LAS CASAS JUNTO AL MAR

Todos los años alquilamos una casa al borde del mar y nos ponemos en camino al principio del verano —con el perro y el gato, los niños y la cocinera— para llegar poco antes de caer la noche a un lugar que nos es completamente desconocido. El viaje al mar tiene unos atractivos que se han hecho ya tradicionales porque lo venimos repitiendo desde hace muchos años, pero nunca desaparece el sentimiento de que somos, como siempre nos ha parecido serlo en nuestros sueños, emigrantes o vagabundos: viajeros, por lo menos, con la sensibilidad a flor de piel que caracteriza al viajero. Nunca me adelanto para investigar cómo son las casas que alquilo, y tanto el castillo de madera con una torre como el caserón o el chalet de Staffordshire cubierto de rosas o la mansión sureña se nos aparecen, iluminados por los últimos vestigios de luz procedente del mar, con el enorme atractivo de lo desconocido. Hay que conseguir unas llaves herrumbrosas en la casa de al lado. Entonces se abre la puerta y se entra en un vestíbulo oscuro o claro, dispuestos a empezar las vacaciones: un mes que promete estar libre de problemas. Pero tan fuerte, o quizá aún más fuerte que este agradable sentimiento de punto de partida, es el de haber ido a caer en medio de la vida de otra persona. Siempre trato con corredores de fincas, y nunca he llegado a conocer a las personas que nos alquilan las casas, pero su habilidad para dejar tras de sí una sensación de presencia física y emocional es asombrosa. Nuestros problemas no están escritos, desde luego, ni en el aire ni en el agua, pero sí mantienen una estrecha relación con los arañazos en los zócalos, con los olores y con nuestras preferencias en muebles y en cuadros; y las diferencias ambientales que encontramos al entrar en esas casas alquiladas son tan pronunciadas como los cambios del tiempo en la playa. A veces encontramos en el largo corredor una afabilidad, una pureza y una sinceridad de sentimientos a las que todos respondemos de inmediato. Alguien ha sido enormemente feliz allí, y nosotros alquilamos su felicidad, además de su playa y de su bote. Algunas veces, el ambiente de la casa parece misterioso, y sigue siéndolo hasta que nos marchamos en agosto. ¿Quién es la señora del retrato que está en el descansillo del primer piso?, nos preguntamos. ¿De quién serán las escafandras de buzo, o las obras completas de Virginia Woolf? ¿Quién escondió el ejemplar de Fanny Hill en el armario de la porcelana, quién tocaba la cítara, quién dormía en la cuna, y quién fue la mujer que pintó con esmalte rojo las uñas de las patas terminadas en garras sobre las que descansa la bañera? ¿Qué significado tuvo ese momento en su vida?

El perro y los niños se van corriendo a la playa, y nosotros empezamos a instalarnos, paseándonos, al parecer, por entre las densas historias de personas desconocidas. ¿Quién era el dueño de los lederhosen, quién derramó tinta (o sangre) sobre la alfombra, quién rompió la ventana de la despensa? Y ¿qué hacer con las estanterías del dormitorio, repletas de libros como Felicidad matrimonial, una Guía ilustrada de la felicidad sexual en el matrimonio, El derecho a la felicidad sexual, y una Guía para la felicidad sexual de la pareja? Pero del otro lado de las ventanas se oye el rítmico golpeteo del mar, que hace estremecerse la escarpada colina sobre la que se alza la casa, y envía sus vibraciones a través de la madera y el yeso, y al final, todos bajamos a la playa —a eso hemos venido, después de todo—, y la casa alquilada sobre la colina, en la que brillan ahora nuestras luces, es una de esas imágenes que han conservado su atractivo y su valor. Pescando entre bosques en primavera, al pisar una mata de menta silvestre nos llega una fragancia que es como la esencia de aquel día. En otra ocasión, paseando por el Palatino, cansados de las antigüedades y de la vida en general, vemos a un búho que emprende el vuelo desde las ruinas del palacio de Septimio Severo y, como por ensalmo, el día y la ciudad ruidosa y caótica se llenan de sentido. Estando en la cama, al dar una calada a nuestro cigarrillo, el rojo resplandor ilumina un brazo, un pecho y una cadera a cuyo alrededor parece girar el universo. Esas imágenes son como las cenizas de nuestros mejores sentimientos y, de pie en la playa, durante esa primera hora de las vacaciones, parece como si pudiéramos volver a convertirlas en fuego chisporroteante. Cuando ya es de noche, preparamos unos cócteles, mandamos a los niños a la cama, y hacemos el amor en una habitación desconocida que huele al jabón de otra persona: ritos, todos ellos, encaminados a exorcizar a los propietarios y a asegurar nuestra posesión de la casa. Pero en mitad de la noche la puerta de la terraza se abre con estrépito, aunque se diría que no corre ni una brizna de viento, y mi mujer dice, medio dormida:

—¿Por qué han vuelto? ¿Por qué han vuelto? ¿Qué se les ha perdido?

