21 La recepción
El Museo Andrey Rublev vestía sus mejores galas. En el salón principal el Ministro de Cultura presidia el acto de entrega de la colección de iconos y otros objetos que durante setenta años habían permanecido en el patrimonio de la familia Villegas y que donaban formalmente en esos momentos. Se cerraba de esa forma las negociaciones entre el gobierno ruso, el Banco de Inglaterra y la familia.
El director del museo daba las gracias y contestaba a la elocución de Luis de Villegas.
—Gracias también a nuestra querida Natasha Larina por intervenir activamente en este gran logro y, con la misma emoción y cariño, quiero expresar nuestro reconocimiento al profesor Nikolái Tarkovsky, al que vemos con satisfacción, recuperado del accidente sufrido durante este arduo proceso. Le agradecemos igualmente que haya accedido a ser colaborador permanente de esta casa. Aceptación nos supone un inmenso honor para este museo—hizo un breve inciso—. No somos nosotros quienes debemos de calificar este acto como una reparación, una repatriación, una devolución o una donación altruista, sino simplemente nos corresponde darles la bienvenida a su casa a todas estas piezas que durante siglos habían permanecido en nuestro patrimonio común. Quizás nunca debieron de salir de nuestra amada patria, pero lo importante es que hoy descansan de nuevo entre nosotros. No cabe duda alguna que este reencuentro se debe principalmente a la generosa decisión de la familia Villegas representada aquí por su ilustre miembro don Luis.
Estrechó con fuerza la mano de Luis Villegas seguido de un fuerte abrazo y dos sonoros besos.
—Ahora cierra esta ceremonia el señor Ministro de Cultura que nos ha honrado con su presencia.
Con voz grave, el mandatario, en un barroco discurso, agradeció a todos los intervinientes en la operación de «recuperación patria» de elementos artísticos pertenecientes al pueblo. Sorprendió que en capítulo de agradecimientos incluyese a Alfonso Palacios y a Alberto Robles.
—Todo este proceso no hubiese llegado a buen puerto sin la intervención de los señores Robles y Palacios, vitales en el esclarecimiento de las pistas que condujeron al rescate de importantes fondos y depósitos pertenecientes a nuestro noble pueblo, expoliado y sumido por siglos en la servidumbre y sometimiento a una clase aristocrática. Acciones como las de estos caballeros llenan de orgullo al mundo democrático y reparan…
Continuaba el discurso de marcado acento nacionalista tan al gusto de los dirigentes rusos.
—… Y ahora, si les parece, pasemos al salón para brindar por esta feliz recuperación.
Pasaron al salón anexo donde les esperaba un zakusky con multitud de aperitivos multicolor, sin faltar el consabido caviar acompañado con vodka y limonnaya.
El agente especial Vasily Lychnikoff, en compañía de Natasha Larina, se aproximó al grupo de Palacios.
—Señor de Villegas, es para mí un placer el presentarle a una persona de la que usted debe de tener referencia, porque ha conocido y tenido una buena relación, en su día, con su abuelo. Ella es la causante o desencadenante inicial de todo este acontecimiento patrio, la poseedora del crucifijo que regaló a su abuelo: la señora Irina Sorokin
Se separó ligeramente dando paso a una anciana. La nonagenaria conservaba vestigios de su belleza y que tornó su sonrisa en una expresión de asombro.
—Antón —susurró —. No es posible…
Luis de Villegas, sorprendido acertó a decir «Irina…» La contempló durante unos instantes y con respeto y delicadeza la besó. Le cogió ambas manos y se separó un paso.
—No es difícil reconocerla. Ahora comprendo el porqué de la censura del cuaderno de notas del abuelo. «Tenía razón Jesús, el viejo asistente. Debió ser muy atractiva y el abuelo no se resistió a sus encantos».
Natasha tradujo las palabras de Luis de Villegas.
—Dígale que si necesita algo que me lo diga. Estoy pensando en una cantidad… No traduzca lo siguiente. Al fin y al cabo ella fue quien le regaló al abuelo el crucifijo. —Miró a Palacios esperando su aprobación.
—Lo veo justo, Luis. Lo consideraremos como un gasto más.
—Natasha, dile que después de la recepción me gustaría tener una conversación con ella. O si lo prefiere mañana en el hotel.
El director del museo se acercó al grupo.
—Les quiero presentar a un buen amigo y mecenas del museo —dijo el director—. El señor Korolev, Piotr Korolev, que tiene especial interés en conocerles personalmente.
Nikolái se quedó petrificado ante la presencia del mafioso. No fue capaz de articular palabra alguna y fue Robles el que intervino.
—El vendaje de la mano —señaló al profesor— es consecuencia de una conversación que mantuvo con unos compatriotas suyos en su estudio de Paris.
