«LA BELLA LINGUA»
Wilson Streeter, como muchos norteamericanos que viven en Roma, estaba divorciado. Trabajaba como experto en estadística para la F. R. U. P. C., y vivía solo. Aunque mantenía una discreta vida social con otros expatriados y con los romanos que frecuentan esos círculos, no conseguía practicar el italiano, porque en su despacho utilizaban el inglés durante todo el día, y los italianos con los que trataba hablaban inglés mucho mejor que Streeter italiano. Pero él estaba convencido de que para entender el país tenía que hablar italiano. Lo hacía bastante bien cuando solo se trataba de comprar algo o de hacer una gestión, pero él quería ser capaz de expresar sus sentimientos, de contar chistes, y de entender las conversaciones en los tranvías y en los autobuses. Era perfectamente consciente de que se estaba creando una existencia en un país que no era el suyo, y de que tan solo dejaría de considerarse un extranjero cuando conociera el idioma.
Para el turista, la experiencia de viajar por un país extraño se sitúa en el límite del pretérito perfecto. Incluso mientras los días pasan, han sido los días en Roma, y todas las cosas —los paisajes, los souvenirs, las fotografías y los regalos— tienen un carácter rememorativo. Incluso mientras el viajero espera el sueño en la cama del hotel, esas noches han sido las noches de Roma. Para el expatriado, en cambio, no existe el pretérito perfecto. Tiraría piedras contra su propio tejado si relacionara este tiempo en otro país con alguna ciudad o paisaje que haya sido en el pasado y pueda ser de nuevo en el futuro su hogar permanente; el expatriado vive en un presente continuo e inexorable. En lugar de acumular recuerdos, tiene que esforzarse por aprender un idioma y comprender a unas gentes. Unos y otros solo se ven de pasada en la Piazza Venezia: los expatriados, cuando la atraviesan camino de sus clases de italiano, y los turistas, porque ocupan, previa reserva, las mesas de las terrazas, y beben Campari, que, según les han informado, es un típico aperitivo romano.
La profesora de Streeter era Kate Dresser, una norteamericana que vivía en un viejo palacio cerca de la Piazza Firenze y tenía un hijo adolescente. Streeter iba allí a clase los martes y los viernes a última hora de la tarde, y los domingos después de comer. Le gustaba el paseo, a la hora del crepúsculo, desde su despacho, más allá del Panteón, hasta su clase de italiano. Entre las compensaciones por su condición de expatriado figuraba una intensa percepción de todo lo que veía y una estimulante sensación de libertad. Mezclado con el cariño que sentimos por nuestro país de origen, está el hecho de que es el lugar donde nos hemos criado, y si en ese proceso hubo algo que no fue del todo bien, vivir en el escenario del crimen nos hará recordar esa imperfección hasta el día de nuestra muerte. Alguna de esas pasadas desdichas debía de contar en la sensación de libertad de Streeter, y su sensibilidad agudizada era tan solo la que puede esperarse de un hombre con buen apetito que camina por las calles poco transitadas de una ciudad. El aire era frío y olía a café —a veces a incienso si estaban abiertas las puertas de alguna iglesia—, y por todas partes vendían crisantemos. Las cosas que Streeter veía resultaban estimulantes y difíciles de comprender —las ruinas de la Roma republicana e imperial y las de lo que la ciudad había sido anteayer—, pero, sin duda, todo se aclararía cuando fuera capaz de hablar italiano.
Streeter no ignoraba las dificultades con que se enfrenta un hombre de su edad para aprender cualquier cosa, y también estaba al tanto de que no había tenido suerte al buscar un buen profesor de italiano. Primero fue al instituto Dante Alighieri, pero había tantos alumnos en las aulas que no hizo el menor progreso. Después pasó a recibir clases particulares de una anciana señora. Streeter tenía que leer y traducir el Pinocho de Collodi, pero al cabo de unas pocas frases la profesora le quitaba el libro y leía y traducía ella misma; le gustaba tanto la historia que reía y lloraba, y a veces las clases transcurrían sin que el alumno llegara a abrir la boca. Su sentido práctico le impedía aceptar que él, un cincuentón, acudiera día tras día a un piso sin calefacción de la periferia de Roma, para escuchar cómo una septuagenaria leía un cuento para niños. Al cabo de una docena de clases le dijo a la profesora que se iba a Perugia por un tema de negocios. Luego se apuntó a la Tauchnitz School y también le dieron clases particulares. Su profesora era una muchacha increíblemente bonita que llevaba vestidos ceñidos, de acuerdo con la moda de aquel año, y un anillo de boda; Streeter pensó que se trataba de una especie de defensa, porque la chica parecía alegre y con una clara tendencia a coquetear. Usaba un perfume muy penetrante, hacía tintinear las pulseras, se arreglaba constantemente la chaqueta, movía las caderas al dirigirse a la pizarra, y una tarde le dedicó a Streeter una mirada tan llena de intención que él la cogió entre sus brazos. La chica comenzó a aullar, derribó un pupitre, y tuvo que atravesar tres clases corriendo para llegar al vestíbulo, mientras gritaba que había sido atacada por una bestia. Después de todos los meses que llevaba estudiando, «bestia» fue la única palabra de lo que dijo que Streeter entendió. Por supuesto, se enteró toda la academia de idiomas, y Streeter tuvo que secarse el sudor de la frente y cruzar las tres aulas hasta el vestíbulo. La gente se subió a las sillas para verlo mejor, y él, evidentemente, no volvió nunca a Tauchnitz.
La profesora que tuvo a continuación era una mujer muy normal, de cabellos grises, que se abrigaba con un chal de color lavanda, y a juzgar por la cantidad de nudos y puntos equivocados que contenía, tejido probablemente por ella misma. Fue una profesora excelente durante un mes, pero una tarde le dijo a Streeter que su vida era difícil. Luego esperó a que su alumno la animara a contarle sus problemas, y al ver que no lo hacía se los contó de todas formas. Había estado veinte años prometida, pero la madre de su novio no aprobaba aquella relación y, cada vez que surgía el tema, se subía al alféizar de la ventana y amenazaba con arrojarse a la calle. Ahora, su prometido estaba enfermo y tenían que abrirle —lo explicó con un gesto— desde el cuello hasta el ombligo, y si él fallecía, ella moriría soltera. Sus malvadas hermanas no habían dudado en quedar embarazadas para casarse —una de ellas recorrió el pasillo de la iglesia con una tripa de ocho meses (más gestos)—, pero ella antes que hacer una cosa así preferiría —tirándose del chal color lavanda— ofrecerse a los hombres por la calle. Streeter escuchó sus penas con una sensación de impotencia, como escuchamos la mayoría de los dolores humanos cuando también nosotros tenemos algunos, pero ella aún continuaba hablando cuando apareció el siguiente alumno, un japonés. Streeter no aprendió italiano aquella noche. Pero como la profesora no había terminado de contarle su historia, continuó en la clase siguiente. Quizá la culpa la tenía él —podría haberla tratado con menos miramientos—, pero una vez iniciadas las confidencias, no había forma de acabar con ellas. La fuerza con que se enfrentaba era la soledad característica de las grandes ciudades, y Streeter prefirió inventar otro viaje a Perugia. Tuvo dos profesores más, dos nuevos viajes a Perugia, y, por fin, durante el otoño de su segundo año en Roma, alguien de la embajada norteamericana le recomendó a Kate Dresser.
