CAPÍTULO V

Stephen estaba impaciente por ver a Harold y le contara personalmente su odisea. Así que decidió pasarse por su alojamiento.

Le encontró ya levantado y dedicado a su trabajo.

El comandante Stephen Spivey se quedó un tanto extrañado de que no fuera a verle y así se lo manifestó:

—¡Harold! ¿Por qué no has venido a verme en seguida de haber descansado?

Este le miró inexpresivamente y al cabo de un momento, le respondió:

—Hola, Stephen. Es que se ha acumulado el trabajo y quería dejarlo listo.

—Pero hombre, creo que en este caso hubieras podido posponerlo.

—Sí, pero es que me había obsesionado en repasar unas notas, y sin darme cuenta, me he olvidado de lo demás.

Le contestó de una forma monótona, sin entusiasmo.

Stephen le contempló conmiserativo, para decirle a continuación con la intención de animarle un poco:

—Bueno, no tiene la menor importancia. Se nota que todavía dura en ti el cansancio y la tensión nerviosa a la que habrás estado sometido.

—Sí, eso será.

—¿Te encuentras con ánimos de contarme tu aventura?

—Desde luego. Verás...

El relato que le hizo fue una repetición de lo que le participó el teniente Tyler, sin aducir algún dato que resultara interesante.

Una cosa notó y es que se expresaba sin la vivacidad que le caracterizaba.

Pero a esto Stephen no le concedió la menor importancia, al juzgar que sería consecuencia de lo que había pasado.

Quería hacerle unas cuantas preguntas, mas decidió postergarlas.

—Pues menos mal que has aparecido. Te dábamos por muerto.

—Ya ves que no.

Consideró tonta la contestación de Harold, pero la pasó por alto.

—Me has quitado un gran peso de encima. Me resultaba doloroso el tenerle que anunciar a Caroline.

Harold quedó unos momentos pensativo, para luego manifestar como si recordara:

—¡Ah, sí! Caroline...

—Menos mal que no lo hice en seguida. Fíjate el sufrimiento de ella a estas horas. Aunque la alegría también hubiera sido mayúscula.

—Sí, claro, claro.

—Bueno, te voy a dejar porque compruebo que no tienes ganas de charla.

—Perdona, Stephen, es que estoy obsesionado con estos papeles.

—Bien, bien, no es necesario que te excuses. Aunque yo te aconsejaría que descansaras un poco más y dejaras el trabajo para más tarde.

—Ya veremos. Si puedo, seguiré tus consejos.

Stephen se levantó dándole una palmadita en la espalda y cuando estaba a la puerta de la estancia-laboratorio de Harold, se volvió para decirle:

—¡Ah! Cuando te encuentres más comunicativo, ya me lo dirás.

Harold movió la cabeza dos o tres veces en señal afirmativa, pero de sus labios no salió una sola palabra.

* * *

En el campamento todo era silencio, estando todo el personal dedicado al descanso.

Naturalmente había una excepción reducida, los que montaban la guardia.

Había apostado un centinela al cuidado del arsenal y dos vigilando la puerta de acceso que permanecía cerrada, amén de otros tantos distribuidos estratégicamente.

El centinela que estaba vigilando el arsenal, situado en las instalaciones subterráneas, permanecía en su servicio de rutina absorto en sus pensamientos.

Pero sus movimientos eran vigilados por alguien que permanecía agazapado en la oscuridad.

Esa persona que permanecía al acecho, extrajo una diminuta cajita conteniendo unas bolitas del tamaño de un perdigón medio regular.

Lo depositó en el suelo, no sin antes volver a tapar la cajita que cerraba herméticamente.

Aquel perdigón fue aumentando de tamaño rápidamente, apareciendo unas patas, para posteriormente convertirse en un pulpo del tamaño de un hombre.

A una indicación de quien permanecía oculto, el cefalópodo fue avanzando silenciosamente hacia donde estaba el centinela.

El muchacho, completamente ajeno al peligro que se le avecinaba, seguía en su puesto.

El monstruo aquél, cuando estaba a dos pasos del centinela, emitió un silbido.

Esto hizo volver en redondo al muchacho empuñando su arma, pero no tuvo oportunidad de usarla.

El monstruo se lanzó contra él apresándole con sus tentáculos y a los pocos segundos yacía en el suelo sin vida y devorado con avidez.

Aquel individuo que permaneció en la sombra, dejó su escondrijo y se dirigió a la entrada de la estancia que hacía de arsenal.

Miró un momento indeciso y luego fue directamente hacia donde había unas armas y se apoderó de una.

Y aquel tipo llevaba el uniforme del «Batallón de la Parca».

Se sacó un arma que llevaba oculta, apuntó al monstruo, sonó un chasquido apagado y tras un estremecimiento, se fue reduciendo de tamaño hasta desaparecer.

Con una sonrisa malévola y llevando en su mano el arma sustraída del arsenal, decidió salir de las instalaciones subterráneas para emerger posteriormente a la explanada.

Aprovechando los lugares más oscuros, con sigilo, encaminó sus pasos hacia la salida del campamento.

Los centinelas estaban en sus puestos y había una zona iluminada, precisamente donde se emplazaba la puerta de acceso.

Extrajo la cajita cerrada herméticamente y lanzó al suelo dos de aquellos perdigones que inmediatamente tomaron forma.

Les mandó que atacaran a los centinelas que en un momento fueron reducidos a la impotencia quedando en el suelo medio asfixiados.

El individuo aquel pronunció unas palabras y los monstruos le siguieron hacia la puerta de salida, quien una vez estuvo frente a la misma estuvo manipulando en el sistema de cierre, la abrió y salió del recinto cercado.

Uno de los centinelas se recobró más pronto, alcanzando a ver a los dos monstruos.

