la autopista donde había un restaurante. Cuando entró allí, la música sonaba tan fuerte como si se tratara de un desfile, y la camarera estaba subida en una silla, colocando unas cortinas.
—Le atiendo en seguida —dijo—. Siéntese donde mejor le parezca.
El señor Estabrook escogió una de las cuarenta mesas vacías. No puede decirse en realidad que se sintiera decepcionado por su situación; normalmente se hallaba rodeado por un crecido número de hombres, mujeres y niños, y era algo completamente lógico que se sintiera, como de hecho se sentía, no ya solo, sino solitario. Teniendo en cuenta las repercusiones físicas y espirituales de aquel estado, le pareció extraño que únicamente existiera una palabra para designarlo. El señor Estabrook se sentía solo y sufría. La comida, más que mala, le resultó increíble. Se daba en ella esa total ausencia de semejanza con algo anterior que es la esencia de la insipidez. No pudo comer nada. Apartó el correoso bistec a la pimienta y pidió un helado para no herir los sentimientos de la camarera. La cena en el restaurante lo hizo pensar en todos los que —por torpeza o mala suerte— tienen que vivir solos y comer de esa manera todas las noches. Era una idea estremecedora, y el señor Estabrook decidió ir a un cine al aire libre.
El largo atardecer veraniego aún se prolongaba en la atmósfera con una suave luminosidad. El lucero de la tarde, suspendido del cielo sobre la enorme pantalla, parecía inclinarse un poco hacia los espectadores, creando una impresión de destino adverso. Borrosas por la luz del atardecer, las figuras y los animales de una película de dibujos se perseguían unos a otros, explotaban, cantaban, bailaban y tropezaban. Los primeros compases musicales y los títulos de crédito de la película que el señor Estabrook había ido a ver llegaron a término con el fin del crepúsculo, y luego, mientras cerraba la noche, una trama de increíble estupidez comenzó a perfilarse en la pantalla. La indignación moral del señor Estabrook ante aquella confluencia de hambre, aburrimiento y soledad fue muy intensa, y pensó con tristeza en los hombres que se habían visto obligados a escribir el guión de la película, y en los esforzados actores a quienes se pagaba para recitar frases tan vulgares. Los veía apearse de sus coches descapotables en Beverly Hills, al terminar el día, completamente desanimados. Quince minutos fue todo lo que pudo resistir; luego se volvió a casa.
Scamper se había pasado del sofá a una silla, y había manchado de barro y pelos su tapicería de seda.
—Scamper, malo —lo regañó el señor Estabrook, y desde entonces empezó a tomar las precauciones que habría de repetir todas las noches para salvar los muebles. Puso un taburete patas arriba sobre el sofá, hizo lo mismo con las sillas tapizadas en seda, y colocó una papelera sobre el confidente del vestíbulo; en el comedor puso las sillas del revés sobre la mesa, como hacen en los restaurantes cuando friegan el suelo. Con las luces apagadas y los muebles boca abajo, la estabilidad de su casa parecía comprometida, y el señor Estabrook se sintió por un instante como un fantasma que ha vuelto para comprobar los terribles efectos del paso del tiempo.
Ya acostado, pensó, como es normal, en su esposa. La experiencia le había enseñado la conveniencia de que sus separaciones resultaran lo más efusivas posible, y dos días antes de su marcha se le había declarado; pero la señora Estabrook estaba cansada. Volvió a declararse a la noche siguiente. Su mujer pareció dispuesta a complacerlo, pero lo que en realidad hizo fue bajar a la cocina, meter cuatro mantas muy pesadas en la lavadora, fundir los plomos e inundar la casa. De pie junto a la puerta de la cocina, terriblemente decepcionado, el señor Estabrook se preguntó por qué había hecho aquello su mujer. ¡La pobrecilla no pretendía más que mostrarse esquiva! Mientras la contemplaba, recogiendo el agua del suelo de la cocina, con su figura llena de dignidad pero un tanto corpulenta, pensó que solo había querido, como cualquier ninfa, atravesar corriendo el bosque frondoso —manchas de sol y sombra sobre la espalda, el agua relampagueándole entre los pies—, pero como por aquellos días se cansaba muy pronto y tampoco había bosques frondosos, se había visto obligada a meter las manos en la lavadora. Al señor Estabrook nunca se le había pasado por la imaginación que la tendencia a mostrarse esquivas fuese en el sexo débil tan fuerte como entre los varones la de dar caza. Este atisbo de la realidad profunda de las cosas lo conmovió, y de alguna manera lo satisfizo, si bien es cierto que esa fue la única satisfacción que obtuvo aquella noche.