Una estadounidense que enseña italiano en Roma es algo frecuente, pero en la Ciudad Eterna todos los arreglos son tan complicados que lucidez y escepticismo flaquean cuando tratamos de seguir la descripción de una escena en un juzgado, o los trámites de un alquiler, o los incidentes durante una comida, o cualquier otra cosa. Cada hecho o detalle origina más preguntas que contestaciones, y al final perdemos de vista la verdad, que era lo que se pretendía. Ahí viene el cardenal Micara con el Dedo Auténtico de Tomás, el que tuvo dudas —hasta ahí, está todo claro—, pero el hombre que está sentado junto a nosotros en la iglesia, ¿duerme o está muerto?, y, ¿qué hacen todos los elefantes en la piazza Venezia?
Las clases tenían lugar en el extremo de una gran sala, junto a la chimenea. Streeter necesitaba una hora para prepararlas, y en ocasiones dos. Terminó Pinocho y comenzó a leer Los novios. Después vendría la Divina Comedia. Estaba tan orgulloso como un niño del trabajo que hacía en casa, y le gustaban los exámenes y escribir al dictado. De ordinario llegaba al piso de Kate con una gran sonrisa, un poco boba, debido a lo contento que estaba consigo mismo. Kate era una excelente profesora; entendía su vanidad, el precario estado de su memoria de hombre de mediana edad, y sus deseos de aprender. Hablaba un italiano que él entendía casi siempre, y gracias a colocar un reloj de pulsera sobre la mesa para controlar la duración de la clase, a cobrar sus honorarios por correo y a no hablar nunca de sí misma, el ambiente de las lecciones era práctico e impersonal al mismo tiempo. Streeter la consideraba una mujer bien parecida: fogosa, inquieta, un poco agotada físicamente, quizá, pero encantadora.
Entre las cosas que Kate Dresser no le había dicho durante los ratos que pasaban sentados en aquella parte de la sala, arreglada con un biombo chino y algunas desvencijadas sillas doradas, figuraba el hecho de haber nacido y haberse criado en un pueblecito de Iowa llamado Krasbie. Sus padres habían muerto. En un lugar donde casi todo el mundo trabajaba en la fábrica de fertilizantes químicos, su padre era cobrador de tranvía. Durante sus años de infancia y adolescencia, Kate nunca llegó a aceptar que su padre cobrara los billetes en un tranvía. Ni siquiera llegó a aceptar que fuese su padre, aunque había heredado su rasgo físico más sobresaliente: una nariz terriblemente respingona que a ella le había valido los motes de Montaña Rusa y Perro Pequinés. Kate se fue de Krasbie a Chicago, y de Chicago a Nueva York, donde se casó con un diplomático. Vivieron en Washington y más tarde en Tánger. Poco después de la guerra se trasladaron a Roma, donde su marido murió de una intoxicación alimentaria, dejándola con un hijo y muy poco dinero. Así que Kate hizo de Roma su hogar. La única preparación que Krasbie le había dado para Italia era el telón del cine donde pasaba las tardes de los sábados cuando era una adolescente. Delgada por aquel entonces, con trenzas, no mejor vestida que la mayoría de los chicos rebeldes y oliendo igual que ellos, con los bolsillos llenos de cacahuetes y caramelos y la boca igualmente llena de chicle, pagaba su cuarto de dólar todos los sábados por la tarde, tanto si llovía como si brillaba el sol, para arrellanarse en una butaca de la primera fila. Se oían gritos de «¡Montaña Rusa!» y de «¡Perro Pequinés!» por todo el cine, y no era extraño que la gente se burlara de ella, si se piensa que solía llevar zapatos de tacón alto (de su hermana) y sortijas con piedras enormes, compradas en almacenes de baratillo. Los chicos le tiraban chicle —que se le pegaba al cabello— y hacían puntería contra su nuca con pelotillas de papel mascado. Kate, perseguida en cuerpo y espíritu, alzaba los ojos hacia el telón del cine y creía contemplar su futuro con gran nitidez. Estaba pintado sobre lienzo, y se hallaba muy resquebrajado por haberlo enrollado y desenrollado tantas veces, pero seguía representando un jardín italiano con cipreses, una terraza, una piscina, una fuente y una balaustrada, con rosas cayendo de jarrones de mármol. Ahora, en Roma, tenía la sensación de haberse levantado de su asiento en el cine para entrar literalmente en la resquebrajada escena, que se correspondía perfectamente con la vista desde las ventanas del Palazzo Tarominia, donde vivía.
