LA QUIMERA

Cuando yo era joven y solía ir al circo, había un número llamado las Gemelas Treviso: Maria y Rosita. Esta última se mantenía en equilibrio sobre la cabeza de Maria, cráneo sobre cráneo, y la pareja daba vueltas a la pista. Como consecuencia de este fatigoso ejercicio, Maria había llegado a tener las piernas cortas y musculosas y un andar cómico, y siempre que veo caminar a mi mujer me acuerdo de Maria Treviso. Mi esposa es una mujerona. Es una de las cinco hijas del coronel Boysen, político de Georgia que fue amigo de Calvin Coolidge. Visitó la Casa Blanca siete veces, y mi mujer tiene una almohada en forma de corazón que lleva bordada la palabra AMOR y fue obra de la señora Coolidge o bien una de sus pertenencias en un momento dado. Mi mujer y yo somos terriblemente desdichados juntos, pero tenemos tres niños preciosos y tratamos de no sacar las cosas de quicio. Hago lo que tengo que hacer, como todo el mundo, y una de las cosas que me han tocado en suerte es servir el desayuno en la cama a mi mujer. Trato de prepararle un excelente desayuno, porque a veces el detalle mejora su carácter, por lo general horrible. Una mañana no hace mucho tiempo, al llevarle la bandeja, se tapó la cara con las manos y se echó a llorar. Miré la bandeja para ver si había cometido algún error. El desayuno era perfecto: dos huevos duros, un pedazo de queso danés y una Coca-Cola con un chorrito de ginebra; es lo que le gusta. Jamás he aprendido a preparar el tocino. Los huevos tenían buen aspecto y los platos estaban limpios, de modo que le pregunté qué le pasaba. Retiró las manos de los ojos ojerosos y arrasados de lágrimas y dijo, con el acento peculiar de la familia Boysen:

—No puedo aguantar por más tiempo que me sirva el desayuno en la cama un hombre peludo en calzoncillos.

Me duché, me vestí y fui al trabajo, pero al volver a casa aquella noche comprobé que las cosas no habían mejorado; seguía enfadada por mi aparición de la mañana.

Preparo casi todas las comidas en una parrilla de carbón vegetal que tenemos en el patio de atrás. A Zena no le gusta cocinar y a mí tampoco, pero es agradable estar al aire libre, y me gusta vigilar el fuego. Nuestros vecinos, Livermore y Kovacs, también cocinan mucho fuera. Livermore se pone un gorro de chef y un delantal que reza «Pida lo que quiera», y cuelga por ahí un letrero que dice: PELIGRO, HOMBRES COCINANDO. Kovacs y yo no usamos atuendo culinario, pero creo que somos más serios. Una vez, preparó una pata de cordero y en otra ocasión un pavo. Esa noche cenamos hamburguesas, y noté que Zena no parecía tener el menor apetito. Los niños comieron con hambre, pero en cuanto acabaron (tal vez presintiendo una disputa), fueron a refugiarse al cuarto de la televisión para observar la riña desde allí. No se equivocaban respecto a la pelea. La inició Zena.

—Eres tan desconsiderado —tronó—. Nunca piensas en mí.

—Lo siento, cariño —dije—. ¿No estaba bien hecha la hamburguesa?

Ella estaba tomando ginebra sola y yo no quería discutir.

—No ha sido la hamburguesa. Estoy acostumbrada a las porquerías que cocinas. Lo que haya de comer me tiene sin cuidado. He aprendido a apañarme con lo que preparas. Lo que pasa es que eres muy desconsiderado.

—¿Qué he hecho, cariño?

Siempre la llamo cariño con la esperanza de que se ablande.

—¿Qué has hecho? ¿Qué has hecho? —Alzó la voz, se puso colorada, se levantó y desde su superior estatura me chilló—: Me has arruinado la vida, eso es lo que has hecho.

—No veo cómo te he arruinado la vida —respondí—. Supongo que estás desengañada, como mucha gente, pero no me parece justo echarle toda la culpa al matrimonio. Hay cantidad de cosas que yo he querido hacer, por ejemplo, escalar el Matterhorn, pero no echo la culpa a nadie por no haberlo hecho.

—¿Escalar el Matterhorn, tú? ¡Ja! Ni siquiera podrías subir al monumento a Washington. Por lo menos, yo he hecho eso. Yo tenía ambiciones importantes. Podría haber sido congresista, guionista de televisión, política, actriz. ¡Podría haber sido miembro del Congreso!