Broadmere es la casa alquilada que recuerdo con más claridad, y sé que llegamos allí a la hora de costumbre. Era un edificio grande, de color blanco, y se alzaba sobre una colina orientada hacia el mediodía, hacia mar abierto. Me dio la llave una anciana señora del sur que vivía enfrente; la puerta daba a un vestíbulo con una escalera circular. Los propietarios, de apellido Greenwood, parecían haberse marchado aquel mismo día, incluso podían haberse ido tan solo unos minutos antes. Había flores en los jarrones, colillas en los ceniceros, y un vaso sucio sobre la mesa. Después de subir el equipaje, mandamos a los niños a la playa y yo me quedé de pie en el cuarto de estar esperando a que mi mujer viniera a reunirse conmigo. La agitación, el choque producido por la repentina desaparición de los Greenwood, parecía aún suspendida en el aire. Tuve la certeza de que se habían ido precipitadamente y de mala gana, y que no les apetecía alquilar la casa. La habitación donde me encontraba tenía un mirador que daba sobre el mar, pero con la luz del crepúsculo aquel sitio resultaba triste y me pareció deprimente. Encendí una lámpara, pero la bombilla arrojaba una luz mortecina, y pensé que el señor Greenwood debía de ser un hombre tacaño. Pero fuera como fuese, sentía su presencia como una fuerza poco común. En una de las estanterías para libros descubrí un pequeño trofeo de navegación a vela ganado diez años antes. Los libros eran en su mayor parte obras seleccionadas por un club de lectores. Saqué del estante una biografía de la reina Victoria, pero tenía esa peculiar rigidez de los libros sin usar, y creo que no lo había leído nadie. Detrás estaba escondida una botella de whisky, vacía. Los muebles parecían sólidos y de buen gusto, pero yo no me sentía ni contento ni cómodo en aquella habitación. Había un piano vertical en una esquina; toqué unas escalas para ver si estaba afinado (no lo estaba), y levanté la tapa del taburete en busca de alguna partitura. Encontré unas cuantas, y otras dos botellas vacías. ¿Por qué no se las había llevado como hacemos los demás? ¿Era un caso de alcoholismo oculto? ¿Explicaba aquello la tristeza de la habitación? ¿Habría aprendido a quitarle el tapón a la botella sin hacer ruido y, lo que es aún más difícil, a inclinar el vaso y la botella hasta conseguir que el whisky cayera en silencio? Mi mujer apareció con una maleta vacía que yo me encargué de subir al ático. Aquella parte de la casa estaba ordenada y limpia. Todas las herramientas y los botes de pintura tenían etiquetas y se hallaban en sus sitios correspondientes, y aquel orden, en contraste con la sala de estar, transmitía una atmósfera de honradez y seriedad. El señor Greenwood debía de haber pasado mucho tiempo en el ático, pensé. Se hacía de noche y me reuní en la playa con mi mujer y con mis hijos.

El mar estaba agitado, y la larga línea blanca de espuma en el sitio donde rompían las olas se prolongaba, como una arteria, por toda la extensión de la playa que me era posible ver. Mi mujer y yo permanecimos de pie, abrazados, porque ¿no es cierto que todos bajamos al mar como enamorados? ¿No les pasa lo mismo a la muchacha bonita con su bañador de premamá y a su rubio marido, a las parejas de ancianos que se mojan las piernas nudosas, a los jóvenes atléticos y a las muchachas que contemplan el océano y aspiran su perfume en espera de alguna aventura romántica, maravillosa y exaltante? Cuando ya se había hecho completamente de noche y era hora de irse a la cama, le conté un cuento a mi hijo pequeño. Dormía en una agradable habitación orientada hacia el este, y el resplandor de un faro lo iluminaba periódicamente. Luego noté algo en el zócalo de la esquina —un hilo o una araña, pensé—, y me arrodillé para ver de qué se trataba. Alguien había escrito con letra pequeña: «Mi padre es un bicho. Repito: mi padre es un bicho». Besé a mi hijo mientras le daba las buenas noches y nos fuimos todos a dormir.