Hacer realidad la imagen de un hombre pulcro y seguro de sí mismo disfrutando de su soledad no era tarea fácil, pero lo cierto es que tampoco el señor Estabrook había esperado que lo fuera. La noche siguiente practicó las variaciones de Bach para piano hasta las once. Al otro día sacó el telescopio. No había sido capaz de resolver el problema de la alimentación, y en el espacio de una semana perdió más de seis kilos. Al apretarse el cinturón, los pantalones le hacían pliegues como si se tratara de una camisa. Se presentó con tres pares en la tintorería del pueblo. Ya habían cerrado la tienda, pero el dueño seguía allí, convertido en un hombre aplastado por la vida. Había rasgado las fundas de encaje de las almohadas de la señora Hazelton, y había perdido las camisas de seda del señor Fitch. Tenía empeñados los útiles de trabajo, el sindicato le exigía un seguro de enfermedad, y todo lo que comía —hasta el yogur— parecía convertirse en fuego al llegarle al esófago. Habló con el señor Estabrook desesperanzadamente.
—Ya no tenemos sastre en nuestro establecimiento, pero hay una mujer en Maple Avenue que hace arreglos, la señora Zagreb. Su casa está en la esquina de Maple Avenue con Clinton Street. Tiene un anuncio puesto en la ventana.
La noche estaba oscura y era la época del año en que abundan las luciérnagas. La avenida de los Arces hacía honor a su nombre, y la espesura del follaje aumentaba la oscuridad de la calle. La casa de la esquina era de madera y tenía porche. Los arces crecían tan juntos que no había hierba en el jardín. El anuncio —ARREGLOS— ocupaba un lugar destacado en la ventana. El señor Estabrook tocó el timbre.
—Un momento —exclamó alguien. La voz era sonora y alegre. Una mujer abrió una puerta con una mano, mientras con la otra se restregaba el pelo (de color oscuro) con una toalla. Pareció sorprendida al verlo—. Pase —dijo—. Acabo de lavarme la cabeza.
El vestíbulo era diminuto, y el señor Estabrook la siguió hasta una pequeña sala de estar.
—Tengo unos pantalones que me gustaría reducir de cintura —dijo—. ¿Hace usted ese tipo de trabajo?
—Hago cualquier cosa —respondió ella riendo—. Pero ¿por qué pierde peso? ¿Es que está a dieta?
La señora Zagreb había dejado la toalla pero seguía sacudiendo el cabello y frotándose la cabeza con los dedos. Se movía por la habitación mientras hablaba, y parecía llenarla de desasosiego: una particularidad que a él podría haberle irritado tratándose de otra persona, pero que en ella resultaba graciosa, fascinante, como si se moviera impulsada por una necesidad íntima.
—No sigo ninguna dieta —dijo él.
—¿No estará enfermo? —Su preocupación fue inmediata y sincera; el señor Estabrook podría haber sido el más entrañable de sus amigos.
—No, no. Es que he estado tratando de cocinar.
—Pobrecillo. ¿Sabe qué medidas tiene?
—No.
—Bueno; tendré que tomárselas.
