METAMORFOSIS

I

La figura de Larry Actaeon se adecuaba a patrones clásicos: pelo rizado, nariz triangular y un cuerpo grande y flexible, y poseía lo que podríamos denominar un interés por la innovación semejante al de Pericles. Diseñó su propio velero (escoraba un poquito a babor), se presentó candidato al puesto de alcalde (fue derrotado), cruzó una perra loba finlandesa con un pastor alemán (el Kennel Club Americano se negó a registrar la nueva raza), y organizó una cruzada moral en Bullet Park, donde vivía con su encantadora mujer y sus tres hijos. Era socio de la firma bancaria y de inversiones Lothard y Williams, donde lo apreciaban por su carácter exuberante y sagaz.

La firma Lothard y Williams, aunque muy conservadora y con una incomparable reputación de probidad, no era convencional en un aspecto. Uno de los socios era una mujer: una viuda, la señora Vuiton. Su marido había sido el socio mayoritario, y a su muerte propusieron a la viuda que se incorporase a la empresa. En su favor hablaban su inteligencia, su belleza y el hecho de que, si hubiese retirado las acciones de su esposo, la sociedad se habría resentido. Lothard, el más conservador de todos, apoyó su candidatura y la señora Vuiton fue admitida. Su formidable intelecto se veía realzado por su imponente e inmaculada belleza. Era una mujer despampanante, de unos treinta y cinco años, y aportó a la empresa algo más que un paquete de acciones. Larry no le tenía antipatía —no se atrevía—, pero en todo caso le incomodaba que su atractiva apariencia y su voz musical resultaran más eficaces en el negocio bancario que su propio talante expansivo y perspicaz.

Los socios de Lothard y Williams, siete en total, tenían sus despachos privados en torno a las oficinas centrales del señor Lothard. Los despachos contaban con los consabidos accesorios anticuados: escritorios de nogal, retratos de socios fallecidos, paredes oscuras y alfombras. Los seis socios varones usaban leontinas, alfileres de corbata y sombreros de copa. Larry estaba sentado una tarde en aquella atmósfera de calculada penumbra, sopesando los problemas de una emisión de obligaciones a largo plazo lanzada por la casa y que se vendía muy despacio, y de repente le cruzó por la cabeza la idea de endosar toda la emisión a un cliente del fondo de pensiones. Ganado por el entusiasmo y su exuberante carácter, atravesó a zancadas la antesala del despacho de Lothard y abrió impetuosamente la puerta interior. Allí estaba la señora Vuiton, sin más ropa encima que un simple collar. Lothard se hallaba a su lado, con un reloj de pulsera en la muñeca. «¡Oh, lo siento muchísimo!», exclamó Larry; cerró la puerta y volvió a su escritorio.

Grabada en su memoria, la imagen de la señora Vuiton parecía arderle dentro. Había visto millares de mujeres desnudas, pero jamás una tan espléndida. Su piel poseía una luminosa y una nacarada blancura que no podría olvidar. El patetismo y la hermosura de la mujer desnuda se afincó en sus recuerdos como un compás musical. Había observado algo que no debería haber visto, y la viuda le había dirigido una mirada malvada e impía. No lograba suprimir o disipar racionalmente la impresión de que su metedura de pata era desastrosa; de que había incurrido en un delito que exigiría compensación y venganza. El puro entusiasmo lo había incitado a abrir la puerta sin llamar; el puro entusiasmo era, a su entender, un impulso irreprochable. ¿Por qué tenía que sentirse amenazado por la inquietud, la desventura, el desastre? La naturaleza humana es concupiscente; lo mismo estaría sucediendo en miles de oficinas. Se dijo a sí mismo que lo que había visto no era extraordinario. Pero sí resultaba excepcional la blancura de la piel o la intensa y sosegada mirada fija de la señora Vuiton. Se repitió que no había hecho nada malo, pero sobre todas sus reflexiones acerca del bien y del mal, los méritos y las recompensas, prevalecía la obstinada y dolorosa naturaleza de las cosas, y sabía que había visto algo que él no estaba destinado a ver.

Dictó algunas cartas y atendió al teléfono cuando llamaron, pero no hizo nada que valiese la pena durante el resto de la tarde. Empleó algún tiempo en intentar deshacerse de la camada que había parido su perra loba finlandesa. El zoo del Bronx no estaba interesado. El Kennel Club le dijo que no había creado una nueva raza, sino producido una monstruosidad. Alguien le había informado de que los perros fieros custodiaban joyerías, grandes almacenes y museos, y telefoneó a los departamentos de seguridad de un par de comercios importantes y del Museo de Arte Moderno, pero todos ellos tenían ya perros. Pasó las últimas horas de oficina asomado a la ventana, sumándose al vasto número de los torpes y los aburridos —el barbero que está mano sobre mano, el empleado de la tienda de antigüedades en la que nunca entra nadie, el agente de seguros desocupado, el camisero arruinado—, a todos esos millares de personas que contemplan desde las ventanas de la ciudad cómo transcurre la tarde. Una imprecisa condena parecía amenazar su bienestar, y no lograba recuperar su dinamismo, su sentido común.

A las siete tenía una cena de negocios con directores de empresa en el East Side. Había llevado a la ciudad en una caja un traje para la cena, y su anfitrión lo había invitado a bañarse y a cambiarse en su casa. Abandonó la oficina a las cinco; para matar el tiempo y, si era posible, animarse un poco, recorrió a pie los tres o cuatro kilómetros que lo separaban de la calle Cincuenta y Siete. A pesar de todo, llegó con tiempo de sobra, y entró en un bar a tomar una copa. Era uno de esos establecimientos frecuentados por las mujeres solteras del barrio, que son recibidas con los brazos abiertos; después de haber trasegado jerez durante la mayor parte de la jornada, se reúnen para cumplir el rito del cóctel. Una de ellas tenía un perro. En cuanto Larry entró en el local, el animal, un perro salchicha, le saltó encima. La correa estaba atada a la pata de una mesa, y se lanzó hacia Larry tan vigorosamente que arrastró la mesa unos centímetros y volcó varios vasos. No alcanzó a su presa, pero se produjo un gran tumulto y Larry se dirigió al extremo del bar más alejado de las mujeres. El perro estaba excitado, y su áspero, penetrante ladrido llenó todo el bar.

—¿En qué estás pensando, Humo? —le preguntó su dueña—. ¿En qué demonios estarás pensando? ¿Qué le ha pasado a mi perrito? Este no es mi pequeño Humo. Debe de ser otro animalito…

El perro salchicha siguió ladrando a Larry.