El domingo hacía un tiempo espléndido, y me desperté de muy buen humor, pero al dar un paseo por los alrededores después del desayuno, me encontré otro depósito de botellas de whisky escondidas detrás de un tejo y sentí la misma tristeza —casi desesperación— que había experimentado en la sala de estar. El señor Greenwood me preocupaba y despertaba mi curiosidad. Sus problemas parecían insuperables. Pensé ir al pueblo e informarme acerca de él, pero ese tipo de curiosidad me parece indecente. Aquel mismo día encontré una fotografía suya en un cajón del armario ropero. El cristal que la cubría estaba roto. El señor Greenwood llevaba el uniforme de comandante de las fuerzas aéreas, y tenía un rostro alargado y romántico. Me agradó que fuera bien parecido, como me había agradado su trofeo deportivo, pero aquellos dos puntos positivos no bastaban para salvar a la casa de la tristeza. No me gustaba aquel sitio, y eso parecía influir sobre mi estado de ánimo. Más adelante, durante el día, traté de enseñar a mi hijo mayor cómo lanzar el anzuelo sobre las olas, pero el sedal se le enredaba continuamente, el carrete se le llenó de arena, y acabamos discutiendo. Después de almorzar fuimos hasta el embarcadero donde estaba atracado el balandro que habíamos alquilado junto con la casa. Cuando preguntamos por él, el encargado se echó a reír: nadie lo había utilizado desde hacía cinco años y estaba cayéndose a pedazos. Era una sorpresa muy desagradable, pero no me enfadé con el señor Greenwood porque fuera un mentiroso, que sí que lo era: pensé en él comparativamente, considerándolo un hombre que se había visto forzado a echar mano de aquellos incómodos recursos al encontrarse con unos ingresos que disminuían rápidamente. Aquella noche, mientras leía uno de sus libros en la sala de estar, noté que los cojines del sofá apenas cedían bajo mi peso. Al mirar debajo, encontré tres ejemplares de una revista dedicada a los baños de sol. Las ilustraciones eran todas de hombres y mujeres que solo llevaban puestos los zapatos. Llevé las revistas al hogar de la chimenea y les apliqué una cerilla encendida, pero el papel era satinado y ardieron muy lentamente. ¿Por qué me enfado tanto?, me preguntaba. ¿Por qué me sentía tan afectado por la imagen de aquel hombre borracho y solitario? El descansillo del piso de arriba olía mal; quizá el responsable fuera un gato poco limpio o un desagüe obstruido, pero a mí me pareció algo así como el poso, como la esencia de una pelea muy encarnizada. Dormí muy mal aquella noche.

El lunes llovió. Los niños se entretuvieron por la mañana haciendo galletas. Yo estuve paseando por la playa. Aquella tarde visitamos el museo local, donde había un pavo real disecado, un casco alemán de principios de siglo, un abundante surtido de trozos de metralla, una colección de mariposas y varias fotografías antiguas. Se oía el ruido de la lluvia sobre el techo del museo. Aquella noche tuve un sueño muy extraño. Soñé que iba a Nápoles en el Cristoforo Colombo, y que compartía un camarote de tercera clase con un anciano que no aparecía nunca, pero cuyo equipaje se amontonaba sobre la litera inferior. Había un grasiento sombrero de fieltro, un paraguas muy estropeado, una novela barata y un frasco de píldoras laxantes. Yo necesitaba beber. No soy un alcohólico, pero en mi sueño experimentaba todos los padecimientos físicos y emocionales de una persona que lo fuera. Me dirigía al bar. Estaba cerrado. El barman no se había marchado aún, ocupado en cerrar la caja registradora, y todas las botellas estaban forradas con tela de estopa. Le rogué que abriera el bar, pero dijo que se había pasado las últimas diez horas limpiando camarotes y que se iba a la cama. Le pregunté si no podía venderme una botella y dijo que no. Entonces —el barman era italiano— le expliqué tímidamente que la botella no era para mí, sino para mi hijita. Su actitud cambió en el acto. Si era para mi hija, se sentiría feliz proporcionándome una botella, pero tenía que ser muy bonita, y después de buscar por todo el bar volvió con una en forma de cisne, llena de un licor cremoso. Le dije que a mi hija no le gustaría, que lo que ella quería era ginebra, y finalmente me entregó una botella de ginebra y me cobró diez mil liras. Al despertar me pareció que había tenido uno de los sueños del señor Greenwood.

