Capítulo 4
EN la puerta del complejo psiquiátrico de Boston se aglutinaban más de 150 medios acreditados. Todos esperaban cualquier noticia para entrar en antena con las breaking news. A las 15.00 de la tarde estaba prevista una rueda de prensa por parte del Dr. Jenkins para informar del estado del “decapitador” y aportar datos que ayuden a esclarecer lo que todo el mundo quiere saber “¿quién es?”.
El Dr. Jenkins miró su reloj de muñeca. Son las 09.47. El doctor se encontraba cara a cara con el prisionero en la sala de aislamiento.
—Creo que tienes mucho que contar. Las motivaciones, muchas veces infravaloradas, son el motor de la conducta humana. He vivido cientos de casos en los que la motivación principal para asesinar ha sido el dinero, el poder o el interés en general. Contigo, sin embargo, tengo la intuición que no ha sido así. Podrías ser un pobre hombre que perdió los papeles en un momento concreto, sobrepasado por la situación, y actuó sin pensar las consecuencias. Si este es tu caso, y se demuestra, podrías continuar con tu vida en poco tiempo —explicó el Dr. Jenkins.
El prisionero bajó la mirada..., y comenzó a reír a carcajadas.
El Dr. Jenkins se inquietó, y miró a su alrededor para comprobar si seguía estando cerca de la puerta. El protocolo de seguridad del centro establecía medidas de control del personal que garantizaban que los doctores, y los enfermeros, no fueran heridos por ningún interno. El doctor acababa de recordar que desde el inicio de la conversación había estado ignorando las nuevas medidas de seguridad que él mismo definió.
Éstas fueron adoptadas tras la muerte de una enfermera, años atrás, al ir a medicar a uno de los pacientes. El interno comenzó a sonreír a la enfermera, a la vez que se negaba a tomarse sus 3 pastillas diarias de tranquilizantes. Al acercarse, el interno le mordió el cuello, seccionándole la carótida. Murió en apenas unos minutos. Cuando llegó el personal de seguridad a la habitación, se encontraron al interno vestido con la ropa ensangrentada de la enfermera, con la boca y las manos cubiertas de sangre. La enfermera se encontraba tumbada en la cama inerte, desnuda, y con el improvisado enfermero intentando darle la medicación. Fue un auténtico shock en el centro.
—¿No piensas hablar? —insistió el director mientras caminaba hacia atrás dirección a la puerta.
—La policía no ha conseguido sacarle ni una palabra, señor. Interrumpió una voz femenina desde la puerta de la sala.
—Pensaba que había dejado bien claro que me dejaran solo con él —respondió el director, mientras desviaba su mirada hacia la puerta.
Bajo el marco de la puerta se encontraba una joven de cabello moreno y de piel clara, delgada, de unos treinta y tantos años. En la mejilla tenía algunas pecas, que seguramente habían sido objeto de burla durante la infancia, pero que ahora le otorgaban una belleza inusual.
—Creo que necesitará mi ayuda, Dr. Jenkins —dijo la joven.
El prisionero se sentó en el suelo acolchado de nuevo, sonrió y bajó la mirada.
El director se relajó. Se acercó hacia la puerta, mirando fijamente a la joven con superioridad. Apartó a la joven del arco de la puerta, y sin más dilación cerró, inundando de oscuridad el interior de la habitación.
—¿Quién es usted? —preguntó el director a la joven, con su habitual aire de superioridad
—Me llamo Stella Hyden, experta en perfiles psicológicos del FBI —respondió a la vez que sacaba su identificación Me envía el inspector Harbour para ayudarle con la evaluación psicológica. Tengo órdenes de estar presente en cada interrogatorio, y durante cada una de las entrevistas, que tenga con “el decapitador”.
—¿El inspector Harbour? Hace años que no se inmiscuye en ninguno de mis casos.
—Como entenderá, este es un caso especial. Hay medio mundo hablando del caso. Supongo que querrá cubrirse las espaldas y tener un mayor control sobre el transcurso de las investigaciones —respondió Stella.
—Igualmente, ni siquiera cuando tuvimos aquí a Larry el violador, que acaparó bastantes noticias en la prensa, tuve una sola llamada de él. Supongo que el inspector se está haciendo mayor y no sabe en qué entretenerse —rechistó el director.
—Llámelo y negócielo con él. Yo mientras tanto, tengo que hacer mi trabajo. Necesito el dossier descriptivo del caso y sus primeras impresiones —aseveró Stella— ¿qué piensa sobre él? ¿Alguna idea de su nombre o país de procedencia? Por sus rasgos faciales, podría ser de cualquier país del mundo occidental —añadió.
—Me parece que va usted demasiado rápido, agente —respondió el director, mientras comenzaba a andar por el largo corredor dirección a su despacho—. Lo único que le puedo contar por ahora, es que en este primer contacto que he tenido con él, me ha parecido inusualmente valiente. Su mirada no denostaba arrepentimiento ninguno. Lo que más me ha inquietado, sin ninguna duda, ha sido esa maldita sonrisa. Todavía no tengo muy claro si entiende nuestro idioma, o si está intentando jugar con nosotros— resumió el director.
—¿A qué hora tiene prevista la entrevista? Según tengo entendido, hay una rueda de prensa a las 15.00 p.m. ¿Para contar qué? Aún no sabe absolutamente nada sobre él. —infirió Stella acompañando al director camino a su despacho.
—Todo a su tiempo, agente Hyden. Aún tengo cosas que entender de todo esto. Mi rueda de prensa puede esperar —respondió el director.
—¿Acaso piensa cancelarla? —inquirió Stella, con nerviosismo
—Ni mucho menos, agente. Esta rueda de prensa la dará usted. Yo tengo que pensar qué demonios hay dentro de la mente de ese hijo de puta.