Capítulo 3

13 de junio de 1996. Salt Lake

EL pueblo de Salt Lake era el destino de cientos de familias en verano. En los últimos años, la fuerte campaña de promoción del nuevo alcalde del pueblo, junto con la inversión en la mejora de la zona costera del lago, había atraído a la clase media-alta del este del país como destino de verano. Numerosas familias habían adquirido sus segundas viviendas en la zona nueva Salt Lake, una extensión de dos kilómetros que bordeaba el lago desde el centro del pueblo. Salt Lake, a pesar de su nueva imagen, no era un destino turístico por excelencia, pero sí tenía un aire encantador que recordaba a Nueva Orleans en los años 50. Los propietarios de las grandes casas independientes de madera blanca y amplios ventanales de la zona nueva, las alquilaban durante los meses de verano por semanas a las familias que visitan la ciudad a razón de 3.000$ semanales, más del doble del sueldo mensual de un reparador de moquetas o de un carpintero. Esto había propiciado, en los últimos años, el auge de la construcción de casas en la zona nueva, y la rehabilitación de más antiguas que se encontraban cerca del lago.

Salt Lake se distribuía en forma de “C” en la zona oeste del lago Salt Lake. En el centro del pueblo se ubicaba un pequeño campanario con una plaza central, donde normalmente durante el verano se monta un pequeño mercadillo de cosas usadas. Dos calles paralelas comunican la plaza central con el embarcadero y con el lago. Rodeando la plaza se encuentra la calle Wilfred, la nueva calle de tiendas de la ciudad, que era un hervidero durante el día, con pequeñas tiendas de ropa, muebles, objetos antiguos y algún que otro puesto ambulante de comida.

El embarcadero conservaba aún su antigua estructura de madera, y servía de punto de anclaje a varias decenas de pequeñas embarcaciones de recreo. Durante la noche el largo embarcadero se iluminaba con las antiguas farolas que aún seguían funcionando y le otorgaban una luz tenue bajo la que paseaban numerosas parejas.

La familia de Amanda ya llevaba varios años visitando Salt lake durante el verano. Les aportaba la tranquilidad que les robaba el estrés de Nueva York, donde su padre trabajaba como abogado para uno de los principales bufetes de la ciudad. Este año las vacaciones de verano habían sido en junio, antes que los años anteriores, como premio al reciente ascenso de su padre a socio. Steven Maslow, se había convertido en el abogado más exitoso del bufete, gracias a su racha imparable de casos ganados. Había defendido a todo tipo de delincuentes, desde ladrones de joyas y de bancos, a asesinos y políticos acusados de algún escándalo sexual. Era un abogado que conocía a la perfección a las personas, y que contaba con una facilidad asombrosa de llevar a la gente a su terreno. En el ámbito personal, era un padre de familia severo, que creía en la disciplina y en el trabajo duro. A pesar de su severidad, adoraba a sus dos hijas: Amanda y Carla.

Amanda tenía 16 años, su cabello era moreno cobrizo y sus ojos eran de color miel, al igual que los de su madre. Sus labios eran delgados y a la vez carnosos y, cuando sonreía, dejaban paso a una sonrisa blanca que le marcaba dos hoyuelos junto a la boca. Su hermana Carla, de 7 años, morena y con el pelo a la altura de los hombros y ondulado, siempre le estaba diciendo que no sonriera tanto, que si se le marcaban más los hoyuelos, se le iba a ver la lengua a través de ellos. Amanda siempre respondía igual a su hermana:

—¡Eso es lo que quiero! —decía sonriendo y marcando más los hoyuelos.

En el taxi que habían cogido desde la pequeña estación de tren de Salt Lake, viajaban Amanda, Carla, su padre Steven y Kate, su madre.

Kate, de cuarenta y un años, tenía el pelo de color castaño claro, sus ojos eran idénticos a los de sus hijas, de un color miel vivo. Tenía tres pecas, que para Steven recordaban al cinturón de la constelación de Orión. A Kate le encantaba jugar con Carla, y anteriormente con Amanda, pero últimamente a Amanda parecía interesarle más otras cosas que jugar con su hermana o su madre.

El taxi en el que viajaban recorría el boulevard de Saint Louis, un antiguo barrio francés del pueblo, que aún conservaba varias tiendas de vinos donde a Steven le gustaba comprar botellas con sabores peculiares para regalar a jueces, fiscales y compañeros de trabajo. Al final del boulevard se encontraba la entrada a la zona nueva, que bordeaba el lago, y donde se ubicaban las nuevas casas del pueblo.

—¿El número 35 me dijo, señor? —preguntó el taxista.

—El 36 —corrigió Stevens.

—Exacto, el 36. Quería ponerlo a prueba —bromeó el taxista.

—¡Risas, risas! Gritó Carla a su padre al ver que no reía, mientras estiraba con las manos una sonrisa en sus labios

—Carla, por favor, compórtate —rechistó su padre.

—Sólo quería que sonrieras, papá —respondió Carla.

—Carla cariño, ya sabes que a tu padre no le gusta demasiado bromear —aclaró su madre.

