MONTRALDO

La primera vez que robé en Tiffany’s estaba lloviendo. Compré una sortija con un diamante de imitación en una tienda de joyas de fantasía de las calles cuarenta. Luego fui a pie hasta Tiffany’s bajo la lluvia y pedí que me enseñaran anillos. El empleado tenía un porte altivo. Examiné seis u ocho sortijas de brillantes. Los precios iban de los ochocientos a los diez mil dólares. Había uno de tres mil que me pareció similar al falso que llevaba en el bolsillo. Estaba mirándolo cuando una mujer de edad avanzada —supuse que clienta asidua— apareció en el otro extremo del mostrador. El dependiente se apresuró a atenderla y yo cambié las sortijas. Entonces dije: «Muchas gracias. Lo pensaré». «Muy bien», contestó el empleado con arrogancia, y salí del establecimiento. Había sido coser y cantar. Bajé hasta el mercado de diamantes de las calles cuarenta y vendí el anillo por mil ochocientos dólares. No me hicieron preguntas. Fui luego a la agencia Cook y me enteré de que el Conte di Salvini zarpaba a las cinco para Génova. Era agosto, y había muchas plazas libres en los cruceros hacia el este. Cogí un camarote de primera, y me encontraba en el bar cuando el barco levó anclas. El bar estaba oficialmente cerrado, desde luego, pero el marinero encargado de la barra me sirvió un martini para resistir hasta que llegásemos a aguas internacionales. La sirena del Salvini era excepcionalmente percusiva y era posible oírla desde el centro de la ciudad, pero ¿quién está en el centro a las cinco en punto de una tarde de agosto?

Aquella noche conocí a la señora Winwar y a su anciano marido en las apuestas de caballos. Él se mareó en seguida, y nosotros nos zambullimos en las maravillosas trampas del amor ilícito. Las notas cruzadas, las llamadas telefónicas equivocadas, la afectada indiferencia, y lo que sucedía cuando estábamos tras la puerta cerrada de mi camarote volvían candoroso mi robo de la sortija. El señor Winwar se recuperó a la altura de Gibraltar, pero ello solo añadió a la situación un matiz de desafío, y su mujer y yo continuamos nuestro idilio en sus mismísimas narices. Nos despedimos en Génova, donde compré un Fiat de segunda mano y emprendí el recorrido de la costa.

Llegué a Montraldo una tarde a última hora. Me detuve allí porque estaba cansado de conducir. Había una bahía semicircular, flanqueada por altos acantilados de piedra, y una de esas playas llenas de cafés y casetas de baños. Había dos hoteles: el Gran Hotel y el Nacional. Me daba lo mismo uno que otro, y el camarero de una cafetería me informó de que podía alquilar una habitación en la villa situada sobre el acantilado. Dijo que se llegaba a ella por una abrupta y sinuosa carretera, o bien por unos escalones de piedra (ciento veintisiete, según descubrí más tarde) que descendían hasta el pueblo desde el jardín trasero. Subí en coche por la serpenteante carretera. El romero tapizaba el acantilado, y las ropas de los lugareños, que se secaban al sol, cubrían el romero. Letreros en cinco idiomas anunciaban en la puerta que se alquilaban habitaciones. Toqué el timbre, y una criada rechoncha y belicosa abrió la puerta. Supe, después, que se llamaba Assunta. No llegué a ver que su belicosidad se permitiese el menor respiro. En la iglesia, cuando avanzaba por la nave lateral para recibir la Santa Comunión, se diría que iba a dejar fuera de combate al cura y hacer trizas al monaguillo. Me dijo que me daría una habitación si pagaba una semana por adelantado, y tuve que pagársela antes de que me permitiese cruzar el umbral.

El lugar era una completa ruina, pero el dormitorio encalado que me enseñó estaba en una pequeña torre, y a través de la ventana rota, la habitación tenía una amplia vista al mar. El único lujo consistía en un hornillo de gas. No había cuarto de baño ni agua corriente; para lavarme usaba el agua que sacaban de un pozo con una lata de mermelada agujereada. Evidentemente, yo era el único huésped. Aquella primera tarde, mientras Assunta ensalzaba la salubridad del aire marino, oí una quejumbrosa y elegante voz que nos llamaba desde el patio. Bajé la escalera delante de la sirvienta y me presenté a una anciana que estaba de pie junto al pozo. Era pequeña, delicada y vivaz, y hablaba con un acento romano tan florido que me pregunté si no trataría de deslumbrarnos con una especie de barniz cultural o social para disimular con él su vestido andrajoso y sucio.