Disparó y un cefalópodo desapareció; al otro seguramente le hirió, puesto que soltando algo parecido a aullidos, se perdió en la oscuridad.

Momentos después se oyó un grito de terror humano, para sumirse todo en un silencio transitorio.

Fue transitorio, puesto que luego de los disparos del centinela, la alarma cundió en el campamento.

Los focos emitieron sus haces luminosos, el personal se había levantado llevando consigo las armas, las órdenes eran dadas a gritos por los subalternos.

La confusión reinante fue cortada por la presencia del comandante Stephen Spivey quien con energía ordenó que se controlaran, que se calmaran.

Al darse cuenta de que la puerta estaba abierta, se fue hacia allí, viendo a un centinela auxiliando al otro que aún yacía en el suelo.

Con voz de trueno, Stephen inquirió:

—¡Centinela! ¿Qué ha pasado?

El muchacho hizo una inspiración profunda y contestó con un hilo de voz:

—Los monstruos, señor.

Y acto seguido se desvaneció casi encima de su compañero al que pretendía atender.

Ya había acudido a su lado el teniente Tyler junto con varios componentes del «Batallón de la Parca».

El comandante ordenó:

—Teniente, que atiendan a los muchachos y quédate aquí de guardia con una escuadra.

—A la orden, señor.

—Los de mi patrulla, venid conmigo. Teniente, que enciendan los reflectores. Vamos a efectuar una descubierta.

Tyler transmitió la orden y aquel sector quedó iluminado como si fuera de día.

Los cuatro componentes de los que llamaba «mi patrulla» los tenía a su lado, incluyendo a Philips ya completamente restablecido.

Siguieron a su jefe con las armas dispuestas para no dejarse sorprender, inspeccionando el terreno palmo a palmo.

Vieron un bulto que se movía y no anduvieron con contemplaciones. Una descarga cerrada y aquello se abatió.

Con precaución acudieron a donde había caído aquello y todavía pudieron ver cómo desaparecía el monstruo, al igual que un globo al desinflarse.

A ellos ya no les causaba extrañeza este fenómeno, puesto que lo habían presenciado en varias ocasiones.

Prosiguieron la inspección y fue Philips quien dijo:

—Comandante, mire esto.

Algo brillaba en el suelo con reflejos metálicos y Stephen preguntó con extrañeza, como si esta pregunta se la hiciera más bien a sí mismo:

—¿Pero qué hace aquí este propulsor de entretenimiento?

Nadie contestó.

Todos sabían que estas armas secretas únicamente eran utilizadas en misiones de mucho peligro y no salían del arsenal sin orden expresa del comandante.

El mismo Stephen se inclinó para cogerla, no sin antes cerciorarse que los seguros estaban en su posición correspondiente, pues de sobra sabía que en caso contrario hubieran volado los cinco hechos pedazos.

Comprobó que habían unas manchas y él mismo se miró la mano derecha que se había mojado con aquel líquido.

Manifestó:

—Esto es sangre y de no hace mucho.

—Seguramente de quien llevaría el arma.

—Pudiera ser que acertaras, Peter. Toma, hazte cargo de ella.

Stephen al mover el pie, notó algo con que tropezaba su calzado. Miró al suelo y recogió aquel objeto.

Se trataba de una cajita herméticamente cerrada.

Se quedó contemplándola y a punto estuvo de abrirla, pero repentinamente le vino a la memoria que había visto muchas como aquélla en el laboratorio de las instalaciones subterráneas que quedaron hechas cisco al producirse la explosión.

Las que cogió, junto con los frascos precintados, se lo había dejado en la guantera del vehículo para posterior análisis.

In mente se dijo que le llevaría las muestras a Harold y que aclarara para qué podía servir aquello, ya que alguna utilidad tendría desde el momento que abundaban en aquel laboratorio.

Por más que siguieron buscando, nada anormal encontraron, por lo que Stephen les manifestó:

—Muchachos, volvamos al campamento. Cuando sea de día, ya proseguirán el trabajo otras patrullas.

Al llegar al campamento el teniente recibió a su comandante con muestras de gran preocupación, al comunicarle:

—Comandante, tengo novedades muy desagradables que darte.

—¿Qué ocurre ahora, teniente?

Inquirió Stephen con muestras evidentes de mal humor.

—El centinela del arsenal ha desaparecido, encontrándose huellas de sangre. De los propulsores de entretenimiento, falta uno. La puerta de acceso al campamento, ha sido abierta sin forzar el mecanismo de cierre.

—¿No tienes otra calamidad que anunciarme, teniente?

Tyler, muy serio, le contestó:

—No, señor.

—Menos mal, porque sólo faltaría que me dijeras que el campamento iba a volar, cosa que, tal como andan las cosas, no me sorprendería lo más mínimo. Al menos, si tiene que ocurrir así, que nos enteremos con tiempo.

Medio en broma y medio en serio se expresó de este modo, pero los que le conocían bien, sabían que cuando el comandante se comportaba de este modo, era síntoma de que estaba preocupado muy seriamente, aunque trataba de disimularlo.

—Bueno, Tyler. ¡Qué le vamos a hacer! Lo que hay que procurar es no dejarse sorprender más y en ello me incluyo a mí mismo. El propulsor de entretenimiento, lo hemos recuperado.

Tyler lanzó un suspiro de alivio, manifestando:

—Menos mal.

—¿Cómo están los que estaban de centinelas?

—Me han dicho que se van recuperando.

—¿Has visto a Harold?

—Sólo un momento que ha venido a interesarse por lo que estaba pasando.

—Bien. En cuanto sea de día, te pasas por mi alojamiento. Mientras, tengo unas cosas que hacer.

—A la orden, señor.