—No sabía que quisieras ser congresista —declaré.

—Ese es el problema. Nunca piensas en mí. Nunca piensas en lo que podría haber sido. ¡Me has estropeado la vida!

Y dicho esto subió a su dormitorio y cerró con llave la puerta.

Su desencanto era dolorosamente auténtico, y yo no lo ignoraba, pero creía haberle dado todo lo que le había prometido. Las falsas promesas, las esperanzas cuyo incumplimiento la hacían tan desgraciada, seguramente fueron formuladas por el coronel Boysen, pero ya había muerto. Ninguna de las hermanas de Zena había tenido un matrimonio feliz, y hasta esa noche no había caído yo en la cuenta de lo desastrosamente desdichadas que habían sido. Es decir, nunca lo había analizado. Lila, la mayor, había perdido a su marido cuando daban un paseo por un alto acantilado sobre el Hudson. La policía la había interrogado, y toda la familia, yo incluido, reaccionó con indignación ante las sospechas policiales, pero ¿no podría ella haberle dado un ligero empujón? Stella, la segunda en edad, se había casado con un alcohólico que bebió sistemáticamente hasta desaparecer de escena. Pero Stella había sido caprichosa e infiel, y ¿acaso su conducta no habría acelerado la muerte de su esposo? El marido de Jessica se había ahogado misteriosamente en Lake George una noche que se detuvieron en un motel y fueron a darse un baño. Y el marido de Laura había perecido en un extraño accidente automovilístico en el que ella iba conduciendo. ¿Eran unas asesinas? ¿Me había emparentado con una familia de incorregibles asesinas? ¿El desengaño de Zena por no ser congresista era lo bastante grande como para inducirla a planear mi muerte? No lo creía. Me pareció que el temor por mi vida era menos intenso que mi necesidad de ternura, amor, cariño, buen ánimo, todas las cosas decentes y espléndidas que yo creía posibles en el mundo.

Al día siguiente, a la hora del almuerzo, un compañero de oficina me dijo que había conocido en una fiesta a una chica que se llamaba Lyle Smythe y era una furcia. No era exactamente lo que yo buscaba, pero mi necesidad de reconciliarme con los miembros más afectuosos del sexo opuesto resultaba intolerable. Nos despedimos delante del restaurante, y luego volví adentro a buscar en la guía el número de teléfono de Lyle Smythe para intentar conseguir una cita. Una de las débiles bombillas de la lámpara que iluminaba el listín estaba fundida, y las letras me parecían borrosas y tenues. Encontré su nombre, que se hallaba en la parte más oscura de la página, donde el lomo y la encuadernación mantenían el libro sujeto, y leí con dificultad el número. ¿Estaba perdiendo vista? ¿Necesitaba gafas o simplemente era culpa de la luz débil? ¿No había cierta ironía en la idea de que un hombre no pudiese leer ya el listín telefónico al tratar de encontrar una amante? Moviendo la cabeza de arriba abajo como un pato descubrí que podía leer la guía, y encendí una cerilla para ver el número. La cerilla encendida se cayó de mis dedos y prendió fuego a la página. Soplé para apagarlo, pero eso solo sirvió para avivar las llamas, y tuve que extinguirlas con las manos. Mi primer instinto fue mirar alrededor para ver si me habían visto, y así era, en efecto: descubrí a un hombre alto y delgado que llevaba un impermeable azul transparente y una funda de plástico para el sombrero. Su presencia me sobresaltó. Parecía personificar algo, la conciencia, la maldad; volví a la oficina y jamás hice la llamada.

Esa noche, mientras fregaba los platos, oí que Zena me hablaba desde la puerta de la cocina. Me volví y la vi allí de pie, con mi navaja en la mano. (Tengo una barba muy espesa y me afeito con navaja).

—Más vale que no dejes por ahí estas cosas —gritó—. Si supieras lo que te conviene, no dejarías estas cosas tiradas por ahí. Hay cantidad de mujeres en el mundo que te cortarían en pedacitos si hubieran tenido que soportar lo que yo…

No me asusté. ¿Qué sentí? No lo sé. Desconcierto, un desconcierto abrumador, y cierta extraña ternura por la pobre Zena.