Quizá ustedes se pregunten por qué una mujer con tan poco dinero vivía en el Palazzo Tarominia, pero para esa pregunta hay una respuesta romana. La baronesa Tramonde —hermana del anciano duque de Roma—, vivía en el ala oeste del palacio, en unas habitaciones construidas para el papa Andros X, y a las que se llegaba por una gran escalinata con pinturas en las paredes y en el techo. Antes de la guerra, a la baronesa le gustaba recibir a sus amistades en lo alto de la escalinata, pero las cosas habían cambiado. La baronesa se había hecho vieja, y lo mismo les había pasado a sus amistades; ya no podían subir la escalera. Lo intentaron, desde luego. Habían trepado hacia sus partidas de cartas como un destacamento bajo el fuego de las ametralladoras: los caballeros empujando a las damas o viceversa, hasta que las ancianas marquesas y princesas —la flor y nata de Europa—, resoplando y suspirando, habían tenido que sentarse en los escalones, totalmente agotadas. En el ala opuesta del palacio —el ala en la que vivía Kate— existía un ascensor, pero instalarlo en el lado oeste significaría echar a perder las pinturas. Solo había otro camino para llegar a los dominios de la baronesa: tomar el ascensor hasta el piso de Kate, atravesarlo y salir a la otra ala por la puerta de servicio. Gracias a haber concedido al duque de Roma, que tenía también un apartamento en el palacio, una especie de servidumbre de paso, Kate pagaba un alquiler muy reducido. Normalmente el duque visitaba a su hermana dos veces al día, y el primer jueves de cada mes, cinco minutos después de las ocho, un grupo de personas tan ancianas como distinguidas cruzaba las habitaciones de Kate camino de la partida de cartas de la baronesa. A Kate no le importaba. De hecho, cuando los jueves oía el timbre de la puerta, su corazón comenzaba a latir violentamente, presa de gran agitación. El anciano duque iba siempre en cabeza. Uno de los esbirros de Mussolini le había cortado la mano derecha, y ahora que sus enemigos habían muerto, mostraba el muñón con orgullo. Con él venían don Fernando Marchetti, el duque de Treno, el duque y la duquesa Ricotto-Sporci, el conde Ambro di Albentiis, el conde y la condesa Fabrizio Daromeo, la princesa Urbana Tessoro, la princesa Isabella Tessoro, y el cardenal Federico Baldova. Todos ellos eran célebres por uno u otro motivo. Don Fernando había conducido un automóvil desde París a Pekín, atravesando el desierto de Gobi. El duque Ricotto-Sporci se había roto casi todos los huesos cuando tomaba parte en una carrera ecuestre de obstáculos, y la condesa Daromeo había manejado una estación aliada de radio en el centro de Roma durante la ocupación alemana. El anciano duque de Roma regalaba a Kate un ramito de flores, y él y sus amigos atravesaban la cocina para salir por la puerta de servicio.
Kate hablaba un italiano admirable, y había hecho algunas traducciones y dado clases, pero durante los tres últimos años se había ganado la vida doblando al inglés los diálogos de viejas películas italianas que iban a pasarse en la televisión inglesa. Aunque debido a su excelente acento no actuaba en general más que de viuda aristocrática y en otros papeles semejantes, no le faltaba trabajo, y Kate pasaba buena parte de su tiempo en unos estudios de doblaje cerca del Tíber. Con su sueldo y el dinero que le había dejado su marido, tenía lo justo para ir tirando. Dos o tres veces al año su hermana mayor, que seguía viviendo en Krasbie, le escribía largas cartas llenas de lamentos: «¡Qué suerte tienes, Kate! ¡Cómo te envidio por haberte librado de todos los detalles aburridos, irritantes, estúpidos y mezquinos de la vida en Estados Unidos!». En la existencia de Kate Dresser no faltaban los detalles estúpidos e irritantes, pero en lugar de mencionarlos en sus cartas fomentaba la envidia de su hermana enviándole fotos suyas en góndola, o postales desde Florencia, donde solía pasar la Pascua con algunos amigos.
Streeter se daba cuenta de que, con Kate como profesora, su italiano estaba mejorando y, de ordinario, cuando salía del Palazzo Tarominia después de cada clase, se sentía feliz y con la idea de que al cabo de otro mes —al final del otoño, en cualquier caso— entendería todo lo que pasaba y todo lo que se decía. Pero sus progresos tenían altibajos.
En nuestros días no resulta fácil captar la belleza de Italia —si es que alguna vez la ha tenido—, pero camino de una villa más allá de Anticoli para pasar un fin de semana con unos amigos, Streeter se tropezó con una región de una armonía y de una belleza tales que no pueden ser descritas. Llegaron a su destino a primera hora de una noche lluviosa. Los ruiseñores cantaban en los árboles; la puerta de dos hojas de la villa estaba abierta, y en todas las habitaciones había jarrones con rosas y en las chimeneas ardían fuegos de madera de olivo. Daba la impresión, con todos aquellos criados que hacían reverencias y traían candelabros y vino, de ser un gran recibimiento principesco en una película; más tarde, al salir a una terraza después de cenar para oír a los ruiseñores y ver las luces de los pueblos de las colinas, Streeter comprendió que nunca había sentido una ternura parecida por las oscuras colinas y las luces lejanas. A la mañana siguiente, cuando salió al mirador de su dormitorio, vio en el jardín a una criada descalza que cortaba una rosa para ponérsela en el pelo. Después la muchacha comenzó a cantar. Era algo parecido al flamenco, primero gutural y después en falsete, y el pobre Streeter descubrió que su italiano era aún tan deficiente que no entendía la letra de la canción, lo que significaba que tampoco entendía apenas el paisaje que la rodeaba. Sus sentimientos eran muy parecidos a los que podía haber experimentado acerca de algún hermoso lugar de veraneo: un escenario donde, quizá de niños, hemos mantenido una relación momentánea con la belleza y la simplicidad, relación bruscamente truncada por el final de las vacaciones. Streeter se rebeló contra la evocación de una felicidad prestada, momentánea, agridulce; pero la criada siguió cantando, y él no entendía una sola palabra.
Mientras Streeter recibía sus clases, Charlie, el hijo de Kate, solía atravesar la sala por lo menos una vez en el espacio de una hora. Era un forofo del béisbol con granos en la cara y risa de búho. Saludaba a Streeter y lo hacía partícipe de alguna noticia deportiva publicada por el Daily American de Roma. El hijo de Streeter era de la misma edad aproximadamente, pero según la decisión del juez al conceder el divorcio, no tenía derecho a verlo, y la presencia de Charlie le producía inevitablemente una punzada de nostalgia. El hijo de Kate tenía quince años, y era uno de esos chicos norteamericanos que se ven esperando el autobús escolar junto a la embajada, con chaquetas negras de cuero y pantalones vaqueros; con patillas o con el pelo largo por los lados y peinado hacia atrás, y con guantes de jugar al béisbol: cualquier cosa que sirva para proclamar su condición de norteamericanos. Son los verdaderos expatriados, los que el sábado, después del cine, van a uno de esos bares que se llaman Harry’s o Larry’s o Jerry’s, con las paredes cubiertas de fotografías dedicadas de guitarristas desconocidos y cantantes igualmente desconocidos, a comer huevos con beicon y hablar de béisbol, y poner discos norteamericanos en las máquinas de discos. Son los hijos de la embajada, y los hijos de los escritores y de los empleados de las compañías petroleras y de las líneas aéreas; los hijos de las divorciadas y de los premios Fulbright. Comiendo huevos con beicon y escuchando canciones norteamericanas tienen la sensación de estar lejos, muy lejos de donde viven, y eso es un licor mucho más dulce y más embriagador que ninguno de los que sus padres paladearon jamás. Charlie había pasado cinco años bajo un techo decorado con oro traído del Nuevo Mundo por el primer duque de Roma, y había visto a viejas marquesas, con brillantes tan grandes como bellotas, guardarse en el bolso los bocadillos de queso al terminar el almuerzo. Había navegado en góndola y jugado al softball en el Palatino. Había visto el Palio en Siena, había oído las campanas de Roma, y las de Florencia, y las de Venecia, y las de Ravena y las de Verona. Pero cuando, hacia mediados de marzo, añadió unas letras a una carta de su madre para el tío George, no le hablaba de esas cosas. Al contrario: le pedía que se lo llevara con él y le diera la oportunidad de ser un chico norteamericano. Era el momento ideal. Tío George acababa de jubilarse, dejando la fábrica de fertilizantes, y siempre había querido que Kate y su hijo volvieran a Estados Unidos. Al cabo de dos semanas estaba a bordo de un buque, camino de Nápoles.
