LA EDAD DE ORO
La idea de los castillos que nos hemos formado en la infancia es inalterable; entonces, ¿por qué tratamos de modificarla? ¿Para qué señalar que en el patio de un auténtico castillo crecen cardos y que un nido de culebras verdes guarda el umbral del desvencijado salón del trono? He aquí la torre del homenaje, el puente levadizo, las almenas y los torreones que conquistamos con nuestros soldados más valientes mientras estábamos postrados en cama por la varicela. El primer castillo fue inglés, y este otro fue construido por el rey de España durante la ocupación de la Toscana, pero el sentimiento de la supremacía imaginativa —el prestigioso señorío de la nobleza— es el mismo. Nada es insignificante en este tema. Resulta emocionante tomar un martini sobre las almenas, emocionante bañarse en la fuente, emocionante incluso bajar la escalera, de regreso al pueblo después de la cena, y comprar una caja de cerillas. El puente está bajado, las dobles puertas abiertas, y una mañana temprano vemos cruzar el foso a una familia cargada con los pertrechos de una comida campestre.
Son norteamericanos. Nada de lo que hagan logrará ocultar del todo la enternecedora ridiculez, la torpeza del viajero. El padre es un hombre joven y alto, algo encorvado de hombros, de pelo rizado y hermosos dientes blancos. Su mujer es bonita y tienen dos hijos. Estos van armados de ametralladoras de plástico que sus abuelos les han enviado hace poco por correo. Es domingo, tañen las campanas, ¿y quién llevó las campanas a Italia? No las vaca de Florencia, sino las ásperas campanas campestres que repican sin tregua sobre los olivares y los paseos de cipreses, con una disonancia tan ajena al paisaje que podrían muy bien haber venido en las carretas de Atila. Ese apremiante tañido resuena en el último de los ancestrales pueblos de pescadores: en verdad, uno de los últimos en su género. La escalera del castillo baja serpenteando hasta un paraje encantador y remoto. No hay autobuses ni trenes hasta el lugar, no hay pensioni ni trenes, ni escuelas de arte, y tampoco turistas ni tiendas de souvenirs; ni siquiera hay una sola postal en venta. Los nativos llevan trajes pintorescos, cantan en el trabajo e izan vasijas griegas en sus redes de pesca. Es uno de los últimos lugares del mundo donde todavía pueden oírse las flautas de los pastores, se ven hermosas muchachas con corpiños holgados que nadie fotografía mientras transportan sobre la cabeza cestas de pescado, y se cantan serenatas en cuanto ha oscurecido. Bajando la escalera, los norteamericanos entran en el pueblo.
Las mujeres vestidas de negro, de camino a la iglesia, saludan con la cabeza y les dan los buenos días. «Il poeta», se dicen entre sí. Buenos días al poeta, a su mujer y a sus hijos. Su cortesía parece desconcertar al extranjero. «¿Por qué te llaman poeta?», pregunta el mayor de sus hijos, pero el padre no contesta. En la piazza hay ciertas pruebas de que el pueblo no es del todo perfecto. Ha salido a la luz lo que taparon las toscas carreteras. Los muchachos del pueblo, sentados como gallos en la barandilla alrededor de la fuente, llevan sombreros de paja inclinados sobre la frente y mascan cerillas de madera, y al andar se balancean como si hubieran nacido sobre una silla de montar, aunque en la localidad no hay un solo caballo que no sea de labranza. A los norteamericanos les parece muy triste que el resplandor azul verdoso del televisor del café haya empezado a transformarlos de marinos en vaqueros, de pescadores en gángsters, de pastores en delincuentes juveniles y maestros de ceremonias, sus vejigas hinchadas de Coca-Cola. «E colpa mia», piensa Seton, el supuesto poeta, mientras guía a su familia a través de la plaza hacia los muelles donde está amarrado su bote de remos.