Moviendo todo el cuerpo y agitando el aire y los cabellos al andar, la señora Zagreb cruzó la habitación y sacó de un cajón un metro de color amarillo. Para tomar medidas de la cintura le pasó las manos por debajo de la chaqueta, un gesto que parecía cariñoso. Cuando tuvo el metro en la cintura, él la rodeó con los brazos y la estrechó contra su pecho. La señora Zagreb se limitó a reír y a agitar el pelo. Luego lo apartó suavemente, con un ademán que tenía mucho más de promesa que de negativa.
—Lo siento —dijo—. Esta noche, no, cariño. Esta noche no puede ser. —Cruzó la habitación y lo contempló desde el otro lado. Su rostro tenía una expresión de ternura y estaba como ensombrecido por la indecisión, pero cuando él se acercó, movió la cabeza vigorosamente en un gesto negativo—. No, no —dijo—. Esta noche, no. Por favor.
—Pero ¿volveré a verte?
—Claro que sí, pero no esta noche. —Se acercó a él y le acarició la mejilla—. Ahora vete. Yo te llamaré. Me gustas mucho, pero ahora vete.
El señor Estabrook salió de la casa a trompicones; estaba desconcertado, pero se sentía maravillosamente importante. Había pasado tres minutos en aquella casa, cuatro quizá, y ¿qué había sucedido, cómo habían advertido inmediatamente que existía entre ellos una afinidad de amantes? A él le había bastado con verla para excitarse; le había bastado su voz sonora y alegre. ¿Por qué habían sido capaces de moverse tan sin esfuerzo, tan directamente, el uno hacia el otro? Y ¿qué se había hecho con su sentido del bien y del mal, con su apasionado deseo de rectitud, de hombría de bien y, dentro de su estado, de castidad? El señor Estabrook pertenecía a la iglesia de Cristo, formaba parte de la junta rectora, comulgaba con frecuencia y devoción, y estaba sinceramente decidido a defender los artículos de la fe. Ya era culpable de pecado mortal. Pero mientras avanzaba en su automóvil bajo los arces y a través de la noche de verano, no era capaz de descubrir dentro de sí, al examinarse atentamente, más que sentimientos de bondad y de magnanimidad, y una conciencia del mundo mucho más amplia. Al llegar a casa luchó con unos huevos revueltos, practicó las variaciones para piano y trató de dormir. «O, marito in città!».
Era el recuerdo del pecho de la señora Zagreb lo que lo atormentaba. Su suavidad y su fragancia parecían materializarse en el aire mientras trataba de conciliar el sueño, siguieron persiguiéndolo mientras dormía y, al despertarse, era como si su rostro estuviese sumergido en el pecho de la señora Zagreb que, resplandeciente como el mármol, ofrecía a sus sedientos labios sabores tan variados y tan dulces como las brisas de una noche de verano.
Por la mañana se duchó con agua fría, pero fue como si el pecho de la señora Zagreb estuviera esperándolo al otro lado de la cortina de la ducha. Más tarde descansó contra su mejilla mientras iba en el coche hasta la estación, leyó por encima de su hombro en el tren de las ocho treinta y tres, se agitó violentamente con él en el tren de enlace y en el metro, y le obsesionó durante toda la jornada de trabajo. El señor Estabrook pensó que iba a volverse loco. Nada más volver a casa, buscó el número de la señora Zagreb en la Agenda Social que su mujer tenía junto al teléfono, y la llamó.
—Sus pantalones están listos —le dijo ella—. Puede venir cuando quiera a recogerlos. Ahora mismo, si lo desea.
La señora Zagreb le pedía que fuera. La encontró en la sala de estar y ella le entregó los pantalones. Entonces, al señor Estabrook lo invadió la timidez, y se preguntó si no habría inventado todo lo de la noche anterior. Allí no había más que una costurera viuda entregando unos pantalones a un hombre solitario, de mediana edad, en una casa de madera de Maple Avenue que necesitaba una mano de pintura. El mundo se regía por el sentido común, las pasiones legítimas y los artículos de fe. La señora Zagreb agitó la cabeza. Se trataba de una costumbre, por tanto, y no tenía nada que ver con el hecho de lavarse la cabeza. Después se apartó el cabello de la frente y se pasó los dedos por entre los rizos.
