LOS CHICOS

Al señor Hatherly le gustaban muchas cosas pasadas de moda. Usaba botas amarillas de caña alta, cenaba en Litchow’s para oír a los músicos, y, por las noches, se ponía una camisa de dormir. Su tendencia a establecer en los negocios un lazo patriarcal con algún joven que pudiera ser su sucesor —en el más estricto sentido de la palabra— era otro de esos gustos pasados de moda. El señor Hatherly escogió como heredero a un joven emigrante llamado Victor Mackenzie, que había cruzado el océano —creo que durante el invierno— cuando tenía dieciséis o diecisiete años. El cruce del Atlántico es una simple suposición. Quizá trabajara para reunir el dinero de la travesía o lo pidiera prestado o tuviera algún pariente en este país que lo ayudase, pero todo esto se mantenía a oscuras, y su vida conocida se iniciaba cuando entró a trabajar para el señor Hatherly. En su calidad de emigrante, quizá Victor acariciara una visión anticuada del hombre de negocios norteamericano. Es cierto que, algunas veces, se descubrían en el señor Hatherly rasgos de tiempos ya pasados. Sus principios fueron oscuros, y, como todo el mundo sabe, se enriqueció lo bastante para llegar a embajador. En los negocios se lo conocía como un luchador duro y sin escrúpulos. Ventoseaba cuando le apetecía y disfrutaba con la ruina de un competidor. Era muy bajo: casi un enano. Tenía unas piernas muy delgadas y el volumen de la panza le había deformado la columna vertebral. Decoraba su calvicie peinándose de través unas cuantas canas, y llevaba un dije de esmeraldas en la cadena del reloj. Victor era un hombre alto, con ese tipo de atractivo que antes o después termina por decepcionar. Su mandíbula cuadrada y todos sus otros rasgos de correctas proporciones podían al principio hacer pensar que se trataba de un hombre excepcionalmente dotado, pero se acababa por descubrir que era simplemente una persona agradable, ambiciosa y un poco ingenua. Durante años, el cascarrabias y el joven inmigrante caminaron el uno al lado del otro confiadamente, convencidos, al parecer, de que los habrían aceptado juntos en el Arca.

Lógicamente, todo esto llevó mucho tiempo; hicieron falta años y años. Victor empezó de botones con un agujero en el calcetín. Como los inmigrantes de una generación anterior, había puesto en libertad grandes depósitos de energía y de ingenuidad mediante el acto de la expatriación. Trabajaba alegremente todo el día. Se quedaba alegremente por la noche para decorar las vitrinas de la sala de espera. No parecía tener un hogar adonde ir. Su buena disposición hizo que el señor Hatherly se acordara con gusto de los aprendices de su juventud. Había muy pocas cosas más en el mundo de los negocios que le recordaran el pasado. Mantuvo a Victor en el mismo puesto durante un año o dos, hablándole secamente, si es que llegaba a hablarle. Luego, a su manera desagradable y arbitraria, empezó a enseñar a Victor el papel de heredero. Lo tuvo viajando durante seis meses. Después trabajó en las fábricas de Rhode Island. Pasó una temporada en el departamento de publicidad, y otra en el de ventas. Su posición en la empresa era difícil de valorar, pero resultaba muy llamativo ver cómo el señor Hatherly iba apreciándolo más día tras día. El señor Hatherly era consciente de su desagradable apariencia física, y no le gustaba ir solo a ningún sitio. Cuando Victor llevaba unos cuantos años trabajando para él, se le ordenó que todos los días se presentara a las ocho de la mañana en el apartamento del anciano, en la parte alta de la Quinta Avenida, y lo acompañara al trabajo. Nunca hablaban mucho por el camino, pero también es cierto que el señor Hatherly no era un hombre locuaz. Al final de la jornada, Victor le buscaba un taxi o lo acompañaba a su casa andando. Cuando el anciano se fue a Bar Harbor sin sus gafas, fue Victor quien se levantó a medianoche y se las mandó en el primer avión de la mañana. Cuando el señor Hatherly quería enviar un regalo de boda, Victor se encargaba de comprarlo. Cuando se ponía enfermo, Victor conseguía que se tomara las medicinas. En el cotilleo de la profesión, la posición de Victor era, lógicamente, blanco de muchos chistes, críticas y simples envidias. Gran parte de las críticas carecían de fundamento, porque Victor no era más que un joven ambicioso que expresaba su sentido de los negocios administrando píldoras al señor Hatherly. Por debajo de toda su buena disposición existía una conciencia muy precisa de la propia identidad. Cuando le pareció que tenía motivos para quejarse, así lo hizo. Después de trabajar durante ocho años obedeciendo hasta el menor deseo del señor Hatherly, fue a hablar con el anciano y le dijo que, en su opinión, su sueldo era demasiado bajo. El señor Hatherly respondió con una sabia mezcla de sentimientos ultrajados, asombro y ternura. Llevó a Victor a su sastre y lo autorizó para que se encargara cuatro trajes. Victor se quejó de nuevo: esta vez sobre lo impreciso de su posición en la empresa. Se precipitaba, le dijo el anciano, al protestar por su falta de responsabilidad. Estaba decidido que, al cabo de una o dos semanas, presentara un informe ante el consejo de administración. Aquello era más de lo que Victor esperaba, y se sintió satisfecho. Más aún, agradecido. ¡Aquello era Norteamérica! Trabajó mucho en el informe. Se lo leyó en voz alta al anciano, y el señor Hatherly le explicó dónde tenía que alzar y bajar la voz, a quién tenía que mirar a los ojos y qué rostros debía evitar, cuándo tenía que dar un puñetazo sobre la mesa y cuándo servirse un vaso de agua. Consideraron juntos la ropa que debía ponerse. Cinco minutos antes de que empezara el consejo de administración, el señor Hatherly se apoderó de las cuartillas, dio a Victor con la puerta en las narices y leyó el informe él mismo.

Al final de aquel día tan penoso, llamó a Victor a su despacho. Eran más de las seis, y las secretarias habían guardado bajo llave sus tazas de té y se habían ido a casa.

—Siento lo del informe —murmuró el anciano. Su voz era triste. Victor se dio cuenta entonces de que había estado llorando. El señor Hatherly abandonó la silla alta que utilizaba para realzar su estatura y empezó a pasearse por el espacioso despacho. Esto, en sí mismo, era ya un gesto de intimidad y una demostración de confianza—. Pero no es de eso de lo que quiero hablarte —dijo—. Quiero hablarte de mi familia. ¡No hay peor desgracia que la animosidad dentro de una familia! Mi esposa —añadió con repugnancia— es una mujer estúpida. Las horas de satisfacción que me han dado mis hijos se pueden contar con los dedos de una mano. Puede que sea culpa mía —continuó, con manifiesta falta de sinceridad—. Lo que ahora quiero que hagas es ayudarme con mi chico, Junior. Lo he educado en el respeto al dinero. He hecho que se ganara con su propio esfuerzo todo el dinero que ha tenido hasta los dieciséis años, de manera que ahora no es culpa mía si lo gasta, pero lo cierto es que lo hace. Ya no tengo tiempo para seguir ocupándome de sus cheques sin fondos. Soy un hombre muy ocupado. Tú lo sabes. Lo que quiero es que trabajes como consejero de Junior en cuestiones económicas. Quiero que pagues el alquiler del piso, la pensión de su exmujer, el sueldo de la criada, las facturas de la casa, y que le des dinero para sus gastos una vez a la semana.