—¿No le cae bien a los perros? —le preguntó el camarero.

—Crío perros —respondió Larry—. Me llevo muy bien con ellos.

—Es curioso —repuso el camarero—, pero es la primera vez que oigo ladrar a ese bicho. La dueña viene todas las tardes, siete días a la semana, y el perro siempre viene con ella, pero es la primera vez que lo oigo chistar. Quizá no le importe tomar su consumición en el comedor.

—¿Quiere decir que estoy molestando a Humo?

—Verá, ella es una clienta asidua. A usted no lo he visto nunca.

—Muy bien —dijo Larry, con la mayor pesadumbre que logró imprimir a su asentimiento.

Cruzó una puerta con su copa en la mano, entró en el comedor vacío y se sentó a una mesa. El perro dejó de ladrar en cuanto dejó de verlo. Terminó la bebida y miró alrededor buscando otra salida para irse del bar, pero no encontró ninguna. Humo volvió a abalanzarse sobre él cuando atravesó el local, y todo el mundo se alegró de que se marchara un alborotador semejante.

Había estado muchas veces en la casa de apartamentos donde lo esperaban, pero había olvidado la dirección. Había confiado en reconocer la entrada y el vestíbulo, pero apenas puso el pie en el interior comprobó que aquellos sitios eran todos iguales. El suelo era blanco y negro y había una falsa chimenea, dos sillas inglesas y un cuadro de paisaje. Todo ello le resultaba familiar, pero comprendió que podía tratarse de uno más entre docenas de vestíbulos, y preguntó al ascensorista si allí vivía el señor Fullmer. El hombre dijo que sí, y Larry entró en el ascensor, pero en lugar de subir al décimo piso, donde vivían los Fullmer, bajó hacia las plantas inferiores. Lo primero que se le ocurrió a Larry fue que tal vez los Fullmer estuvieran pintando su entrada y que, debido a esta inconveniencia o a otro imprevisto cualquiera, esperaban que usase el ascensor de servicio. El ascensorista abrió la puerta ante una especie de región infernal repleta de cubos de basura colmados, cochecitos de niño rotos y cañerías cubiertas de revestimiento de amianto agujereado.

—Vaya por aquella puerta y coja el otro ascensor —dijo el hombre.

—Pero ¿por qué tengo que coger el ascensor de servicio? —preguntó Larry.

—Normas del edificio.

—No entiendo.

—Escuche —dijo el hombre—, no discuta conmigo. Limítese a hacer lo que le digo. Ustedes, los repartidores, siempre quieren entrar por la puerta principal como si fueran los dueños. Pues mire, en este inmueble eso no está permitido. La administración dice que todos los repartos deben hacerse por la puerta de servicio, y la administración es la que manda.

—No soy un repartidor. Soy un invitado.

—¿Qué hay en esa caja?

—Esta caja contiene mi traje para esta noche —respondió Larry—. Ahora haga el favor de subirme al décimo piso, a casa de los Fullmer.

—Discúlpeme, señor, pero parece un repartidor.

—Soy banquero —dijo Larry—, y voy a asistir a una reunión de directores donde se va a discutir la suscripción de una emisión de obligaciones por valor de cuarenta y cuatro millones de dólares. Tengo novecientos mil dólares. Soy propietario de una casa de veintidós habitaciones en Bullet Park, de una perrera particular y dos caballos de carreras, y tengo tres hijos en una universidad privada, un velero de siete metros y cinco coches.

—Dios santo —exclamó el hombre.

Después de haberse dado un baño, Larry se miró al espejo para ver si podía advertir algún cambio en su apariencia, pero su cara le resultaba demasiado familiar al contemplarla; se la había lavado y afeitado demasiadas veces para que aún le guardara algún secreto. Tras la cena y la reunión, tomó un whisky con los demás invitados. Permaneció silencioso de una forma que no hubiese acertado a definir, perturbado por haber sido confundido con un repartidor. Con intención de liberarse un poco de aquella sensación incómoda, se dirigió al hombre que tenía al lado:

—¿Sabe?, al subir en el ascensor esta noche me han tomado por un repartidor.

Su confidente no lo oyó, no lo entendió, o bien acogió con indiferencia el comentario. Rio ruidosamente una frase que alguien había pronunciado al otro lado de la habitación y Larry, que estaba acostumbrado a que le prestaran atención, sintió que había sufrido una nueva derrota.

Cogió un taxi hasta la estación Grand Central y volvió a casa en uno de esos trenes de cercanías que parecen el reducto de los espiritualmente descarriados, los borrachos y los perdidos. El revisor era un hombre corpulento de cara rosada y llevaba una rosa fresca en el ojal. Intercambiaba algunas palabras con la mayoría de los pasajeros.

—¿Trabaja en el mismo sitio que antes? —le preguntó a Larry.

—Sí.

—Sirve cerveza en Jorktown, ¿no es eso?

—No —respondió Larry, y se tocó la cara con las manos para ver si podía palpar las marcas, las arrugas y otros cambios que podrían haberse producido en su rostro desde hacía unas horas.

—Trabaja en un restaurante, ¿no?

—No —repitió Larry, con calma.

—Es curioso —dijo el revisor—. Cuando lo he visto tan de tiros largos he pensado que era usted camarero.

Se apeó del tren a la una de la mañana. La estación y la parada de taxis estaban cerradas, y solo quedaban unos cuantos coches en el aparcamiento. Al encender los faros del pequeño vehículo europeo que usaba para desplazarse a la estación, vio que daban una luz muy tenue, y en el momento de dar el contacto fueron extinguiéndose hasta desvanecerse por completo a cada revolución del motor. Al cabo de unos minutos la batería exhaló su último suspiro. Hasta su casa había poco más de un kilómetro, y en realidad no le importaba el paseo. Echó a andar enérgicamente por las calles desiertas y abrió la verja que daba al sendero de entrada. Estaba volviendo a cerrarla cuando oyó el ruido de carreras y jadeos y vio que los perros estaban sueltos.

El miedo despertó a su mujer, que, creyendo que ya había vuelto a casa, empezó a gritar pidiéndole ayuda: «¡Larry! ¡Larry, los perros están sueltos! ¡Los perros están sueltos! Ven rápido, por favor, Larry, ¡los perros están sueltos y creo que atacan a alguien!». Él oyó a su mujer gritando mientras caía, y vio las luces amarillas que iluminaban las ventanas, pero fue lo último que vio.