—Si tienes tiempo para tomar una copa —dijo—, encontrarás todas las cosas en la cocina.
—No me vendría nada mal —dijo él—. ¿Tomarás algo conmigo?
—Whisky con soda —respondió ella.
Sintiéndose simultáneamente triste, apesadumbrado, importante y prisionero de esas corrientes emocionales que nunca llegan a la superficie, el señor Estabrook fue a la cocina y preparó las bebidas. Cuando volvió al cuarto de estar, la señora Zagreb se hallaba en el sofá, y fue a reunirse con ella; le pareció sumergirse en su boca como si fuera un remolino, girar tres veces alrededor y lanzarse luego hasta el fondo con una maravillosa sensación de intemporalidad. El diálogo del amor repentino no parece variar mucho de un país a otro. En cualquier idioma se repite desde los dos extremos de una almohada, «Hola, hola, hola, hola, hola», como si se tratara de una conferencia transoceánica tan interminable como tierna, y la adúltera, estrechando al adúltero entre sus brazos, exclama: «Amor mío, ¿por qué tienes ese gesto de amargura?». Ella elogió sus cabellos, su cuello, la inclinación de su espalda. La señora Zagreb olía levemente a jabón —no a perfume—, y cuando el señor Estabrook lo dijo, respondió suavemente: «Nunca me pongo perfume cuando voy a hacer el amor». Subieron enlazados la estrecha escalera que llevaba a su dormitorio: la habitación más grande de una casa pequeña, y de reducidas dimensiones de todas formas; casi vacía, como un dormitorio de un hotelito veraniego, con muebles viejos repintados de blanco, y una alfombra muy gastada, también de color blanco. La elasticidad de la señora Zagreb y su eficiencia le parecieron una embriagadora fuente de pureza. El señor Estabrook llegó a la conclusión de que nunca había conocido una alma tan pura, tan generosa, tan valiente y tan sencilla. De manera que siguieron diciéndose «Hola, hola, hola, hola» hasta las tres, cuando ella le pidió que se marchara.
El señor Estabrook atravesó el jardín de su casa a eso de las tres y media o las cuatro. La luna estaba en cuarto creciente, soplaba una suave brisa, la luz era muy tenue, las nubes formaban una especie de playa, y las estrellas se filtraban a través de ella como conchas y cantos rodados. Alguna planta que florece en julio —phlox o nicotiana— había perfumado la atmósfera, y el significado de una luz tenue no había cambiado mucho desde los tiempos de su adolescencia; ahora, como entonces, parecía encerrar todas las posibilidades de un amor romántico. Pero ¿qué pasaba con las condenas de su fe? Había incumplido su sagrado mandamiento, lo había incumplido repetidamente, con alegría, y volvería a hacerlo en cuanto se le presentara otra oportunidad; había cometido, por consiguiente, un pecado mortal, y su iglesia tendría que negarle los sacramentos. Pero no podía modificar su convencimiento de que la señora Zagreb, con toda su antigua sabiduría, poseía una pureza y una virtud muy poco comunes. Pero si realmente pensaba así tendría que dimitir de la junta, abandonar la iglesia, improvisar sus propios esquemas sobre el bien y el mal, e intentar organizarse la vida más allá de los artículos de fe. ¿No había conocido a otros adúlteros que se acercaban a comulgar? Ciertamente. ¿Es que su iglesia no era más que una convención social, un signo de disolución y de hipocresía, una manera de progresar social y económicamente? ¿Es que las conmovedoras palabras que se decían en las bodas y en los funerales no pasaban de meras costumbres y tenían tan poco de religiosidad como quitarse el sombrero en el ascensor de Brooks Brothers cuando entra una mujer? Bautizado, criado y educado dentro del dogma, al señor Estabrook le resultaba inimaginable la posibilidad de abandonar su fe. No existía otra explicación mejor para su profundo sentimiento del carácter milagroso de la existencia, para su confianza en ser el destinatario de un amor vigoroso y omnisciente, tan universal y resplandeciente como la luz del día. ¿Quizá debería pedirle al obispo sufragáneo una revisión de los diez mandamientos, para incluir en las oraciones de la comunidad eclesiástica alguna referencia especial a los sentimientos de magnanimidad y amor que llevan consigo las auténticas satisfacciones sexuales?