El puerto es tan redondo como un plato de sopa y se acurruca entre dos acantilados; sobre el que más se adentra en el mar se alza el castillo de torres redondas que los Seton han alquilado para el verano. Al contemplar el casi perfecto escenario, Seton extiende los brazos y exclama: «Dios mío, ¡qué paisaje!». Coloca una sombrilla en la popa del bote para su mujer y discute con los niños a propósito del sitio donde se van a sentar.
—¡Siéntate donde te he dicho, Tommy! —grita—. Y no quiero oír una palabra más.
Los chicos refunfuñan y comienzan a disparar con sus ametralladoras de juguete. Se hacen a la mar con tumulto ruidoso, aunque no enfurecido. Las campanas han enmudecido y se puede oír el jaleo del viejo órgano de la iglesia, con sus pulmones corroídos por el salitre. El agua costera es tibia y extraordinariamente sucia, pero más allá del muelle las aguas son tan claras, de tan bellos colores, que parecen un elemento más ligero, y cuando Seton atisba la sombra que proyecta el casco sobre la arena y las rocas a diez brazas de profundidad, da la impresión de que flotan sobre aire azul.
Hay correas en lugar de escálamos, y Seton boga enderezando la cintura y dejando caer todo su peso en los remos. Se cree muy diestro en ello, incluso pintoresco, pero nunca, ni siquiera de muy lejos, lo tomarían por italiano. En efecto, un aire delictivo, de vergüenza, delata al pobre hombre. La ilusión de que levitan, la encantadora tranquilidad del día —torres almenadas contra ese azul del cielo que parece un pedazo de nuestra conciencia— no bastan para erradicar ese sentimiento de culpa, sino que a lo sumo lo mantienen en suspenso. Es un impostor, un fraude, un delincuente estético; y, percibiendo estos sentimientos, su mujer le dice amablemente:
—No te preocupes, querido, nadie lo sabrá, y si lo saben, les tendrá sin cuidado.
Está preocupado porque no es un poeta, y este día perfecto lo exhorta, en cierto modo, a ajustar cuentas consigo mismo. No es un poeta ni mucho menos, y solo aspira a ser mejor comprendido en Italia presentándose como tal. Su impostura es inofensiva: en realidad, se trata de una aspiración. Está en Italia simplemente porque desea llevar una vida más ilustre, para por lo menos ensanchar sus facultades de reflexión. Incluso ha pensado en escribir un poema que trate sobre el bien y el mal.
Hay muchos otros botes que bordean el acantilado. Todos los muchachos ociosos y amantes de la playa han salido a la mar, chocan entre sí las bordas de las embarcaciones, pellizcan a sus chicas y cantan en voz alta frases de canzoni. Todos saludan al poeta. Cortada a pico en el acantilado, en la costa hay terrazas de viñas, y toda ella está cubierta de romero silvestre, y en ese punto el mar ha tallado en la orilla calas arenosas. Seton enfila hacia la más grande, y sus hijos se zambullen desde el bote cuando están cerca de la playa. Atraca y desembarca la sombrilla y demás avíos.
Todos les hablan, todos los saludan con la mano, y todo el pueblo, salvo los que han ido a la iglesia, está en la playa. La arena es de color dorado oscuro, y el mar brilla como la curva de un arco iris: esmeralda, zafiro, añil y malaquita. La asombrosa ausencia de vulgaridad y censura en el espectáculo conmueve tanto a Seton que le parece que el pecho se le llena de una oleada de agradecimiento. ¡Esto es simplicidad —piensa—, esto es belleza, la gracia desnuda de la naturaleza! Nada un rato en las aguas frescas y vivificantes, y después del baño se tiende al sol. Pero de nuevo lo invade la inquietud, como si le perturbara una vez más el hecho de no ser un poeta. Y si no es un poeta, entonces, ¿qué es?