II

Orville Betman pasó los tres meses de verano solo en Nueva York, como había hecho desde que se casó. Tenía un amplio apartamento, una buena ama de llaves y un montón de amigos; pero no tenía esposa. Ahora bien, ciertos hombres tienen una disposición sexual tan vigorosa, indistinta y exigente como un aparato digestivo, y enriquecer tales impulsos iluminándolos con las luces cruzadas de la agonía romántica sería tan trágico como inventar rituales y música para estimular las funciones del sistema respiratorio. Estos hombres, cuando están comiendo un pedazo de pastel, no se consideran comprometidos por un contrato sagrado; del mismo modo, tampoco se sienten vinculados por el acto del amor. Betman no era así. Amaba a su mujer y no amaba a ninguna otra mujer en el mundo. Amaba la voz de su esposa, sus gustos, su cara, su presencia y su recuerdo. Era bien parecido, y cuando estaba solo lo perseguían otras mujeres. Le pedían que subiera a sus casas, trataban de invadir su apartamento, lo acosaban en pasillos y senderos de jardín, y en una ocasión una de ellas, en la playa de East Hampton, lo despojó del bañador, pero a pesar de estas molestias, sentía amor solo por Victoria. Betman era cantante. Su voz no se distinguía por su belleza ni por sus registros, sino por su persuasión. A comienzos de su carrera dio un recital de música del siglo XVIII y los críticos lo desollaron vivo. Logró entrar en la televisión y durante un tiempo dobló voces para dibujos animados. Luego, por azar, alguien le pidió que hiciera un anuncio de cigarrillos. Eran cuatro líneas. El resultado fue explosivo. Las ventas de esa marca se dispararon hasta alcanzar un ochocientos por ciento, y con ese solo anuncio redondeó, a base de porcentajes, más de cincuenta mil dólares. El elemento de persuasión en su voz no se podía analizar ni imitar, pero el efecto era infalible.

Vio a su esposa por primera vez una noche lluviosa, en un autobús de la Quinta Avenida. Por entonces, ella era una muchacha rubia y esbelta, y nada más verla sintió por ella una singular atracción o pasión que nunca había experimentado y que jamás volvería a sentir. La intensidad de este sentimiento lo impulsó a seguirla cuando ella descendió del autobús, en algún punto de la parte superior de la Quinta Avenida. Padeció lo que cualquier amante que, impelido por un corazón puro e impetuoso, sabe bien que sus atenciones, sean las que sean, van a ser tomadas como una agresión, a menudo de carácter indignante. Ella se dirigió a la puerta de un bloque de apartamentos y titubeó un momento bajo un toldo lo suficientemente largo para permitirle sacudir las gotas de lluvia de su paraguas.

—Señorita —dijo.

—¿Sí?

—¿Podría hablar un minuto con usted?

—¿De qué?

—Me llamo Orville Betman —dijo—. Hago anuncios de televisión. Quizá me haya oído alguna vez. Yo…

La atención de la muchacha se repartió entre el desconocido y el vestíbulo iluminado, y entonces él cantó, con voz auténtica, dulce y varonil, un anuncio que había grabado aquella tarde:

Gream se lleva hasta lo que ya se ha ido

cuando lava un plato.

Su voz la conmovió igual que a todo el mundo, pero de una manera indirecta.

—Yo no veo la televisión —dijo—. ¿Qué quiere?

—Quiero casarme con usted.

Ella se rio y se encaminó hacia el vestíbulo y el ascensor. Por cinco dólares, el portero le informó del nombre y otros datos de la chica. Se llamaba Victoria Heartherstone y vivía con su padre inválido en el 14-B. En una sola mañana, el servicio de investigación del canal de televisión en que él trabajaba le comunicó que se había graduado en Vassar esa primavera y que trabajaba gratuitamente en un hospital del East Side. Una de las secretarias auxiliares de rodaje había estudiado con ella y conocía íntimamente a su compañera de habitación. Pocos días después, Betman consiguió asistir a una fiesta donde la encontró, y la invitó a cenar. Su instinto había sido certero al examinarla por primera vez en el autobús. Era la mujer que la vida le había destinado; era su destino. Ella resistió su cortejo durante una o dos semanas, y luego sucumbió. Pero había un problema. Su anciano padre —un erudito especialista en Trollope— era, en efecto, un inválido, y ella creía que si lo abandonaba, el buen hombre moriría. Aunque eso significase limitar su propia vida, no podía cargar sobre su conciencia el peso de su muerte. Se suponía que él iba a morir pronto, y ella se casaría con Betman en cuanto ocurriese; a fin de expresar la autenticidad de su promesa, fue su amante. Betman vio su felicidad acrecentada. Pero el anciano no falleció.

Betman quería casarse; quería que su unión fuese bendecida, festejada y proclamada. No le satisfacía que Victoria fuese a su apartamento dos o tres veces por semana. Entonces el anciano sufrió un ataque y el médico lo apremió a abandonar Nueva York. Se trasladó a una casa de su propiedad en Albany, y de este modo su hija quedó libre, libre por lo menos nueve meses al año. Se casó con Betman y fueron muy felices juntos, aun cuando no tuvieron hijos. Sin embargo, el primero de junio ella se marchó a una isla en el lago St. Francis, donde el moribundo pasaba el verano, y no volvió junto a su marido hasta septiembre. El padre seguía creyendo que su hija era soltera, y en consecuencia Betman no podía visitarla. Le escribía tres veces por semana a un apartado de correos y ella respondía con menos frecuencia, puesto que, como ella misma explicaba, solo podía hablarle de la presión, la temperatura, la digestión y los sudores nocturnos del enfermo. Siempre parecía estar agonizante. Como Betman no conocía ni la isla ni a su suegro, el lugar fue adquiriendo para él proporciones de leyenda, y los tres meses que pasaba solo al año eran una tortura.