—Veo que tiene usted un reloj de oro —señaló—. Yo también tengo uno. Tenemos eso en común.

La criada se volvió hacia ella y le dijo:

—¡Vete al infierno!

—Pero es cierto. El caballero y yo tenemos relojes de oro —dijo la anciana—. Nos llevaremos bien.

—Pesada —bufó la criada—. Así te pudras.

—Gracias, gracias, tesoro de mi casa, luz de mi vida —dijo la anciana, y se encaminó hacia una puerta abierta.

La sirvienta se puso las manos en las caderas y gritó:

—¡Bruja! ¡Sapo! ¡Cerda!

—¡Gracias, gracias, mil gracias! —replicó la vieja, y entró.

Aquella noche, en el café, indagué sobre la signorina y su criada, y el camarero, hombre bien informado, me dijo que la signorina provenía de una noble familia romana que la había repudiado a causa de un romántico e inconveniente asunto amoroso. Vivía en Montraldo como una ermitaña desde hacía cincuenta años. Assunta había venido desde Roma para ser su donna di servizio, pero lo único que hacía actualmente por la anciana era bajar al pueblo y comprarle pan y vino. Había despojado a la mujer de todas sus pertenencias, incluso le había confiscado la cama de su dormitorio, y ahora la tenía poco menos que prisionera en la villa. Tanto el Gran Hotel como el Nacional eran lujosos y cómodos. ¿Por qué me quedaba yo en semejante casa?

Me quedé por la panorámica, porque había pagado por adelantado y por la curiosidad que despertaban en mí la excéntrica solterona y su estrafalaria sirvienta. A la mañana siguiente, temprano, empezaron a pelearse. Assunta inició la riña con injurias e indecencias. La signorina contestó con exquisito sarcasmo. El espectáculo fue deprimente. Me pregunté si la anciana sería realmente una prisionera, y cuando la vi sola en el patio, avanzada la mañana, le pregunté si le gustaría acompañarme en mi coche hasta Tambura, el siguiente pueblo subiendo por la costa. Me contestó, en su florido romano, que le encantaría. Quería llevar a arreglar su reloj, su reloj de oro. Era tan valioso y bello que solo había un artesano a quien se atrevía a confiarlo. El relojero vivía en Tambura. Assunta llegó mientras hablábamos.

—¿Para qué quieres ir a Tambura? —le preguntó a la anciana.

—Quiero llevar a arreglar mi reloj de oro.

—No tienes ningún reloj de oro —replicó Assunta.

—Es cierto —dijo la anciana—. Ya no tengo reloj de oro, pero tuve uno. Tuve un reloj de oro y un lápiz de oro.

—Si no tienes reloj, no puedes ir a Tambura para que te lo arreglen —dijo Assunta.

—Es verdad, luz de mi vida, tesoro de mi casa —asintió la anciana, y se retiró a su habitación.

Yo pasaba la mayor parte del tiempo en la playa y en los cafés. Los centros estivales no parecían excesivamente prósperos. Los camareros se quejaban del negocio, pero siempre lo hacen. El olor del mar era un reclamo, aunque impuro, y yo solía recordar con nostalgia las salvajes y magníficas playas de mi país. Gay Head está hundiéndose en el mar, lo sé, pero el hundimiento de Montraldo parece ser espiritual; como si las olas erosionaran la vitalidad del paraje. El mar era incandescente; la luz clara, pero no brillante. El sabor de Montraldo, tal como lo recuerdo, era inmutable, íntimo, exhausto: detestable para mí, porque ¿no debe el alma del hombre ser tan límpida y cortante como un diamante? Las olas hablaban en francés o en italiano (con alguna que otra palabra en dialecto), pero parecían hacerlo sin fuerza.