Ella subió y yo seguí fregando y preguntándome si en el vecindario donde vivo son corrientes las escenas de este tipo. Pero Dios, oh, Dios mío, cuán ardientemente deseaba un poco de amor, de suavidad, de buen trato, de humor, de dulzura y de amabilidad. Al terminar de fregar salí de casa por la puerta de atrás. En la oscuridad, Livermore estaba tiñendo las manchas marrones de su césped con una pistola de agua. Kovacs estaba cocinando dos gallinas. Yo no he inventado este mundo, con todas sus paradojas, pero nunca he tenido la suerte de viajar, y como quizá todo lo que vea en la vida sean patios así, contemplé la escena (incluso la inscripción PELIGRO, HOMBRES COCINANDO) con interés y amor. Había música en el aire (siempre la hay), y eso acrecentó mi deseo de ver a una mujer hermosa. Entonces se alzó un viento repentino, un viento de lluvia, y el olor de un bosque profundo, aun cuando no hay bosques en esta parte del mundo, se esparció entre los céspedes. El aroma me excitó, y recordé lo que significa sentirse joven y dichoso, llevar un suéter y pantalones de algodón limpios y recorrer los frescos corredores de la casa donde me crie y donde, en verano, las hojas pendían sobre todas las puertas y las ventanas abiertas formando una densa cortina de color verde y oro. No rememoré mi juventud: me pareció que la recobraba. Incluso algo más, pues, dado que uno es más corriente con respecto al pasado, no solo estimé, sino que poseí los audaces privilegios de ser joven. El televisor de los Livermore difundía la música de un vals. La melodía era tan grácil y melancólica que seguramente se trataba de un anuncio de desodorantes, fajas o maquinillas de afeitar para mujeres. Entonces, cuando cesó la música —el aroma del bosque seguía siendo intenso en la atmósfera—, vi que ella subía por el césped y caía en mis brazos.

Se llamaba Olga. No puedo cambiar su nombre, como tampoco puedo modificar sus restantes atributos. No era más que un ocioso ensueño, lo sé. Nunca me he engañado al respecto. He imaginado que gano el partido de tenis cotidiano, conquisto el Matterhorn y viajo a Europa en camarote de primera, y me figuro que imaginé a Olga movido por la misma necesidad de evasión o afecto, pero, a diferencia de todos mis demás ensueños, ella se presentó con un expediente de los hechos. Era hermosa, desde luego. ¿Quién, en similares circunstancias, inventaría una bruja, una arpía? Tenía los cabellos lacios, fragantes y oscuros. Aunque apenas pude distinguir sus rasgos en la penumbra, vi que su cara era oval y su piel aceitunada. Acababa de llegar en tren de California. No venía a ayudarme, sino a solicitar mi ayuda. Necesitaba que la protegieran de su esposo, que amenazaba con seguirla. Necesitaba amor, fortaleza y consejo. La estreché en mis brazos, gozando de la gracia y el calor de su presencia. Lloró al hablar de su marido, y supe cómo era. Puedo verlo ahora. Era un sargento del ejército. Unos forúnculos le habían dejado cicatrices en su grueso cuello. Tenía el rostro colorado; el pelo rubio. Ostentaba una doble fila de condecoraciones de campaña en su ajustado uniforme. El aliento le olía a whisky de centeno y a pasta de dientes. Yo estaba tan embelesado por su compañía, su dependencia, que me pregunté —no en serio, naturalmente— si no me estaría perdiendo una oportunidad de oro. ¿Acaso Livermore, que teñía el césped, tenía una amiga tan bella como la mía? ¿Y Kovacs? ¿Compartíamos tan íntimamente nuestra decepción? ¿Existía en el universo cierta escondida clemencia y equilibrio de forma que nuestras necesidades quedaban siempre satisfechas? Empezó a llover. Ya era hora de que ella se marchara, pero tardamos una larga y dulce hora en despedirnos, y cuando entré en la cocina estaba calado hasta los huesos.

El miércoles por la noche siempre llevo a mi mujer al restaurante chino del pueblo y luego vamos al cine. Pedimos el menú familiar para dos, pero ella se lo come casi todo. Zena es comilona. Estira la mano por encima de la mesa y se apodera del rollo imperial, se sirve el pato asado entero, me quita las galletas de la suerte y después de exhalar un profundo suspiro dice: «Bueno, realmente te has hartado». Los miércoles siempre tomo un almuerzo fuerte en la ciudad para no tener hambre por la noche. Como hígado de ternera con tocino o algo parecido para atiborrarme.