Evidentemente, Streeter no sabía nada de todo esto, pero sospechaba que existía cierta tirantez entre Charlie y su madre. La forma de vestir del muchacho, tan marcadamente norteamericana, sus poses de leñador, de jugador de béisbol y de vaquero, frente a los modales muy italianizados de su madre, daban pie, por lo menos, para frecuentes desavenencias, y un domingo por la tarde Streeter apareció por allí cuando se estaban peleando. Assunta, la criada, lo dejó entrar, pero él se quedó parado en la puerta de la sala cuando oyó que Kate y su hijo se gritaban, muy enfadados. Streeter no podía irse. Assunta entró delante para anunciar que había llegado, y no le quedó más remedio que esperar en el vestíbulo. Kate salió llorando y le dijo en italiano que no podía darle la clase, que lo sentía. Había surgido algún contratiempo y no había tenido tiempo de telefonearle. Las lágrimas de Kate lo hicieron sentirse muy estúpido, con su gramática, su bloc de notas y su ejemplar de Los novios bajo el brazo. Dijo que no tenía importancia, que no era nada, y preguntó si podía volver el martes. Ella dijo que sí, que sí; que viniera el martes, y ¿querría venir también el jueves, no para una clase, sino para hacerle un favor?
—El hermano de mi padre, mi tío George —explicó—, viene a Roma, e intentará llevarse a Charlie a Estados Unidos. No sé qué hacer. No sé si puedo hacer algo. Pero me gustaría que hubiese un hombre aquí; me sentiría mucho mejor si no estuviese sola. Usted no tendrá que hacer ni que decir nada; únicamente sentarse en una silla y tomarse una copa, pero yo me sentiré mucho mejor si no estoy sola.
Streeter prometió acudir a la cita y se marchó pensando en qué clase de vida habría llevado Kate para que en un momento difícil solo pudiera contar con un extraño como él. Al quedarse sin clase y no tener nada especial que hacer, Streeter dio un paseo por el río hasta el Ministerio de Marina, y volvió luego cruzando un barrio que no era ni nuevo ni viejo ni ninguna otra cosa muy definida. Como era domingo por la tarde, las casas estaban cerradas en su mayor parte, y las calles desiertas. Cuando se cruzaba con alguien era normalmente una familia entera que volvía de visitar el zoo. También se tropezó con algunos de esos hombres y mujeres solitarios que pueden verse los domingos por la tarde en cualquier lugar del mundo: tíos y tías solteros que salen a tomar el té con sus familiares y llevan unos pasteles para endulzar la visita. Pero la mayor parte del tiempo estaba solo; no oía más ruido que el de sus propios pasos y, a lo lejos, el sonido metálico de las ruedas de los tranvías sobre los raíles, un sonido evocador de soledad para muchos norteamericanos en un domingo por la tarde; en cualquier caso, un sonido muy melancólico para él, porque le recordaba algún amargo domingo de su juventud, sin amistad y sin amor. A medida que se acercaba al centro había más luces y más gente —flores y ruido de conversaciones—, y en la puerta de Santa Maria del Popolo lo abordó una prostituta. Era una joven hermosa, pero Streeter le dijo, en su italiano entrecortado, que tenía una amiga, y siguió adelante.
Mientras cruzaba la piazza vio cómo un automóvil atropellaba a un hombre. El ruido fue terrible: ese sonido peculiar de los huesos humanos cuando reciben un golpe mortal. El conductor abandonó el coche y echó a correr por la colina del Pincio arriba. La víctima yacía como un muñeco de trapo sobre el pavimento: un hombre pobremente vestido, pero con mucha brillantina en el pelo negro y rizado, probablemente su mayor motivo de orgullo. La gente se agolpó en seguida a su alrededor, sin ninguna solemnidad, aunque unas pocas mujeres se santiguaran, y comenzaron a hablar muy excitados. La gente, parlanchina, y más interesada, al parecer, en sus propias opiniones que en el agonizante, se arremolinó tan de prisa que la policía, cuando apareció, tuvo que empujar y discutir para llegar hasta donde se encontraba la víctima. Todavía con las palabras de la prostituta en los oídos, Streeter se preguntó por qué aquellas gentes consideraban una vida humana como algo de tan dudoso valor.
Se alejó de la piazza en dirección al río y, cruzando junto a la tumba de Augusto, se fijó en un hombre que llamaba a un gato para ofrecerle algo de comer. El gato era uno de los miles de millones que viven en las ruinas de Roma y se alimentan con sobras de espaguetis; el hombre le estaba ofreciendo un trozo de pan. Luego, al acercarse el gato, sacó un petardo del bolsillo, lo colocó en el pedazo de pan y encendió la mecha. Puso el pan en la acera, y la pólvora estalló justo cuando el gato lo cogía. El animal lanzó un maullido aterrador, dio un salto en el aire con todo el cuerpo retorcido, cruzó la valla como un relámpago y se perdió en la oscuridad de la tumba de Augusto. El hombre rio ante el éxito de su broma, y lo mismo hicieron unas cuantas personas que le habían estado observando.
El primer impulso de Streeter fue agarrar por las orejas a aquel individuo y enseñarle a no dar de comer petardos encendidos a los gatos moribundos. Pero, a juzgar por la reacción de los demás testigos, la cosa podía terminar en un incidente internacional, y comprendió que no podía hacer nada. Las gentes que habían reído la broma eran personas buenas y afables; muchos de ellos, padres cariñosos que unas horas antes habrían estado cogiendo violetas en el Palatino.