Se despertó la mañana de un domingo estival sintiendo tal amor por su mujer que gritó su nombre: «¡Victoria! ¡Victoria!». Fue a la iglesia, después del almuerzo dio al ama de llaves la tarde libre y a última hora salió a dar un paseo. Hacía un calor inhumano, y la alta temperatura parecía acercar más la ciudad al corazón del tiempo; el olor del tórrido pavimento parecía pertenecer a la historia. Por la ventanilla abierta de un automóvil se oyó a sí mismo, cantando una canción de un anuncio de una mantequilla de cacahuete. El tráfico era denso por la calle del East River, y aquel rumor respiratorio y melancólico llegaba hasta el lugar de su paseo. El tráfico sería intenso en todos los accesos a la ciudad, y la idea de todas aquellas filas de automóviles a última hora del domingo le dio la sensación de que el día se adecuaba a un cierto guión rígido, parte del cual era el tráfico; parte, la luz dorada que se derramaba sobre las calles paralelas de la ciudad; parte, el distante rumor del trueno, como si una hoja se hubiese desgajado de la masa total del sonido, y parte, en fin, el insoportable invierno espiritual de los meses de soledad. Le abrumaba la necesidad de su único amor. Cogió el coche y enfiló hacia el norte poco después de oscurecer.

Pasó la noche en Albany y llegó a la ciudad del lago St. Francis a mitad de la mañana siguiente. Era una pequeña y agradable ciudad de veraneo, ni próspera ni muerta. Preguntó en el puesto de embarcaciones de alquiler cómo podía llegar a Temple Island.

—Ella viene una vez por semana —dijo el encargado—. Viene a buscar comida y medicinas, pero no creo que venga hoy.

Señaló al decirlo más allá del agua, donde estaba la isla, a unos dos kilómetros de distancia. Betman alquiló un fueraborda y emprendió la travesía del lago. Rodeó la isla y encontró un desembarcadero en una cala, y allí amarró el bote. La casa que se alzaba en lo alto era una absurda y anticuada mansión campestre, fácilmente inflamable, negra de creosota y decorada con espantosas extravagancias medievales. Tenía una torre redonda de piedra y un parapeto de madera que no hubiera aguantado el impacto de un proyectil del 22. Altos abetos circundaban el castillo de madera y lo envolvían en la oscuridad. Estaba tan oscuro en aquella mañana radiante que en casi todas las habitaciones había alguna luz encendida.

Cruzó el pórtico y, a través de un panel de cristal en la entrada, vio un largo pasillo que desembocaba en una escalera con pilastras. Venus se erguía sobre una de ellas, una estatua de bronce deslustrada. En una mano sostenía un candelabro con dos velas eléctricas que oponían su luz a las penumbras de los abetos. No había en su postura el menor recato, y el hecho de que tuviese las piernas separadas le confería un aspecto indefenso y algo patético, como a veces sucede con Venus. Sobre la otra pilastra se veía a Hermes; Hermes en vuelo. Él también portaba un par de velas encendidas. Alfombrada en un tono verde oscuro, la escalera llevaba hasta una vidriera. El resplandor del cristal, incluso en la penumbra, era asombrosamente intenso y disonante. Tocó el timbre y una sirvienta de edad bajó los escalones con una mano apoyada en la barandilla. Cojeaba. Se acercó a la puerta y, al mirarlo a través del panel de cristal, se limitó a mover la cabeza.

Él abrió la puerta; se abría sin esfuerzo.

—Soy el señor Betman —dijo suavemente—. Quisiera ver a mi mujer.

—No puede verla ahora. Nadie puede hacerlo. Está con él.

—Necesito verla.

—Imposible. Váyase, por favor. Váyase.

Expresó esta súplica con voz asustada.

Más allá de los abetos divisó el lago, liso como un espejo, pero el viento producía entre los árboles un rumor tan parecido al del mar que aun con los ojos vendados hubiera adivinado que la casa se alzaba sobre un promontorio. Entonces pensó o presintió que había llegado el instante en que la muerte penetra en el territorio del amor. No se trataba de los desnudos hechos de la vida, sino de sus antiguas e invisibles tormentas, que lo conmovieron como el peso del agua. Entonces, cantó:

Dondequiera que vayas,

frescos vendavales abanicarán el claro del bosque;

los árboles donde te posas

se arracimarán en una sola sombra.

Demasiado cortés quizá para interrumpirlo, o acaso enternecida por la música de Haendel y la letra, la sirvienta no dijo nada. Él oyó una puerta que se cerraba arriba y pisadas sobre la alfombra. Victoria dejó atrás apresuradamente la fea y resplandeciente ventana y bajó a donde Betman la aguardaba. Para él no había en el mundo nada más dulce que un beso de Victoria.

—Vuelve ahora conmigo —dijo él.

—No puedo, cariño, no puedo. Se está muriendo.

—¿Cuántas veces has pensado lo mismo?

—Oh, ya lo sé, pero ahora se muere.

—Ven conmigo.

—No puedo. Está agonizando.

—Ven.

La tomó de la mano y, cruzando el umbral de la puerta, la llevó a través del punzante y traicionero tapiz de agujas de pino hasta el desembarcadero de abajo. Atravesaron el lago sin decir palabra, pero con tan sombríos sentimientos que el aire, la hora y la luz les parecieron sólidos. Él pagó el alquiler de la embarcación, abrió a su mujer la puerta del coche y emprendieron viaje rumbo al sur. No la miró hasta que estuvieron en la autopista, y entonces se volvió para disfrutar de su frescura y su resplandor. Como la amaba tanto, sus brazos blancos, el color de su pelo y su sonrisa lo distrajeron. Se salió de su carril, se metió en el contrario, y el automóvil fue hecho añicos por un camión.

Victoria murió, por supuesto. Él pasó ocho meses hospitalizado, pero cuando fue capaz de andar de nuevo, descubrió que no había perdido la persuasión de su voz. Todavía canta tonadillas encomiando las virtudes de barnices para muebles, lejías y aspiradoras. Siempre canta sobre cosas baladíes, nunca sobre la universalidad del sufrimiento amoroso, pero miles de hombres y mujeres acuden a las tiendas como si lo hiciera, como si en realidad fuera ese el tema de sus canciones.