Apenas entré en el restaurante aquella noche, pensé que vería a Olga. Ignoraba que ella volvería, no había vuelto a pensar en ello, pero ya que en mis sueños me he visto muchas veces en la cima del Matterhorn, ¿cómo no habría de reaparecer Olga? Me sentía feliz e ilusionado. Me alegré de haberme puesto el traje nuevo y de haberme acordado de cortarme el pelo. Quería que ella me viese en plenitud, y deseaba verla a una luz más esplendorosa que la de la noche lluviosa en que se me apareció por primera vez. Reparé en que el Muzak estaba tocando el mismo vals grácil y melancólico que había oído en la televisión de los Livermore, y pensé que quizá no se tratase más que de una ilusión de la música, un simple giro de la memoria, que me había engañado, del mismo modo que el olor de la lluvia me había inducido a pensar que volvía a ser joven.

Olga no existía. No tuve consuelo. Me sentí desesperado, abrumado, desolado. Advertí que Zena chasqueaba los labios y me dirigía una mirada retadora, como si me desafiara a tocar las gambas foo-yong. Pero yo quería a Olga, y la fuerza de mi necesidad pareció restablecer su realidad. ¿Cómo podía ser irreal algo que deseaba tan ardientemente? La música no pasaba de ser una coincidencia. Me erguí de nuevo alegremente y miré en derredor, confiando en que ella vendría en cualquier momento, pero no se presentó.

No creí que estuviese en el cine —sabía que no le gustaba—, pero seguí con el presentimiento de que iba a verla esa noche. No me engañaba a mí mismo, quiero que quede bien claro: sabía que ella era irreal, y no obstante parecía poseer cierta puntualidad, cierto orden, un horario de compromisos, y por encima de todo, yo la necesitaba. Cuando mi mujer se acostó, me senté a leer el periódico en el borde de la bañera. A Zena no le gusta que me siente en la cocina o en el cuarto de estar, y por eso leo en el cuarto de baño, que tiene muy buena luz. Estaba leyendo cuando entró Olga. No había música de vals, lluvia ni nada que pudiese explicar su presencia, salvo mi soledad.

—Oh, cariño —dije—, creí que nos veríamos en el restaurante.

Ella dijo algo respecto a que no quería que mi mujer la viese. Luego se sentó a mi lado, la abracé y hablamos de sus proyectos. Estaba buscando un apartamento. De momento vivía en un hotel barato, y tenía problemas para encontrar trabajo.

—Qué lástima que no sepas taquigrafía ni escribir a máquina —recuerdo que le dije—. Podría merecer la pena que fueras a una academia… Miraré a ver si puedo encontrarte algo. A veces necesitan recepcionistas… Podrías hacer eso, ¿no? No permitiré que trabajes de encargada del guardarropa o de camarera en un restaurante. No, no te dejaré. Prefiero pagarte un sueldo hasta que surja algo mejor…

Mi mujer abrió de golpe la puerta del cuarto de baño. Los bigudís de las mujeres, como el tinte para la hierba y los letreros grotescos, tan solo me recuerdan que debemos encontrar temas para comentar más serios y agradables; no diré sino que mi mujer usa tantos y tan belicosos bigudís que quien pretenda cortejarla acabará perdiendo un ojo.

—¡Estás hablando solo! —bramó—. Te está oyendo todo el vecindario. Van a creer que estás loco. Y me has despertado. Me has interrumpido un sueño profundo, y ya sabes que si pierdo el primer sueño no consigo volver a dormirme.

Se dirigió al botiquín y cogió un somnífero.

—Si quieres hablar solo —dijo—, sube al desván.

Regresó a su dormitorio y cerró la puerta con llave.

Pocas noches después, cuando estaba preparando unas hamburguesas en el patio de atrás, vi lo que me parecieron unas nubes de lluvia que se alzaban al sur. Pensé que era un buen augurio. Quería noticias de Olga. Después de fregar salí al porche trasero y aguardé. En realidad, no es un porche, sino una pequeña plataforma de madera con cuatro peldaños, encima del cubo de basura. Livermore estaba en su porche y Kovacs en el suyo, y me pregunté si estarían esperando a una quimera, lo mismo que yo. Si, por ejemplo, me acercaba a Livermore y le preguntaba si era rubia o morena, ¿me comprendería? Durante un minuto experimenté un tremendo anhelo de confiarme a alguien. Entonces empezó a sonar el vals, y en el preciso instante en que la música se desvanecía, ella subió corriendo los peldaños.

