5 Frente de Nóvgorod.

 

 

 

El general Sókolov, al mando del 2º ejército de choque, rompió la línea de contención del río Volkhov, garantía de la retaguardia de las tropas alemanas que asediaban la ciudad de Leningrado. Penetraron con fuerza más de treinta kilómetros vadeando el río por la zona de la aldea de Gorodok. El empuje ruso fue inicialmente frenado por la 126º División alemana en la que estaba encuadrada, provisionalmente, parte de la División Española de Voluntarios. Las tropas alemanas y españolas contratacaron con eficacia arrinconando a los rusos que se encontraron rodeados con el río a sus espaldas. La bolsa creada por los movimientos de tropas se neutralizó a finales del mes de junio de 1942 con la conquista de la aldea de Maloye Samoshie. En la semana que duró la operación de limpieza de la zona, las tropas Divisionarias españolas sufrieron trescientas bajas y capturaron a cinco mil prisioneros estabilizando el frente: el intento de ruptura del cerco de Leningrado había fracasado en esta ocasión.

La octava batería, al mando provisional del teniente de artillería Antonio de Villegas, se reincorporaba al Grupo III de artillería ligera de la División de Voluntarios Españoles, a la que correspondía la defensa del frente de Nóvgorod. En las cercanías de la histórica ciudad, en la que desembocaba el río Volkhov (Wolchow para los alemanes) estaba enclavado el cuartel general de la División. La batería, cuatro obuses de 105 milímetros, había estado adscrita durante dos meses a la 126º División alemana en el Norte del frente donde se habían producido los encarnizados combates del paso y bolsa del río Volkhov. A la dureza extrema del combate se había sumado el intenso frío del invierno ruso, con temperaturas gélidas, a las que siguió la incomodidad añadida del deshielo primaveral que hacía impracticable el tránsito entre lodazales. El primer invierno se había cobrado mil doscientas bajas, exclusivamente por congelación. El General invierno…

—¡Mi teniente!, ¡mi teniente! ¡Un enlace!

—¿Qué sucede, Jesús? —preguntó Antonio de Villegas a su asistente. Le entregó las riendas de su montura para que se hiciera cargo del animal.

El enlace, «El Lejía», un avezado legionario, apagó la moto con sidecar que conducía y de un salto acrobático se plantó ante el teniente.

—Mi teniente, ¡Una patrulla alemana de la SS la va a armar!

—¿Qué barrabasada están haciendo esta vez?

El oficial continuó sobre la montura.

—Han detenido a unos campesinos y los quieren apiolar.

—¿Cómo sabes que son civiles campesinos y no partisanos?

—Son dos, uno de ellos me parece que es el hijo de su patrona de Nóvgorod. Creo recordar que se llama Andrei, nos suministraba a diario lecha fresca de alce y demás. Digo creo… porque realmente en la que me fijaba era en su sobrina. La exuberante Irina que no le quitaba ojo a usted.

—Déjate de tonterías y vamos al monte.

—Es verdad, mi teniente…

Antonio de Villegas no dudó

— ¡Motorista! ¡Belisario!

El sargento Belisario Touriño acudió con prontitud.

—Sargento, monte una patrulla bien pertrechada y sígame. Necesitamos traductor. Es «urgente inmediato».

—Mejor continúe a caballo, mi teniente —propuso «El Lejía»—. ¡Sígame!

Jesús, el asistente, se coló en el sidecar portando un fusil ametrallador MP 40. Le entregó otro al teniente. La moto arrancó levantando una nube de barro. Después de recorrer unos metros por la carretera general cruzó la vía del ferrocarril y se adentró en un frondoso bosque de abedules.

—¡Por aquí, mi teniente! ¡Están en el claro!

El jinete sorteó con precisión los árboles. Cinco soldados alemanes de la 3ª División SS Totenkopf, con uniformes de camuflaje, estaban torturando sin compasión a Andrei Sorokin y a un muchacho de unos quince años. Completamente desnudo, con un lazo anudado al cuello y colgado por los talones de la rama de un árbol suspendido a una altura de metro y medio del suelo repetía incesantemente que no era combatiente, que solamente era un honrado campesino «no comunista». El joven, igualmente desnudo, en cuclillas con las manos ligadas a la espalda con una atadura que finalizaba con un lazo corredizo sobre su cuello. Aterrado, respiraba con dificultad.

El sargento SS hizo una señal para que izasen un par de cuartas más al indefenso Andrei. Con la mano izquierda apagó un cigarrillo en el torso del ruso, al tiempo descargó un golpe seco con una bayoneta, el filo causó una herida abierta en la clavícula, el chasquido del hueso pareció divertir al torturador.