Es guionista de televisión. Tendido sobre la arena de la playa, debajo del castillo, yace el cuerpo de un guionista de televisión. Su crimen consiste en que es el autor de una detestable comedia de enredo titulada «La familia Best[15]». Cuando cayó en la cuenta de que, debido a su propia mediocridad, aquello nada tenía que ver con la vida real, y era en cambio una descomunal sucesión de estupideces, abandonó su trabajo y voló a Italia. Pero «La familia Best» había sido adquirida por la televisión italiana —aquí se titulaba «La famiglia Tosta»—, y las necedades que él había escrito llegarían a las torres de Siena, se oirían en las antiguas calles de Florencia y se deslizarían hasta los pasillos del palazzo Gritti, sobre el Gran Canal. Aquel domingo emitirían la obra, y sus hijos, que estaban orgullosos de él, habían divulgado la noticia por el pueblo. ¡Poeta!
Sus hijos libraban una batalla con las ametralladoras. La escaramuza constituye para él un desgarrador recuerdo del pasado. El poder corruptor de la televisión pesa sobre los inocentes hombros de los pequeños. Mientras los del pueblo cantan, bailan y recogen flores silvestres, sus hijos avanzan de roca en roca, fingiendo matar. Es un error, un error trivial, pero lo pone nervioso aunque no logra decidirse a llamarlos y tratar de explicarles que su habilidad para imitar los gritos y los gestos de hombres agonizantes podría agravar la incomprensión entre las naciones. Están equivocados, y el padre ve a las mujeres que mueven la cabeza ante la idea de un país tan bárbaro que incluso proporciona juguetes bélicos a los niños pequeños. «Mamma mia!». Uno lo ha visto todo en las películas. Uno no se atreve a pasearse por las calles de Nueva York a causa de la guerra de pandillas, y una vez que sales de Nueva York te encuentras en territorio virgen repleto de salvajes desnudos.
La batalla finaliza, los chicos se van a nadar, y Seton, que ha llevado consigo parte del equipo de pesca con arpón, explora durante una hora un saliente rocoso sumergido más allá de la extremidad de la cala. Se zambulle, nada entre un banco de peces transparentes, y un poco más lejos, donde el agua es oscura y fría, ve que un gran pulpo le mira aviesamente; encoge los miembros y se desliza en una cueva empedrada de flores blancas. En el fondo ve una vasija griega, una ánfora. Se zambulle otra vez para buscarla, toca con los dedos la áspera arcilla y emerge para coger aire. Una y otra vez, vuelve al fondo, y por fin saca el ánfora triunfalmente a la luz. Tiene forma rechoncha, cuello estrecho y dos pequeñas asas. Una banda de arcilla más oscura rodea al cuello. La vasija está casi partida en dos. A menudo se encuentran a lo largo de esta costa vasos de este tipo, y otros mucho más refinados, y cuando carecen de valor se ponen en las repisas del café, la panadería y la barbería, pero el valor del suyo es inestimable para Seton, como si el hecho de que un guionista de televisión fuese capaz de llegar al Mediterráneo y sacar a flote una ánfora griega fuese un presagio cultural de buen agüero, prueba de su valía personal. Celebra su hallazgo bebiendo un poco de vino, y ya ha llegado la hora de comer. Despacha la botella entera durante el almuerzo, y luego, como todo el mundo en la playa, se tumba a la sombra y se echa a dormir.
Inmediatamente después de despertar y refrescarse dándose un baño, vio que unos extranjeros se acercaban en un bote: una familia romana, pensó Seton, que venía a pasar el fin de semana en Tarlonia. Padre, madre e hijo. El padre manejaba torpemente los remos. La palidez de los tres forasteros, y también su actitud, los mantuvo apartados de la gente del pueblo: como si llegaran a la cala desde otro continente. Cuando estuvieron más cerca, pudo oírse a la mujer pidiendo a su marido que condujera la embarcación hasta la playa.