El miércoles recibimos nuestra primera visita. Era la señora Whiteside, la dama sureña que nos entregó la llave. Llamó a la puerta a las cinco y nos regaló una caja de fresas. Su hija, Mary-Lee, una chica de unos doce años, venía con ella. La señora Whiteside era una mujer extraordinariamente correcta, pero a Mary-Lee se le había ido la mano en su arreglo personal. Se había depilado las cejas, llevaba los párpados pintados, y en el resto de su cara también abundaba el colorido. Supuse que no tenía otra cosa que hacer. Invité a pasar a la señora Whiteside con la mayor cordialidad de la que fui capaz, ya que deseaba obtener toda la información posible acerca de los Greenwood.

—¿No le parece muy hermosa esta escalera? —preguntó al entrar en el vestíbulo—. La construyeron pensando en la boda de su hija. Dolores no tenía entonces más que cuatro años, pero les gustaba imaginar que se detendría junto a la ventana, vestida de blanco, y echaría las flores a sus damas de honor. —Hice una inclinación de cabeza, invitándola a entrar en el cuarto de estar, y le ofrecí una copa de jerez—. Estamos muy contentas de tenerlo a usted aquí, señor Ogden —dijo ella—. Es maravilloso que haya otra vez niños corriendo por la playa. Pero también es de justicia decir que echamos de menos a los Greenwood. Son unas personas muy simpáticas y nunca habían alquilado la casa. Es el primer verano que no están en la playa. Al señor Greenwood le gusta mucho Broadmere. Es su orgullo y su alegría. No me imagino qué hará lejos de aquí.

Si los Greenwood eran tan encantadores, ¿quién podía ser el alcohólico que escondía las botellas?

—¿A qué se dedica el señor Greenwood? —quise saber, y para suavizar lo directo de mi pregunta, crucé el cuarto y volví a llenarle la copa.

—Tejidos sintéticos —dijo ella—, pero creo que está a la expectativa de algo más interesante.

Aquello podía ser un indicio, quizá un paso en la buena dirección.

—¿Quiere usted decir que anda buscando trabajo? —pregunté en seguida.

—En realidad, no lo sé —replicó ella.

La señora Whiteside era una de esas mujeres de edad de las que quizá se diga que son tan tranquilas como las aguas bajo un puente, pero a mí me pareció de una sola pieza, poseedora de una de las lenguas afiladas de la comunidad, y capaz de destilar parte de su veneno. Se diría que sus múltiples y dolorosas desilusiones (su marido había muerto y andaba muy escasa de dinero) la habían apartado de la corriente de la vida hasta dejarla sentada en sus orillas, desde donde, sin perder un solo instante su melancólica actitud, se entretenía viendo cómo los demás nos precipitábamos hacia el mar. Lo que trato de decir es que me pareció descubrir una vena de corrosiva amargura detrás de su voz melodiosa. En total se bebió cinco copas de jerez.

Estaba ya a punto de irse. Suspiró e hizo un gesto para incorporarse.

—Bien, me alegro de haber tenido esta oportunidad de darles la bienvenida —declaró—. ¡Es tan agradable que haya otra vez niños corriendo por la playa…!, y, aunque los Greenwood eran muy simpáticos, tenían sus dificultades. Digo que los echo de menos, pero no voy a decir que eche de menos sus peleas, y durante el último verano se peleaban todas las noches. ¡Las cosas que decía el señor Greenwood! Imagino que eran eso que suele llamarse dos personas incompatibles. —Movió los ojos en dirección a Mary-Lee para sugerir que podría habernos contado muchas más cosas—. Algunas veces me gusta trabajar en el jardín al atardecer, cuando refresca, pero cuando los Greenwood se peleaban no podían salir de casa, y en ocasiones llegué incluso a cerrar las puertas y las ventanas. Supongo que no debería contarles todo esto, pero la verdad siempre acaba por saberse, ¿no es cierto? —Se levantó y fue hasta el vestíbulo—. Como ya le he dicho, construyeron la escalera para la boda de su hija, pero la pobre Dolores tuvo que casarse con un mecánico en el ayuntamiento durante el octavo mes de embarazo. Me alegro de tenerlos aquí. Vamos, Mary-Lee.

