Capítulo 21
EL director pidió a uno de los celadores que prepararan al prisionero en una de las salas de evaluación psicológica. Estas salas constaban únicamente con una silla atornillada al suelo en el centro de la habitación, una mesa sin cajones tamaño escritorio y un par de sillas acolchadas.
Al cabo de un rato, el celador volvió y le informó que ya estaba todo listo, que el prisionero se encontraba esperándolo en la habitación 3E.
—Stella, supongo que querrás acompañarme.
—Por supuesto doctor.
—No creo que consigamos nada. No ha hablado desde que ha llegado, pero tenemos que empezar con el procedimiento. He recibido una llamada del juez que lleva la instrucción del caso y me urge a presentar el análisis psicológico lo antes posible, aunque se lo presente fundamentado sobre mis impresiones, y no sobre sus palabras y pensamientos.
—¿Cómo evaluar si una persona está cuerda o no, si no habla? —preguntó Stella perspicaz.
—El análisis de su actitud debería ser el primer paso, aunque no sabría muy bien cómo continuar.
—Quizá pueda convencerlo para escribir.
—Que una persona no hable, no significa que no pueda gritar ¿sabe?
—¿En qué está pensando doctor?
—Supongo que sabe lo que son los electroshocks. No está demostrada su efectividad como tratamiento de ningún tipo de enfermedad mental, bueno, a excepción de la hiperagresividad, pero sí está demostrada su efectividad como amenaza.
—¿Piensa someterlo a electroshocks si no habla? Es ilegal y podría perder su carrera doctor.
—Stella, estabas conmigo cuando recibí el paquete. Cuando abrí la caja. Parece que ya se te ha olvidado. No sé si ese hijo de puta ha sido quién ha asesinado a mi hija. No sé tan siquiera cómo lo podría haber hecho, pero lo que sí sé es que ese hombre, loco o no, sabe lo que le ha ocurrido y tiene algo que ver. Pienso someterlo a electroshocks, hable o no. Necesito saber que cuento contigo para esto —argumentó el director.
En el fondo algo había cambiado en él. Su actitud en el centro, a pesar de su evidente autoridad y la disciplina que impartía entre el personal, siempre había sido ejemplar. Cumplía con su horario, con cada protocolo, con cada procedimiento. Cuando se inició en el mundo de la psicología, y antes de que se lanzara su carrera como uno de los mejores psicólogos del país, se prometió que cambiaría la psicología. Era un momento en el que se había modificado el estándar que definía las enfermedades mentales y los métodos para su diagnóstico. La modificación de la normativa conllevó el aumento del número de personas declaradas mentalmente enfermas y se había abierto barra libre en la dispensación de antidepresivos. Su carácter meticuloso y preocupado permitió que ignorara las tendencias del momento y realizara una labor ejemplar al frente de varios centros psiquiátricos. Nunca se había saltado una norma, y ahora pensaba arriesgar su carrera como psicólogo por un enigmático interno, que había llegado de rebote al centro y que seguramente tendría que ver con la muerte y decapitación de su hija.
—Puede contar conmigo, pero piénselo bien, su carrera como psicólogo estará sentenciada si sale a la luz.
—Ya lo he perdido todo Stella.
El director sacó de su bolsillo la nota que aún guardaba con el nombre de su hija. Había conseguido esconderla de la policía científica que se encontraba en el despacho analizando la caja minuciosamente. Stella se fijó en la nota y siguió al director por el pasillo camino a la sala donde se encontraba el prisionero
—Debería entregar eso a la policía científica. Podría ayudar a esclarecer los hechos.
—La daré luego. Ahora quiero que el prisionero la vea. Tengo que conseguir que hable como sea.
Se acercaron a la sala 3E. La puerta de hierro blanca era exactamente igual a las otras que había a su alrededor. Junto a la puerta se encontraban dos enfermeros que saludaron al director cuando se aproximaba con Stella.
Antes de abrir, el director se detuvo un segundo frente a la puerta. Respiró hondo y cerró los ojos, intentando olvidar lo que sentía. Stella se quedó un paso por detrás de él, y durante un segundo dudó sobre si quería ver o no al hombre que probablemente fuera el culpable de la muerte y decapitación de dos personas. Una de ellas desconocida, otra, la hija del director.
El director miró a Stella, y abrió, entrando sin dudarlo un segundo más.
El prisionero se encontraba sentado en una silla de hierro, maniatado a cada uno de los brazos con unas correas. Miraba cabizbajo la mesa que tenía justo delante y ni siquiera se percató de la entrada del director con Stella.