—¡Como no me des la situación y número de tus compañeros… te ahorcaré!

—¡Ya ne znayu!, ¡No sé!

—Mientes, rusky.

—¡Paver mne!, ¡Créame!

—Te voy a cortar los huevos y las criadillas se las va a comer tu amiguito. ¡Habla!

Al mismo tiempo en las inmediaciones…

El centinela que cubría la vanguardia del grupo de la SS, emplazado a cien metros del claro, se giró en dirección al ruido producido por la moto que conducía «El Lejía». Apuntó con su subfusil y dio el alto.

—No dispare, somos enlaces de la 250º División —gritó «El Lejía». Detuvo la motocicleta sin parar el motor.

El alemán abandonó su escondite, salió a cuerpo limpio para identificar a los motoristas. Se detuvo a quince metros del vehículo. Hizo un gesto para que la pareja de guripas bajasen de la moto. Sin dejar de apuntarles con el subfusil, repetía una y otra vez que se identificasen. Le pareció oír, entre sus propios gritos y el petardeo del motor, el chasquido de unas ramas al quebrarse a su espalda que le paralizó. La repentina sensación de humedad en la nuca le estremeció. El resoplido del caballo montado por Antonio Villegas le hizo dar media vuelta. Se encontró con el cañón del «MP 40» a escasa distancia de su cabeza. El oficial hizo la seña de silencio con el dedo índice. El Schütze SS soltó su arma y levantó los brazos.

Villegas no esperó a que «El Lejía» atase con correas al centinela alemán. Se precipitó con estruendo en el claro. Ante la mirada atónita del Scharführer SS, que mandaba la patrulla, el teniente español picó espuelas; el caballo realizó una cabriola ensayada. Disparó una ráfaga al aire para llamar la atención de los soldados alemanes. Tal fue la sorpresa que los dos que mantenían izado a Andrei soltaron la cuerda, este recobró la verticalidad con la fatalidad que los pies no llegaron a tocar el suelo. El ahorcamiento era inevitable. Una segunda ráfaga, ésta mucho más larga, cercenó la rama de la que pendía el desgraciado, cayó al suelo hecho un ovillo. El sargento SS intentó sacar la pistola de la funda. Nuevamente el fusil ametrallador consiguió la inmovilización del alemán.

—Soy el teniente al mando de la zona. Reclamo a esos prisioneros. ¿Me entiende Scharführer? —dijo Villegas en un alemán elemental.

El sargento alemán, con gesto altivo respondió.

—Soy el Scharführer responsable de este pelotón. Pertenecemos al Pioner Bataillon de la 3ª SS Panzer Division Totenkopf. Puede hablar en español si lo hace despacio —contestó en un castellano aceptable aprendido en la guerra civil española.

—Ya sé que pertenecen a la Totenkopf, las claveras de sus distintivos les delata y por lo que usted dice son del batallón de zapadores. Más a mi favor, saben obedecer una orden y la mía es clara.

—Somos seis y ustedes tres y uno está desarmado —dijo con descaro el alemán—. La razón de número le hará deponer su actitud. Sé que ustedes son valientes pero dejemos estas heroicidades decadentes para otras razas.

—No me obligue a disparar, sargento. No me va a temblar el pulso.

El suboficial alemán acarició la culata de su pistola, jugaba fuerte.

—Usted, es artillero y tengo el presentimiento que no sabe cuántas balas tiene el cargador de su fusil ametrallador, ni cuantas disparó.

—Si me obliga a disparar será usted el primero en caer, sargento.

—Se va a meter en un buen lío, teniente. Esta operación está avalada por el propio Obergruppenführer Theodor Eicke.

—El lío lo formó usted y lo vamos a desliar ahora mismo. No haga que lo resuelva como Alejandro el Magno, entrégueme a los prisioneros y quedará todo el incidente entre nosotros.

— ¡Zu den Waffen greifen! ¡A las armas! —gritó como un poseso el sargento.

Los soldados alemanes obedecieron como autómatas e hicieron ademán de recuperar sus armas. El sargento desenfundó la Luger P08. Un disparo impactó a una cuarta de su bota izquierda.

—¡Halt!, ¡halt! —gritó el sargento Touriño. Surgiendo por el flanco contrario con dos artilleros de compañía.

Herr Oberleutnant… —acertó a decir el alemán mirando al teniente Villegas.