Streeter se internó en una calle oscura y oyó a su espalda las herraduras y el tintinear de los arreos de varios caballos —sonaban como un ejército—, y tuvo que apartarse para dejar pasar a un cortejo fúnebre. La carroza iba tirada por dos parejas de caballos bayos con penachos de plumas negras. El cochero llevaba una librea negra y una gorra de almirante, y tenía el rostro rojizo y embrutecido de un cuatrero borracho. La carroza se bamboleaba y crujía traqueteante sobre los adoquines de una manera tan feroz que al pobre cadáver debían de estar rompiéndosele todos los huesos. El coche para los acompañantes iba vacío. Los amigos del difunto habían llegado quizá demasiado tarde, o se habían confundido de fecha, o se habían olvidado por completo del entierro, que es algo que pasa en Roma con mucha frecuencia. En cualquier caso, la carroza fúnebre y el coche de los acompañantes siguieron su camino hacia la Puerta de Servio Tulio.
Streeter llegó entonces a una conclusión: no quería morir en Roma. Disfrutaba de una excelente salud y carecía de motivos para pensar en la muerte, pero tenía miedo, de todas formas. De vuelta en su apartamento, se preparó un whisky y salió al balcón. Contempló cómo caía la tarde y se iban encendiendo las farolas en la calle, y se sintió completamente desconcertado ante sus propios sentimientos. No quería morir en Roma. La intensidad de aquella emoción solo podía nacer de la ignorancia y de la estupidez, se dijo a sí mismo, porque ¿qué otra cosa significaba un miedo como aquel, excepto la incapacidad para dominar las fuerzas de la vida? Se tranquilizó con razonamientos y se consoló con whisky, pero de madrugada lo despertó el ruido de un carruaje y unos caballos, y de nuevo sintió sudores fríos. La carroza, el cuatrero y el coche vacío, pensó, traqueteaban bajo su balcón. Se levantó y se acercó a la ventana para mirar, pero no eran más que dos coches de caballo de vuelta hacia las cocheras.
Cuando el tío George atracó en Nápoles el martes, se sentía muy animado y de buen humor. Su intención al salir al extranjero era doble: traer a casa a Charlie y a Kate y tomarse unas vacaciones, las primeras en cuarenta y tres años. Un amigo de Krasbie que había estado en Italia le preparó un itinerario: «En Nápoles, hospédate en el hotel Royal. Visita el Museo Nacional. Una copa en la Gallería Umberto. La cena, en el California; buena comida norteamericana. A la mañana siguiente, el autopullman Roncari para ir a Roma: atraviesa dos pueblos muy interesantes y se detiene en la villa de Nerón. En Roma, hospédate en el Excelsior. Haz las reservas con tiempo…».
El miércoles por la mañana, tío George se levantó temprano y bajó al comedor del hotel.
—Zumo de naranja, jamón y huevos —le dijo al camarero.
El camarero le trajo zumo de naranja, café y un bollo.
—¿Dónde están los huevos y el jamón? —preguntó tío George, y entonces, cuando el otro le hizo una reverencia y sonrió, se dio cuenta de que aquel hombre no entendía el inglés. Sacó su libro de frases hechas, pero allí no había nada sobre huevos con jamón—. ¿No tener jamone? —preguntó, levantando mucho la voz—. ¿No tener huevi?
El camarero siguió inclinándose y sonriendo, y tío George lo dejó estar. Se tomó el desayuno que no había pedido, dio una propina de veinte liras al camarero, cambió en recepción cuatrocientos dólares en cheques de viajes y pagó la cuenta. Los billetes que le dieron hacían bulto en la americana, y puso la mano encima de la cartera como si le doliera el corazón. Tío George sabía que Nápoles estaba lleno de ladrones. Un taxi lo llevó hasta la estación de autobuses, junto a una plaza, cerca de la Gallería Umberto. Era muy de mañana, el sol estaba aún cerca del horizonte, y tío George disfrutó con el aroma del café y del pan, y con el bullicio de la gente por las calles, camino de su trabajo. Un agradable olor a mar llegaba desde la bahía. Se presentó en el autobús antes de la hora, y un caballero de faz rojiza que hablaba inglés con acento británico le indicó cuál era su asiento. Aquel individuo era el guía: uno de esos seres que, cualquiera que sea el vehículo, el sitio donde se vaya y los monumentos que se visiten, consiguen siempre hacer grotesco el viaje. Su dominio de los idiomas es extraordinario, sus conocimientos sobre la antigüedad impresionan, y sienten un apasionado amor por la belleza, pero si se apartan del grupo por unos instantes es para echar un trago del frasco que llevan en el bolsillo o para pellizcar a una joven turista. Cantan las alabanzas del mundo antiguo en cuatro idiomas, pero llevan ropa raída y camisas sucias, y les tiemblan las manos de sed y de lascivia. Mientras el guía charlaba del tiempo con tío George, en su aliento se advertía ya el olor a whisky. Al cabo de unos instantes, dejó a tío George para saludar al resto de los excursionistas, que empezaban a cruzar la plaza.
Eran alrededor de treinta, señoras ancianas en su mayoría, y se movían como un rebaño o una bandada de pájaros, comprensiblemente tímidos a causa de su falta de familiaridad con el país. A medida que subían al autobús, cacareaban —como haremos nosotros cuando lleguemos a viejos—, y llevaban a cabo todos esos complicados preparativos que las personas de edad necesitan para viajar. Después, mientras el guía cantaba las alabanzas del Nápoles antiguo, iniciaron la expedición.
Avanzaron primero siguiendo la costa. El color del agua verde y azul hizo que tío George se acordara de las postales de Honolulú que le habían enviado unos amigos durante sus vacaciones allí. Nunca había visto nada parecido. Pasaron junto a lugares de veraneo, ocupados solo a medias y todavía soñolientos, con muchachos sentados sobre las rocas en traje de baño esperando pacientemente a que el sol les tostara la piel. En qué pensarán —se preguntó tío George—. Durante todas esas horas que pasan sentados en las rocas, ¿en qué demonios piensan? Dejaron atrás una desvencijada colonia de casetas de baño no mayores que retretes, y tío George recordó —hacía tantos años— la emoción de desnudarse en una de aquellas cámaras con olor a sal cuando lo llevaban a la playa de niño. A medida que la carretera se dirigía hacia el interior, tío George fue torciendo el cuello para prolongar la última ojeada al mar, preguntándose cómo podía parecerle tan brillante y tan azul una cosa íntimamente ligada a sus recuerdos. Atravesaron un túnel y salieron a tierras de labor. El tío George se interesaba por las técnicas agrícolas, y se maravilló de que las vides treparan por los árboles. También le sorprendió la forma de terraplenar el suelo, y se inquietó ante los signos de erosión. Acabó reconociendo que solo el cristal de una ventanilla lo separaba de una realidad tan extraña para él como la vida en la luna.
