CAPÍTULO XI
Stephen se estaba debatiendo con el problema que se le había planteado entre Harold y Tyler.
Cada uno, en su versión, acusaba al otro y ambos a la vez ante el comandante, habían perdido su confianza, aunque las sospechas recaían más en Harold por varios fallos que descubrió en su relato y que no encajaban bien.
De todos modos, también podría ser que el mismo agotamiento de Harold redundara en su mente enfermiza.
Esto hizo que se reafirmara más en su pensamiento de principio en concederle un permiso y que descansara durante unos días en compañía de Caroline.
En la actualidad no existía el problema del gran desplazamiento, puesto que Caroline se hallaba en la capital del «Tierra 2».
Tras pensarlo un poco, decidió que esto sería la mejor solución, el mandarle a que viera a su esposa aunque únicamente se tratara de unas horas en su compañía.
Esto lo consideraba suficiente para que volviera a ser el de antes.
Haría la prueba y del resultado de la misma, dependían muchas cosas.
Así que fue a visitar a Harold en el laboratorio encontrándole, como siempre dedicado a sus trabajos.
—Harold..., con todo este jaleo me olvidé de participarte una gran noticia.
—¿Qué es ello?
Preguntó el biólogo aparentemente indiferente, como a quien nada le importa.
—No puedes imaginar a quién me he encontrado en la capital del «Tierra 2».
—No, desde luego.
—Fíjate, nada menos que a Julie y con ella está su hermana, Caroline.
Stephen quedó cortado en su entusiasmo ante la pasividad de Harold que, posteriormente se convirtió en extrañeza para dar muestras finalmente de un cierto pánico.
No pudo contenerse y casi le preguntó molesto:
—Pero bueno... ¿Es que no te alegra que tu esposa se encuentre tan cerca?
—¿Mi esposa...? ¡Ah, sí, sí...! ¿Y cuándo ha venido?
—Pues la verdad es que no lo sé, ya que el encuentro con Julie ha servido para que ambos nos diéramos cuenta de que nos queremos. Nos hemos prometido y apenas si tuvimos tiempo de hablar de otras cosas que no fuera de nosotros.
Transcurrió un rato, tras el cual Harold manifestó de un modo monótono:
—¡Vaya, hombre...! ¿Así que te has prometido a Julie?
—Sí, ya puedes imaginar mi alegría. He quedado con ella que irás a visitar a Caroline. Mira, aquí tengo la dirección. De modo que Arthur te llevará y pasas unos días con ella.
—No, no puede ser. Es que tengo mucho trabajo.
—Ni una palabra de trabajo. Si no fuera por tener unas cosas que hacer, te vendrías conmigo.
—Yo bien quisiera verla, pero...
—Nada, nada, lo dicho. Tú te vas y al menos pasas unas horas con ella. El tiempo que decidas estar ya se lo dirás a Arthur para que te espere o bien regrese.
—No puedo, Stephen. Es que...
—Sí que puedes. Y no admito réplicas. Es una orden.
Stephen se reservó sus pensamientos. Bien a las claras se notaba que él no quería ir, pero estaba dispuesto a que lo hiciera.
Podía ocurrir que entre ellos se hubiera suscitado alguna regañeta y estaba seguro, que si esto era así, tras la separación obligada, al verse quedaría todo olvidado.
El comandante Stephen Spivey llamó al teniente Tyler que se presentara en su alojamiento.
—Mira, Tyler... He estado pensando sobre vuestro altercado y me da la impresión de que Harold o sufre de agotamiento físico o moral, y, por lo tanto, ha desorbitado la cuestión o... bien podría ser que encubra algo.
—Sí, también he pensado sobre lo primero, por lo que sus palabras no las tomé en cuenta.
—Bien hecho. Se nota tu nobleza. Pero no por ello hay que descartar la otra posibilidad. Sea lo que fuere, le he mandado para que haga una visita a Caroline y sobre lo que de ello resulte, sabremos a qué atenernos.
—¿Le has mandado a la Tierra?
—No, a la capital de este planeta artificial. Julie y Caroline se encuentran aquí. Julie está preciosa como nunca. Y hay algo mas, nos hemos prometido.
—¡Esto sí que es un notición...! Mi enhorabuena, Stephen.
—Gracias, Tyler.
—¿Cuándo es la boda?
—En seguida que terminemos con esto.