¡Oh, qué feliz estaba esa noche! Tenía trabajo. Ya lo sabía, puesto que yo se lo había buscado. Trabajaba de recepcionista en el mismo edificio que yo. Lo que yo ignoraba es que también había encontrado un apartamento; bueno, no un apartamento, sino una habitación amueblada con cocina y baño independiente. Le venía muy bien, porque tenía todos sus muebles en California. ¿Iría a ver su apartamento? ¿Ahora mismo? Cogeríamos uno de los últimos trenes y dormiríamos allí. Dije que sí, pero que primero tenía que entrar en casa y ver si los niños se encontraban bien. Subí al dormitorio de los críos. Estaban dormidos. Zena ya se había encerrado en su habitación. Fui al cuarto de baño a lavarme las manos y encontré en el lavabo una nota escrita por Betty-Ann, mi hija mayor: «Querido papá, no nos abandones».

Esta convergencia de la realidad y la irrealidad carecía de sentido. Los niños no sabían nada de mi alucinación. Para sus ojos claros, el porche estaba vacío. La nota solo debía de expresar su ineludible conciencia de mi infelicidad. Pero Olga aguardaba en el porche de atrás. Me pareció sentir su impaciencia, ver el modo en que columpiaba sus largas piernas, consultaba su reloj de pulsera (regalo del día en que se graduó) y fumaba un cigarrillo, y sin embargo, la súplica de mis hijos me mantenía clavado en mi casa. No podía moverme. Recordé un desfile celebrado no hacía mucho en el pueblo, al que asistí con mi hijo pequeño. Era el desfile anual de alguna fraternidad de provincias. Había dos bandas uniformadas y media docena de grupos de la fraternidad en cuestión. Los que desfilaban, la hermandad, parecían ser, sobre todo, simples trabajadores, empleados de correos y barberos, supongo. El tiempo no podría explicar mi actitud, puesto que recuerdo claramente que hacía bueno y fresco, pero el desfile me causó un efecto tan sombrío como si lo hubiera estado contemplando desde lo alto de un patíbulo. Vi en las filas rostros estragados por la bebida, arrasados por el trabajo, consumidos por las preocupaciones e invariablemente sellados por el desencanto, como si el desfile tuviese por objeto demostrar que la vida es un compromiso abrumador. La música era estrepitosa, pero las caras y los cuerpos eran los de hombres comprometidos, y recuerdo que me puse en pie y miré atentamente a la última de las filas en busca de una persona cuyos rasgos claros disiparan mis amargas reflexiones. No encontré ninguna. Sentado en el cuarto de baño, me pareció que me sumaba al desfile. Por primera vez en mi vida experimenté lo que todos ellos debían de haber conocido: la tortura, el desgarramiento entre el deseo de escapar y la sensación de tener el corazón encadenado por una súplica. Corrí abajo, pero Olga ya se había ido. Ninguna mujer bonita espera mucho tiempo a nadie. Aunque ella fuera un ente de ficción, yo era incapaz de hacer que volviese, del mismo modo que no podía cambiar el hecho de que su reloj era un obsequio del día en que se graduó y de que su nombre era Olga.

No regresó durante una semana, a pesar de que Zena tenía un malhumor de mil diablos y al parecer existía cierta relación, algún nexo entre su intemperancia y mi capacidad de invocar a un fantasma. Todas las noches, a las ocho, la televisión de los Livermore difundía el grácil y melancólico vals, y yo lo oía fuera. Transcurrieron diez días antes de que volviese. Kovacs estaba cocinando. Livermore teñía la hierba. La música empezaba justamente a apagarse cuando ella apareció. Algo había cambiado. Vino con la cabeza gacha. ¿Qué había pasado? En cuanto subió la escalera, vi que había bebido. Estaba borracha. Se echó a llorar apenas la estreché en mis brazos. Acaricié su pelo suave y oscuro, y me sentí perfectamente feliz porque podía consolarla y protegerla, pasara lo que pasase. Me lo contó todo: había salido con un hombre de la oficina, él se había emborrachado y la había seducido. Avergonzada de sí misma, no se atrevió a acudir al trabajo a la mañana siguiente, y estuvo cierto tiempo en un bar. Luego, medio borracha, se había presentado en la oficina para enfrentarse con su seductor, y se produjo una escandalosa escena en el curso de la cual fue despedida. Me dijo que era a mí a quien había traicionado. No pensaba en sí misma. Yo le había dado la oportunidad de emprender una nueva vida y ella me había fallado. Me sorprendí sonriendo fatuamente al comprobar la magnitud de su dependencia, el ardor con que se aferraba a mí. Le dije que todo se arreglaría, que le buscaría otro trabajo y le pagaría el alquiler mientras tanto. La perdoné y ella me prometió volver la noche siguiente.