El autobús, con su techo y sus paredes de cristal, era como una pecera, y la luz del sol y las sombras de las nubes caían sobre los viajeros. Se vieron detenidos por un rebaño de ovejas. Los animales rodearon el autobús, haciendo una isla de aquel grupo de norteamericanos de edad avanzada, y llenando el aire con sus ásperos y estúpidos balidos. Más allá de las ovejas vieron a una muchacha que llevaba un cántaro de agua sobre la cabeza. Un hombre dormía plácidamente sobre la hierba a un lado de la carretera. Una mujer estaba sentada en el quicio de una puerta, dando de mamar a un niño. Dentro de la cúpula de cristal, las ancianas señoras comentaban las tarifas astronómicas que las líneas aéreas cobraban por los equipajes.
—Grace cogió la tiña en Palermo —dijo una de ellas—. No creo que se cure nunca.
El guía señalaba fragmentos de la antigua calzada, y de los puentes y de las torres romanas. Vieron un castillo sobre una colina, un espectáculo que entusiasmó al tío George, cosa que no tiene nada de extraño, porque cuando era niño tenía castillos pintados en el plato para la sopa, y los primeros libros que le leyeron y fue capaz de leer estaban ilustrados con castillos. Los castillos habían significado para él todo lo que la vida tiene de estimulante, de extraño y de maravilloso, y ahora, solo con levantar los ojos, podía ver uno, recortado contra un cielo tan azul como los de sus libros de cuentos.
Después de viajar una o dos horas, se detuvieron en un pueblo donde había un bar y unos lavabos. Cada taza de café costaba cien liras, lo que dio tema de conversación a las señoras para un buen rato después de que reanudaron el viaje. El café les había costado sesenta liras en el hotel y cuarenta en el bar de la esquina. Luego tomaron píldoras y leyeron sus guías turísticas, y el tío George contemplaba por la ventanilla aquel extraño país donde las flores de la primavera y del otoño parecían crecer juntas entre la hierba. En Krasbie, el tiempo sería sin duda muy malo, pero allí todo estaba en flor —los árboles frutales, las mimosas—, los prados blanqueaban a causa de las flores, y las huertas producían ya sus cosechas.
Luego llegaron a una ciudad: un sitio muy antiguo con calles estrechas y torcidas. Tío George no se enteró del nombre. El guía explicó que había una fiesta. El chófer tuvo que tocar el claxon continuamente para avanzar, y en dos o tres ocasiones se detuvieron por completo porque el gentío era demasiado espeso. Las personas que estaban en la calle miraban aquella pecera llena de norteamericanos viejos con tal incredulidad que el tío George se sintió herido. Vio cómo una niñita dejaba de comer su mendrugo de pan para mirarlo con asombro. Las mujeres levantaban a sus niños para que vieran a los extranjeros. Las ventanas se abrían, los bares se vaciaban, y la gente señalaba con el dedo a los pintorescos turistas y se echaban a reír. El tío George hubiera querido dirigirles la palabra, como hacía a menudo con los miembros del Rotary Club. «No se asombren —hubiera querido decirles—. No somos tan estrafalarios, tan ricos ni tan extraños. No nos miren de esa manera».
El autobús torció por una calle lateral, y se detuvieron de nuevo para tomar café e ir al lavabo. Muchos de los viajeros se diseminaron en busca de postales. El tío George vio una iglesia abierta al otro lado de la calle y decidió entrar. El aire le olió a especias cuando abrió la puerta. Las paredes de piedra estaban desnudas —era como una armería—, y solo algunos cirios se consumían en las capillas laterales. Oyó hablar en voz alta y vio a un hombre arrodillado delante de una de las capillas, diciendo sus oraciones. Lo hacía de una forma que él no había visto nunca. Tenía una voz muy fuerte, suplicante, en ocasiones enfadada. Sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas. Le pedía algo a la cruz: una explicación o un perdón o que salvara una vida. Movía las manos, lloraba, y el eco en la iglesia vacía hacía resonar sus palabras y sus gemidos. El tío George salió otra vez a la calle y volvió a montarse en el autobús.
Dejaron de nuevo la ciudad por el campo, y poco antes del mediodía se detuvieron ante las puertas de la villa de Nerón, compraron los tickets y entraron. Eran unas ruinas de notables dimensiones, de trazado caprichoso, y vacías de todo lo que no fueran los muros maestros de ladrillo. Los edificios habían sido amplios y de considerable altura, pero ahora las paredes y los arcos de las habitaciones sin techo y los fragmentos de las torres se mantenían en pie sobre una verde alfombra de hierba, sin que nada llevara ya a ningún sitio como no fuera a otro espacio vacío, y todas las escaleras que se alzaban y giraban, terminaban por detenerse a mitad de camino. El tío George abandonó el grupo y deambuló feliz entre las ruinas del palacio. La atmósfera le resultaba agradable y tranquila —algo así como la sensación que se tiene en un bosque—, y oyó cantar a un pájaro y un ruido de agua. Las siluetas de las ruinas, erizadas de plantas como sucede con los pelos en las orejas de los ancianos, le resultaban gratamente familiares, como si sus sueños olvidados se hubieran desarrollado en un escenario como aquel. De pronto se encontró en un lugar que estaba más oscuro que el resto. Había humedad en la atmósfera, y las absurdas habitaciones de ladrillo que comunicaban las unas con las otras se hallaban llenas de matorrales. Quizá se tratara de mazmorras, o del sitio donde se alojaba el cuerpo de guardia, o de un templo donde se celebraban ritos obscenos, porque repentinamente la humedad lo hizo tener deseos sexuales. Volvió hacia atrás buscando el sol, el agua y el pájaro, y se encontró con un guía que le obstruía el camino.
—¿Desea ver las habitaciones especiales?
—¿Qué quiere usted decir?
—Muy especiales —dijo el otro—. Solo para hombres. Para hombres robustos. Unas pinturas muy antiguas.
—¿Cuánto?