Por un momento, Victor pareció capaz de ver las cosas con una considerable dosis de escepticismo. Aquella tarde se le había escamoteado una responsabilidad de primera magnitud y ahora se lo abrumaba con otra perfectamente estúpida. Las lágrimas podían ser de cocodrilo. El hecho de que la petición se le hiciera en un edificio vacío y extrañamente silencioso, y a una hora en que la creciente oscuridad detrás de las ventanas podía ayudar a debilitar su oposición, eran trucos perfectamente al alcance del anciano. Pero, incluso viéndolo con escepticismo, el dominio que Hatherly tenía sobre él era completo. «El señor Hatherly me ha pedido que le diga», explicaba siempre Victor. «Vengo de parte del señor Hatherly». «El señor Hatherly…». Sin la presencia de aquel nombre, su propia voz carecía de entidad. La cómoda y elegante camisa de cuyos puños empezó a tirarse, indeciso, era un regalo del señor Hatherly. El señor Hatherly le había presentado al Séptimo Regimiento. El señor Hatherly era su única identidad en el mundo de los negocios, y separarse de aquella fuente de poder quizá resultase mortal. Victor no dijo nada.

—Siento lo del informe —repitió el anciano—. Me ocuparé de que te encargues de uno el año que viene. Te lo prometo. —Se encogió de hombros para indicar que se disponía a cambiar de tema—. Reúnete conmigo mañana a las dos en el Metropolitan Club —dijo animadamente—. Tengo que comprarle su parte a Worden durante el almuerzo. No llevará mucho tiempo. Espero que vaya con su abogado. Llámalo por la mañana y asegúrate de que sus documentos están en orden. Apriétale las tuercas de mi parte. Ya sabes cómo hacerlo. Me serás de gran ayuda ocupándote de Junior —añadió en tono emocionado—. Y cuídate, Victor. Eres todo lo que tengo.

Al día siguiente, después del almuerzo, el abogado del anciano se reunió con ellos en el Metropolitan Club y fueron juntos a un apartamento donde Junior aguardaba. Era un hombre corpulento, por lo menos diez años mayor que Victor, y parecía resignado a perder el control de sus ingresos. Llamó papá al señor Hatherly y le entregó con gesto triste un montón de facturas sin pagar. Junto con Victor y el abogado, el señor Hatherly comparó los ingresos de Júnior con sus deudas, tuvo en cuenta los pagos de la pensión a su exmujer, y obtuvo unas cifras razonables para los gastos de la casa y para su asignación, que tendría que recoger en el despacho de Victor todos los lunes por la mañana. El asunto Junior quedó despachado en media hora.

El hijo del señor Hatherly empezó a acudir regularmente los lunes por la mañana y le presentaba a Victor todas las facturas. A veces se quedaba en el despacho para hablar de su padre: con desconfianza, como si temiera que otros pudieran oírlo. Todas las menudencias de la vida del señor Hatherly —que a veces se hacía afeitar tres veces en un día y que poseía cincuenta pares de zapatos— interesaban a Victor. Fue el anciano quien puso fin a aquellas entrevistas.

—Dile que venga, que coja el dinero y que se marche —ordenó el señor Hatherly—. Aquí se viene a trabajar. Eso es algo que mi hijo no ha entendido nunca.

Mientras tanto, Victor había conocido a Theresa y estaba pensando en casarse. El nombre completo de su novia era Theresa Mercereau; sus padres eran franceses, pero ella había nacido en Estados Unidos. Se había quedado huérfana muy pronto, y su tutor la envió a internados de cuarta categoría. Ya se sabe cómo son esos centros docentes. El director dimite durante las vacaciones de Navidad. Lo sustituye el profesor de educación física. La caldera de la calefacción se estropea en febrero y el agua se hiela en las cañerías. Para entonces, la mayoría de los padres que se preocupan de sus hijos se los han llevado a otros sitios, y para la primavera solo quedan doce o trece internas. Estas se pasean solas o en parejas por los alrededores del establecimiento docente matando el tiempo hasta la hora de la cena. Desde hace meses son todas conscientes de que la Old Palfrey Academy se muere, pero en los primeros, largos y sombríos días de primavera este hecho adquiere nueva intensidad y fuerza. Desde la vivienda del director llega el ruido de voces airadas: el profesor de latín amenaza con llevar a juicio a la institución porque no le pagan lo que le deben. El olor que sale por las ventanas de la cocina indica que volverán a tener repollo para cenar. Han florecido unos cuantos junquillos, y la luz que no acaba de marcharse y los nuevos helechos animan a las niñas abandonadas a que miren hacia adelante, hacia el futuro, pero en el fondo de sus corazones queda la sospecha de que los junquillos, los petirrojos y la estrella de la tarde ocultan imperfectamente el hecho de que viven una hora de horror, de un horror sin paliativos. Luego un automóvil sube rugiendo por la avenida de grava.

—Soy la señora Hubert Jones —exclama una mujer—; vengo a recoger a mi hija…

Theresa era siempre una de las últimas rescatadas, y esas horas del atardecer parecían haberla dejado marcada. Lo que uno recordaba siempre de ella era una tristeza especial, una delicadeza que nunca llegaba a la desesperanza, un aire dulce de haber sido tratada injustamente.

Aquel invierno, Victor viajó a Florida con el señor Hatherly para acarrear la sombrilla de la playa y jugar a las cartas con él, y mientras estaban allí le dijo que quería casarse. El anciano expuso a gritos sus objeciones. Victor se mantuvo firme. Cuando regresaron a Nueva York, el señor Hatherly le propuso que una noche llevara a Theresa a su apartamento. El anciano recibió a la muchacha con gran cordialidad y luego se la presentó a la señora Hatherly: una mujer demacrada y nerviosa que tenía todo el tiempo las manos delante de la boca. El señor Hatherly se acercó subrepticiamente a un extremo del cuarto y luego desapareció.

—No pasa nada —susurró su esposa—. Te va a hacer un regalo.

El señor Hatherly regresó a los pocos minutos y colocó una sarta de amatistas alrededor del hermoso cuello de Theresa. Una vez que el anciano la hubo aceptado, pareció estar muy contento con la boda. Organizó, por supuesto, todos los detalles de la ceremonia, les dijo dónde tenían que ir a pasar la luna de miel y alquiló para ellos un piso amueblado aprovechando el tiempo libre entre una comida de negocios y un viaje en avión a California. Como su marido, Theresa parecía capaz de aceptar su entrometimiento. Cuando nació su primera hija, Theresa le puso Violet —fue idea suya—, igual que la virtuosa madre del señor Hatherly.

Durante aquellos años, cuando los Mackenzie daban una fiesta, era normalmente porque el señor Hatherly les había dicho que lo hicieran. Llamaba a Victor a su despacho al final de un día de trabajo, le decía que diese una fiesta y fijaba la fecha. Encargaba las bebidas y las cosas de comer, y revisaba la lista de invitados pensando en el bienestar social y económico de los Mackenzie. Rechazaba con descortesía la invitación para asistir personalmente a la fiesta, pero luego se presentaba antes que ninguno de los invitados, con un ramo de flores que casi era tan alto como él. Se aseguraba de que Theresa ponía las flores en el jarrón adecuado. Luego entraba en el cuarto de los niños y permitía que Violet escuchara el tictac de su reloj. Recorría el apartamento, cambiando de sitio una lámpara aquí, un cenicero allá y dando un tironcito a las cortinas. Para entonces los invitados de los Mackenzie habían empezado a llegar, pero el señor Hatherly no daba la menor señal de querer irse. Era un anciano muy importante, y a todo el mundo le gustaba hablar con él. Recorría la habitación asegurándose de que todas las copas estuvieran llenas, y si Victor contaba una anécdota, lo más probable era que el señor Hatherly le hubiese explicado cómo hacerlo. Cuando se servía la cena, el anciano se preocupaba por la comida y por el aspecto de la doncella.