Esa noche me precipité al porche: estuve allí desde mucho antes de las ocho, pero no vino. Era irreflexiva. Yo no lo ignoraba. No era capaz de defraudarme adrede. Debía de estar de nuevo en apuros, pero ¿cómo ayudarla? ¿Cómo ponerme en contacto con ella? Yo conocía la dirección de su casa. Conocía sus olores y sus luces, la reproducción de un Van Gogh y las quemaduras de cigarrillos en la mesa del fondo, pero de todas formas la habitación no existía, y por tanto, no podía ir allí. Pensé en buscarla por los bares de las inmediaciones, pero todavía no había llegado a ese extremo de demencia. La esperé de nuevo a la noche siguiente. Me inquieté, pero no me enfurecí al ver que no venía, puesto que en definitiva no era más que una chiquilla indefensa. Al otro día llovió, y supe que no vendría porque no tenía impermeable. Me lo había dicho ella. Al día siguiente fue sábado y presumí que tal vez lo dejase para el lunes, ya que los horarios de trenes y autobuses son muy irregulares durante el fin de semana. Esto me pareció sensato, pero estaba tan convencido de que regresaría el lunes que cuando no lo hizo me sentí terriblemente decepcionado y perdido. Volvió a aparecer el jueves, a la misma hora; oí el grácil vals de siempre. A pesar de la longitud del patio, mucho antes de que llegase al porche advertí que se tambaleaba. Iba despeinada, llevaba el vestido roto y le faltaba el reloj. No sé por qué, la interrogué acerca de este último, pero no logró recordar dónde lo había dejado. La estreché entre mis brazos y me contó lo que había sucedido. Su seductor había vuelto a su casa. Ella lo había dejado entrar; le había permitido que se instalase allí. Se quedó tres días y luego dio una fiesta con unos amigos suyos. La fiesta duró hasta tarde y fue muy ruidosa; la propietaria llamó a la policía, que hizo una redada y metió a Olga en la cárcel, acusada de utilizar su apartamento con fines inmorales. Estuvo tres días en el centro de detención para mujeres hasta que se examinó su caso. Un juez bondadoso postergó la sentencia. Ahora volvía a California a reunirse de nuevo con su marido. Ella no era mucho mejor que él, insistió tenazmente; ambos eran parecidos. Él le había enviado un giro telegráfico e iba a marcharse en el tren de la noche. Traté de persuadirla de que se quedase y emprendiera una nueva vida. Yo seguiría ayudándola gustoso; me haría cargo de ella incondicionalmente. La sacudí por los hombros, lo recuerdo. Me acuerdo asimismo de que grité: «¡No puedes marcharte! ¡No puedes! Eres lo único que tengo. Si te vas, quedará demostrado que incluso las más transparentes invenciones de mi imaginación están supeditadas a la lascivia y la edad. ¡No puedes irte! ¡No puedes dejarme solo!».

—Deja de hablar solo —me gritó mi mujer desde el cuarto de la televisión, y en aquel momento se me ocurrió lo siguiente: puesto que había creado a Olga, ¿no podría inventar a otras, rubias de ojos negros, pelirrojas vivarachas de piel marmórea, morenas lánguidas, bailarinas, cantantes, amas de casa solitarias? Mujeres altas, bajas, tristes, mujeres cuyo pelo bruñido les cae hasta la cintura, bellezas de ojos achinados, bizcos, violetas, bellezas de toda condición y edad podrían ser mías. La marcha de Olga ¿no significaría acaso sitio libre para otra?