—Doscientas liras.
—De acuerdo. —El tío George se sacó doscientas liras del bolsillo.
—Venga —dijo el guía—. Por aquí.
Y echó a andar rápidamente, tan rápidamente que tío George casi tuvo que correr para no quedarse atrás. Vio cómo el guía atravesaba una estrecha abertura en la pared, un lugar donde los ladrillos se habían caído, pero cuando tío George lo siguió, el guía parecía haber desaparecido. Era una trampa. Sintió un brazo alrededor del cuello y le doblaron la cabeza hacia atrás con tanta violencia que no pudo pedir ayuda. Sintió cómo una mano le sacaba la cartera del bolsillo —un movimiento tan delicado como el mordisco de un pez en el anzuelo—, y luego lo arrojaron brutalmente al suelo. Quedó allí atontado durante uno o dos minutos. Al incorporarse, vio que le habían dejado el billetero vacío y el pasaporte.
Entonces rugió airado contra los rateros y odió a Italia con su ladrona población de organilleros y albañiles. Pero incluso durante aquel desahogo su enojo no era tan fuerte como su sensación de debilidad y de vergüenza. Se sentía terriblemente avergonzado de sí mismo, y cuando recogió el billetero vacío y lo guardó en el bolsillo, tuvo la impresión de que le habían arrancado el corazón y se lo habían roto. ¿A quién culpar? A las ruinas húmedas, no. Había pedido algo que a todas luces no estaba bien, y solo podía culparse a sí mismo. Quizá aquel robo se repitiera todos los días: cada vez que el autobús parase allí podían desplumar a algún viejo loco tan lascivo como él. Se puso en pie cansado y aburrido de aquel viejo cuerpo suyo, que le había jugado una mala pasada. Se sacudió el polvo del traje. Entonces se le ocurrió que quizá llegara tarde, que podía haber perdido el autobús y tendría que quedarse en aquellas ruinas sin un centavo. Primero anduvo y después corrió atravesando habitaciones, hasta que llegó a un sitio despejado y vio a lo lejos el rebaño de ancianas, siempre muy juntas.
El guía salió de detrás de un muro, se subieron al autobús y reanudaron la marcha.
Roma era fea; por lo menos lo eran sus alrededores: tranvías, tiendas de muebles de ínfima categoría, calles en obras, y ese tipo de bloques de apartamentos donde nadie quiere vivir en realidad. Las ancianas comenzaron a recoger las guías y a ponerse los abrigos, los sombreros y los guantes. El final de un viaje es el mismo en todas partes. Una vez preparadas, se sentaron de nuevo, con las manos cruzadas sobre el regazo, y el interior del autobús en completa quietud.
—Quisiera no haber venido —le dijo una de las ancianas a otra—. Preferiría no haber salido nunca de casa.
Y no era la única.
—Ecco, ecco, Roma —anunció el guía; y así era, efectivamente.
El jueves a las siete, Streeter se presentó en casa de Kate. Assunta lo hizo entrar, y cruzó por primera vez la sala sin el ejemplar de Los novios bajo el brazo, para ir a sentarse junto a la chimenea. Después apareció Charlie. Iba vestido como siempre: los ceñidos pantalones vaqueros, los puños remangados y la camisa de color rosa. Al moverse arrastraba los zapatos o taconeaba sobre el suelo de mármol. Habló de béisbol y echó mano de su risa de búho, pero no mencionó al tío George. Tampoco lo hizo Kate cuando compareció, ni le ofreció una copa. Parecía presa de un torbellino emocional, con toda su capacidad de decisión enajenada. Hablaron del tiempo. Al cabo de un rato Charlie se acercó a su madre, que le sujetó las dos manos con una de las suyas. Entonces sonó el timbre, y Kate salió a recibir a su tío. Se abrazaron con mucho cariño —miembros de una misma familia—, y nada más terminar de saludarse, tío George dijo:
—Me han robado, Kate. Ayer me robaron cuatrocientos dólares. Cuando venía de Nápoles en el autobús.
—¡Cuánto lo siento! —dijo ella—. ¿Y no has podido hacer nada, George? ¿No había nadie con quien pudieras hablar?
—¿Hablar con quién, Kate? No he podido hablar con nadie desde que desembarqué. No hablare la inglés. Aunque les cortes las manos, no dirán nada. No me importa perder cuatrocientos dólares, no soy pobre, pero hubiera preferido darlos para algo que mereciera la pena.
—Lo siento muchísimo.
—Tienes una casa muy bonita, Kate.
—Charlie, este es el tío George.
Si había contado con que no se entendieran, sus esperanzas se desvanecieron en un segundo. Charlie olvidó su risa de búho, se mantuvo tan erguido y se mostró tan necesitado de todo lo que Norteamérica podía hacer por él, que la comunicación entre el hombre y el muchacho fue instantánea, y Kate tuvo que separarlos para poder presentar a Streeter. Tío George estrechó la mano del alumno de Kate y llegó a una comprensible pero errónea conclusión.
—¿Hablar inglés? —preguntó.
—Soy norteamericano —dijo Streeter.
—¿Cuántos años de condena?
—Este es el segundo —respondió Streeter—. Trabajo para la F. R. U. P. C.
—Este país es muy inmoral —dijo el tío George, sentándose en una de las sillas doradas—. Primero me roban cuatrocientos dólares y después, al pasearme por las calles, todo lo que veo son estatuas de hombres desnudos. Completamente desnudos.
Kate llamó a Assunta, y cuando apareció le pidió que trajera whisky y hielo en un italiano muy rápido.
—No es más que otra manera distinta de ver las cosas, tío George —dijo ella.
—No, no lo es. No es natural, ni siquiera en un vestuario. Hay muy pocos hombres que prefieran pasearse completamente desnudos por un vestuario si tienen una toalla a mano. No es normal. Mires donde mires. En los tejados, en los cruces de las calles más importantes. Al venir hacia aquí he pasado por un jardincito, un sitio para que jueguen los niños, supongo que dirías tú, y justo allí en medio, justo en medio de todos esos niños, hay uno de esos hombres en cueros.
—¿Quieres un poco de whisky?
—Sí, gracias… El barco zarpa el sábado, Kate, y quiero que el chico y tú vengáis a casa conmigo.
—No quiero que Charlie vaya —repuso Kate.