El señor Estabrook atravesó el jardín de su casa consciente de que la señora Zagreb le había proporcionado al menos la ilusión de interpretar un importante papel romántico; de que lo había hecho protagonista, dándole una extraordinaria ventaja sobre los diferentes mensajeros, mozos de cuerda y payasos de la monogamia, y no cabía la menor duda de que sus elogios le habían hecho perder la cabeza. El entusiasmo de la señora Zagreb por la inclinación de su espalda, ¿no era en realidad una astuta y despiadada explotación de la enorme, aunque soterrada, vanidad de los hombres? Estaba empezando a amanecer y, antes de meterse en la cama, el señor Estabrook se miró al espejo. No había duda: los elogios de la señora Zagreb no eran más que mentiras. Su abdomen presentaba una curva desalentadora. ¿O quizá no? Lo contrajo, lo distendió, lo examinó de frente y de perfil, y se fue a la cama.
Al día siguiente era sábado, y el señor Estabrook se confeccionó un plan de actividades: cortar el césped, podar los setos, partir algo de leña y pintar las contraventanas. Trabajó alegremente hasta las cinco, hora en la que decidió darse una ducha y beber algo. Su intención era hacerse unos huevos revueltos y, como el cielo estaba claro, instalar el telescopio; pero cuando terminó el whisky se acercó humildemente al teléfono y llamó a la señora Zagreb. La estuvo llamando a intervalos de quince minutos hasta que se hizo de noche, y luego se acercó en coche hasta Maple Avenue. La luz del dormitorio estaba encendida. El resto de la casa se hallaba a oscuras. Un lujoso automóvil con un escudo oficial junto a la matrícula se encontraba aparcado bajo los arces, y su chófer dormía en el asiento delantero.
Le habían pedido que realizara la colecta durante la Sagrada Eucaristía y así lo hizo, pero cuando se puso de rodillas para llevar a cabo su confesión general, no pudo admitir que lo que había hecho fuera una ofensa a la majestad divina; el peso de sus pecados no le resultaba intolerable; recordarlos no tenía nada de penoso. De manera que improvisó una culpable acción de gracias por la constancia y la inteligencia de su esposa, por los limpios ojos de sus hijos y por la flexibilidad de su amante. No se acercó a recibir la comunión, y cuando el sacerdote le dirigió una mirada inquisitiva, estuvo tentado de decir con toda claridad: «Mantengo unas relaciones adúlteras de las que no me avergüenzo». Se quedó leyendo los periódicos dominicales hasta las once, hora en que llamó a la señora Zagreb y ella le dijo que fuese cuando quisiera. Estaba allí al cabo de diez minutos y le dio un tremendo abrazo nada más cruzar el umbral.
—Vine anoche —le dijo.
—Supuse que quizá lo hicieras —respondió ella—. Conozco a muchos hombres. No te importa, ¿verdad?
—En absoluto.
—Algún día, cogeré papel y pluma y escribiré todo lo que sé de los hombres. Después lo tiraré a la chimenea y le prenderé fuego.
—Pero si no tienes chimenea —dijo él.
—Es verdad —respondió ella; luego, durante el resto de la tarde y la mitad de la noche, apenas dijeron otra cosa que «Hola, hola, hola, hola».
Cuando el señor Estabrook volvió a casa por la tarde al día siguiente halló una carta de su mujer sobre la mesa del vestíbulo. Tuvo la impresión de ver su contenido sin necesidad de rasgar el sobre. La señora Estabrook le contaría inteligente y desapasionadamente que su antiguo amante, Olney Pratt, había regresado de Arabia Saudí y le había pedido que se casara con él. Su mujer deseaba recuperar la libertad y confiaba en que el señor Estabrook fuese comprensivo. Olney y ella nunca habían dejado de quererse, y no serían sinceros con su yo más auténtico si siguieran un día más diciéndole «no» a aquella pasión. Estaba segura de que podrían llegar a un acuerdo sobre cuál de los dos se quedaría con los niños. Él había sido un buen padre y un hombre paciente, pero no quería volver a verlo nunca.