Siempre era el último en irse. Cuando los demás invitados se habían despedido, él se sentaba y los tres se tomaban un vaso de leche y charlaban sobre la velada. El anciano parecía feliz: con un tipo de alegría del que sus enemigos nunca lo hubiesen creído capaz. Reía hasta que las lágrimas le caían rodando por las mejillas. A veces se quitaba las botas. Aquella salita de estar parecía ser la única donde se sentía a gusto, pero en el fondo de su corazón debía de seguir siempre presente el hecho de que los Mackenzie no eran en realidad nada suyo, y de que solo debido a las amargas decepciones que había recibido de su propia carne y de su propia sangre se encontraba en una posición tan artificial como aquella. Finalmente, el señor Hatherly se levantaba para marcharse. Theresa le enderezaba el nudo de la corbata, le sacudía las migas del chaleco y se inclinaba para que la besase. Victor lo ayudaba a ponerse el abrigo de pieles. Los tres parecían totalmente sumergidos en el clima afectuoso de una despedida familiar.

—Cuidaos mucho —murmuraba el anciano—. Sois todo lo que tengo.

Una noche, después de una fiesta en casa de los Mackenzie, el señor Hatherly murió mientras dormía. El funeral se celebró en Worcester, donde había nacido. La familia parecía inclinada a no informar a Victor de estos detalles, pero él se enteró sin grandes dificultades y fue, con Theresa, a la iglesia y al cementerio. La anciana señora Hatherly y sus desdichados hijos se reunieron al borde de la tumba. Debieron de presenciar el entierro de su esposo y padre con sentimientos tan conflictivos que sería imposible separar de aquella confusión de emociones algo a lo que poder dar un nombre.

—Adiós, adiós —dijo la señora Hatherly, casi con indiferencia, en dirección a la tierra que iba cubriendo el ataúd, llevándose las manos a la boca: una costumbre que no había logrado superar, aunque el muerto había amenazado frecuentemente con pegarla por ello.

Si saborear el dolor en su plenitud es un privilegio, los Mackenzie lo tuvieron. Quedaron anonadados. Theresa era demasiado joven al morir sus padres para conservar, siendo ya persona adulta, ningún claro recuerdo del dolor que pudiera haber sentido, y los padres de Victor, dondequiera que estuviesen, habían muerto unos años antes, en Inglaterra o en Escocia, y ante la tumba de Hatherly dio la impresión de que los dos se sentían dominados por una pena muy intensa y de que enterraban algo más que los huesos de un anciano. Los hijos verdaderos negaron el saludo a los Mackenzie.

Victor y Theresa no le dieron importancia al hecho de que no se los mencionara en el testamento del señor Hatherly. Aproximadamente una semana después del funeral, el consejo de administración nombró a Júnior presidente de la empresa, y una de las primeras cosas que hizo fue despedir a Victor. Llevaba años viendo cómo lo comparaban con aquel inmigrante tan trabajador, y su resentimiento era comprensible y profundo. Victor encontró otro empleo, pero su íntima asociación con el señor Hatherly era un factor en contra suya. El anciano tenía multitud de enemigos, y Victor los heredó todos. Perdió su nuevo trabajo al cabo de seis u ocho meses, y encontró otro que consideró provisional: un arreglo que le permitiría pagar sus gastos mensuales mientras buscaba algo mejor. No lo encontró. Dejaron el apartamento que el señor Hatherly había alquilado para ellos, vendieron los muebles, y fueron mudándose de un sitio a otro, pero todo esto —las feas habitaciones en las que vivieron, los sucesivos empleos de Victor— no merece la pena contarlo con detalle. Simplemente, los Mackenzie pasaron tiempos difíciles; los Mackenzie se perdieron de vista.

La escena cambia a una fiesta donde se recaudan fondos para las Girl Scouts de Norteamérica, en un barrio residencial de Pittsburgh. Se trata de un baile de gala en una casa grande —Salisbury Hall— que ha sido seleccionada por el comité con la esperanza de que la vana curiosidad acerca de este edificio anime a mucha gente a gastarse los veinticinco dólares que cuesta la entrada. La señora Brownlee, la dueña de la casa, es la viuda de uno de los primeros magnates del acero. Su casa se extiende a lo largo de más de medio kilómetro sobre el espinazo de una de las colinas de los montes Allegheny. Salisbury Hall es un castillo, o, más bien, una colección de fragmentos de castillos y casas. Hay una torre, una almena y una mazmorra; y la entrada posterior es una reproducción de la puerta del Chateau Gaillard. Las piedras y la madera para el gran salón y la armería vinieron del extranjero. Como la mayoría de las casas de su especie, Salisbury Hall presenta problemas insuperables de mantenimiento. Si uno toca las cotas de malla de la armería, la mano se le ennegrece con el orín. La copia de un fresco de Mantegna en la sala de baile tiene unas horribles manchas de humedad. Pero la fiesta es un éxito. Un centenar de parejas están bailando. La orquesta toca una rumba. Los Mackenzie se encuentran allí.

Theresa baila. Aún tiene el cabello rubio —quizá se lo tiña a estas alturas—, y sus brazos y sus hombros siguen siendo hermosos. Todavía conserva el aire de tristeza, de delicadeza. Victor no está en la sala de baile. Se halla en el invernadero, donde se sirven bebidas alcohólicas con mucha agua. Paga el importe de cuatro whiskys, camina siguiendo el borde de la atestada pista de baile y cruza por la armería, donde un extraño lo detiene para hacerle una pregunta.

—Sí, claro —dice Victor cortésmente—; se trata de una armadura hecha para la coronación de Felipe II. El señor Brownlee quiso tener una reproducción…

Luego continúa a través de casi otro medio kilómetro de pasillos y salas, atraviesa el gran salón, hasta llegar a una habitación más pequeña, donde la señora Brownlee está reunida con varios amigos.

—¡Aquí llega Vic con nuestros whiskys! —exclama.

La señora Brownlee es una anciana decidida y muy maquillada, con el pelo teñido de una sorprendente tonalidad rosa. Lleva los dedos y los antebrazos cargados de sortijas y brazaletes. Su collar de diamantes es famoso. Lo mismo sucede, en realidad, con casi todas sus joyas: la mayoría tienen nombre. Están las esmeraldas Taphir, los rubíes Bertolotti y las perlas Demidoff, y teniendo en cuenta que el precio de la entrada debe de incluir la posibilidad de echar una ojeada a su colección, se las ha puesto con gran prodigalidad, en beneficio de las Girl Scouts.

—Todo el mundo lo pasa bien, ¿no es cierto, Vic? —pregunta—. Por lo menos, deberían pasarlo bien. Mi casa siempre ha sido conocida por su ambiente de hospitalidad así como por su abundancia de tesoros artísticos. Siéntate, Vic —dice—. Siéntate. Descansa un poco. No sé qué haría si no os tuviera a ti y a Theresa.

Pero a Victor no le queda tiempo para sentarse. Debe dirigir la rifa. Vuelve atravesando el gran salón, luego el veneciano, para cruzar por la armería y llegar a la sala de baile. Se sube a una silla. La orquesta inicia unos compases floreados.

—¡Señoras y caballeros! —anuncia por el megáfono—. Señoras y caballeros, les ruego que me escuchen unos instantes…

Victor sortea una caja de botellas de whisky, otra de bourbon, una batidora Waring y una segadora mecánica para el césped. Cuando termina la rifa y comienza otra vez el baile, sale a la terraza para respirar un poco de aire fresco, y nosotros lo seguimos y hablamos allí con él.

—¿Victor?

—¡Qué alegría verte otra vez! —exclama—. ¿Qué demonios estás haciendo en Pittsburgh?

Se le ha vuelto entrecano el cabello, siguiendo las pautas convencionales de elegancia. Deben de haberle hecho algo en los dientes, porque su sonrisa es más blanca y más deslumbrante que nunca. La charla es una conversación entre conocidos que llevan diez o quince años sin verse —ya que realmente ha pasado tanto tiempo— sobre esto y lo de más allá, luego sobre Theresa y finalmente acerca de Violet. Al mencionar a Violet, Victor parece entristecerse. Deja el megáfono sobre la balaustrada de piedra y se apoya sobre el borde de metal. Inclina la cabeza.

—Violet tiene ya dieciséis años, ¿sabes? —explica—. Me preocupa mucho. La expulsaron del internado hace cosa de seis semanas. He conseguido que la acepten en otro sitio en Connecticut. Ha costado mucho trabajo. —Respira hondo, sorbiendo el aire por la nariz.

