Capítulo 12
AL amanecer en el Parque Nacional de la Maurice, la temperatura rondaba los tres grados bajo cero. Los cortos días y largas noches, resultado de la cercanía del solsticio, unido a la latitud en la que se encuentra Quebec, fomentaban la fuerte bajada de las temperaturas en invierno. Los osos pardos que suelen deambular por el Parque Nacional hace semanas que han decidido hibernar hasta la primavera.
En la cabaña de madera situada en un pequeño claro del bosque, un hombre se despierta, con una abundante barba de color castaña encanecida cubriendo gran parte de su cara.
Se levantó de la ruidosa cama y se cubrió la cabeza con la capucha de la sudadera gris que llevaba puesta. Se acercó a la zona que hacía las veces de cocina de la cabaña, con una encimera, y que contaba con una cafetera, un hornillo y una pequeña nevera cubierta de suciedad. Puso a calentar la cafetera y sacó una navaja de uno de sus bolsillos y, de uno de los muebles inferiores, tanteó un trozo de pan.
Al ir a cortar un trozo del mendrugo, observó los restos de sangre de sus manos. El impacto de la imagen le hizo dejar caer la navaja al suelo. Durante varios segundos, y antes de agacharse a por la navaja, miró al vacío, y la imagen de lo que hizo el día anterior volvió a su cabeza.
Cerró los ojos, suspiró y se agachó lentamente a recoger la navaja. Cortó el trozo de pan y se sirvió una taza de café.
Se acercó y encendió una vieja televisión que se encontraba sobre una pequeña caja de madera que hacía las veces de mueble, dejando la taza de café en el suelo, y mordiendo el trozo de pan mientras se sentaba en un pequeño sofá situado frente a la televisión con cara de indiferencia.
Las noticias de primera hora de la mañana comentaban que aún, pasados dos días desde su aparición, seguía sin esclarecerse quién era “el decapitador”. El resumen de prensa de la CBC News Network, el canal de noticias 24 horas de Canadá, situaba en primera plana las portadas de los principales periódicos norteamericanos. El New York Times, a portada completa, incluía una imagen del momento del arresto del decapitador, captada con un teléfono móvil por uno de los testigos desde un balcón. La imagen se encontraba debajo del titular: “¿Es que nadie sabe quién demonios es?”. El New York Post, tranquilizador, mostraba una portada sin fotografías. Su titular en negrita indicaba: “El Doctor Jenkins entrará en su mente”. El Chicago Tribune, algo más moderado, incluía una imagen de la misma escena que el New York Times, pero captada desde otro ángulo y a pie de calle. Su titular, bajo la imagen, resumía: “El día que se perdió la cordura”.
Varios minutos después, y tras varios sorbos a la taza de café, el hombre se levantó, se calzó unas botas oscuras algo magulladas, cogió un abrigo, que estaba colgado junto a la puerta de la cabaña, y salió.
Con la mirada seria, observó el hacha que se encontraba tirada en el suelo. Una sensación de pánico se apoderó de él. Corrió. Se adentró en el bosque y corrió sin parar, rozándose con algunas ramas bajas que arañaron ligeramente su envejecida cara. Siguió corriendo un rato más, hasta que terminó el bosque, hasta que se encontró de bruces con la belleza del lago Houfe. Se detuvo en su orilla, y contempló los momentos iniciales del sol saliendo por el horizonte. El marrón de sus ojos apagados, fruto de una vida de sufrimiento y soledad, resplandecía con el sol amaneciendo frente a él.
Metió su mano derecha en el bolsillo y, al notar algo, no pudo contenerse las lágrimas. Al sacarla, un pequeño pedazo de papel amarillento se encontraba entre sus dedos. Lo observó con toda su rabia, con todo su odio, y lo leyó.