III

Mirar cómo la señora Peranger hacía su entrada en el club era un poco como decidir los equipos para un juego de balón en un solar: algo excitante. Cuando se dirigía hacia el comedor dedicaba a la señora Bebe, que había trabajado con ella en el comité del hospital, una sonrisa fugaz y distraída. Negaba el saludo a la señora Binger, que le hacía señas con la mano y la llamaba en voz alta. Besaba ligeramente en ambas mejillas a la señora Evans, pero parecía olvidarse de la pobre señora Budd, en cuya casa cenaba en ocasiones. Asimismo parecía haber olvidado a los Wright, los Huggins, los Frame, los Logan y los Halstead. Mujer de cabellos blancos, hermosamente vestida, esgrimía el poder de la grosería con tanta pericia que nunca la sorprendían en posición desairada, y cuando la gente comentaba cómo lo conseguía, ello solo acrecentaba su ventaja. Había sido una belleza, y en los años veinte la retrató el pintor Paxton. Había posado delante de un espejo. La pared era luminosa, una imitación de Vermeer y, al igual que en este maestro, la luz figuraba en el cuadro sin que se viese su origen. Los objetos eran los de siempre: una jarra rojiza, la silla dorada y, en un extremo de la habitación, reflejada en el espejo, una harpa sobre una alfombra. Su pelo había sido del color del fuego. Pero aquel retrato estático no era más que la mitad de un universo. Ella había introducido el maxixe[19] en Newport, jugado al golf con Bobby Jones, abandonado al alba los clubes clandestinos, apostado al póquer descubierto en casa de unos amigos de Baltimore, e incluso ahora, cuando ya era una anciana, si oía en el aromático aire estival la música del charlestón, se levantaba del sofá y se ponía a bailar con un vigoroso paso giratorio, echando primero una pierna hacia adelante y luego la otra, chasqueando los dedos y cantando: «¡Charlestón, charlestón!».

El señor Peranger y su único hijo, Patrick, habían muerto. De su única hija, Nerissa, mujer con aspecto de ninfa, afirmaba: «Nerissa me concede unos cuantos días de su tiempo. No creo que se le pueda pedir más. Está tan solicitada que a veces pienso que no se ha casado porque no ha tenido tiempo. La semana pasada exhibió sus perros en San Francisco, y espera poder llevarlos a Roma para el concurso internacional. Todo el mundo ama a Nerissa. Todo el mundo la adora. Es demasiado atractiva para expresarlo con palabras».

Entonces entra Nerissa en el salón de su madre. Es una delgada y estéril soltera de treinta años. Tiene el pelo gris. Se le ve la combinación por debajo del vestido. Lleva los zapatos apelmazados de barro. Es sencillamente una de esas criaturas que, sin amargura ni rencor, parecen agobiadas por los hechos más ingratos de la vida. Su destino consiste en proclamar que la elegancia y la distinción del mundo que sus madres dominaron no es, como podría parecer, el fin de la perplejidad y las pesadumbres. Son una casta realmente pura e inocente, y jamás se les pasaría por la cabeza o por el corazón la idea de trastornar o contrariar los proyectos, los sueños, los éxitos mundanos que sus mayores han dispuesto para ellas. En efecto, se diría que es la mano de Dios la que hace que se caigan mientras ejecutan los movimientos en el baile de presentación en sociedad. En Venecia, al pasar de una góndola a la escalera del palacio donde han sido invitadas a cenar, perderán el equilibrio y se hundirán en el Gran Canal. Se les cae la comida y vierten el vino, derriban jarrones, pisan excrementos de perro, estrechan la mano de los mayordomos, sufren accesos de tos durante los conciertos de música de cámara, tienen un gusto infalible por las amistades de mala reputación y, no obstante, son de una bondad y una sencillez franciscanas. Así pues, entra Nerissa. Mientras nos es presentada, embiste un extremo de la mesa con el hueso de la cadera, siembra de barro la alfombra y deja caer un cigarrillo encendido sobre una silla. Para cuando apagan el fuego, ya ha agitado satisfactoriamente las aguas apacibles de la creación de su madre. No es perversidad; ni siquiera torpeza. Es su llamamiento casi sagrado a restaurar el patetismo y la desmaña de la humanidad.

La virginal Nerissa cría terriers Townsend. Los comentarios de su madre sobre el modo en que emplea su tiempo eran, desde luego, transparentes y patéticos. Nerissa era una mujer tímida y solitaria que consagraba casi todo su tiempo a los perros. No poseía un corazón insensible, pero siempre se enamoraba de jardineros, repartidores, camareros y porteros. Una noche en que su mejor perra (Ch. Gaines-Clansman) estaba a punto de parir, requirió la ayuda de un nuevo veterinario que acababa de abrir una clínica para perros y gatos en la Nacional 14. El hombre acudió de inmediato al cojín sobre el que estaba la perra y apenas llevaba allí unos minutos cuando el animal tuvo el primer cachorro. Rompió la placenta y lo puso a mamar. Nerissa pensó que tenía una mano rápida y natural con los animales, y aguardando de pie mientras él se arrodillaba ante la caja, sintió un fuerte impulso de tocar sus cabellos morenos. Le preguntó si estaba casado, y cuando él le respondió que no, se entregó al deleite de experimentar que de nuevo se había enamorado. Ahora bien, Nerissa nunca preveía el veto de su madre. Cuando le anunciaba su compromiso con un mecánico de coches o un arboricultor, siempre le sorprendía su furiosa reacción. Nunca se le ocurría pensar que a su madre pudiera no gustarle su nuevo elegido. Le sonrió al veterinario, le llevó agua, toallas, whisky y bocadillos. El parto se prolongó a lo largo de toda la noche, y al amanecer ya había concluido. Los cachorros estaban mamando; la perra estaba orgullosa y satisfecha. Toda la camada estaba bien atendida e identificada. Al salir de la perrera Nerissa y el veterinario, una fría luz blanca se alzaba más allá de los árboles oscuros de la finca.

—¿Le apetece un café? —preguntó Nerissa, y después, al oír a lo lejos el murmullo del agua deslizándose, continuó—: ¿O le apetece nadar? Yo a veces nado por la mañana.

—Eso sí, mire —respondió él—. Eso sí me apetece. Me gustaría nadar. Tengo que volver a la clínica, y un baño me despejará.

La piscina, construida por el abuelo de Nerissa, era de mármol y poseía un trazado elegante y profundo, curvado como el marco de un espejo. El agua estaba limpia, y aquí y allá, una hoja hundida modelaba una sombra orillada por los vivos colores del espectro lumínico. Era el rincón de la finca de su madre que, sin comparar con cualquier otra habitación o jardín, más se asemejaba a un hogar para Nerissa. Si se hallaba ausente, echaba de menos la piscina, y al volver era allí adonde iba, a aquel lugar, dulce hogar acuático. Encontró un par de bañadores en los vestuarios y ambos se dieron un baño inocente. Se vistieron y caminaron a través del césped hasta el automóvil del veterinario.

—Es usted una persona muy agradable, ¿sabe? —dijo él—, ¿no se lo habían dicho nunca?

La besó con ternura y se marchó.