Korolev hizo un gesto de no comprender. Robles le miró a los ojos.
—Hay personas que no saber perder y no reparan en la clase de interrogatorio a seguir. Por cierto, creo que usted y yo ya nos conocemos, ¿verdad?
—Efectivamente señor Robles, nos presentaron. Nos conocimos en Roma, en unas jornadas sobre seguridad internacional. Fui uno de los ponentes representando a la KGB; y aunque a veces hay que hacerse el olvidadizo… es solo una pose. La verdad es nunca se me olvida una cara, señor.
La tensa situación se suavizó con la presencia de Natasha Larina. El mecenas susurró al oído de Robles.
—Yo, sí se perder, Robles. Máxime por la ridícula cantidad que han obtenido como parte del descubrimiento. Repártanse y disfruten de la dote de la Gran Duquesa con la que mi gobierno les gratifica: algo es algo. La operación era ir a por todo. Con imaginación y sin intromisiones era un trabajo complejo, pero fácil de rentabilizar.
El detective mantuvo firme la mirada. Se hizo a un lado franqueando el paso a su socio. Palacios mostrando una cínica sonrisa se presentó estrechando la mano del capo.
—La otra parte del tándem, Alberto Palacios.
—Encantado, ya le he dicho a su socio que disfruten de su éxito. Les convendría saber que mi gobierno había perdido, desde hacía mucho tiempo, la esperanza de recuperar parte de las reservas del tesoro nacional expoliado por los zares. Sospechaban que parte se podría encontrar depositado en el extranjero, pero fueron incapaces de localizarlo. Otra parte se suponía que dormía en las profundidades del lago Baikal desde que en noviembre de 1718, en plena guerra civil, el tren que transportaba parte del tesoro nacional camino de Irkutsk descarriló en las orillas del gran lago, perdiendo la mayoría de los vagones. Su interés por el tesoro solo se reavivó cuando se comprobó que parte de los cajones, sumergidos durante décadas, tenían en su interior lingotes de plomo en lugar de oro. El mismo Vladímir Putin, en una reciente demostración de sus facultades, descendió en los batiscafos Mir a las profundidades del Baikal. No sé, si nuestro atlético gobernante llegó a comprender o no el fraude que se había perpetuado noventa años atrás, pero lo que sí es cierto es que al enterarse ordenó reabrir el expediente de búsqueda y reclamación del total de las quinientas toneladas de oro que faltan del tesoro nacional según estimaciones de expertos historiadores. Sabemos que cantidades importantes tuvieron otros destinos e incluso fueron utilizadas como pagos de guerra, pero el resto...
—Son historias, señor Korolev. Nosotros actuamos con realidades —atajó Alfonso Palacios
—Ya… ya... Por lo que les expliqué podían sacar mejor tajada al gobierno. Calcule, calcule usted la cifra en libras que supone este hallazgo. Si hubiesen llegado a un acuerdo con mi organización estaríamos hablando de los millones que les reportaría. Yo tengo una infraestructura capaz de manejar todo esa gran cantidad de oro y llegar a acuerdos a alto nivel. No cabe duda alguna que esa fortuna estaría mejor en manos particulares, que como ustedes defienden la incorporarían al mercado, que estar ociosa sin rentabilizarla en manos extranjeras. —Sonrió, sostuvo la mirada, desafiante—. Y ahora si me disculpan les dejo en compañía de mi restauradora preferida y del señor Vasily Lychnikoff, paladín de causas nobles. Por cierto, señor Robles. ¿Cómo se dice en español «el que ríe último dos veces ríe», o algo así?
Se alejó, con expresión de perdonavidas y paso firme, en dirección al corro que rodeaba al Ministro.
Al verse liberados de la presencia del capo, la conversación sobre las peripecias y aventuras pasadas volvió al punto en que la habían dejado. El profesor Tarkovsky con expresión de profundo sentimiento aprovechó la ocasión e intentó justificar una vez más la «debilidad» que había mostrado durante el interrogatorio al que los esbirros del mafioso le habían sometido. Su solo recuerdo le intranquilizaba y deprimía.
—Olvidado, profesor —intervino Palacios—. Nosotros no somos quienes para exigir comportamientos heroicos cuando realmente lo que averiguaron y consiguieron en ese momento fue solamente adelantar la información y pistas que seguían.
Las palabras de Palacios no consiguieron tranquilizarle. Continuaba cabizbajo, avergonzado.
—Sosegate, Nikolái. Todos nosotros estamos contigo, y por otra parte debes de saber que tu seguridad está blindada —aseguro Natasha Larina—. Korolev no reconoce, ni puede reconocer, su vinculación con los esbirros que te torturaron; pero aprovechándome de esa situación, conseguí su promesa formal de que te respetaría en todo momento. A pesar de su comportamiento criminal, de la que soy plenamente consciente, sé que mantendrá su promesa.