Se quedó con la carta en la mano, pensando que la letra de su mujer manifestaba feminidad, inteligencia, penetración; pensando que era la letra de una mujer que pedía su libertad. Luego la abrió dispuesto a leer todo lo relativo a Olney Pratt, pero se encontró en cambio con lo siguiente: «Osito mío: las noches son terriblemente frías y echo de menos…». La carta seguía en el mismo tono a lo largo de dos páginas. Todavía estaba leyéndola cuando llamaron al timbre. Era Doris Hamilton, una vecina.
—Sé que no contestas al teléfono y que no te gusta cenar fuera —dijo—, pero estoy decidida a que al menos comas bien un día y he venido a secuestrarte.
—De acuerdo —asintió él.
—Entonces, sube a darte una ducha mientras yo me preparo una copa —dijo ella—. Cenaremos langosta. Tía Molly nos ha mandado un montón esta mañana y vas a tener que ayudarnos. Eddie se irá al médico después de cenar, y tú te puedes volver a casa cuando quieras.
El señor Estabrook subió al piso de arriba e hizo lo que le habían dicho. Cuando se cambió y volvió a bajar, Doris se estaba tomando una copa en la sala de estar. Fueron a su casa cada uno en su propio coche. Cenaron en el jardín, a la luz de las velas. Recién duchado y con un traje limpio de lino, el señor Estabrook se sintió a gusto en el papel que el día anterior había rechazado con tanto apasionamiento. No era un papel de protagonista romántico, pero tenía un encanto sutil. Después de cenar, Eddie pidió disculpas por tener que ir al psiquiatra, cosa que hacía tres veces a la semana.
—Imagino que no habrás visto a nadie —dijo Doris—. Y que no estás al tanto de las habladurías.
—Es cierto, no he visto a nadie.
—Sí, ya lo sé. Te he oído practicar al piano. Bueno, Lois Spinner va a llevar a Frank a los tribunales, y está dispuesta a hacerle sudar tinta.
—¿Por qué?
—Bueno, Frank lleva algún tiempo liado con esa horrible mujerzuela, una criatura de lo más desagradable. Se estaban dando de comer el uno al otro. Ninguno de sus hijos quiere volver a verlo.
—Otros hombres han tenido queridas antes —dijo él, tanteando.
—El adulterio es un pecado mortal —repuso Doris alegremente—, y se castigó con la pena de muerte en muchas sociedades.
—¿También piensas así sobre el divorcio?
—Frank no tiene ninguna intención de casarse con esa cochina. Creía sencillamente que podría divertirse a su modo, que podría humillar a su familia, hacerlos desgraciados, herir sus sentimientos y luego volver a disfrutar de su afecto cuando se cansara del juego. Lo del divorcio no ha sido idea suya. Le ha suplicado a Lois que no se divorcie. Creo incluso que ha amenazado con suicidarse.
—He conocido a hombres que dividían sus atenciones entre su amante y su mujer —comentó el señor Estabrook.
—Apuesto a que no sabes de ningún caso en que eso tuviera éxito —dijo Doris.
El señor Estabrook no captó plenamente la cruel verdad contenida en dicha afirmación.
—El adulterio es un lugar común —dijo—. Es el tema de la mayor parte de nuestra literatura, de muchas de nuestras obras de teatro, de nuestras películas. Se han escrito canciones muy populares sobre el adulterio.
—No te gustaría convertir tu vida en una comedia de bulevar, ¿no es cierto?