—¿Cuánto tiempo llevas en Pittsburgh, Victor?

—Ocho años —dice. Agita el megáfono en el aire y contempla una estrella a través de él—. Nueve, en realidad —añade.

—¿A qué te dedicas, Victor?

—Ahora mismo estoy sin trabajo. —Deja caer el megáfono.

—¿Dónde vives, Victor?

—Aquí —responde.

—Ya lo sé. Pero ¿dónde en Pittsburgh?

—Aquí —dice, y se echa a reír—. Vivimos aquí. En Salisbury Hall. Pero veo que llega la presidenta del comité y, si me disculpas, voy a darle el informe sobre la rifa. Me alegro mucho de haberte saludado.

Cualquiera —es decir, cualquier persona que no se comiera los guisantes con cuchillo— podía recibir una invitación a Salisbury Hall cuando los Mackenzie fueron allí por vez primera. Acababan de llegar a Pittsburgh, y vivían en un hotel. Fueron con unos amigos para pasar el fin de semana. Había catorce o quince invitados en el grupo, además de Prescott Brownlee, el hijo mayor de la anciana señora. El problema surgió antes de cenar. Prescott se emborrachó en una hostería cerca de la finca, y el camarero llamó a la señora Brownlee y le dijo que se llevara a su hijo o, de lo contrario, llamaría a la policía. La anciana señora estaba acostumbrada a ese tipo de problemas. A sus hijos les pasaba con mucha frecuencia, pero aquella tarde no sabía a quién acudir en busca de ayuda. Nils, el criado de la casa, odiaba a Prescott. El jardinero se había ido a su casa. Ernest, el mayordomo, era demasiado viejo. Entonces se acordó de la cara de Victor, aunque no había hecho más que entreverla en el vestíbulo cuando se lo habían presentado. Lo encontró en el gran salón y lo llamó aparte. Él creyó que iba a pedirle que preparara los cócteles. Cuando la señora Brownlee le explicó de qué se trataba, él respondió que ayudaría gustoso. Fue en coche a la hostería, y se encontró a Prescott sentado a una mesa. Alguien le había dado un puñetazo en la nariz y tenía la ropa manchada de sangre, pero aún seguía con ganas de pelea, y cuando Victor le dijo que tenía que irse a casa, se levantó agitando los puños. Victor lo derribó. Esto apaciguó a Prescott, que empezó a llorar y se subió obedientemente al coche. Victor volvió a Salisbury Hall por una entrada de servicio. Luego, sosteniendo a Prescott, que no podía andar, lo introdujo en la casa por una puerta lateral que daba a la armería. Nadie los vio. En aquella sala sin calefacción, el aire era frío y cortante. Victor arrastró al borracho que no dejaba de sollozar bajo estandartes reales y gallardetes que colgaban de las alfardas, y junto a la estatua de un hombre a caballo que lucía una armadura ecuestre. Luego subió a Prescott por una escalera de mármol y lo metió en la cama. Después se limpió el serrín del esmoquin, volvió al gran salón y preparó los cócteles.

No habló del incidente con nadie —ni siquiera con Theresa— y el domingo por la mañana la señora Brownlee volvió a hacer un aparte para darle las gracias.

—¡Que Dios lo bendiga, señor Mackenzie! —dijo la anciana—. Es usted un buen samaritano. Cuando ese hombre me llamó ayer por teléfono, no sabía a quién acudir.

Oyeron que alguien se acercaba atravesando el gran salón. Era Prescott. Se había afeitado, curado las heridas y alisado el pelo echándose mucha agua, pero estaba otra vez borracho.

—Me voy a Nueva York —murmuró en dirección a su madre—; Ernest me llevará al aeropuerto. Adiós.

Se dio la vuelta y se alejó a través de la biblioteca y del salón veneciano hasta perderse de vista, y su madre apretó los dientes mientras lo veía marcharse. Luego cogió a Victor de la mano y le dijo:

—Quiero que usted y su encantadora esposa vengan a vivir a Salisbury Hall. Sé que están ustedes en un hotel. La casa siempre ha sido conocida por su ambiente de hospitalidad y por su abundancia de tesoros artísticos. Me harán ustedes un favor. No se trata más que de eso.

Los Mackenzie rechazaron amablemente su ofrecimiento y el domingo por la noche regresaron a Pittsburgh. Pocos días más tarde, al enterarse de que Theresa estaba en cama, la señora Brownlee le envió flores y reiteró su invitación mediante una nota. Los Mackenzie hablaron de ello por la noche.

—Si consideramos la posibilidad de aceptar, hemos de verlo como un acuerdo comercial —dijo Victor—. Hemos de enfocarlo como una respuesta concreta a un problema práctico.

Theresa no había gozado nunca de muy buena salud, y vivir en el campo podía resultarle beneficioso. Aquello fue lo primero que pensaron. Victor tenía un empleo en la ciudad, pero estaba en condiciones de utilizar la estación de ferrocarril más próxima a Salisbury Hall. Hablaron de nuevo con la señora Brownlee, y lograron que aceptara de ellos la cantidad que hubiesen tenido que pagar en otro sitio por el alquiler y la comida, de manera que no se convirtiera en un favor unilateral. Luego se mudaron a unas habitaciones situadas encima del gran salón.

Todo funcionó muy bien. Sus habitaciones eran amplias y tranquilas, y la relación con la señora Brownlee muy placentera. Cualquier sentimiento de estar en deuda que pudieran haber tenido quedaba disipado por el hecho de que le resultaban útiles a su anfitriona, y ¿qué otra persona hubiese querido vivir en Salisbury Hall? Excepto cuando se daban fiestas, más de la mitad de las habitaciones estaban cerradas, y no había suficientes criados para intimidar a las ratas que vivían en el sótano. Theresa emprendió la hercúlea labor de reparar los bordados de la señora Brownlee; había ochenta y seis piezas en total. Nadie se había ocupado de la pista de tenis desde la guerra, y Victor, en los fines de semana, arrancó las malas hierbas y la alisó y volvió a dejarla en buenas condiciones. Aprendió muchísimas cosas sobre la casa de la señora Brownlee y sobre su desperdigada familia, y cuando la anciana se sentía demasiado cansada para enseñar Salisbury Hall a los huéspedes que manifestaban interés, Victor la sustituía con mucho gusto.

—Esta sala —decía— se trasladó entrepaño por entrepaño y piedra por piedra desde una casa de estilo Tudor cercana a la catedral de Salisbury…, el suelo de mármol es parte del suelo del vestíbulo del viejo First National Bank…, el señor Brownlee regaló el salón veneciano a la señora Brownlee por su cumpleaños, y estas cuatro columnas de ónix macizo vinieron de las ruinas de Herculano. Las trajeron flotando por el lago Erie desde Buffalo a Ashtabula… —Victor era también capaz de señalar el árbol donde Spencer Brownlee se había estrellado con su coche, y los rosales que Hester Brownlee plantó cuando estuvo tan enferma. Ya hemos visto lo útil que Victor resultaba en ocasiones, como en el baile donde se recaudaron fondos para las Girl Scouts.

Violet pasaba todo el tiempo en campamentos de verano y en internados.

—¿Por qué vivís aquí? —preguntó la primera vez que fue a visitar a sus padres a Salisbury Hall—. ¡No es más que una vieja ruina mohosa! ¡Un montón de basura!

Quizá la señora Brownlee oyó cómo Violet se burlaba de su casa. En cualquier caso, su actitud ante la hija única de los Mackenzie era de absoluto desagrado, y las visitas de Violet se hicieron poco frecuentes y muy breves. El único de los hijos de la señora Brownlee que aparecía de vez en cuando era Prescott. Luego, una noche, poco después del baile de las Girl Scouts, la dueña de la casa recibió un telegrama de su hija Hester, que llevaba quince años viviendo en Europa. Se hallaba en Nueva York y llegaría a Pittsburgh al día siguiente.