—Pero él quiere ir, ¿no es cierto, Charlie? Me escribió una carta muy maja. Bien redactada y con buena letra. Me gustó mucho tu carta, Charlie. Se la enseñé al director del instituto de Krasbie y dijo que puedes incorporarte a las clases cuando quieras. Y tú tienes que venir también, Kate. Es tu hogar, y solo se tiene un hogar. Lo que pasa es que se burlaron de ti cuando eras una cría y tú saliste corriendo, eso es todo, y después no has parado de hacerlo.
—Sí, eso es cierto, y tal vez lo sea —respondió Kate muy de prisa—, pero ¿por qué tendría que volver a un sitio donde voy a parecer ridícula?
—No, Kate. No vas a parecer ridícula. Ya me encargaré yo de eso.
—Quiero volver a casa, mamá —dijo Charlie. Se había sentado en un taburete junto a la chimenea y ya no se acordaba de mantener la espalda erguida—. La echo de menos todo el tiempo.
—¿Cómo puedes echar de menos Norteamérica? —Su voz era muy cortante—. No has estado nunca allí. Este es tu hogar.
—¿Qué quieres decir?
—Tu casa está donde está tu madre.
—Es algo más que eso, mamá. Aquí me siento un extraño todo el tiempo. En la calle, todo el mundo habla un idioma diferente.
—Nunca has intentado aprender italiano.
—Las cosas no cambiarían aunque lo hubiese intentado. Seguiría sonando extraño. Quiero decir que siempre notaría que no es mi idioma. No entiendo a la gente, mamá. Me gustan, pero no los entiendo. Nunca sé lo que van a hacer a continuación.
—¿Y por qué no procuras entenderlos?
—Ya lo hago, pero no soy un genio, y tú tampoco los entiendes. Te lo he oído decir, y a veces también tú echas de menos Estados Unidos: me he dado cuenta. Se te nota en la cara.
—Echar algo de menos no quiere decir nada —repuso Kate muy enfadada—. Absolutamente nada. El cincuenta por ciento de la gente que hay en el mundo echa algo de menos todo el tiempo. Pero imagino que no tienes suficiente edad para entenderlo. Cuando estás en un sitio y quieres estar en otro, no se resuelven todos los problemas tomando un barco. En realidad, no sueñas con otro país. Sueñas con algo dentro de ti mismo que no tienes o que no has sido capaz de encontrar.
—No me refiero a eso, mamá. Solo quiero decir que si estuviera con personas que hablaran mi mismo idioma, con gente que me entendiera, me sentiría más cómodo.
—Si todo lo que esperas conseguir de la vida es comodidad, que Dios te ampare.
En aquel momento sonó el timbre de la puerta y Assunta salió a abrir. Kate miró el reloj y vio que eran las ocho y cinco. Y el primer jueves del mes. Antes de que pudiera dar una explicación, estaban ya cruzando la sala, precedidos por el anciano duque de Roma, que llevaba unas flores en la mano izquierda. Algo por detrás de él venía la duquesa, su esposa, una mujer alta y esbelta, de cabellos grises, que llevaba puestas muchas joyas regaladas a la familia por Francisco I. A continuación avanzaba un amplio surtido de nobles, que formaban algo así como la troupe de un circo provinciano, vistoso pero un poco cansado del viaje. El duque entregó las flores a Kate. Todos ellos hicieron una especie de inclinación de cabeza en dirección a sus acompañantes, y atravesaron la cocina, que olía a gas, camino de la puerta de servicio.
—Giuseppe il barbero tieni il dinero —cantó tío George a voz en grito—. E tieni grandi bigoti negri. —Esperó a que alguien se riera, y como no lo hizo nadie, preguntó—: ¿Quiénes eran esos?
Kate se lo explicó, pero le brillaban los ojos, y él se dio cuenta.
—Te gustan este tipo de cosas, ¿no es cierto? —preguntó.
—Tal vez —respondió ella.
—Es una locura, Kate —dijo tío George—. Una completa locura. Tú te vienes a casa conmigo y con Charlie. El chico y tú podéis vivir en la otra mitad de la casa, y haré que os instalen una buena cocina americana.
Streeter notó que a Kate le había conmovido aquella observación, y le pareció que iba a echarse a llorar. Pero lo que hizo fue decir a toda velocidad:
—¿Cómo demonios crees que se hubiese descubierto América si todo el mundo se hubiera quedado en casa, en sitios como Krasbie?
—Tú no estás descubriendo nada, Kate.
—Sí que lo estoy, claro que sí.
—Todos vamos a ser más felices, mamá —intervino Charlie—. Seremos más felices si tenemos una casa limpia y muchos amigos simpáticos y un bonito jardín y una buena cocina y una ducha de verdad.
Ella se quedó inmóvil, junto a la repisa de la chimenea, dándoles la espalda, y dijo en voz muy alta:
—Ni los amigos simpáticos, ni la cocina, ni el jardín, ni un baño con ducha, ni ninguna otra cosa conseguirán que yo no quiera ver el mundo y conocer a las gentes que viven en él. —Luego se volvió hacia su hijo y le habló con dulzura—: Echarás de menos Italia, Charlie.
El muchacho se rio con su risa de búho.
—Echaré de menos los pelos negros en la comida —replicó.
Kate no dijo nada. Ni siquiera suspiró. Entonces el chico se acercó a ella y empezó a llorar.
—Lo siento, mamá —dijo—. Lo siento. No tenía por qué decir una cosa tan estúpida. No es más que un chiste viejo.
Le besó a su madre las manos y las lágrimas que le caían por las mejillas, y Streeter se levantó y se fue.
«Tal era ciò che di meno deforme e di men compassionevole si faceva vedere intorno, i sani, gli agiati —leyó Streeter cuando fue a clase el domingo por la tarde—. Chè, dopo tante immagini di miseria, e pensando a quella ancor più grave, per mezzo alla quale dovrem condurre il lettore, non ci fermeremo ora a dir qual fosse lo spettacolo degli appestati che si strascicavano o giacevano per la strade, de’ poveri, de’ fanciulli, delle donne».
Charlie se había marchado; Streeter no lo sabía porque Kate se lo hubiera dicho, sino porque el piso parecía mucho más grande. A media clase, el anciano duque de Roma cruzó la sala en bata y zapatillas, llevando un tazón de sopa a su hermana, que estaba enferma. Kate parecía cansada, pero eso le pasaba siempre, y cuando terminó la hora y Streeter se puso en pie, preguntándose si le hablaría de Charlie o del tío George, ella lo felicitó por los progresos que había hecho y lo animó a que terminara Los novios y se comprara un ejemplar de la Divina Comedia para la semana siguiente.