Una tarde bajó a la playa una mujer extraordinariamente bella, seguida por un chiquillo de unos ocho años y por una mujer italiana vestida de negro: una sirvienta. Llevaban bolsas de bocadillos del Gran Hotel, y supuse que el chico pasaba la mayor parte de su vida en hoteles. Era digno de lástima. La criada sacó algunos juguetes del montón que llevaba en una bolsa de cuerda. Todos parecían poco apropiados para la edad del niño: un cubo de playa, una pala, algunos moldes, un balón hinchable y unas anticuadas aletas de nadar. La madre, que tendida sobre una manta leía una novela norteamericana, debía de ser divorciada, supuse, e imaginé que poco después estaría en el café tomando una copa conmigo. Con esta idea en mente, me levanté y me ofrecí a jugar al balón con el chico. Él pareció encantado de tener compañía, pero no era capaz de lanzar la pelota ni de atraparla, así que, tanteando sus gustos, le pregunté, con un ojo puesto en su madre, si le gustaría que le construyese un castillo de arena. Me dijo que sí. Construí un foso de agua, luego una rampa con escaleras en curva, un foso seco, un muro almenado con emplazamientos para los cañones, y varias torres redondas con parapetos. Trabajé como si realmente intentara edificar un bastión inexpugnable, y al terminar puse en cada torre ondeantes banderas confeccionadas con papel de caramelos. Creí ingenuamente que era una obra hermosa, y también lo creyó el niño, pero cuando llamé la atención de su madre para mostrarle mi hazaña, ella dijo: «Andiamo». La sirvienta recogió los juguetes y se fueron, dejándome allí, hombre hecho y derecho en un país extranjero y a solas con un castillo de arena.

En Montraldo, el momento cumbre del día eran las cuatro de la tarde. A esa hora había retreta, gentileza del ayuntamiento. El quiosco de música era de madera, de inspiración turca, y estaba azotado por los vientos marinos. Algunas veces, los músicos llevaban uniforme, otras tocaban en traje de baño, y el número de los ejecutantes variaba todos los días, pero siempre interpretaban Dixieland. Por lo visto, la historia del jazz les tenía sin cuidado. Era como si hubiesen encontrado en el fondo de un baúl unas cuantas partituras viejas arregladas para banda, y no se salían de ellas. La música era cómica, apresurada; parecían estar tocando para algún decrépito salón de baile. Clarinet Marmalade, China Boy, Tiger Rag, Careless Love. Qué emocionante resultaba oír aquel viejo, vetusto jazz estallando en el aire salado. El concierto terminaba a las cinco, cuando la mayoría de los músicos guardaban sus instrumentos y se hacían a la mar en la flota sardinera, y los bañistas volvían a los cafés y al pueblo. Hombres, mujeres y niños en la playa, una banda de música, las algas marinas y las cestas con bocadillos evocan para mí, con mucha mayor fuerza que los paisajes clásicos, nuestros legendarios vínculos con el paraíso. Solía subir con los demás al café, y así fue como me hice amigo de lord y lady Rockwell, que me invitaron a un cóctel. ¿Que por qué digo lord y lady con tanto respeto? La razón de ello es que mi padre era camarero.

No un camarero corriente: trabajaba en los salones de cena y baile de uno de los grandes hoteles. Una noche perdió los estribos con un bruto borracho; le estampó en la cara un plato de canelones y se marchó del comedor. El sindicato lo suspendió durante tres meses, pero en cierto sentido se convirtió en un héroe, y cuando volvió al trabajo le asignaron el turno de los banquetes, donde servía los champiñones a reyes y presidentes. Conoció mucho mundo, pero yo me pregunto algunas veces si la gente vio de él algo más que la manga de su chaqueta roja y su suave y hermoso rostro un poco más arriba de los candelabros. Debió de ser como vivir en un universo dividido por un cristal transparente solo por uno de sus lados. En ocasiones, me recuerdan a mi padre esos pajes y guardas que en las obras de Shakespeare salen por la izquierda y se plantan ante una puerta, proclamando con su indumentaria que nos hallamos en Venecia o en Arden. Apenas se les ve la cara, nunca dicen una palabra; tampoco las decía mi padre, que cuando, a los postres, empezaban los discursos, desaparecía de escena igual que los pajes. Yo decía a la gente que él trabajaba en la hostelería, rama administrativa, pero en realidad era camarero, camarero de banquetes.

