Cuando todo quedó en calma, Stephen Spivey, ordenó:
—Michel, aproxímate con el vehículo y el dos que venga también.
Atravesaron la explanada hasta llegar a donde estaba el comandante con los demás componentes de la patrulla.
Subieron a los vehículos y el comandante, comunicó:
—¡Atención tres y cuatro! Descender y ocupar la posición en que estaban el uno y el dos.
Contestaron haber recibido la orden y cuando estuvieron emplazados donde les indicó Stephen, éste estableció comunicación general para exponerles:
—Vamos a explorar lo que se encuentra ahí dentro.
El vehículo número dos quedará a la entrada, a la iniciación de la rampa, para tener un apoyo más directo en caso necesario. ¿Entendido?
—Sí, señor —contestó el número dos.
—Los tres y cuatro permaneceréis ocultos y atentos ante la posible aparición de alguna nave y prevenirnos de su presencia.
—Recibida orden el tres.
—Recibida orden el cuatro.
Tripulando Stephen el vehículo número uno y seguido del dos, llegaron al borde de la rampa donde quedó estacionado el dos tal como había ordenado.
El uno fue descendiendo en solitario.
La pendiente terminaba en una sala que muy bien podía servir de hangar, dadas sus dimensiones.
Estaba completamente desértica.
A sus laterales habían algunas puertas, por lo que Stephen descendió del vehículo y se dirigió a la que tenía más cerca.
Peter y Arthur le siguieron.
Con las armas a punto y a cada lado de la puerta, Stephen fue abriéndola con precaución, para terminar de hacerlo de golpe.
Aquella estancia estaba amueblada con toda clase de comodidades, con dependencias a su alrededor, propias de una vivienda colectiva.
Pasaron a otra puerta e hicieron la misma operación. Lo que descubrieron en el interior fue un completísimo laboratorio.
En una estantería habían unas cuantas cajas de tamaño pequeño y maquinalmente Stephen cogió una, la miró indiferente y se la guardó junto con otra para posterior investigación. Hizo otro tanto con unos pequeños frascos precintados.
Abrieron otra puerta. Allí estaba ocupado por lo que podría denominarse un taller de reparaciones con toda clase de modernas maquinarias.
En otra hallaron la sala de comunicaciones. Stephen y sus muchachos estuvieron un rato allí por si algún aparato funcionaba.
Pero allí no hubo señales de nada, por lo que decidió pasar a otra estancia.
Esta era el arsenal. Habían varias armas ligeras con sus correspondientes dotaciones de munición, así como explosivos.
El comandante Stephen Spivey comprobó que pertenecían al tipo corriente, a como las que estaban pertrechados los encargados de mantener el orden.
Ya no encontraron nada más digno de mención, salvo la particularidad de que todo ello estaba abandonado, si no contaban con la presencia de aquellos monstruos desatados al abrir la plataforma y que fueron aniquilados.
Consideró el comandante dejar aquel recinto y regresar al campamento.
En un principio, luego de investigar todo aquello, pensó ordenar su voladura, pero posteriormente decidió conservar la construcción como prueba que respaldara su informe o incluso para una posible utilización.
Así pues, ocuparon el vehículo e iniciaron la salida. Una vez fuera, dio la orden de despegue rumbo al campamento.
Ya habían tomado altura, cuando una terrible explosión se originó.
Stephen sospecho de lo que se trataba, por lo que virando en redondo fue a sobrevolar donde estuvieron momentos antes.
En efecto, sus sospechas se vieron confirmadas al descubrir un cráter en lo que antes era una explanada ocultando unas instalaciones subterráneas.
Michel, comentó:
—Si nos descuidamos un poco, comandante...
—En efecto, nos hemos librado de una buena.
Peter, expuso:
—Lo que no me explico, es cómo no ha volado antes.
A lo que le contestó Stephen:
—Seguramente a un fallo de cálculo de tiempo en el dispositivo de retardo. Puede ser que ellos imaginaran que nos entretendríamos en evacuar todo el material que habían abandonado y pillarnos a todos, como vulgarmente se dice, con las manos en la masa.