Nerissa no vio a su madre hasta las cuatro de la tarde siguiente, cuando bajó a tomar el té con dos zapatos izquierdos, uno marrón y otro negro.

—Mamá, mamá —dijo—. He encontrado al hombre con el que quiero casarme.

—¿De veras? —preguntó su madre—. ¿Quién es ese diamante en bruto?

—Se llama Johnson —respondió Nerissa—. Es el dueño de la nueva clínica veterinaria de la Nacional 14.

—Pero no puedes casarte con un veterinario, mi amor —dijo la señora Peranger.

—Él dice que es un higienista de los animales.

—¡Qué asco!

—Pero yo lo quiero, mamá. Lo quiero y voy a casarme con él.

—¡Vete al infierno!

Esa noche, la señora Peranger telefoneó a casa del alcalde y pidió que la pusieran con su mujer.

—Soy Louisa Peranger —dijo—. Voy a proponer a alguien como nuevo socio del Club Tilton este otoño y estaba pensando en usted.

La mujer del alcalde dio muestras de emoción al otro lado del hilo telefónico. Le estaría dando vueltas la cabeza. Pero ¿por qué? Las salas del club estaban desvencijadas, las sirvientas eran desabridas y la comida era mala. ¿Por qué había entonces una lista de espera de miles de personas?

—Mis condiciones son duras —prosiguió la viuda Peranger—, como todo el mundo sabe. Hay una clínica veterinaria en la Nacional 14 y me gustaría que la cerraran. Estoy segura de que su marido podrá descubrir que existe alguna violación de las ordenanzas municipales. Tiene que haber algún tipo de irregularidad. Si habla usted con su marido a propósito de esa clínica, le entregaré la lista de miembros para que usted elija a los nuevos. Organizaré una comida a mediados de septiembre. Adiós.

Nerissa languideció, murió y fue enterrada en la pequeña iglesia episcopaliana cuyas ventanas eran una donación en memoria de su abuelo. La señora Peranger se mostró imperiosa y estoica en su dolor, y al salir de la iglesia la oyeron sollozar ruidosamente: «Era tan atractiva… tan increíblemente atractiva».

Se recobró de su pérdida y prosiguió con sus tareas, que en aquella época del año consistían en seleccionar a las candidatas para el baile de presentación en sociedad. Tres semanas después del entierro de Nerissa, una tal señora Pentason y su hija se presentaron en el salón de su casa.

La viuda Peranger sabía lo mucho que le había costado a la señora Pentason conseguir esa entrevista. Había trabajado en el hospital, había organizado obras de teatro, las tradicionales fiestas de las fresas y ferias de antigüedades. Pero la viuda miró hoscamente a sus visitantes. Debían de haber aprendido sus modales en un libro. Parecían haber estudiado el capítulo correspondiente al modo de beber el té. Pertenecían a esa clase de mujeres que sueñan con invitaciones que nunca recibirán. «El señor y la señora William Paley les ruegan que les hagan el honor de…». Su correo, en cambio, consistía sin duda en anuncios de subastas privadas, ofertas publicitarias del Club del Libro del Mes y fastidiosas cartas de la tía Minnie, que vivía en Waco, Texas, y usaba escupidera. Nora pasó el té y la anfitriona clavó una penetrante mirada en la muchacha. El ruido del agua de la piscina era muy fuerte, y la señora Peranger le pidió a Nora que cerrase la ventana.

—Hemos recibido tantas solicitudes para el baile de este año, que esta vez somos un poco más exigentes —dijo—. No solo queremos chicas atractivas y bien educadas, sino que además sean interesantes.

A pesar de que la ventana estaba ahora cerrada, seguía oyendo el rumor del agua. El hecho parecía incomodarla.

—¿Sabes cantar? —preguntó.

—No —respondió la joven.

—¿Tocas algún instrumento?

—Toco un poco el piano.

—¿Qué sabes tocar?

—Alguna pieza de Chopin. Bueno, antes sabía tocarla. Y Para Elisa. Pero sobre todo música popular.

—¿Dónde veraneas?

—En Dennis Port.

—Ah, sí —dijo la señora Peranger—. Dennis Port, pobre Dennis Port. Ya no quedan sitios donde ir, ¿verdad? La costa adriática está llena de gente. Capri, Ischia y Amalfi se han echado a perder. La princesa de Holanda ha estropeado el Argentario. La Riviera está saturada. En Inglaterra hace frío y llueve. Me encanta Skye, pero la comida es espantosa. Bar Harbor, el cabo, las islas, todos esos sitios tienen ahora un aspecto lamentable.

Volvió a oír el ruido del agua que corría en la piscina, como si una brisa transportara directamente el sonido hasta las ventanas cerradas.

—Y dime, ¿te interesa el teatro?

—Oh, sí. Muchísimo.

—¿Qué obras has visto la última temporada?

—Ninguna.

—¿Montas a caballo, juegas al tenis y todo eso?

—Sí.

—¿Qué museo de Nueva York es tu predilecto?

—No lo sé.

—¿Qué libros has leído últimamente?

—He leído La plaga de aprendices de brujo. Estaba en la lista de los libros más vendidos. Lo han comprado para hacer una película. Y Siete caminos al cielo. También estaba en la lista.

—Por favor, Nora, retira estas cosas —dijo la viuda, haciendo un amplio gesto de disgusto, como si esperara que la sirvienta retirase a las Pentason junto con las tazas sucias y la jarrita con los posos del té.

La entrevista había terminado, y acompañó a sus huéspedes hasta la puerta de la habitación. Si hubiera querido ser cruel, habría sido más eficaz hacerlas esperar; aprovecharse de la común debilidad de hombres y mujeres que aguardan buenas noticias por correo. Llevó aparte a la señora Pentason y le dijo:

—Me apena terriblemente…

—Bueno, gracias de todas formas —respondió la señora Pentason, y empezó a llorar. La hija puso un brazo en los hombros de su madre afligida y la guio hasta la puerta.

La señora Peranger reparó de nuevo en el ruido del agua de la piscina. ¿Por qué era tan fuerte, por qué parecería decir: «Mamá, mamá, he encontrado al hombre con el que quiero casarme…»? ¿Por qué sonaba con tanta autenticidad y volvía dura y necia la tarea de desairar a las Pentason? Bajó la escalera y cruzó el césped en dirección a la piscina. De pie sobre el bordillo, llamó: «¡Nerissa! ¡Nerissa! ¡Nerissa!», pero el agua replicó: «Mamá, mamá, he encontrado al hombre con el que quiero casarme».