—¡Hände hoch!, ¡arriba la manos! —ordenó con firmeza Touriño. Déjemelos a mí, mi teniente. Tiene que perdonar el retraso pero por estos andurriales no es fácil seguir ciertos rastros.

Desarmados los alemanes les obligó a sentarse sobre el suelo con las manos a la vista. Al grupo se incorporó el centinela aprendido que fue recibido con la mirada acusadora del sargento SS.

En cuestión de minutos se auxilió a los dos rusos que fueron evacuados y trasladados por «El Lejía» a la enfermería del Grupo.

El teniente español les vio alejarse. Cuando consideró que estaban a salvo, pensó en la mejor manera de zanjar el incidente:

—Sargento, le doy mi palabra de honor que estos dos rusos no son partisanos, los conozco suficientemente para afírmalo. El mayor de ellos fue de los primeros en alistarse en «su revolución» y quedó escaldado de su experiencia. Se habrá fijado en su cojera: un recuerdo de guerra. Por todo esto creo que lo mejor es no reportar con detalle este suceso…

—Yo tengo que dar parte forzosamente de este incidente, teniente. Poseo una responsabilidad ante mis jefes y ante mis soldados.

—De acuerdo, haga lo que quiera. Me sobran razones para no arrepentirme de lo que he hecho; obviando su brutalidad en el interrogatorio… —concluyó Villegas. Le dio la espalda y se alejó con la montura al paso.

El suboficial alemán se quedó perplejo, reaccionó pronunciando bruscamente la orden de levantar el campo y regresar a su cometido de patrulla.

 

 

 

El comandante Ulzurrun recibió sin mucho entusiasmo la novedad del incidente que le describía el teniente Villegas.

—Antonio, espero que no se haya equivocado en las identificaciones; por lo demás creo que ha actuado correctamente.

—Gracias, mi comandante.

—Mande que evacuen a los heridos al lugar que usted considere oportuno. No quiero civiles en la enfermería.

—Antes de que se me olvide, mi comandante, aquí tiene el asentamiento que propongo para mi batería. Destaco la posición de la pieza de trabajo, a una distancia de seguridad aceptable. Aquí —señaló una marca en el plano— propongo las posiciones de cambio y el segundo escalón de apoyo y el establo del ganado, es en el pueblo de Witka, que ya conoce usted de sobra: está alejado unos diez kilómetros de las piezas.

—Bien, déjelo aquí. Con seguridad estará bien planteado. Lo revisaré con la plana mayor. Ahora acabe su buena obra del día —dijo en tono paternal.

—Gracias, comandante.

Después de las primeras curas y convenientemente aseado era difícil reconocer a Andrei Sorokin. Vestido con prendas de los dos ejércitos, parecía lucir un uniforme diseñado por el mismo Göring. El brazo en cabestrillo y las heridas en el rostro eran la muestra patente de su tortura, ocultando la ropa la multitud de cortes y quemaduras sufridos. Su joven compañero, repuesto del susto, había decido regresar a Nóvgorod en un camión de suministro.

Con ayuda del intérprete, Antonio Villegas pudo comunicarse con Andrei.

—¿Me recuerda usted, Andrei? ¿Sabe quién soy?

El ruso esbozó una sonrisa y asintió con la cabeza.

—Cuando se reponga le enviaremos de regreso a casa. Así le podrá cuidar su sobrina Irina… y por supuesto su madre, mi querida Anna.

—¡Bolshoye spasibo za pomoshch!, ¡spasibo bátjuška!

—¿Qué dice…?

—Muchas gracias por su ayuda, gracias padrecito —contestó el traductor.

—De nada, era mi obligación. Déjese de parabienes y monsergas.

Spasibo.

—Bien, sigamos con las preguntas. ¿Qué hacía, usted, por esos parajes?

En lugar de contestar escuetamente Andrei decidió contar la aventura «de carrerilla». Tomaba aire mientras el intérprete traducía sus palabras.

El culpable de que se encontrase en las cercanías de Popvereje, a más de veinte kilómetros de distancia de su casa, era un oso, un oso pardo hambriento que había atacado y devorado a una de las hembras de alce, recién parida, de su rebaño. En un primer encuentro hirieron al animal, que a pesar de las heridas que le propinaron, consiguió escapar. Siguieron el rastro de sangre a través de pantanos, bosques y taigas. Lo localizaron bebiendo en un arroyo. Andrei lo abatió de un certero disparo en la cabeza. La detonación alertó a la patrulla de la SS alemana que, alejada de su sector, buscaba información por las aldeas y caseríos de los alrededores. El resto fue fácil de adivinar viendo el estado en que había quedado.