Ya había conseguido, hasta cierto punto, lo que quería. La señora Whiteside había dado fe de la peculiar tristeza de la casa. Pero ¿por qué me emocionaba tanto el deseo de aquel pobre hombre de casar a su hija con toda felicidad? Me parecía verlos de pie en el vestíbulo cuando terminaron la escalera. Dolores estaría jugando en el suelo; los Greenwood, cogidos de la cintura, sonreirían ante la ventana abovedada, y ante el panorama de alegría, de bienestar y de duradera felicidad que les ofrecía. Pero ¿qué había sido de ellos, y por qué había terminado en desastre un deseo tan simple?

A la mañana siguiente volvió a llover, y la cocinera anunció de repente que su hermana de Nueva York se estaba muriendo y que tenía que volver a casa. Que yo supiera, no había recibido ninguna carta ni llamada telefónica, pero la llevé al aeropuerto y la dejé marchar. Volví a Broadmere a regañadientes. Había llegado a odiar aquel sitio. Encontré un ajedrez de plástico e intenté enseñar a jugar a mi hijo, pero el aprendizaje degeneró en pelea. Mis otros hijos estaban en la cama, leyendo tebeos. Me enfadé con todo el mundo, y decidí que, por su propio bien, era mejor que me volviera a Nueva York por uno o dos días. Le mentí a mi mujer diciendo que tenía un asunto urgente, y ella me llevó al aeropuerto el viernes por la mañana. Era agradable estar en el aire y lejos de la tristeza de Broadmere. En Nueva York brillaba el sol y hacía calor, olía a asfalto recalentado y se tenía la sensación de estar en pleno verano. Me quedé en el despacho hasta última hora y luego hice un alto en un bar próximo a la estación Grand Central. Cuando llevaba allí unos minutos entró el señor Greenwood. Su aire romántico se había esfumado por completo, pero lo reconocí en seguida gracias a la fotografía que encontré en el armario ropero. Pidió un martini y un vaso de agua; se bebió el agua inmediatamente, como si fuese a eso a lo que había entrado.

Se advertía nada más mirarlo que era uno más de esa legión de empleados fantasmales que deambulan por el centro de Manhattan soñando con un nuevo empleo en Madrid, Dublín o Cleveland. Usaba brillantina para el pelo. Su rostro estaba tan encendido como el de un jugador de béisbol o el de un jinete, aunque, por el temblor de sus manos, no costaba trabajo llegar a la conclusión de que el sonrojo era por culpa del alcohol. El barman lo conocía, y estuvo algún tiempo charlando con él, pero luego se dirigió a la caja, comenzó a hacer sumas, y el señor Greenwood se quedó solo, acusándolo inmediatamente. Se le notó en la cara. Sentía que se había quedado solo. Era tarde; todos los trenes expresos habían salido ya, y los demás iban apareciendo: me refiero a los demás fantasmas. Solo Dios sabe de dónde viene y adónde va ese ejército de parásitos de aspecto próspero y correctamente vestidos que, a pesar de la atmósfera fraternal que llegan a crear, nunca soñarían con hablar entre sí. Todos tienen una botella escondida detrás de los volúmenes de un círculo de lectores y otra en el taburete del piano. Pensé en presentarme a Greenwood, pero en seguida abandoné la idea. Le había arrebatado su querida casa, y era inevitable que se mostrara hostil. Yo no podía reconstruir los incidentes de su autobiografía, pero sí imaginar el ambiente en que se habían producido y su influencia sobre él. Su padre habría muerto o habría abandonado a su madre cuando él era joven. No resulta difícil discernir la ausencia del padre entre las huellas que la vida deja en nuestros rostros. Lo educaron su madre y su tía, fue a la universidad estatal y se especializó —supuse— en técnicas mercantiles. Durante la guerra habría tenido a su cargo el abastecimiento de una cantina, y después las cosas nunca llegaron a enderezarse. Perdió a su hija, la casa, el amor de su mujer y hasta el interés por los negocios, pero ninguna de esas pérdidas bastaban para explicar su dolor y su desconcierto. La verdadera causa nunca llegaríamos a saberla ni él, ni yo, ni ninguno de nosotros. Eso es lo que hace que los bares junto a las estaciones de ferrocarril resulten tan misteriosos a esas horas.

—Oye, estúpido —le dijo al barman—. ¿Crees que tus muchas obligaciones te permitirán llenarme la copa de ambrosía?

