Capítulo 19

26 de diciembre de 2013. Quebec, Canadá

LA camioneta circulaba a toda velocidad por un estrecho camino de tierra dirección sur hacia la vía principal que rodeaba el Parque Nacional de la Maurice. Con cada cambio de marcha, el motor retumbaba. La había comprado hace un par de años, al comenzar su retiro. La parte de atrás aún contenía restos de leña que había comprado al inicio del invierno en un pueblo de la zona.

La camioneta Ford roja, medio oxidada por la escarcha y con medio parachoques descolgado, tomaba cada curva al límite, haciendo saltar al aire los guijarros del camino. Al incorporarse a la vía principal del interior del parque nacional, tomó dirección oeste, bordeando un hermoso lago rodeado de árboles. Su conductor lloraba desconsolado, desposeído. Con la mano izquierda conducía mientras que con la derecha sujetaba una nota amarillenta que ojeaba cada pocos segundos

—¿Qué ha hecho esta joven para merecer morir? —repetía murmurando continuamente con un hilo de voz casi imperceptible.

Continuó avanzando por la vía rodeada de árboles hasta llegar a las afueras de Quebec. Entre llantos, el conductor detuvo la camioneta en una ruinosa gasolinera que había sido testigo de una mejor época. Se puso la capucha de la sudadera y entró en la tienda empujando enérgicamente la puerta.

—Cuarenta dólares de gasolina por favor —dijo el encapuchado al joven dependiente. Su voz denotaba tristeza, hastío, penumbra y sufrimiento. Era como si no hubiera nada dentro de aquella voz ronca y casi anciana, que hubiera sido feliz alguna vez.

—¿Quiere el periódico de hoy? Lo regalamos con cada repostaje mayor de treinta dólares —respondió el dependiente sin mucho ánimo de que su propuesta fuera a ser aceptada.

El hombre encapuchado dejó los cuarenta dólares encima del mostrador y salió sin mediar palabra. Ni siquiera con la cortesía habitual del rechazo en la oferta del dependiente. Se acercó a la cabina telefónica que se encontraba a un lado de la zona de surtidores, descolgó el teléfono e introdujo varias monedas. Al marcar, sus lágrimas aparecieron de nuevo. Respiró hondo, cerró los ojos y se acercó el auricular a la oreja.

Al otro lado, una voz serena respondió inmediatamente.

—904 de la séptima avenida. Piso sexto E —pronunció la voz al otro lado del auricular.

La figura encapuchada colgó el auricular. Y se dirigió de nuevo a la camioneta con la cara cubierta de lágrimas. Miró atrás, a la cabina, y se detuvo. Se quedó durante varios segundos observándola. Se acercó de nuevo a ella, sacó las monedas que había devuelto y las volvió a introducir. Levantó el auricular y marcó un teléfono.

Tras unos segundos, el primer tono sonó. Respiró hondo de nuevo. El segundo tono. Contuvo la respiración, sabía que se aproximaba el momento. La persona al otro lado descolgaría el teléfono y ya no habría vuelta atrás. El tercer tono. «Vamos cógelo, por favor» pensó. Cuarto tono. «Venga por favor». Quinto tono. Se alejó el auricular de la oreja y se dispuso a colgar el teléfono. Al acercarlo a la cabina escuchó de lejos:

—¿Sí? ¿Quién es?

Rápidamente, el hombre se acercó de nuevo el auricular a la oreja y escuchó

—¿Hola? ¿Hay alguien? —decía una voz femenina.

Las lágrimas volvieron a salir de sus ojos marrones. Contuvo la respiración, mientras oía la voz al otro lado del teléfono.

—¿Eres tú? Por favor, si eres tú, dime algo. Sólo necesito saber que estás bien.

Respiró profundamente, y se dispuso a hablar, pero no pudo. El nudo en su garganta, provocado por tanto sufrimiento, bloqueó cualquier palabra que pretendiera atravesar sus cuerdas vocales. Desde el otro lado, sólo pudo oírse un pequeño llanto, seguido de algunos resoplidos.

—Por favor, Steven, sé que eres tú. Vuelve a casa —imploró Kate al teléfono.

Reunió fuerzas, tragó saliva y con la garganta entrecortada dijo:

—Pronto terminará todo.

Y colgó, antes de que Kate pudiese decir nada.