Las respuestas del marido eran malhumoradas y muy fuertes. Se le había acabado la paciencia. No era fácil llevar un bote de remos, dijo. No era fácil atracar en calles desconocidas donde, si se levantaba el viento, el bote podría hacerse pedazos, y entonces tendría que comprarle al propietario un bote nuevo. Y eran caros. La parrafada pareció incomodar a la mujer y cansar al niño. Madre e hijo iban en traje de baño, a diferencia del padre, que, con su camisa blanca, daba la impresión de no encajar del todo en el esplendoroso paisaje. El mar púrpura y los gráciles bañistas solo consiguieron exacerbar su exasperación y, enrojecido por el fastidio y las molestias, profirió nerviosas e innecesarias advertencias a los nadadores, interrogó tenazmente a la gente de la orilla (¿cuánto cubre aquí?, ¿es segura la cala?), y finalmente volvió sano y salvo con su bote. Mientras llevaba a cabo la ruidosa maniobra, el chico sonrió furtivamente a su madre y esta le devolvió otra sonrisa a hurtadillas. ¡Llevaban tantos años aguantando aquello! ¿No se acabaría nunca? Gruñendo y bufando, el padre ancló en medio metro de agua y madre e hijo saltaron por la borda y se alejaron nadando.
Seton observó al padre, que sacó del bolsillo un ejemplar de Il tempo y se puso a leer, pero la luz demasiado intensa lo cegaba. A continuación registró ansiosamente sus bolsillos para ver si a las llaves del coche y de la casa les habían salido alas y se habían marchado volando. Después achicó del bote cuatro dedos de agua con una lata. Luego examinó las gastadas correas que sujetaban los remos, consultó su reloj, comprobó el ancla, volvió a mirar la hora y observó el cielo, donde por todo signo de tempestad había una única nube. Por último se sentó y encendió un cigarrillo, y sus preocupaciones, convergiendo hacia él desde todos los puntos de la brújula, se centraron visiblemente en su frente. ¡Se habían dejado enchufado el calentador del agua, allá en Roma! Quizá en aquel mismo momento una explosión destruía su piso y todos los objetos de valor. La rueda delantera izquierda de su automóvil estaba un poco desinflada y probablemente habría perdido todo el aire, si es que no le habían robado el coche esos bandidos que siempre se encuentran en los pueblos pesqueros remotos. La nube que se veía hacia el oeste no era muy grande, a decir verdad, pero era el tipo de nube que anuncia mal tiempo, y las altas olas los zarandearían implacablemente en el camino de vuelta al doblar el cabo, y cuando llegaran a la pensione (donde ya habían pagado la cena), seguramente se habrían comido las mejores chuletas y bebido todo el vino. Que él supiera, el presidente de Estados Unidos podía haber sido asesinado durante su ausencia, y la lira devaluada. El gobierno quizá había caído. De repente se puso en pie y empezó a vociferar a su mujer y a su hijo. Era hora de irse, hora de volver. Se aproximaba la noche. Se avecinaba una tormenta. Llegarían tarde a la cena. Los atraparía el denso tráfico cerca de Fregene. Iban a perderse los buenos programas de televisión…
Su mujer y su hijo dieron media vuelta y nadaron hacia el bote, pero sin apresurarse. Sabían que no era tarde. No estaba oscureciendo ni había señales de tormenta. No se perderían la cena en la fonda. Sabían por experiencia que llegarían antes de que pusieran las mesas, pero no les quedaba otra opción. Subieron a bordo mientras el padre levaba el ancla, advertía a gritos a los bañistas y pedía consejo a los de la orilla. Por fin condujo el bote hasta la bahía y comenzó a bordear el cabo. Acababan de perderse de vista cuando uno de los chicos de la playa trepó a la roca más alta y agitó una camisa roja, gritando: «Pesce cane! Pesce cane!». Todos los bañistas se volvieron, aullando con excitación y levantando un remolino de espuma, y regresaron nadando a la orilla. Sobre la franja de mar donde habían estado se veía la aleta de un tiburón. La alarma había