El director se sentó e instó a la agente a hacerlo también. Mientras se sentaba en silencio, mantuvo su mirada en el prisionero, sin apartar la vista, buscando un encuentro directo con él, como tantas otras veces había hecho con otros internos. El prisionero ni se inmutó. Seguía mirando cabizbajo la mesa.
—Supongo que sabrás por qué estoy aquí —dijo el director.
El prisionero continuó mirando hacia abajo sin hacer caso al director.
—¿Me oyes?
El prisionero suspiró durante un segundo. Levantó su mirada azul y sonrió. Mantenía una actitud relajada. Su perfecta sonrisa de dientes blancos impactó a Stella, que se sorprendió al ver por primera vez la mirada del prisionero.
—Veo que me oyes. Verás, necesito que hables. Si no lo haces, pasarás el resto de tu vida en una cárcel, donde te aseguro que serás muy famoso. El último interno que tuvimos que acabó en la cárcel, se suicidó a los tres días.
El prisionero miraba intensamente al director sin pestañear. Su sonrisa había dado paso a una tez seria.
—Verás —interrumpió Stella—. Hace falta que nos cuentes cómo te sientes, qué te ha llevado a asesinar a ese hombre.
El prisionero ignoró a Stella. Continuaba absorto mirando fijamente al director.
—¿No piensas hablar? —añadió el director con aire amenazador—. Este centro es uno de los pocos centros del país que sigue contando con un equipo para la práctica del electrochoque. Hace algo más de tres años que no lo usamos, y creo que no viene mal revisar si el equipo sigue funcionando correctamente.
El prisionero sonrió al director, en una especie de mirada cómplice y para sorpresa de la agente Hyden y del doctor, dijo:
—Siento que su hija haya tenido que morir, Dr. Jenkins.
La mirada amenazante del director cambió en un instante a una expresión de miedo. La agente Hyden recuperó la sensación de terror que había sentido hace apenas unas horas. La voz del prisionero era algo ronca, acompañada de una vibración que recorría la sala. Era la primera vez que hablaba desde su detención y al director le sorprendió las primeras palabras que dijo. Tras varios segundos en los que el director mantuvo un debate interno, preguntó:
—¿Cómo lo sabes?
El prisionero cambió su expresión, denotando su pesar hacia el director. Durante unos momentos, el prisionero continuó mirando al director, haciendo caso omiso a su pregunta. Lo miraba con una expresión de entendimiento, pero a la vez desafiante.
—¿Cómo sabes que ha muerto mi hija? —repitió.
—Hay pocos motivos por los que un hombre como usted se derrumba de esa manera ante una puerta de hierro—. Las palabras del prisionero impactaron al director. En cierto modo, para el director no cabía duda de que el prisionero era inteligente. Stella contemplaba la conversación sin entrometerse. Sentía que sobraba en aquella sala. Estaba a punto de librarse una batalla de egos y no quería formar parte de ella.
—Dime que no tienes nada que ver con la muerte de mi hija.
—Siento mucho la muerte de Claudia.
El nombre de Claudia reverberó en la habitación. El director se levantó de la silla, soltó su libreta y se acercó agachándose hasta estar a apenas cincuenta centímetros del prisionero. Lo miraba fijamente a los ojos azules mientras el prisionero mantenía su cabeza alta. No había ningún signo de arrepentimiento en él. Sólo una actitud de indiferencia frente a la actitud amenazadora del director.
—¿Cómo sabes su nombre? —exclamó sorprendido.
—Lo siento mucho.
—Dime por qué ha tenido que morir Claudia —gritó el director perdiendo los nervios. Desde que se derrumbó junto a la puerta, había permanecido callado, llorando en una de las salas que había reservadas para el personal, mientras el FBI y la policía registraban y estudiaban minuciosamente el despacho y el resto de paquetes que había recibido. Habían estado analizando durante varias horas la caja en busca de huellas y restos de ADN. No habían encontrado absolutamente nada. El paquete que contenía el macabro regalo era una caja estándar (sesenta de largo por cincuenta ancho por cuarenta de alto) que se vendía en todas las oficinas postales de Estados Unidos y Canadá. La bolsa de plástico en la que se encontraba la cabeza era una bolsa de envasado al vacío con cierre hermético que daban de regalo en los principales supermercados del país para el almacenaje de fruta. En la bolsa no había ni huellas ni rastros de cualquier otro tipo que pudieran ayudar a esclarecer quién había sido. La única pista que existía era el sello de una oficina postal de Quebec, pero según el FBI servía de poco, ya que en Quebec había más de trescientas oficinas postales. El paquete no incluía ningún número de seguimiento, por lo que era imposible rastrear por dónde había pasado antes de llegar a su destino. Cuando el FBI se acercó a la habitación para contarle al director los pocos avances que habían conseguido y las escasas pistas que tenían, el director los echó a gritos tachándoles de incompetentes. Se dijo a sí mismo que esa sería la última vez que perdería los nervios, que sería él, el encargado de esclarecer por qué había tenido que perder a su hija, y fue entonces cuando se dirigió al exterior del centro psiquiátrico para tomar el control de la rueda de prensa.