La señora Brownlee dio la buena noticia a los Mackenzie durante la cena. Estaba encantada.

—Ya veréis cómo os gusta mucho —dijo—. Siempre ha sido igual que una porcelana de Dresde. De pequeña solía estar enferma con frecuencia, e imagino que quizá por eso ha sido siempre mi preferida. ¡Cuánto me gustaría que se quedara! ¡Ojalá hubiera tiempo para pintar sus habitaciones! Tienes que insistirle para que se quede, Victor. No sabes lo feliz que me haría. Insístele para que se quede. Creo que le caerás muy bien.

Las palabras de la señora Brownlee resonaban en el comedor, que tenía las proporciones de un gimnasio; la pequeña mesa donde cenaban había sido colocada junto a una ventana y permanecía separada del resto de la habitación por un biombo; a los Mackenzie les gustaba cenar allí. La ventana les ofrecía un panorama de césped y de escaleras que conducían a un jardín de estilo versallesco ya casi irreconocible como tal. La filigrana de hierro en los techos de los decrépitos invernaderos, el ruido de las fuentes, cuyas tazas estaban desfiguradas y con grietas, el traqueteo del montacargas que subía su insípida cena desde las cocinas del sótano, donde vivían las ratas: los Mackenzie miraban todas estas cosas absurdas con el mayor respeto, como si poseyeran algún auténtico significado. Quizá padecían de una incurable falta de criterio con relación al pasado, o simplemente de una incapacidad para entender que el pasado no influye en nuestra felicidad presente. Pocos días antes, Theresa había encontrado en el tercer piso un dormitorio que estaba lleno de viejas cestitas doradas y con un adorno de lazos mustios, recuerdo de los muchos viajes de la señora Brownlee.

Mientras la dueña de la casa hablaba aquella noche de Hester, no perdía de vista el jardín, y vio, a lo lejos, a un hombre que trepaba por uno de los muros de mármol. Luego una muchacha le pasó una manta, una cesta con comida y una botella, y saltó para caer en sus brazos. Tras ellos penetraron en el jardín otras dos parejas. Se instalaron en el templo del Amor y, amontonando trozos rotos de la celosía, encendieron un pequeño fuego.

—Échalos, Victor —ordenó la señora Brownlee.

Victor se levantó de la mesa, cruzó la terraza, salió al jardín y pidió a los integrantes del grupo que se marcharan.

—Soy un buen amigo de la señora Brownlee —dijo uno de los hombres.

—Eso no importa —respondió Victor—. Tienen ustedes que marcharse.

—¿Quién lo dice?

—Lo digo yo.

—¿Y usted quién es?

Victor no contestó. Deshizo el fuego y aplastó las brasas con los pies. Los otros eran más que él y más corpulentos, y se daba cuenta de que, si llegaban a las manos, probablemente saldría perdiendo, pero el humo del fuego recién apagado obligó al grupo a abandonar el templo y situó a Victor en una posición ventajosa. Se colocó a un tramo de escalones por encima de ellos y miró el reloj.

—Les doy cinco minutos para que se vayan por donde han venido —dijo.

—¡Pero si soy amigo de la señora Brownlee!

—Si es usted amigo de la señora Brownlee —respondió Victor—, entre por la puerta principal. Les doy cinco minutos.

Los otros echaron a andar por el sendero hacia la valla, y Victor esperó hasta que una de las chicas —las tres eran bonitas— hubo pasado del otro lado. Luego volvió al comedor y terminó de cenar mientras la señora Brownlee hablaba incansablemente de su pequeña Hester.

Al día siguiente era sábado, pero Victor lo pasó entero en Pittsburgh, buscando trabajo. No volvió a Salisbury Hall hasta cerca de las cuatro, tenía calor y se sentía sucio. Al pisar el umbral del gran salón, vio que las puertas de la terraza habían sido abiertas y que los empleados de la floristería estaban descargando un camión lleno de naranjos en macetas. Una doncella se acercó a él muy acalorada.

—¡Nils está enfermo y no puede conducir! —exclamó—. La señora Brownlee quiere que vaya usted a la estación a recoger a la señorita Hester. Será mejor que se dé prisa. El tren llega a las cuatro y cuarto. La señora Brownlee dice que no vaya usted en su coche, sino en el Rolls-Royce. Dice que tiene usted permiso para cogerlo.

El tren de las cuatro y cuarto había llegado ya y se había marchado para cuando Victor se presentó en la estación. Hester Brownlee se hallaba de pie en la sala de espera, rodeada de su equipaje. Era una mujer de mediana edad que había mantenido tenazmente su buen aspecto, y que desde lejos podría haber parecido bonita.

—¿Qué tal está usted, señorita Brownlee? —la saludó Victor—. Soy Victor Mackenzie. Me…

—Sí, ya sé —dijo ella—. Prescott me ha informado de todo lo referente a usted. —Miró más allá de donde se encontraba Victor—. Llega tarde.

—Lo siento —se disculpó Victor—, pero su madre…

—Esas son mis maletas —señaló ella. Luego se dirigió hacia el Rolls-Royce y se instaló en el asiento de atrás.

Victor encendió un cigarrillo y se fumó la mitad. Después llevó las maletas al coche y emprendió la marcha hacia Salisbury Hall por una carretera secundaria.

—Se ha equivocado de dirección —exclamó la señorita Brownlee—. ¿Ni siquiera conoce usted el camino?

—No voy por el sitio habitual —respondió Victor pacientemente—, pero se debe a que hace años construyeron una fábrica junto a la carretera, y el tráfico es muy intenso a la hora en que termina el trabajo. Llegaremos antes por aquí. Me imagino que va a notar muchos cambios en toda esta zona. ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que estuvo usted en Salisbury Hall, señorita Brownlee? —Su pregunta no obtuvo respuesta, y, pensando que quizá ella no lo hubiese oído, repitió la frase—: ¿Cuánto tiempo hace desde la última vez que estuvo usted en Salisbury Hall, señorita Brownlee?

El resto del camino lo hicieron en silencio. Al llegar a la casa, Victor descargó las maletas y las colocó junto a la puerta. La señorita Brownlee las contó en voz alta. Luego abrió el bolso y le tendió a Victor una moneda de veinticinco centavos.

—¡Vaya, gracias! —dijo Victor—. ¡Muchísimas gracias!

Bajó al jardín para calmar su indignación paseando, y decidió no contarle a Theresa aquel episodio. Finalmente subió al piso de arriba. Su mujer trabajaba en uno de los escabeles con bordados. La habitación que usaban como saloncito estaba abarrotada de objetos con bordados a medio reparar. Theresa lo abrazó con ternura, como hacía siempre que pasaban todo el día sin verse. Victor había terminado de vestirse cuando una doncella llamó a la puerta.

—La señora Brownlee quiere verlos, a los dos —dijo—. Está en su despacho. Ahora mismo.

Theresa se aferró al brazo de su marido mientras bajaban la escalera. El despacho, una habitación sucia y con demasiados muebles, situada junto al ascensor, se hallaba brillantemente iluminada. La señora Brownlee, de gran gala, los recibió sentada tras el escritorio de su marido.

—Sois la gota que hace rebosar el vaso, uno y otro —les dijo secamente cuando entraron—. Cerrad la puerta; no quiero que me oiga todo el mundo. La pequeña Hester vuelve a casa por primera vez después de quince años, y nada más bajarse del tren tienes que insultarla. Durante nueve años habéis disfrutado del privilegio de vivir en esta hermosa casa, una de las maravillas del mundo, y ¿cómo me correspondéis? ¡Esto es la gota que hace rebosar el vaso! Prescott me ha dicho muchas veces que no me fiara de vosotros, de ninguno de los dos; Hester opina lo mismo, y poco a poco yo también estoy empezando a darme cuenta.