—Ya… —. La expresión del profesor era de incredulidad.
—No solamente es la palabra de Korolev, y de la que yo no me fio —terció Vasily Lychnikoff—. Tenga en cuenta que el cerco al que se está sometiendo, por seguridad de estado, actuará como un salvavidas para usted. Hemos conseguido la extradición exprés de dos de los que participaron en el asalto de Londres. Son una pareja, ella con varias heridas recientes y en mal estado. Los detuvieron cuando querían abordar el Antonov, como polizontes, en el aeropuerto de Northolt.
—El Security Servicie británico siempre lo negará —intervino Robles—. Los considerarán ciudadanos «no comunitarios» sin visa de entrada y sin causa pendiente en el Reino Unido. Devolución en caliente. Los MI6 que los acompañan «amistosamente» ya deben de estar de vuelta en Londres.
—Exacto, el señor Korolev no lo sabe aún. Hemos conseguido mantener el secreto de las detenciones. La confianza de impunidad que mantiene pronto se va a derrumbar. A partir de estos momentos comienzan los verdaderos problemas para él.
—Parece que no tienen evidencias o pruebas que relacione a Korolev con el intento de secuestro, ¿no? —preguntó Robles.
—Confío en la profesionalidad de nuestros servicios. Somos capaces de obtener confesiones inverosímiles utilizando métodos tradicionales y no violentos —sonrió el agente especial. —Ahora si me disculpan, les tengo que dejar ¡El servicio me reclama!
—Espero que, dentro de lo posible, nos mantenga informados de las andanzas y avatares del señor Korolev —apuntó Robles
—Disfruten de su estancia en Moscú, y quiero que quede constancia que estoy encantado de haber colaborado con ustedes. Ha sido un honor, y si me permiten...
Se retiró a un extremo del salón en donde le esperaba un subalterno con las últimas noticias de la operación del rescate del oro perdido en el vuelo. Regresó sobre sus pasos:
—Tenemos novedades. Ahora ya se lo puedo decir. Ayer, se recuperaron los cuatro contenedores que faltaban. La señal GPS que emitían facilitó el rastreo. Los siguieron hasta el puerto de Roenne, y en el mismo pesquero que los trasportaba fueron detenidos dos exagentes, uno de ellos con una herida de bala en la cadera, y que supongo que tendrán mucho que decir. No les puedo anticipar nada. Creo y deseo que nuestro gran mecenas pase mucho tiempo en la cárcel. Ha atentado contra nuestro noble pueblo ruso. No tiene perdón posible.
Volvió a despedirse, esta vez con una expresión de mayor satisfacción.
—Les tengo que dejar, mis obligaciones me reclaman. —Se dirigió a Natasha—. Antes de que sus amigos regresen a su país me gustaría despedirme de ellos en un ambiente menos formal.
Se alejó del grupo y abandonó la sala en compañía de dos agentes.
—Durante toda la recepción le he notado en tensión. Está expectante ante cualquier llamada. No cabe duda que espera alguna noticia de sumo interés —dijo Natasha, una vez que Vasily se hubiese alejado.
—Lógico el sigilo. La operación es de calibre suficiente para algún reconocimiento especial —apuntó Robles.
—Va siendo hora de abandonar este magnífico museo y regresar a casita —dijo Luis de Villegas—. Tenemos los billetes confirmados. Cuando regresemos, ya en Madrid, a la mañana siguiente os invito a una reunión-aperitivo en «La Cesta» y así podré finiquitar parte de vuestros emolumentos. Me confirma mi banco —mostro su teléfono— que ya han ingresado lo pactado inicialmente. Mis hermanos, como no puede ser menos, están de acuerdo con la propuesta de reparto que hicimos e incluir en el montante del cálculo de vuestra parte lo que percibamos la familia como compensación. También han aceptado incluir una renta vitalicia para Irina.
—La familia Villegas, salvo ovejas negras, cumpliendo como siempre. Muchas gracias Luis —agradeció Palacios el reconocimiento.
—¿Te animas a venir con nosotros, Nikolái? —propuso con sorna Palacios—. Esta vez es para repartir la recompensa y no para una nueva aventura.
—Dejaré pasar una temporada hasta mi próxima peritación. Me quedaré un tiempo aquí, disfrutando de vuestra generosa aportación…
—Natasha, antes de abandonar Moscú —interrumpió Palacios— me gustaría darte las gracias, de todo corazón, por lo mucho que nos has ayudado. Espero que aceptes y disfrutes de este recuerdo.