Su única hija se había convertido en una piscina.

IV

Bradish deseaba un cambio. No deseaba en absoluto cambiar él mismo, sino el decorado, el ritmo, el entorno, y únicamente por espacio de dieciocho o veinte días. Durante ese tiempo podía ausentarse de la oficina. Era un fumador empedernido, y el informe del cirujano jefe lo había hecho consciente de su adicción. Le parecía que los desconocidos en la calle miraban el cigarrillo entre sus dedos con desaprobación, y a veces también con lástima. Era manifiestamente absurdo, y necesitaba irse lejos. Haría un viaje. En esa época estaba divorciado, e iría solo.

Un día, después del almuerzo, entró en una agencia de viajes de Park Avenue para informarse de los precios vigentes. Una recepcionista lo envió a un escritorio del fondo de la oficina, donde una mujer joven le ofreció una silla y le encendió el cigarrillo con una caja de cerillas que ostentaba la enseña del Corinthian Yatch Club. Reparó en que la joven tenía una sonrisa deslumbrante que interrumpía bruscamente una vez que había cumplido su objetivo, del mismo modo que un sastre corta un hilo con los dientes. Bradish pensaba en ir a Inglaterra. Pasaría diez días en Londres y otros diez en el campo con unos amigos. Cuando él mencionó Inglaterra, la empleada le dijo que ella había vuelto de allí hacía poco. De Coventry. Brotó el fulgor de su sonrisa y lo cortó. Él no quería ir a Coventry, pero la joven tenía la resolución y la perseverancia propias de sus años, y él comprendió que tendría que escuchar el panegírico de las bellezas del sitio, donde ella parecía haber conocido un renacimiento estético y espiritual. Sacó de un cajón del escritorio una revista ilustrada para enseñarle fotografías de la catedral. Curiosamente, lo que más impresionó a Bradish fue un anuncio categórico que afirmaba en la revista que el tabaco provocaba cáncer de pulmón. Descartó Inglaterra mentalmente —la chica seguía anclada en Coventry—, y decidió que iría a Francia. A París. El gobierno francés no había censurado el hábito de fumar, y podría aspirar su Gauloises sin sentirse subversivo. Sin embargo, el recuerdo de esa marca lo frenó. Gauloises, Bleues y Jaunes. Recordó cómo el humo parecía desplomarse desde una altura sobre sus pulmones y lo obligaba a doblarse con paroxismo de tos. Nubes de humo de maloliente tabaco francés parecían asentarse en su imaginación como una amarga bruma sobre la Ciudad de la Luz, convirtiéndola a sus ojos en un lugar insípido y deprimente. De modo que iría al Tirol, pensó. Estaba a punto de pedir información al respecto cuando recordó que en Austria el tabaco era un monopolio estatal y que lo único que podría fumar allí serían esos óvalos insulsos que vienen en cajas de fantasía y huelen a perfume. En ese caso, Italia. Cruzaría el Brennero y bajaría hasta Venecia. Pero recordó que los cigarrillos italianos —Esportaziones y Giubeks— le renovaban la sensación del tabaco ordinario pegado a la lengua, y que el humo, como un viento invernal, lo hacía estremecerse y pensar en la muerte. Así pues, iría a Grecia; haría un crucero por las islas, resolvió; pero entonces rememoró el sabor del tabaco egipcio, que es lo único que se puede fumar en Grecia. Pensó en Rusia, Turquía, India, Japón… Sobre la cabeza de la empleada vio un mapa del mundo como si fuera una cadena de estancos. No había escapatoria. «Creo que no voy a ir a ningún sitio», dijo. La joven esbozó su deslumbrante sonrisa, la cortó de repente como si fuera un hilo y lo observó mientras salía por la puerta.

La virtud de la disciplina resplandece en la vida y en los actos de un hombre, confiriéndoles una probidad y una pureza que excluye el desorden, o por lo menos eso pensaba Bradish. Le había llegado la hora de disciplinarse. Apagó su último cigarrillo y subió por Park Avenue con ese paso medido, agradable y ligeramente danzarín del viejo atleta que usa calzado y trajes ingleses. Como consecuencia de su decisión, hacia el final de la tarde empezó a sufrir de algo similar a la enfermedad de los buzos. Experimentó trastornos del sistema circulatorio. Los capilares le parecieron desgastados, los labios se le hincharon, y de vez en cuando le picaba el pie derecho. La pronunciada sequedad de boca parecía demasiado diversa y poderosa para ser tolerada por un órgano tan pequeño, y la intensidad y la variedad de los síntomas lo agrandaban hasta prestarle, de hecho, las dimensiones y el mal olor característicos de algún antiguo teatro de variedades como el Howard Athenaeum. Sentía como si el humo le subiera desde la boca hasta el cerebro, produciéndole una extraordinaria sensación de mareo. Puesto que se había sometido deliberadamente a esa disciplina, decidió pensar en aquellos síntomas utilizando la metáfora de un viaje. Los observaría tal como se manifestaran, como un viajero que contemplase desde la ventanilla de un tren los cambios en la geología y la vegetación de un país extranjero.

A medida que el día se internaba en la noche, el país por el que viajaba se volvía montañoso y árido. Tuvo la sensación de que se hallaba en un ferrocarril de vía estrecha que atraviesa un paso rocoso. Entre las rocas solo crecían cardos y hierbas tiesas como alambres. Razonó que una vez rebasaran el paso accederían a una fértil llanura con árboles y agua, pero cuando el tren dobló una curva en la cima de la montaña, vio que el nuevo paisaje era un desierto alcalino salpicado de cauces de arroyuelos secos. Sabía que, si fumaba, el tabaco irrigaría aquel inhóspito paraje, los campos se cubrirían de flores y el agua correría por los lechos fluviales, pero ya que había elegido aquel viaje concreto, ya que casi literalmente era una huida de un estado intolerable, se entregó al estudio de aquella aridez profunda. Esa noche, al prepararse una copa en su apartamento, sonrió —llegó a sonreír—, al comprobar que en los ceniceros no había otra cosa que polvo y una hoja que se le había adherido al zapato.