La anciana señora, extravagantemente pintada y rebosante de malhumor, esgrimía contra los Mackenzie todo el poder de los ángeles. Su vestido plateado brillaba como el atavío de san Miguel, y en la mano derecha empuñaba el trueno y el relámpago, la muerte y la destrucción.

—Todo el mundo ha estado previniéndome contra vosotros desde hace años —prosiguió—. Y quizá no queráis hacer las cosas mal, puede que solo tengáis mala suerte, pero una de las primeras cosas que Hester ha notado es que faltan la mitad de los bordados. Tú, Theresa, siempre estás arreglando la silla en la que quiero sentarme. Y tú, Victor, me dijiste que habías reparado la pista de tenis, y, claro está, yo no sé nada de eso porque no juego al tenis, pero cuando invité a los Beardon la semana pasada me dijeron que la pista estaba inutilizable, y puedes imaginarte el mal rato que pasé, y esas personas que echaste anoche del jardín han resultado ser los hijos de un amigo muy querido del difunto señor Brownlee. Además, lleváis dos semanas de retraso en el pago de la renta.

—Le enviaré el dinero —dijo Victor—. Nos iremos inmediatamente.

Theresa no había soltado el brazo de su marido durante toda la entrevista, y ambos salieron juntos del despacho. Estaba lloviendo, y Ernest había empezado a colocar cubos en el salón veneciano porque en el techo con forma de cúpula había aparecido una gotera.

—¿Podría ayudarme con las maletas? —preguntó Victor. El viejo mayordomo debía de haber oído la entrevista con la señora Brownlee, porque no contestó.

En las habitaciones de los Mackenzie se habían acumulado objetos de valor sentimental, como fotografías, piezas de plata y otras cosas parecidas. Theresa empezó a guardarlas apresuradamente. Victor bajó al sótano y recogió sus maletas. Hicieron el equipaje a toda prisa —sin pararse siquiera a fumar un cigarrillo—, pero les llevó todo lo que quedaba de la tarde. Cuando terminaron, Theresa retiró la ropa de la cama y puso las toallas usadas en un cesto. Victor bajó las maletas. Escribió una postal al internado donde se encontraba Violet, diciéndole que Salisbury Hall no sería ya su dirección a partir de aquel momento. Y esperó a Theresa junto a la puerta principal.

—¿Adónde iremos, cariño? —murmuró ella al reunirse con él.

Esperó bajo la lluvia a que Victor trajera el coche, y solo Dios sabe dónde fueron a parar cuando salieron de Salisbury Hall.

Solo Dios sabe adónde fueron, pero, para efectos de nuestro relato, los veremos reaparecer, años después, en un lugar de veraneo en la costa de Maine llamado Horsetail Beach. Victor tenía un empleo en Nueva York, y habían ido en coche a Maine para pasar las vacaciones. Violet no estaba con ellos: se había casado, vivía en San Francisco y tenía un hijo pequeño. No escribía a sus padres y Victor estaba al tanto de que su actitud hacia él era de amargo resentimiento, aunque ignoraba por qué. El distanciamiento de su única hija angustiaba a Victor y a Theresa, pero muy pocas veces conseguían hablar de ello. Helen Jackson, su anfitriona en Horsetail Beach, era una mujer joven muy animosa y con cuatro hijos. Divorciada. En su casa había arena por todas partes, y la mayoría de los muebles estaban rotos. Los Mackenzie llegaron allí una noche tormentosa, cuando el viento del norte atravesaba sin contemplaciones las paredes de la casa. Su anfitriona cenaba fuera, y tan pronto como llegaron ellos, la cocinera se puso el sombrero y el abrigo y salió camino del cine, dejándolos a cargo de los niños. Subieron las maletas pisando por la escalera varios trajes de baño todavía húmedos, acostaron a los niños y se instalaron en la fría habitación para huéspedes.

Por la mañana, su anfitriona les preguntó si les importaba que fuera a Camden a la peluquería. A primera hora de la tarde iba a ofrecer una fiesta en honor de los Mackenzie, aunque era el día libre de la cocinera. Helen prometió estar de vuelta para las doce, y como a la una no había vuelto aún, Theresa preparó el almuerzo. A las tres, su anfitriona los telefoneó desde Camden para decir que acababa de salir de la peluquería, ¿le importaría mucho a Theresa adelantar un poco la preparación de los canapés? Theresa hizo los canapés. Luego barrió la arena del cuarto de estar y recogió los trajes de baño húmedos. Helen Jackson regresó por fin de Camden, y los invitados empezaron a llegar a las cinco. Hacía frío y el tiempo era tormentoso. Victor tiritaba dentro de su traje blanco de seda. La mayoría de los invitados eran gente joven, se negaban a beber cócteles e ingerían en cambio ginger-ale, y también cantaban, reunidos en torno al piano. Esa no era precisamente la idea que los Mackenzie tenían de una fiesta agradable. Helen Jackson intentó sin éxito atraerlos al círculo de sonrisas tan cordiales como desprovistas de significado, de saludos y de apretones de manos sobre los que aquella reunión, como cualquier otra, estaba montada. Todos los invitados se marcharon a las seis y media, y los Mackenzie y su anfitriona cenaron los canapés que habían sobrado.

—¿Te importaría mucho llevar a los niños al cine? —le preguntó Helen Jackson a Victor—. Les prometí que irían al cine si se portaban bien durante la fiesta, y han sido unos verdaderos ángeles; no me gustaría nada darles un chasco, y yo estoy completamente muerta.

A la mañana siguiente aún seguía lloviendo. Victor advertía en el rostro de su mujer que la casa y el mal tiempo le suponían un tremendo gasto de energía. La mayoría de nosotros estamos acostumbrados a los inconvenientes de una casa de verano cuando llueve y hace frío, pero no era ese el caso de Theresa. Los somieres de hierro y los visillos de papel tenían un poder desproporcionado sobre su espíritu, como si no se limitaran a ser objetos feos en sí mismos, sino que amenazaran con trastornar su sentido común. Durante el desayuno, su anfitriona sugirió que dieran un paseo en coche bajo la lluvia.

—Sé que hace muy mal tiempo —dijo—, pero podéis ir hasta Camden, que es una manera de matar el tiempo, ¿no es cierto?, y pasaréis por muchos pueblecitos maravillosos, y si llegáis hasta Camden, podéis ir a la biblioteca y sacar El cáliz de plata. Hace ya muchos días que me lo tienen reservado, pero nunca encuentro el momento de ir a buscarlo. La biblioteca está en Estrella Lane.

Los Mackenzie fueron hasta Camden y consiguieron El cáliz de plata. Cuando regresaron había otro trabajo para Victor. La batería del coche de Helen Jackson estaba descargada. La llevó al taller, le prestaron otra y la instaló. Luego, a pesar del mal tiempo, intentó bañarse en la playa, pero las olas eran tan fuertes y venían tan llenas de arena y piedrecitas que después de sumergirse una vez renunció y volvió a la casa. Al entrar en el cuarto de huéspedes con el traje de baño todavía húmedo, Theresa alzó el rostro y Victor vio que estaba llorando.

—Cariño —dijo—, echo de menos nuestra casa.

Aquel comentario era de difícil interpretación, incluso para Victor. Su único hogar era un estudio en Nueva York, que, con su cocina diminuta y su sofá cama resultaba extrañamente juvenil y provisional para aquellos abuelos. La nostalgia de Theresa solo podía referirse a un conjunto de fragmentos de distintas casas. Sin duda hablaba de otra cosa.

—Entonces nos iremos —decidió él—. Saldremos muy de mañana. —Y luego, al notar cómo Theresa se animaba con aquellas palabras, continuó—: Cogeremos el coche y seguiremos adelante, y adelante, y adelante. Llegaremos a Canadá.