Buscó en los bolsillos de la americana. Sacó una pequeña caja de carey con envoltorio de una conocida joyería londinense. Se la ofreció
—No sé… no sé si debo aceptar…
La mirada cómplice de Nikolái hizo que abriera el estuche. La expresión de asombro al contemplar el colgante, un pequeño cisne de oro, se tornó en gesto de rechazo.
—No puedo aceptar. Si la procedencia es la que creo…
—Puede aceptarlo, Natasha. Tiene el visto bueno de las altas esferas. Todo queda en casa —medió Luis de Villegas.
—Lo tomaré en usufructo. Es para mí un honor guardar y poder lucir una minúscula parte de la historia de mi patria.
—Todos contentos —remató Robles.
El brusco sonido de sirenas policiales interrumpió todas las conversaciones. Robles, en un movimiento instintivo se giró hacia la salida cubriendo con su cuerpo el de Natasha. Los agentes de operaciones especiales del «Grupo Alfa» del Servicio Federal de Seguridad habían surgido de la nada y con inusitada rapidez neutralizaron a los escoltas que acompañaban a Korolev en el momento que abandonaban el museo. Un alto comisario, perteneciente a la lucha contra el crimen organizado, se plantó delante de él. Con voz firme leyó la orden de detención mientras lo esposaban. Incrédulo no reaccionó en un primer momento, posteriormente intentó zafarse y tomó una postura altiva y desafiante hacia los policías. Antes de introducirse en el furgón blindado se volvió y solicitó a gritos la intermediación del Ministro de Cultura. Más calmado ordenó a su chófer que avisara a su secretaría y a su abogado. Miró hacia la puerta esperando una ayuda que no llegó. Se detuvo un instante y cruzó la mirada con Robles. Este sonrió:
—¿Cómo se dice en ruso «el que ríe el último, ríe mejor»?
Una mirada de odio fue la respuesta.
El corpulento policía que le esposó dio por terminada las protestas y lo introdujo en el vehículo humillándole la cabeza sin muchos miramientos.
En una de las salas VIP del Aeropuerto Internacional de Moscú-Domodédovo Vasily Lychnikoff explicaba y detallaba la operación que había culminado con la detención del capo mafioso.
—Les habrá sorprendido el operativo empleado en el arresto de Korolev. Ahora les puedo descubrir que la FSB seguía sus pasos por delitos económicos; lo consideraban, igualmente, integrante del crimen organizado. Hay que tener en cuenta que en su paso por la KGB, dejó un número elevado de «estómagos agradecidos», pero también de cadáveres políticos. Hubo alguno que resucitó cual Lázaro; ustedes lo han visto si se han fijado en el comisario que intervino en la detención.
—Lo que sí nos sorprendió —señaló Palacios— fue la rapidez con la que se desencadenó y cerró el arresto. No pasó más de un día y medio desde el apresamiento de los «náufragos» y ya contaban con una declaración en toda regla que involucraba directamente a su jefe.
—Todo tiene su explicación. —Hizo una pausa Vasily—. El deber de socorro se impuso. Lo primero fue una intervención quirúrgica de urgencia. La anestesia que le suministraron a los heridos hizo milagros. Les dio por contar hasta los últimos detalles de todas las conexiones y casualmente… ¡estaba en la UCI el señor juez!
—¡Un cúmulo de casualidades! ¡Qué suerte para la investigación! —exclamó Robles.
Palacios se levantó y recogió el equipaje de mano. De modo sorpresivo se dirigió a todos:
—Bien, amigos os tengo que dejar. Han llamado a «mi vuelo» a Londres.
—¿No vienes con nosotros? —preguntó extrañado Luis de Villegas.
—Tengo que cerrar los acuerdos sin dejar ningún cabo suelto. Los intereses de los clientes son lo primero, y no pretenderás que haga una excepción contigo.
—Pero tienes las reservas hechas —balbuceó Luis de Villegas ante la mirada burlona de Robles.
—Luis, sabes de sobra que a nuestro querido amigo Alberto le gusta rematar la faena. ¡Es un ganador! —soltó el detective.
—Es una decisión de última hora debido a que la abogada Charlotte Bonar no ha podido venir; creo que sir Chales Bourne le echó galones, o al menos antigüedad en el bufete, para acudir a los actos de entrega —aclaró Alberto.
—Y no me digas… Falta alguna firma, o gestión muy personal —ironizó Luis de Villegas.
—Cuido tus intereses, que son igualmente los nuestros. —Señaló con un gesto a Robles—. En mi ausencia, y para todo el papeleo, sabes que en el despacho, la eficaz Maite te resolverá todos los problemas y trámites que tengas que hacer. ¡Qué tengáis buen viaje!