sido anunciada a tiempo, y el tiburón parecía contrariado conforme surcaba las aguas de color malaquita. Los bañistas se alinearon a lo largo de la orilla, señalándose mutuamente la amenaza, y un chiquillo de pie en aguas poco profundas gritaba: «Brutto! Brutto! Brutto!». Después, todo el mundo vitoreó a Mario, el mejor nadador del pueblo, que bajaba por el sendero con un largo fusil submarino. Mario trabajaba de albañil, y por alguna razón —tal vez por ser hombre laborioso—, nunca había encajado en aquel pueblo. Tenía las piernas demasiado largas o demasiado separadas, los hombros muy redondos o muy cuadrados, el pelo excesivamente ralo, y aquella exuberancia de la carne tan generosamente repartida entre los demás muchachos había esquivado al pobre Mario. Su desnudez resultaba patética y enternecedora, como un extraño sorprendido en cierta intimidad. Le aplaudieron y lo aclamaron mientras avanzaba entre el gentío, pero ni siquiera logró dominar una sonrisa nerviosa y, apretando sus finos labios, se internó en el agua y nadó hacia la barra. Pero el tiburón se había ido, lo mismo que casi toda la luz del sol. El desencanto de una playa oscurecida incitó a los bañistas a recoger sus cosas y a iniciar el camino de regreso. Nadie esperó a Mario; a nadie pareció importarle. Se quedó en el agua oscura con su arpón en la mano, dispuesto a cargar sobre sus hombros la seguridad y el bienestar de sus vecinos, pero ellos le habían vuelto la espalda y cantaban al escalar el acantilado.
«Al diablo “La famiglia Tosta” —pensó Seton—. Que se vaya al infierno». Era la hora más maravillosa de toda la jornada. Todo tipo de placeres —la mesa, el vino y el amor— se extendían ante él, y en medio de las crecientes sombras pareció despegarse suavemente de su responsabilidad para con la televisión, del fardo de dotar a su vida de un sentido. Ahora, el oscuro y vasto lienzo de la noche lo envolvía todo, y la conversación se interrumpía.
La escalera por la que subieron cruzaba las murallas que habían alquilado, festoneadas de flores, y en la extensión que se abría desde aquel punto hacia arriba, hasta el pórtico y el puente levadizo, resultaba más impresionante el acierto del rey, el arquitecto y los albañiles, pues un mismo hálito lo impregnaba todo del carácter militar inexpugnable, de majestuosidad y belleza. No había punto, recodo, torre ni almena donde dichos rasgos pareciesen separarse. Todas las murallas poseían magníficas cornisas, y en cada punto por donde el enemigo pudiera haber atacado, el magno blasón (ocho toneladas) del rey cristiano de España proclamaba el linaje, la fe y el buen gusto del defensor del castillo. Sobre el pórtico principal, el gran escudo de armas se había desprendido de su hermosa montura de divinidades marinas que enarbolaban tridentes y había caído al foso, pero tocó fondo con la faz blasonada hacia arriba, y a través del agua se veían los cantones, la cruz y los pliegues de mármol.
Entonces, en el muro, entre otras leyendas, Seton descubrió estas palabras: «Americani, go home, go home». Las letras eran borrosas; quizá llevasen escritas desde la guerra, o acaso el hecho de haber sido trazadas con premura explicase que fueran tan tenues. Ni su mujer ni sus hijos vieron la inscripción; Seton se hizo a un lado mientras ellos cruzaban el puente para entrar en el patio, y después volvió sobre sus pasos para borrar las palabras con los dedos. Oh, ¿quién podía haber escrito aquello? Se sintió desorientado y afligido. Lo habían invitado a visitar aquel país desconocido. Las invitaciones habían sido insistentes. Agencias de viajes, compañías de navegación, líneas aéreas, e incluso el gobierno italiano le habían implorado que renunciase a su modo de vida confortable y viajara al extranjero. Él había aceptado las invitaciones, se había entregado a su hospitalidad, y ahora le decían, por medio de aquel antiguo muro, que no consideraban grata su presencia.