Al llegar al campamento, le esperaba una sorpresa y así se lo comunicó gozoso el teniente Tyler:
—Comandante, han aparecido el biólogo Harold Bedell con diez muchachos a los que se dieron como bajas.
—¡No me digas!
—Pues así es. Menos mal que no le comunicaste a su esposa la desaparición...
—Sí que me quitas un gran peso de encima. ¿Y dónde está ahora?
—En su alojamiento descansando. Ha venido muy fatigado.
—¿Y cómo ha sido eso?
—Pues los centinelas me comunicaron que alguien se aproximaba al campamento y tomé las precauciones pertinentes ante una posible emergencia.
—Hiciste bien.
—Al cabo de un rato aparecieron ante la puerta de acceso, medio exhaustos, Harold y los diez muchachos.
El comandante Stephen Spivey y el teniente Tyler fueron caminando hacia el alojamiento del primero.
Mientras tanto, los vehículos fueron descendiendo a los hangares subterráneos.
—¿Qué ha contado Harold?
—Pues ha dicho que fue sorprendido por uno de esos monstruos y trasladado, junto con otros muchachos, a un lugar desconocido, haciéndose cargo de ellos unos hombres vestidos de oscuro hasta la cabeza.
—Sí, ya los conozco. ¿Qué más?
—Les encerraron en una estancia subterránea, en la que, por casualidad descubrieron un pasadizo que, por lo visto, era ignorado de quienes les mantenían prisioneros.
Tras una pausa en que sorbió un poco de líquido que le había servido el comandante, Tyler prosiguió:
—Decidió explorar el pasadizo, comprobando que era ascendente y daba al exterior, disimulada la salida por unos matorrales.
—¡Ya!
—Aprovecharon la oscuridad para evadirse y tras vagar perdidos por el bosque, al fin dieron con el campamento. Y eso es todo.
—Me alegro que haya tenido esa suerte. Ya iré a verle cuando haya descansado.
—¿Y cómo te ha ido la incursión, comandante?
Stephen le fue relatando las peripecias pasadas, cuanto descubrió y el final de todo.
—Bueno, pues la cosa está clara. Por lo visto han desistido en su empeño de apoderarse del «Tierra 2».
—No lo veo tan claro como tú, Tyler.
—¿Por qué; si no? Han abandonado su madriguera, ¿no es eso?
—Precisamente por eso. Unas instalaciones costosas con todo su equipo, no se abandona o destruye así como así.
—¿Qué quieres decir, comandante?
—Que persiguen un fin determinado y esto sólo es una estratagema para que se les deje tranquilos durante un tiempo.
—¿Tú crees?
—A mi modo de ver, hay unos hechos relevantes en los que baso mi teoría.
—¿Puedo saberlos?
—Naturalmente. Primero: se saben descubiertos por la incursión que hice con los muchachos de mi patrulla siguiendo el rastro que dejó tras de sí el monstruo que herí. Al vernos por aquellos alrededores, tratan de aniquilarnos por todos los medios sin conseguirlo.
—Eso es verdad.
—Segundo: temen de que volvamos y encierran allí gran número de monstruos para que nos destrozaran y su empeño no les sale según tenían planeado.
—Todavía no comprendo.
—Espera, aún hay otros puntos.
—Veamos.
—Tercero: las instalaciones han sido abandonadas con todos sus pertrechos, cuando hubieran tenido tiempo de desmantelarlas. Y cuarto: la explosión destruyéndola, cuando lo más lógico es que hubieran empezado por ahí. Aunque esto último quizá pensaron que se produciría cuando estuviéramos allí.
—¿A qué conclusión has llegado?
—A la que todo ha sido planeado para dar a entender lo que tú mismo has pensado, que han desistido de sus pretensiones.
—Pues hombre, me echas un jarro de agua fría. Yo que imaginaba que este confinamiento iba a terminar ya...