Era la primera nota discordante, pero a partir de ahí todas serían más o menos por el estilo. El señor Greenwood llegaría a ponerse muy grosero. Flacos o gordos, alegres o malhumorados, jóvenes o viejos, es algo que les sucede a todos los fantasmas. Al final se arrastran hasta sus casas y acusan al conserje de ser un maleducado, riñen a sus mujeres por derrochadoras, sermonean a sus desconcertados hijos sobre su ingratitud y acaban durmiéndose en la cama del cuarto de huéspedes con los zapatos puestos. Pero no era esa imagen la que me preocupaba, sino figurármelo de pie en el vestíbulo recién estrenado, soñando con ver a su hija vestida de novia disponiéndose a bajar la escalera. No habíamos hablado, no lo conocía, sus problemas no eran los míos y, sin embargo, los sentía con tanta intensidad que no quise pasar la noche solo, y estuve con una mujer muy empalagosa que trabaja en nuestro despacho. Por la mañana tomé un avión para volver junto al mar, donde seguía lloviendo y donde encontré a mi mujer lavando platos. Yo tenía resaca y me sentía terriblemente depravado, culpable y sucio. Pensé que quizá me sintiera mejor si iba a nadar, y le pregunté a mi mujer por el bañador.

—Debe de andar por ahí, en algún sitio —dijo ella, de mal humor—. Está por ahí estorbando en alguna parte. Lo dejaste sobre la alfombra del dormitorio, y como aún estaba mojado lo colgué en la ducha.

—No está en la ducha —dije.

—Bueno, pues anda por ahí en algún sitio —insistió ella—. ¿Has mirado en la mesa del comedor?

—Escúchame un instante —le dije—. No sé por qué tienes que hablar de mi traje de baño como si hubiese estado zascandileando por la casa, bebiéndose el whisky, ventoseando y contando chistes verdes delante de señoras. Te pregunto solo por un inocente bañador. —A continuación estornudé y estuve esperando a que dijera «Jesús» como hacía siempre, pero no dijo nada—. Y hay otra cosa que tampoco encuentro —añadí—: Mis pañuelos.

—Suénate con kleenex —replicó ella.

—No quiero sonarme con kleenex —contesté. Debí de levantar la voz, porque oí cómo la señora Whiteside le decía a Mary-Lee que entrara en la casa y procediera a cerrar una ventana acto seguido.

—¡Santo cielo! ¡Qué insoportable estás esta mañana! —dijo mi mujer.

—Pues tú me resultas insoportable desde hace seis años —le respondí.

Tomé un taxi para ir al aeropuerto y volví a Nueva York a primera hora de la tarde. Llevábamos doce años casados y habíamos sido amantes durante dos más, lo que hacía un total de catorce años viviendo juntos. Nunca he vuelto a verla.

Esto lo escribo en otra casa a la orilla del mar y con otra esposa. Estoy sentado en una silla que no pertenece a ningún período definido ni es resultado de una concreta inspiración. Los almohadones huelen a rancio. El cenicero fue robado en el Excelsior de Roma. Mi vaso de whisky contuvo mermelada en otro tiempo. La mesa sobre la que escribo cojea de una pata. La luz de la lámpara es mortecina. Magda, mi mujer, se tiñe el pelo. Se lo tiñe de color naranja, y tiene que hacerlo una vez a la semana. Hay niebla, vivimos cerca de un canal señalizado con boyas de campana, y oigo tantos repiques como en cualquier pueblo con tradición religiosa en una mañana de domingo. Hay campanas de sonido agudo, otras graves, y otras que parecen sonar debajo del agua. Cuando Magda me pide que le lleve las gafas, salgo al porche sin apresurarme. Las luces de la casa, brillando entre la niebla, crean una ilusión de solidez, y tengo la impresión de ir a tropezar con un rayo de luz. La playa describe una curva, y veo las luces de otras casas donde la gente amontona una reserva de felicidad o de dolor que encontrarán los inquilinos que vengan en agosto o el verano que viene. ¿Estamos de verdad tan cerca los unos de los otros? ¿Es preciso que los extraños carguen con nuestros problemas? ¿Es tan ineludible nuestro sentido de la universalidad del sufrimiento?

—¡Las gafas! ¡Las gafas! —grita Magda—. ¿Cuántas veces tengo que pedirte que me las traigas?

Se las llevo, y cuando ha terminado de teñirse el pelo, nos vamos a la cama. En mitad de la noche se abren de pronto las puertas del porche, pero mi dulce esposa, la primera, no está aquí ya para preguntar: «¿Por qué han vuelto? ¿Qué es lo que han perdido?».