La autoridad con que Doris le hablaba lo asombró. Se ponía allí de manifiesto la fuerza irresistible del mundo legal, del equipo universitario, del club más elegante. De pronto, la imagen del dormitorio de la señora Zagreb, cuya desnudez le había parecido tan interesante, se le presentó con una luz muy poco agradable. Recordó que las cortinas de las ventanas tenían desgarrones, y que las manos que tanto lo habían elogiado eran ásperas y rechonchas. El desenfado sexual, que le había parecido la fuente de su pureza, se le antojaba ahora una enfermedad incurable. El cariño con que la señora Zagreb lo había tratado le pareció únicamente vicio y perversión. Ella se había mostrado lasciva ante su desnudez. Sentado en el jardín en aquella noche de verano, con su ropa limpia, pensó en la señora Estabrook, serena y pulcra, guiando a sus cuatro hijos, inteligentes y bien parecidos, por alguna galería de su propia imaginación. El adulterio era tan solo materia prima para farsas, música popular, locura y autodestrucción.
—Has sido muy amable al invitarme —dijo—. Creo que voy a irme ya. Tocaré el piano un rato, antes de acostarme.
—Te escucharé —dijo Doris—. Lo oigo con toda claridad a través del jardín.
Estaba sonando el teléfono cuando el señor Estabrook entró en casa.
—Estoy sola —dijo la señora Zagreb—, y he pensado que quizá te gustase tomar una copa.
Tardó muy pocos minutos en llegar, y se dejó arrastrar de nuevo hasta el fondo del mar, envuelto en aquella estupenda sensación de estar fuera del tiempo, inexpugnable ante los sufrimientos de la vida. Pero cuando llegó el momento de marcharse le dijo a la señora Zagreb que no podía volver a verla.
—Me parece perfecto —dijo ella. Y luego—: ¿Nunca se ha enamorado nadie de ti?
—Sí —respondió él—, una vez. Fue hace un par de años. Estuve en Indianápolis para organizar el programa de unos cursos, y tuve que convivir con un grupo de personas (era parte del trabajo); había entre ellos una mujer encantadora que cada vez que me veía se echaba a llorar. Lloró durante el desayuno. Lloró durante los cócteles, y también durante la cena. Fue terrible. Tuve que irme a un hotel y, naturalmente, nunca he podido contárselo a nadie.
—Buenas noches —dijo ella—, buenas noches y adiós.
—Buenas noches, amor mío —dijo él—, buenas noches y adiós.
Su mujer telefoneó la noche siguiente mientras él instalaba el telescopio. ¡Cuántas noticias! Volvían a casa al día siguiente. Su hija iba a anunciar su compromiso matrimonial con Frank Emmet. Querían casarse antes de Navidad. Tenían que hacerse fotografías, enviar notas a los periódicos, había que alquilar una carpa, encargar vino, etc. Y su hijo había ganado las regatas de balandros del lunes, del martes y del miércoles. «Buenas noches, cariño», dijo su mujer, y él se dejó caer en la silla extraordinariamente satisfecho al ver realizadas tantas de sus aspiraciones. Quería mucho a su hija, le gustaba Frank Emmet, le gustaban incluso los padres de Frank Emmet, que eran personas de dinero, y la imagen de su querido hijo al timón, llevando el balandro hasta la meta después de dar la última bordada, lo colmaba de alegría. ¿Y la señora Zagreb? No sabría cómo navegar. Se engancharía con las velas, vomitaría con el viento en contra y se desmayaría en el camarote tan pronto como salieran a mar abierto. No debía de saber jugar al tenis. ¡Ni siquiera debía de saber esquiar! A continuación, el señor Estabrook desmanteló la sala de estar seguido por la atenta mirada de Scamper. Puso una papelera sobre el confidente del vestíbulo. Colocó las sillas del comedor sobre la mesa y apagó las luces. Andando por la casa con los muebles cabeza abajo, sintió de nuevo el desconcierto y el horror de alguien que ha vuelto a un sitio familiar y comprueba los terribles efectos del paso del tiempo. Después subió a acostarse, cantando: «Marito in città, la moglie ce ne va, o, povero marito!».