Ni Tyler le preguntó cómo la había encontrado y Stephen, con toda intención, silenció el lugar dónde la halló y su ocupación en aquel centro oficial.
Tal como estaban las cosas tenía que mostrarse cauto hasta quedar bien definidas las posiciones de Harold y Tyler.
—Bien, vayamos a lo nuestro, Tyler. Voy a salir de reconocimiento a la zona que tienen establecida su nueva guarida.
—Pero habiendo desaparecido la película...
El teniente pronunció estas palabras apesadumbrado y en parte sintiéndose culpable.
Stephen pensó que su expresión era sincera y si era lo contrario tenía ante él a un gran comediante.
Sea lo que fuere, centró toda su atención para no perderse detalle de lo que le iba a comunicar:
—Aunque haya desaparecido esa película, tengo fijado en mi mente el lugar donde aterrizó el capitán Cliff. Por otra parte, poseo un duplicado del filme.
Tyler respiró aliviado, como si le quitaran un gran peso de encima y así lo expresó:
—¡Menudo descanso me proporcionas...! Indirectamente me sentía culpable de su desaparición, puesto que todo sucedió durante tu ausencia.
Stephen consideró que sus palabras estaban presididas por la sinceridad y que nada turbio se ocultaba tras ellas.
De todos modos, el comandante se abstuvo de hacer algún comentario sobre el particular y cambiando de tema, le preguntó:
—¿Has oído hablar de los «aparecidos»?
—No. ¿Qué es eso?
—«Eso...» se trata de los que vinieron con Harold. Los muchachos del campamento les denominan así, y hay más, sienten cierta animadversión hacia ellos.
Stephen también se calló quién le había proporcionado esta información. Se había propuesto ir con pies de plomo hasta tener plena seguridad de la lealtad del teniente o del biólogo o la de ambos a la vez.
—Pues no lo sabía. ¿Y qué quieres insinuar con ello?
Tyler no era tonto y por las palabras de su comandante, notó que una velada advertencia se ocultaba tras ellas, aunque ignorando por dónde iba.
—Quiero decir que los mantengas bajo control, que no les pierdas de vista y con ello evitar de una vez que se originen nuevos actos de sabotaje.
—De acuerdo. Así lo haré.
Stephen Spivey, acompañado de Philips, Peter y Michel, en vuelo rasante, se dirigieron a donde estuvieron instaladas las dependencias primitivas, aquellas que fueron voladas tras su incursión anterior y que ocupaban sus enemigos.
Era el lugar más cercano al nuevo enclave que poseían aquellos facinerosos pertenecientes al planeta llamado Tilaxia.
Por otra parte aquél era el único sitio donde podían ocultar su vehículo. Desde allí no les quedaba más remedio que cubrir la distancia a pie por el bosque y aproximarse cuanto les fuera permitido y sin ser descubiertos.
Luego de camuflar el vehículo convenientemente, el comandante, al frente de los de su patrulla y tomando toda clase de precauciones, se fueron aproximando a donde tenían enclavada su nueva guarida.
Lograron llegar a las inmediaciones de aquel gran claro sin dificultad alguna.
Stephen comprobó que allí imperaba gran actividad, viéndose muchos hombres vestidos de oscuro hasta la cabeza que iban y venían, salían y entraban por la rampa hacia las dependencias subterráneas.
Todo ello hacía presagiar los preparativos de una ofensiva, de un golpe definitivo.
Desde su punto de observación, Stephen fue trazando un croquis de cuantas instalaciones había visibles.
En esto estaba, cuando se apercibieron del zumbido de un vehículo volador que se iba aproximando a aquel lugar.
Por señas les indicó a sus hombres que se ocultaran mejor para no ser descubiertos desde las alturas, de lo contrario, dados los efectivos que por allí se veían, les resultaría más que imposible el salir con vida.
En efecto, se trataba de un vehículo igual al que persiguió el comandante e igualmente estaba pintado de verde.
Del mismo, en primer lugar, bajó el capitán Cliff, al que reconoció por su modo de andar y se lo confirmaron, altamente extrañados los hombres de su patrulla.
—¡Si es el capitán Cliff...! —exclamó por lo bajo Philips.
—¿Es verdad lo que contemplan mis ojos...? —preguntó incrédulo Peter.
—¿Pero qué hace ahí el capitán, comandante? —susurró Michel.