Nunca lo habían considerado indeseable. Nunca se lo habían dicho. Lo habían amado de niño y de joven, querido como amante, marido y padre, solicitado como guionista, narrador y compañero. En todo caso, había sido excesivamente mimado, y su única preocupación había sido no prodigarse demasiado, utilizar sus codiciadas dotes con prudencia y discreción para que alcanzasen su máxima eficacia. Había sido aceptado como jugador de golf, tenis y bridge, compañero de charadas y cócteles, y miembro de juntas directivas, y sin embargo aquella grosera y vieja pared lo trataba como a un paria, un anónimo mendigo, un proscrito. Se sintió profundamente herido.
Guardaban el hielo en la mazmorra del castillo, y Seton cogió allí la coctelera, la llenó, preparó varios martinis y subió con ellos a las almenas de la torre más alta, donde su esposa se reunió con él para contemplar los cambios de luz. La oscuridad se adueñaba de los carcomidos acantilados de Tarlonia, y aunque las colinas a lo largo de la costa no tenían sino una ligerísima, remota semejanza con los pechos de una mujer, sosegaron el espíritu de Seton y despertaron en él la misma profunda ternura.
—A lo mejor bajo al café después de cenar —dijo su mujer—, por lo menos para ver qué tal han hecho el doblaje.
Ella no entendía la intensidad de los sentimientos que Seton experimentaba en relación con el hecho de escribir para la televisión; nunca lo había entendido. Pero no dijo nada. Supuso que, visto de lejos, sobre aquella almena, podían haberlo tomado por lo que no era: un poeta, un viajero avezado, un amigo de Elsa Maxwell, un príncipe o un duque; pero aquel mundo que se extendía ante él no poseía realmente la facultad de cambiarlo y elevar su alma. Él, autor de «La familia Best», era lo único que había transportado consigo, con muchos gastos y molestias, a través de mares y fronteras. El imponente y esplendoroso paisaje que lo rodeaba no había alterado el hecho de que estaba bronceado, cariñoso, hambriento y encorvado, y la roca sobre la que se había sentado, puesta en su sitio por el gran rey de España, se le hincaba en el trasero.
Clementina, la cocinera, le preguntó en la cena si podía ir al pueblo a ver «La famiglia Tosta». Los chicos, por supuesto, iban a ir con su madre. Después de cenar, Seton volvió a la torre. La flota pesquera había zarpado y ya rebasaba el muelle, con sus linternas encendidas. La luna se alzaba y resplandecía tan brillantemente sobre el mar que el agua parecía girar, dar vueltas en su luz. Oyó en el pueblo el bel canto de las madres que llamaban a sus hijas y, de vez en cuando, el graznido del televisor. Todo habría acabado dentro de veinte minutos, pero la sensación de cometer un delito in absentia se le metió en los mismos huesos. Ah, ¿cómo podía frenarse el progreso de la barbarie, la vulgaridad y la censura? Al ver las luces que traía su familia subiendo la escalera, bajó al foso para salirles al encuentro. No venían solos. ¿Quién los acompañaba? ¿Quiénes eran aquellas siluetas que ascendían? ¿El médico? ¿El alcalde? Y una muchachita que llevaba gladiolos. Era una delegación, una embajada amistosa, supo por la suavidad de sus voces. Habían venido a homenajearlo.
—¡Ha sido tan bonita, tan cómica, tan real! —exclamó el médico.
La muchachita le entregó las flores y el alcalde lo abrazó alegremente.
—Oh, signore —dijo—, pensábamos que era usted solamente un poeta.