—Hemos llegado —interrumpió el taxista—, el número 36 de New Port Avenue.

La casa en la que solían quedarse en Salt Lake todos los años era la pequeña villa de los Rochester, en la zona antigua. Una pequeña casa de madera de una planta, en la que la pintura poco a poco había ido cediendo al tiempo. El Sr. Rochester todos los años se inventaba mil motivos por los que no había tenido tiempo de pintarla. Trabajo, mal tiempo en las fechas en las que lo pensaba hacer, haber estado fuera de la ciudad e incluso que los cubos de pintura habían sido extraviados por el servicio de mensajería cuando los encargó de un color especial a una empresa de Nueva York. Steven Maslow sabía perfectamente que no lo hacía porque el Sr. Rochester era un gandul, pero aún así, le gustaba esa pequeña casa. Tenía un encanto peculiar. Su pequeño porche había sido testigo de numerosas cenas con Kate años antes de nacer las niñas, cuando aún él se preocupaba más de vivir, y sobretodo sonreír, que del trabajo, los casos y las cenas de empresa.

Este año, en cambio, y con motivo del ascenso a socio del bufete, el Sr. Maslow había decidido alquilar durante un par de semanas una de las nuevas casas victorianas de la zona nueva. El nº 36 de New Port Avenue era una casa de dos plantas, blanca y de grandes ventanales. El tejado estaba pintado de color azul, el mismo azul del que se veían las cortinas a través de las ventanas. La casa ocupaba una amplia parcela. Desde la acera hasta la puerta principal, un camino de grandes losas blancas interrumpía el verde vivo del césped del jardín. La confianza de la gente de Salt Lake, unido a la escasa delincuencia de la zona, propiciaba que prácticamente ninguna de las casas tuviera valla. La visión de la casa en su conjunto sorprendía a la gente que paseaba. Sus paredes recién pintadas por su actual propietario, destacaban su blanco perfecto frente al resto de casas de las parcelas colindantes.

—¡Guau! —gritó Carla aún desde dentro del taxi.

Amanda se quedó mirando la casa callada sin bajarse del taxi. A pesar de que este año no le apetecía nada pasar un par de semanas en Salt Lake, al ver la casa se entusiasmó. Odiaba el olor de la antigua casa de los Rochester y, además, este año esperaba poder disfrutar del verano en compañía de su compañera de clase Diane, su mejor amiga y con la que compartía pupitre, y gustos por los chicos, en el instituto.

—¿12,20$ dice? —dijo Kate al taxista mientras sacaba un billete de veinte del monedero—. Tome, quédese con el cambio. ¡Amanda! Sal y ayuda a tu padre con las maletas —gritó a Amanda que aún no había salido del taxi.

Lentamente Amanda se bajó del taxi y caminó hasta situarse al lado de su padre, que estaba intentando colocar las maletas en la acera. Las cogió sin decir una palabra, refunfuñando, y las arrastró hasta la casa. Al pisar una de las grandes losas del suelo que servían de camino a la casa, ésta estaba suelta y se movió, causando que Amanda tropezara y casi se cayera con las maletas. El tropiezo hizo que el agarre de la maleta se enganchara con una de sus pulseras, y se rompiera, haciendo caer decenas de pequeñas bolitas de colores por el suelo.

—¡Ahh, se me ha roto la pulsera por culpa de esta losa suelta! ¡Todo en este pueblo está mal hecho!

—Amanda, deja de quejarte, es sólo una pulsera —replicó su madre—. Tu padre ha trabajado mucho para conseguir unas merecidas vacaciones en esta preciosa casa. ¿O acaso prefieres pasar el verano en la vieja casa del Sr. Rochester?

—Ni loca... —respondió mosqueada.

Al agacharse a recoger las pequeñas bolas de la pulsera, Amanda se percató de que la losa suelta tenía una piedra justo debajo de una de las esquinas. Se agachó para retirarla y vio una pequeña hoja amarillenta, manchada de tierra y que estaba doblada varias veces. La recogió y se la guardó en el bolsillo.

—¿Qué has cogido? —preguntó su madre, que la vio ponerse nerviosa.

—Las bolas mamá... —respondió Amanda enseñando la mano llena de las piezas de la pulsera.

—Déjalas por ahí dentro en la casa, intentaré arreglarte esa pulsera.

—Está bien mamá. No te preocupes —asintió Amanda aliviada—. ¿Carla te vienes a elegir habitación? —le preguntó a su hermana.

—¡Siiiiiiiiii! —gritó Carla—. ¡Me pido la más grande!

—¡De eso ni hablar! —rechistó sonriendo Amanda—. ¡Anda vamos! —añadió mientras dejaba las maletas en el porche y alentaba a su hermana.

Steven y Kate se miraron seriamente mientras las niñas entraban en la casa. Hace años, cuando eran jóvenes, en cada una de esas miradas, Kate y Steven transmitían pasión y alegría. Hoy, en esa mirada ya no había amor, sólo un sentimiento de complacencia, de conformidad y de lejanía, como la de dos extraños que se cruzan en la calle y que, por un segundo, piensan que ya se conocen, pero no es así.