—¡Ojala me equivocara! Pero en esto sólo veo una pantomima encaminada a despistar con la finalidad de que se les deje tranquilos y redoblar sus esfuerzos para conseguir sus propósitos por la vía más rápida.
—Así, según tú, ¿crees que se han ocultado en otra parte?
—Sin lugar a dudas. Cuando estuvimos allí vimos aterrizar a una nave y fuimos atacados por los hombres de oscuro y no habían diez o doce, sino que eran muchos. Pues bien, en la actualidad no existía ni rastro de hombres, ni naves, ni nada, salvo esos repugnantes bichos.
—Pueden haberse trasladado a su planeta de origen.
—Quizá, pero a juzgar por las instalaciones que tenían montadas, no es gente que repare en gastos y puede que cuenten con otro emplazamiento que les permita desarrollar sus actividades.
—Total, que seguimos como al principio.
—Poco más o menos, ésa es la realidad.
—¿Qué piensas hacer?
—Proseguiremos patrullando por el bosque manteniendo una vigilancia continua, hasta hallar cualquier indicio que nos descubra su actual paradero.
—¿Y si nos pasamos la vida aquí sin encontrar nada?
—En ese caso, la razón estará de tu parte.
Le respondió socarrón Stephen, quien levantándose, le indicó:
—Voy a visitar a Philips para saber cómo se encuentra.
Se dirigió a donde estaba hospitalizado el muchacho y allí se encontró con el resto de la patrulla, Peter, Arthur y Michel, quienes se levantaron respetuosos.
—Seguir donde estabais. ¿Cómo va eso, Philips?
—Muy bien, señor. Con deseos de incorporarme al grupo.
—Ya tendrás tiempo.
—Comandante, ¿es verdad lo que me han dicho éstos?
—Depende de lo que te hayan dicho.
—¿Que han destruido la guardia de esos bichos?
—Bueno, eso es verdad, pero a los que la habitaban, no se les ha visto el pelo por ninguna parte.
—¡Qué lástima que no se encontraran allí!
—Claro, hombre, como sabían que tú no ibas... De lo contrario, casi seguro, que se hubieran esperado para darte una cordial bienvenida —apuntó guasón Peter.
—¿Es eso envidia?
—¿Envidia de ti? No me hagas reír, Philips. Siento mucho respeto por mi pellejo y no voy a tomar ejemplo de un irresponsable que se empeña en tropezar con los proyectiles que obsequian a uno.
—Sí, ya sabemos tu especialidad cuál es.
—¿Mi especialidad?
—Claro, hombre, la misma del topo. En cuanto suena el primer estampido, ya estás cavando tu guarida a cuatro manos.
—¿Serás majadero? Te prometo que la próxima vez que te cacen, me negaré rotundamente a servirte de acémila. ¡Desagradecido!
Arthur protestó:
—Bueno, Peter, eso de acémila lo dirás a título personal e intransferible, y, por lo tanto, con exclusión de los demás puesto que unánimemente reconocimos tus dotes particulares.
—Comandante, ¿ve usted eso? Se han confabulado contra mí de mala manera. Tendré que pensar seriamente en solicitar mi traslado al planeta Tierra.
—¡Ja, ja! ¡Es lo que tú quisieras para pasearte fusionado a la rubia! Van de tal forma, comandante, que me río de las soldaduras. ¡No hay fuerza humana que los despegue!
—Mira que eres envidioso, Michel. ¿Y sabe por qué, señor? Por preferirme a mí y dejarle a él a un lado por feo.
—¿Os habéis dado cuenta del hermoso éste? ¿Por qué no cuentas cómo dejaste tuerta a aquella morena?
—¿Yo?
—Sí, tú, cuando la fuiste a besar con tanto ímpetu que tu apéndice nasal se introdujo por el ojo para salirle por el cogote de la pobrecilla.
Aquí fue el desiderátum. Había atacado Michel su punto flaco y de no estar presente el comandante, las cosas hubieran terminado mal.