Había mucha gente en la fiesta de los Rockwell, y me marché a eso de las diez. Un viento cálido soplaba del mar. Más tarde me dijeron que era el siroco, un viento del desierto tan opresivo que tuve que levantarme varias veces esa noche para beber agua mineral. A poca distancia de la costa, un barco tocaba su sirena de niebla. A la mañana siguiente, el tiempo era hermoso y sofocante. Mientras yo me hacía un poco de café, Assunta y la signorina comenzaron su pelea mañanera. Empezó Assunta con el acostumbrado «¡Cerda! ¡Perra! ¡Bruja! ¡Basura del arroyo!». Asomada a una ventana, la bigotuda anciana vertió sus floridas réplicas: «Querida. Adorada. Bendita. Gracias, gracias». Yo estaba en la puerta con mi café, deseando que hubieran aplazado sus disputas para cualquier otro momento del día. Interrumpieron la riña mientras la signorina bajaba la escalera para recoger el pan y el vino. Luego la reanudaron: «¡Bruja! ¡Sapo! ¡Sapo de sapos! ¡Bruja de brujas!», etc. La anciana contestó: «¡Tesoro! ¡Luz! ¡Tesoro de mi casa! ¡Luz de mi vida!». Después se produjo un altercado, un tira y afloja por la barra de pan. Vi que Assunta golpeaba a la anciana cruelmente con el canto de la mano. La mujer rodó escalones abajo y comenzó a gemir: «¡Ayyy! ¡Ayyyy!». Hasta sus gritos de dolor parecían floridos. Crucé corriendo el patio hasta donde yacía, como una masa informe. Assunta me chillaba: «¡No es culpa mía!, ¡no es culpa mía!». La anciana tenía grandes dolores. «¡Por favor, signore! —me rogó—. ¡Por favor, tráigame un sacerdote!». La levanté. No pesaba más que un niño, y sus ropas olían a mugre. La llevé arriba, a una habitación de techo alto festoneada de telarañas, y la instalé en un sofá. Assunta me pisaba los talones, gritando: «¡No es culpa mía!». Luego bajé los ciento veintisiete escalones que conducían al pueblo.

La neblina flotaba en el aire, y el viento africano parecía la bocanada de un horno. Nadie contestó a la puerta en la casa del cura, pero lo encontré en la iglesia, barriendo el suelo con una escoba de ramitas. Yo estaba excitado e impaciente, y cuanto más me impacientaba yo, más despacio se movía el cura. Primero tuvo que guardar la escoba en un armario. La puerta estaba torcida y no se cerraba, y empleó en tratar de cerrarla una exagerada cantidad de tiempo. Finalmente salí y lo esperé en el atrio. Tardó media hora en prepararse; cuando por fin estuvo dispuesto, en vez de dirigirnos a la villa, recorrimos el pueblo en busca de un monaguillo. Finalmente se nos unió un joven que se puso una sotana con una sucia puntilla, y empezamos a subir la escalera. El sacerdote subió diez escalones y se sentó a descansar. Tuve tiempo de fumarme un cigarrillo. Diez escalones más, y un nuevo descanso. A mitad de la escalera empecé a preguntarme si lograría llegar arriba. Su cara había pasado del rojo al púrpura, y su sistema respiratorio emitía sonidos violentos y desesperados. Por fin llegamos a la puerta de la villa. El monaguillo encendió el incensario. Entramos en el destartalado lugar. Las ventanas estaban abiertas. La bruma marina empapaba el aire. La anciana padecía grandes dolores, pero el tono de su voz seguía siendo elegante, como cabía esperar.

—Es mi hija —dijo—. Assunta es mi hija, mi niña.

Assunta chilló:

—¡Mentirosa! ¡Embustera!

—No, no, no —dijo la anciana—, tú eres mi niña, mi única niña. Por eso te he cuidado durante toda mi vida.

Assunta se echó a llorar y se lanzó escaleras abajo. Desde la ventana la vi cruzar el patio. El sacerdote empezó a administrar a la moribunda los últimos sacramentos, y salí.

En el café estuve como quien dice en vigilia. Las campanas de la iglesia tocaron las tres, y un poco más tarde llegó de la villa la noticia de que la signorina había muerto. En el café nadie parecía sospechar que fueran algo más que una excéntrica solterona y su estrafalaria sirvienta. A las cuatro en punto, la orquesta abrió el concierto con Tiger Rag. Esa noche me trasladé desde la villa al hotel Nacional, y por la mañana me fui de Montraldo.