Estaba cambiando, cambiando, y al igual que la mayoría de los hombres, al parecer había deseado aquel cambio. Al cabo de unas horas se había vuelto más sagaz, más comprensivo, más maduro. Le pareció sentir que el manto de lana de sus días descansaba sobre sus hombros. Creyó que comenzaba a captar la poesía existente en el impulso del cambio, se vio como protagonista de una de esas íntimas, arduas e invisibles contiendas que configuran la historia de una alma humana. Sí dejaba de fumar, podría dejar la bebida. Incluso podría reducir sus apetitos eróticos. La falta de moderación había sido la causa de su divorcio. La desmesura lo había privado de sus amados hijos. Si pudieran verlo entonces, si vieran los ceniceros limpios en su habitación, ¿no lo invitarían a volver a casa? Podría alquilar una goleta y recorrer con ellos la costa de Maine. Cuando, más tarde, esa misma noche, fue a ver a su amante, el olor a tabaco de su aliento la volvió a sus ojos tan depravada e impura que no se molestó en desnudarse y regresó temprano a casa, a su cama y a sus ceniceros limpios.

Bradish nunca había tenido ocasión de conocer otro fariseísmo que el del pecador. Había dirigido sus críticas a la gente que bebía caldo de almejas y cultivaba gustos moderados. A la mañana siguiente, cuando fue al trabajo, se vio bruscamente trasplantado al bando de los ángeles; descubrió que se había convertido en un abogado forzoso de la continencia, y comprendió que esa condición era parcialmente un impulso involuntario de juzgar la conducta del prójimo; la sensación le resultaba tan extraña, tan reciente, tan distinta de su punto de vista habitual, que la encontró excitante. Contempló con enérgica desaprobación a un desconocido que encendía un cigarrillo en una esquina. Sencillamente, aquel hombre carecía de fuerza de voluntad. Estaba dañando su salud, acortando su vida, y traicionando a quienes dependían de él, que acaso padecían hambre y frío por su tolerancia consigo mismo. Y lo que era aún peor, el hombre vestía pobremente y llevaba los zapatos sucios, y si no podía permitirse el gasto de vestir decentemente, sin duda tampoco podía permitirse el vicio del tabaco. ¿Qué hacer? ¿Quitarle el cigarrillo de la boca? ¿Reprenderlo? ¿Abrirle los ojos? A aquellas alturas le pareció un tanto excesivo, pero el impulso estaba allí y era la primera vez que lo experimentaba. Remontó a pie la Quinta Avenida con su virtud recientemente adquirida, sin mirar al cielo ni a las mujeres bonitas, y barriendo a la población como un teniente de la brigada antivicio cuya misión consiste en perseguir malhechores. ¡Y había tantos! Una anciana despeinada y sin otro adorno que una mancha grasienta de barra de labios carmesí estaba parada en la esquina de la calle Cuarenta y Cuatro, encendiendo un pitillo tras otro. Hombres en las puertas, chicas en la escalera de la biblioteca y chicos en los parques parecían resueltos a destruirse.

El mareo persistió a lo largo de toda la mañana, de modo que le resultó difícil tomar decisiones en el trabajo, y era evidente que sufría un trastorno en la vista, como si una tempestad de polvo hubiera arrasado sus ojos. Asistió a una comida de negocios en que se sirvió alcohol, y cuando alguien le ofreció un cigarrillo, dijo: «Ahora no, gracias». Lo sonrojó su propia hipocresía, pero no iba a rebajar el mérito de su batalla contándosela a un extraño. Tras una abstinencia triunfal de casi veinticuatro horas, pensó que merecía un premio y dejó que el camarero siguiera llenándole la copa. Al final bebió demasiado, y al volver a la oficina se tambaleaba. La embriaguez, sumada al trastorno de su sistema circulatorio, los labios hinchados, los ojos borrosos, la sensación de picor en el pie derecho y la impresión de que tenía el cerebro lleno del humo y mal olor de un viejo teatro de variedades, le impidió trabajar, y pasó el resto de la tarde ocioso. Rara vez iba a fiestas, pero esa tarde fue a una con la esperanza de distraerse. No se sentía él mismo. Para entonces, el malestar había afectado a su equilibrio, y cruzar las calles le pareció arduo y arriesgado, como si avanzara por un puente alto y angosto.

La fiesta fue muy concurrida, y Bradish iba al bar constantemente. Pensó que la ginebra calmaría su ansiedad. No se trataba propiamente de ansiedad, se dijo: no era en absoluto parecido al hambre, la sed o la necesidad de amor. Sintió que la sangre circulaba lenta y obstinadamente por sus venas. El mareo había empeorado. Rio, conservó y mantuvo las formas hasta un cierto punto, pero eran acciones meramente mecánicas. Más tarde, entró una mujer joven, con un vestido claro en forma de saco o de tubo y el pelo largo del color del tabaco de Virginia. En su ardor por llegar hasta ella, tiró una mesa y varios vasos. Era (había sido hasta aquel momento) una fiesta decorosa, pero el estrépito de los vasos rotos, seguido por los chillidos del hombre que enroscó sus piernas alrededor de la mujer y sepultó la nariz en sus cabellos de color tabaco, fue formidable. Dos invitados lo separaron. Se quedó acurrucado, ansioso, resoplando por los dilatados orificios nasales. Luego se liberó de los brazos que lo sujetaban y salió dando zancadas de la habitación.

Bajó en el ascensor con un desconocido cuyo traje castaño se parecía y olía como un Havana Upmann, pero Bradish mantuvo los ojos clavados en el suelo y se contentó con aspirar la fragancia del vecino. El ascensorista despedía el aroma de una marca suave y barata que había sido popular en los años cincuenta. Reparó en que el portero olía a pipa de brezo con una mezcla Burley. Y en la calle Cincuenta y Siete vio a una mujer cuyo pelo poseía el color de su tabaco favorito y que parecía arrastrar tras sus pasos su perfume notablemente corrompido. Tuvo que apretar los dientes y tensar los músculos para no abalanzarse sobre ella, pero comprendió que acabaría en la cárcel si repetía en la calle su conducta en la fiesta y, que él supiera, no había cigarrillos en prisión. Había cambiado; había cambiado él y al mismo tiempo el mundo, pues al observar a la multitud urbana que se cruzaba con él en la oscuridad, vio a las personas como si fueran Winstons, Chesterfields, Marlboros, Salems, narguiles, pipas de espuma de mar, pitillos, Corona-Coronas, Carnets y Players. Su perdición fue una mujer joven, una niña, en realidad, a quien confundió con un Lucky Strike. Chilló al verse atacada, y dos hombres derribaron a Bradish, asestándole puntapiés y puñetazos con justa indignación moral. Se formó un corro. Hubo un enorme tumulto, y poco después se oyeron las sirenas del coche de policía que se lo llevó.