Cuando a la hora de cenar le dijeron a Helen Jackson que se marcharían a la mañana siguiente, ella pareció sentirse aliviada. Sacó un mapa de carreteras y marcó con un lápiz el mejor camino hasta Ste. Marie y la frontera atravesando las montañas. Los Mackenzie hicieron el equipaje después de cenar y se marcharon muy pronto a la mañana siguiente. Helen salió al camino de grava para despedirse de ellos. No se había vestido aún y llevaba en la mano una cafetera de plata.

—Ha sido maravilloso teneros aquí —declaró—, aunque el tiempo no haya acompañado en absoluto. Puesto que habéis decidido cruzar la frontera por Ste. Marie, ¿os importaría mucho deteneros un momento y devolver a tía Marly su cafetera de plata? Me la prestó hace años, y me ha estado escribiendo cartas amenazadoras y telefoneándome, así que basta con que se la dejéis en la puerta y salgáis corriendo. Su nombre es señora Sauer. La casa está muy cerca de la carretera principal.

Dio unas indicaciones muy sumarias a los Mackenzie, besó a Theresa y le pasó la cafetera.

—Ha sido estupendo teneros aquí —gritó mientras se alejaban.

En Horsetail Beach las olas seguían siendo fuertes y el viento muy frío cuando los Mackenzie dieron la espalda al océano Atlántico. El ruido y el olor del mar se fue debilitando. Hacia el interior, el cielo parecía despejarse. El viento venía del oeste, y la cubierta de nubes empezó a verse desplazada por la luz y el movimiento. Los Mackenzie llegaron a una zona algo escarpada de tierras de cultivo. Era un paisaje que no habían visto nunca, y a medida que las densas nubes se iban abriendo y la luz entraba a raudales, Theresa fue sintiéndose mejor. Tuvo la impresión de estar en una casa a la orilla del Mediterráneo, abriendo puertas y ventanas. Era una casa en la que no había estado nunca. Solo habían visto una fotografía, años atrás, en una tarjeta postal. Las paredes de la casa, de color azafrán, llegaban directamente hasta el agua azul, y todas las puertas y las ventanas se hallaban cerradas. Ahora ella las estaba abriendo. Comenzaba el verano. Ella abría puertas y ventanas, y, asomándose hacia la luz desde una de las más altas, veía una única vela, que desaparecía en dirección a África, llevándose consigo al perverso rey. ¿De qué otra manera podía explicar la sensación de absoluta felicidad que la embargaba? Estaba en el coche con el brazo y el hombro pegados a los de su marido, como hacía siempre. Al llegar a las montañas, Theresa se dio cuenta de que el aire parecía más fresco y más ligero allí, pero la imagen de abrir puertas y ventanas —puertas que se atascaban en el umbral, ventanas con postigos, ventanas batientes, ventanas de guillotina, y todas ellas con vistas sobre el mar— continuó presente en su cabeza hasta que, al atardecer, llegaron, descendiendo, hasta Ste. Marie, un pequeño lugar de veraneo junto a un río.

—Condenada mujer —dijo Victor—. La casa de la señora Sauer no estaba donde Helen había dicho que la encontrarían.

Si la cafetera no hubiese tenido aspecto de ser un objeto valioso, la habría arrojado a la cuneta sin preocuparse de más. Se metieron por una carretera de tierra que discurría paralela al río, y se detuvieron en una gasolinera para que los orientaran.

—Sí, sí —dijo el hombre—. Claro que sé dónde viven los Sauer. Su desembarcadero está justo al otro lado de la carretera, y el que lleva la lancha se hallaba aquí hace un minuto. —Abrió la puerta de tela metálica y gritó poniendo las manos a los lados de la boca—: ¡Perley! Hay unas personas que quieren ir a la isla.

—Solo se trata de devolver una cosa —aclaró Victor.

—Él los llevará. A esta hora del día es un paseo muy bonito. No tiene nada que hacer. Se pasa aquí la mayor parte del tiempo hablando por los codos. ¡Perley! ¡Perley!

Los Mackenzie cruzaron la carretera hasta donde un torcido embarcadero se adentraba en el agua. Un anciano estaba sacando brillo a los adornos metálicos de una lancha.

—Los llevo y luego los traigo en un santiamén —dijo.

—Yo te esperaré aquí —decidió Theresa.

Los árboles crecían inclinados en las dos riberas; en algunos sitios tocaban el agua. El río era muy ancho en aquel punto, y al curvarse entre las montañas, Theresa veía su curso, aguas arriba, por espacio de varios kilómetros. La amplitud del paisaje le agradó, y apenas oyó la conversación entre Victor y el barquero.

—Dígale a la señora que venga —sugirió el anciano.

—¿Theresa?

Ella se volvió, y Victor le tendió la mano para que subiese a la lancha. El barquero se encasquetó una sucia gorra de capitán de yate, y se pusieron en marcha aguas arriba. La corriente era fuerte, y la lancha avanzaba lentamente; al principio no distinguían ninguna isla, pero luego vieron cómo luz y agua separaban de la orilla lo que les había parecido una península. Atravesaron algunos pasajes angostos y, después de hacer un giro muy brusco —todo aquello les resultaba extraño y nuevo—, llegaron a un desembarcadero situado en una cala. Victor tomó una senda que llevaba hasta una casa de madera de aire anticuado y color de miel. El emparrado que unía la casa con el jardín estaba hecho con troncos de cedro, de los que —entre las rosas— colgaban tiras de corteza desprendidas. Victor llamó al timbre. Una vieja criada abrió la puerta y lo condujo, atravesando la casa, hasta el porche, donde la señora Sauer se hallaba sentada con un trabajo de costura sobre el regazo. Le dio las gracias por traerle la cafetera y, cuando Victor estaba a punto de marcharse, le preguntó si había venido solo.

—Mi mujer está conmigo —dijo él—. Vamos camino de Quebec.

—Bueno, como Talbot solía decir, ha llegado el momento de empezar a beber —respondió la anciana—. Si usted y su mujer se quedaran el tiempo suficiente para tomar un cóctel conmigo, me harían muy feliz. No se trata más que de eso.

Victor salió a buscar a Theresa, que esperaba junto al emparrado, y la condujo hasta el porche.

—Ya sé que ustedes, la gente joven, siempre tienen mucha prisa —dijo la anciana—. Me doy cuenta de lo amable que son deteniéndose aquí, pero mi marido y yo hemos estado muy solos todo el verano. Aquí me tienen, haciendo dobladillos para los visillos de la habitación de la cocinera. ¡Qué aburrimiento! —Alzó la labor y la dejó caer—. Y puesto que han sido tan amables de quedarse a tomar un cóctel, voy a pedirles otro favor. Le voy a pedir a usted que prepare los cócteles. Agnes, la persona que le ha abierto la puerta, los prepara de ordinario, pero echa demasiada agua a la ginebra. Encontrará todo lo necesario en la antecocina. No tiene más que cruzar el comedor.

Alfombras hechas por los navajos cubrían el suelo del amplio cuarto de estar. El hogar de la chimenea era de piedras sin desbastar, y encima, por supuesto, había una cornamenta de ciervo. Al final de un comedor grande y más bien sombrío, Victor encontró la antecocina. La anciana criada le llevó la coctelera y las botellas.

—Me alegro de que se queden —comentó—. Sabía que iba a proponérselo. Se ha pasado el verano tan sola que me preocupa. Es una mujer encantadora, se lo aseguro, pero últimamente ha cambiado mucho. Empieza a beber a las once de la mañana. A veces incluso antes.

La coctelera era un trofeo de una competición de vela. La bandeja de plata maciza había sido un regalo de los colaboradores financieros del señor Sauer.

Cuando Victor regresó al porche, Theresa estaba cosiendo los visillos para el cuarto de la cocinera.

—¡Qué agradable es notar otra vez el sabor de la ginebra! —exclamó la anciana señora Sauer—. No sé qué es lo que Agnes cree conseguir aguando los cócteles. Es una criada extraordinariamente fiel y útil, pero se está haciendo vieja, se está haciendo vieja. A veces tengo la impresión de que ha perdido un tornillo. Esconde las escamas de jabón en la nevera y, por la noche, duerme con una hacha debajo de la almohada.