Stephen, sin inmutarse, contestó a las preguntas, igualmente en voz baja:
—Es lo que quisiera saber.
Pero su asombro llegó al máximo cuando del mismo vehículo descendieron dos mujeres y eran... ¡Julie y Caroline...!
Quedó completamente desconcertado. Se restregó los ojos y volvió a mirar. Recurrió a unos prismáticos especiales y su rostro se quedó blanco.
Michel sospecho que algo raro le sucedía, por lo que le preguntó:
—¿Le pasa algo, comandante?
Stephen, cuando se repuso, contestó:
—No, nada, nada...
Pero la realidad era muy distinta. Se preguntaba qué podían hacer las dos hermanas en aquel lugar.
Y bajaron y se encaminaron con toda naturalidad y acompañadas por el capitán Cliff, hacia las instalaciones subterráneas.
Era como para volverse loco y preguntó por si se trataba de un espejismo o algo por el estilo:
—¿Alguno de vosotros conoce a esas mujeres?
El único que contestó fue Peter quien manifestó igualmente extrañado:
—Yo reconozco a una de ellas, la esposa del biólogo y a la que vi en dos ocasiones.
—Gracias, Peter.
Y luego, como quien se hace una reflexión, manifestó:
—Por lo tanto, no estoy loco. Son ellas, ellas...
—¿Decía comandante?
—No, nada, nada, Peter... Más bien hablaba para mí.
Stephen no salía de su asombro y miles de preguntas bullían en su mente sin una contestación adecuada que pudiera aclarar su desconcierto.
Todavía permanecieron allí hasta que las dos mujeres junto al capitán, desaparecieron en el interior de las instalaciones subterráneas.
Iba a indicarles Stephen que iniciaran la retirada, cuando la presencia de una patrulla de hombres oscuros, les impidió que se movieran del lugar que ocupaban.
Se quedaron quietos, incluso conteniendo la respiración y la mencionada patrulla pasó de largo sin notar su presencia.
Pero es que luego a ésta siguieron muchas más, obligándoles a permanecer en su escondite.
Por lo visto habían establecido un cinturón de vigilancia y aquello se estaba prolongando más de la cuenta.
Además, existía una segunda patrulla que, espaciadamente, iba colocando unos objetos que el comandante catalogo en seguida que se trataban de detectores de alarma.
Estos los fijaban encarados hacia el bosque, o sea que, todo aquel que pretendiera aproximarse a la explanada su presencia quedaría denunciada.
Esto podía constituir un grave inconveniente para los planes del comandante.
Con un susurro de voz, les dijo a sus hombres:
—Fijaros en los puntos donde han colocado los detectores. Es preciso variarlos de posición para que de esta forma, nos quede un pasillo por el que poder escabullirnos sin ser notados.
Observó que las patrullas pasaban ahora con una frecuencia de quince minutos más o menos.
Le indicó a Philips:
—En cuanto haya pasado la próxima patrulla y se haya perdido de vista, te diriges a aquel puesto de alarma que está situado a la derecha y varias de posición el detector fijándolo hacia la copa del árbol. En seguida que lo hayas hecho, sin pérdida de tiempo, regresas de nuevo aquí.
—De acuerdo.
Philips así lo hizo. Nada más desaparecer la patrulla de turno corrió como un gamo para cubrir el espacio que le separaba y una vez llegado al tronco donde habían instalado el detector, lo encaró hacia arriba.
Luego, con la misma rapidez que empleó al principio, retrocedió al refugio que ocupaban.
La inmediata patrulla no se hizo esperar y en esta ocasión, cuando quedó el camino expedito, le tocó el turno a Peter.
Stephen, le indicó:
—Al puesto de alarma que cae a nuestra izquierda.
Hizo la misma operación y luego fue repetida por Michel e incluso el mismo Stephen en dos puestos que caían a más distancia.
Con esta operación llevada a cabo, había conseguido el comandante una amplia zona de seguridad para ellos, naturalmente.
Una vez logrado esto y habiendo oscurecido ya, con cierta tranquilidad salieron de su escondite para dirigirse a donde dejaron el vehículo.
El regreso hasta el mismo, les ocupó más tiempo de lo previsto, puesto que no pudieron hacer uso de elementos que iluminaran la ruta por temor a ser descubiertos.
Tras penoso caminar durante el cual se dieron más de un trompicón, consiguieron llegar a su destino cuando ya estaba amaneciendo visiblemente.