—¿Qué prefiere? ¿Saber por qué ha muerto Claudia o saber por qué sé su nombre?
Stella agarró el brazo al director, en un intento de calmar la tensión que estaba acumulando. Se acercó al oído y le susurró algo. Momentos después salieron de la habitación cerrando la puerta tras de sí. Una vez fuera, el director argumentó:
—No me pasa nada Stella. Ese hombre está jugando conmigo. ¿Acaso tengo que tranquilizarme cuando menciona a Claudia?
—Supongo que entenderá que no debo dejarle cometer ninguna estupidez. Ciertamente está jugando con usted y quiere irritarlo. Tal vez no sea usted la persona indicada para hablar con él.
—Si piensas que voy a dejarte al cargo del análisis psicológico está claro que deberías estar interna.
—No pienso que deba dejarme a mí al cargo. Sólo pienso que usted está afectado por la muerte de su hija y que tal vez su evaluación va a estar condicionada por su estado.
—Ese demente lo había planeado de antemano. Sabía que sería yo quién llevaría el caso y sabía que si quería dejarme fuera de juego tenía que golpearme donde más daño se le hace a una persona. En sus seres queridos. En mi caso, en mi hija. No pienso dejar el proceso. Claudia se merece que haga esto por ella.
Por un momento, al director se le saltaron las lágrimas. Stella lo observó consternada, y no supo cómo reaccionar. Se quedó mirándolo compasiva.
—Estoy solo. No me queda nada —dijo el director apenado—. Mi mujer desapareció hace diecisiete años, a los pocos meses de nacer mi hija. No sé qué le pasó, todavía es un misterio para la policía. Lo peor de perder a alguien no es saber que ha muerto. Es no saber qué ha ocurrido: si sigue viva, si le ocurrió algo, si se fue con otro. Al menos me dejó a mi hija. Lo mejor que me ha pasado en la vida. Durante todos estos años la crié yo solo, ¿sabe? Se llama Claudia. Se llamaba —se corrigió—. Dios, qué difícil va a ser esto. Estaba a punto de terminar el instituto y quería estudiar veterinaria. No me acostumbraré nunca a esta pérdida. Se llamaba Claudia y ahora ya no está.
Al director empezaron a fallarle las piernas y tuvo que sentarse en uno de los bancos azules que estaban junto a la pared. Stella se acercó y lo abrazó, rodeándolo con sus delgados brazos. No hacía ni medio día que había conocido al director, un tipo implacable y con una personalidad inquebrantable, y ahora estaba hundido en la más absoluta oscuridad. Su reaparición frente a la prensa no fue más que un espectáculo para tranquilizar a las masas. En aquel momento el director sabía que había sucumbido, que había perdido la batalla y que a no ser que fuera capaz de aguantar el primer envite de su encuentro con el prisionero, habría perdido para siempre.
—Dr. Jenkins, creo que será mejor que hoy se tome el día libre —añadió Stella—. Sólo hoy. Déjeme a mí entrevistarme con él a solas. Tal vez salgamos de esta conversación en círculos en la que él se disculpa y usted lo amenaza.
—No puedo hacer eso Stella —respondió el director entre lágrimas.
—Hágame caso. Váyase a casa, relájese hoy y venga mañana. Le vendrá bien salir de aquí.
—Tengo que hablar con él. Quiero que me lo explique todo.
—Yo me encargaré. Si para mañana no he conseguido nada será usted quien se encargue del proceso y no me entrometeré en sus métodos.
El director levantó la mirada hacia Stella. Sus ojos estaban cargados de resignación. En el fondo sabía que la agente Hyden tenía razón y que quizá lo mejor sería volver al día siguiente, después de haber asimilado mejor lo sucedido.
—Está bien —dijo.