—¿A qué regalo de la fortuna debemos esta encantadora visita? —preguntó el anciano caballero al reunirse con ellos. Se quitó los guantes de trabajar en el jardín y guardó las tijeras de cortar las rosas en un bolsillo de su chaqueta de cuadros.

—¿No es muy amable por su parte que estos chicos hayan aceptado quedarse a tomar una copa con nosotros? —dijo la señora Sauer, después de hacer las presentaciones. El anciano no pareció sorprenderse al oír que su esposa llamaba «chicos» a los Mackenzie—. Vienen de Horsetail y se dirigen hacia Quebec.

—Mi mujer y yo siempre hemos detestado Horsetail Beach —declaró el anciano caballero—. ¿Cuándo piensan llegar a Quebec?

—Esta noche —respondió Victor.

—¿Esta noche? —preguntó la señora Sauer.

—Dudo que lleguen a Quebec esta noche —dijo su marido.

—Imagino que podrán hacerlo —comentó la anciana—, tal como conducen ustedes, los chicos de hoy en día, pero llegarán más muertos que vivos. Quédense a cenar y pasen aquí la noche.

—Sí, por favor, quédense a cenar —insistió su marido.

—Se quedan, ¿verdad? —preguntó la señora Sauer—. ¡No estoy dispuesta a aceptar un no por respuesta! La edad me concede muchos privilegios, y si dicen que no, haré profesión de sordera y fingiré que no los oigo. Y ahora que ya han decidido quedarse, prepárenos otra ronda de esos deliciosos cócteles y dígale a Agnes que dormirán en la habitación de Talbot. Hágalo con mucho tacto. No le gustan nada los huéspedes. Recuerde que es muy vieja.

Victor regresó con el trofeo de la competición de vela al interior de la casa, que, a pesar de sus muchas ventanas de grandes proporciones, parecía ya una cueva en los primeros momentos del atardecer.

—Mi mujer y yo nos quedamos a cenar y pasaremos aquí la noche —le dijo a Agnes—. La señora Sauer ha dicho que utilicemos la habitación de Talbot.

—Vaya, eso está bien. Quizá se anime un poco. Ha sufrido mucho en la vida, y creo que le ha afectado mentalmente. Sabía que iba a proponérselo, y me alegro de que se queden. Son más platos que fregar y más camas que hacer, pero también es más… es más…

—¿Más movido?

—Eso es, eso es. —La anciana criada se echó a reír—. Me recuerda usted un poco al señor Talbot. Siempre bromeaba conmigo cuando venía a preparar los cócteles. Que Dios se apiade de él. Cuesta trabajo hacerse a la idea —comentó con tristeza.

Al atravesar de nuevo el cuarto de estar con aspecto de cueva, Victor oyó a Theresa y a la señora Sauer, que hablaban del aire de la noche, y se dio cuenta de que una brisa fresca estaba descendiendo de las montañas. Lo notó en la habitación. Aunque invisibles por la oscuridad, había flores en algún sitio, y el aire de la noche realzaba su olor y el de las grandes piedras de la chimenea, con lo que el cuarto de estar olía como una cueva con flores dentro.

—Todos dicen que el paisaje es muy parecido al de Salzburgo —dijo la señora Sauer—, pero yo soy muy patriota y no creo que el paisaje mejore con esas comparaciones. No obstante, sí parece mejorar cuando se está bien acompañado. Solíamos tener huéspedes en otro tiempo, pero ahora…

—Sí, sí —intervino el anciano caballero, dando un suspiro. Destapó una botella de esencia de limón y se frotó las muñecas y la nuca.

—¡Ya está! —dijo Theresa—. ¡Terminados los visillos de la cocinera!

—¡No sabes cuánto te lo agradezco! —dijo la señora Sauer—. Y si ahora alguien tuviera la amabilidad de darme las gafas, admiraría tu labor. Están sobre la repisa de la chimenea.

Victor encontró las gafas: no donde ella había dicho, sino en una mesa próxima. Se las dio y luego se paseó arriba y abajo por el porche unas cuantas veces. Consiguió dar la impresión de que ya no era un invitado casual, sino que se había convertido en un miembro de la familia. Se sentó en los escalones, y Theresa fue a reunirse con él.

—Míralos —dijo la anciana señora a su marido—. ¿No te reconforta ver, para variar, a una pareja de gente joven que se quiere…? Eso ha sido el cañonazo de la puesta de sol. Mi hermano George compró ese cañón para el club náutico. Era su orgullo y su satisfacción. ¿No es cierto que está muy tranquila la noche?

Pero las miradas tiernas y los gestos que la señora Sauer interpretaba como manifestaciones de amor puro eran los gestos de unos chicos sin hogar de verano que habían conseguido un indulto momentáneo. ¡Qué delicioso, qué impagable les parecía aquel instante! Brillaban las luces en otra isla. Recortado contra el crepúsculo se veía el entarimado de hierro del techo roto de un invernadero. Pobres urracas. Su aspecto y sus ademanes eran inocentes; sus huesos, endebles. De hecho, representaban a los muertos. Marchaos, marchaos, cantaban el viento, los árboles y la hierba, pero no cantaban para los Mackenzie, que volvieron la cabeza para escuchar a la anciana señora Sauer.

—Me voy a poner el vestido verde de terciopelo —dijo—, pero si no tenéis ganas de cambiaros para la cena…

Aquella noche, mientras servía la mesa, a Agnes le pareció que no había visto un grupo tan alegre desde hacía mucho tiempo. Y después de cenar los oyó jugar al billar en la mesa comprada para el pobre Talbot, que estaba muerto. Llovió un poco, pero, a diferencia de la lluvia en Horsetail Beach, allí no fue más que un suave chaparrón de montaña que pasó en seguida. La señora Sauer bostezó a las once, y dejaron de jugar. Se dieron las buenas noches en el descansillo del primer piso, junto a las fotografías de la tripulación de Talbot, del poni de Talbot y de su promoción en la universidad.

—Buenas noches, hasta mañana —les deseó la señora Sauer, y luego adoptó un aire decidido, dispuesta a prescindir de las restricciones impuestas por la buena crianza, y añadió—: Estoy encantada de que accedierais a quedaros. No os puedo decir lo mucho que significa. Me… —Se le saltaron las lágrimas de los ojos.

—Es maravilloso estar aquí —declaró Theresa.

—Buenas noches, chicos —repitió la señora Sauer.

—Buenas noches, hasta mañana —dijo el señor Sauer.

—Buenas noches —dijo Victor.

—Buenas noches —dijo Theresa.

—Que durmáis bien —añadió la señora Sauer—, y que tengáis dulces sueños.

Diez días después, los dueños de la casa esperaban otros invitados: unos primos jóvenes llamados Wycherly. Nunca habían estado antes allí, y aparecieron por el camino del embarcadero a última hora de la tarde. Victor les abrió la puerta.

—Soy Victor Mackenzie —se presentó alegremente. Llevaba unos pantalones cortos de jugar al tenis y un jersey, pero cuando se inclinó para coger una maleta, las rodillas le crujieron con estrépito—. Los Sauer han salido a dar un paseo en coche con mi mujer —explicó—. Estarán de vuelta para las seis, cuando llegue el momento de empezar a beber. —Los primos lo siguieron, atravesando el gran cuarto de estar y después escaleras arriba—. La señora Sauer les ha asignado la habitación del tío George —dijo Victor—, porque tiene las mejores vistas y más agua caliente que las demás. Es la única habitación que se le ha añadido a la casa desde que el padre del señor Sauer la construyó en 1903…

Los invitados no sabían muy bien qué pensar de Victor. ¿Era también un primo? ¿Un tío, tal vez? ¿Un pariente pobre? Pero la casa era cómoda y el día espléndido, y al final aceptarían a Victor por lo que parecía ser, y lo que parecía ser era un hombre francamente feliz.