El teniente Villegas aprovechó un transporte sanitario que partía en dirección a Nóvgorod para acomodar al sufrido Andrei asegurándole el regreso a su casa. El hijo de la patrona Anna quiso mostrar su agradecimiento de forma efusiva intentando besar infructuosamente la mano de su salvador. Le hizo saber lo bien que sería recibido nuevamente en casa de su madre y en especial, por su sobrina Irina.

Andrei Sorokin, por segunda vez en su vida había estado a punto de perderla. Se alejó bamboleándose por efecto de la cojera recuerdo de una herida de la guerra. Había salido incólume de la Gran Guerra, pero la revolución bolchevique, a la que sirvió encuadrado en la Guardia Roja, le había pasado factura. A la herida en su rodilla había que sumar la decepción que le supuso ser testigo de verdaderas brutalidades que se cometieron en su unidad y que poco tenían que ver con las ansias de libertad que motivaron su alistamiento. Su ideal de colaborar para erradicar y finalizar de una manera civilizada con el yugo a los que los sometieron durante siglos los nobles terratenientes no se cumplió.

 

 

 

Durante el verano el III Grupo de artillería ligera participó activamente en el extremo norte del frente. La despedida de zona se producía a mediados del mes de agosto después de repeler el ataque ruso sobre Sapolge; el reagrupamiento para trasladarse al frente de Leningrado pasó por el asentamiento de las baterías en las propias calles de Nóvgorod. El regreso del capitán jefe de la batería devolvió al teniente Villegas a su puesto de jefe de línea de piezas auxiliares y observador avanzado de la batería. Se alojó nuevamente en casa de Anna Sorokin. La septuagenaria había albergado en su casa a varios oficiales de artillería del III Grupo que permanecía desplegado en el pueblo de Arkascha, a las orillas del lago Ilmen.

Los ocho meses transcurridos desde su llegada a Rusia le parecían a Antonio de Villegas una eternidad. El manto helado que cubría la milenaria ciudad, con temperaturas extremas de cuarenta grados bajo cero, dejó paso a una claridad que ponía de manifiesto los horrores destructivos de los bombardeos; primero de las baterías alemanas en la conquista de la ciudad y posteriormente de las rusas que en su constante asedio habían reducido a escombros gran parte de la bella Nóvgorod. Anna le relataba, a su manera, la destrucción de su venerada catedral de Santa Sofía en el recinto del Kremlin de la ciudad, hacía un par de meses. Para ella poder acudir al culto en un lugar vedado durante más de veinte años había sido la satisfacción más grande de su vida, descontando las dos resurrecciones que había sufrido su hijo Andrei. Entre las estampas y pequeños iconos que presidían la estancia principal, una foto del teniente Villegas iluminada con una mariposa de aceite: ¡Había ascendido a la condición de santo!

A mediados del mes de agosto el Alto Mando de la Wehrmacht ordenó el traslado de la División Azul para reforzar el cerco de la antigua San Petersburgo. En pocos días las tropas españolas tendrían que abandonar Nóvgorod.

En una de las últimas noches en la que el teniente Villegas y sus compañeros oficiales pernoctaron en casa de los Sorokin se celebró una cena en las que se disfrutó de las viandas españolas recibidas a través de la Cruz Roja. A los postres y ante una improvisada orquestina y entre cánticos regionales la patrona Anna entonó una bella canción tradicional y «se marcó» unos ágiles pasos de baile de los que hizo partícipe obligado a su idolatrado teniente.

—Un recuerdo… teniente —dijo con dificultad Andrei Sorokin al tiempo que le entregaba un viejo crucifijo.

El intérprete tradujo las palabras emocionadas de Andrei.

—Usted, me salvó la vida. Este viejo crucifijo también lo hizo y es justo que se lo regale. A mí me protegió hace unos años, ahora le protegerá a usted en esta brutal guerra, que espero que finalice pronto. Quiero que sepa que era propiedad de mi sobrina Irina pero ella quiere que sea usted quien lo conserve.

—Muchas gracias, a usted y por supuesto a Irina —respondió Villegas sorprendido por el regalo—. Soy un enamorado de estas piezas de culto; pero en esta ocasión en especial la llevaré siempre conmigo para encomendarme al Señor en cada acción.

Anna, la patrona, se acercó a Antonio. Le susurró al intérprete:

—Mi hijo la recuperó de «personas reales».

—¿Cómo…? ¿De quién me habla?

—De nuestras queridas y añoradas Duquesas Imperiales… —dijo Anna al tiempo que se persignaba emocionada.

—Gracias de nuevo a su familia, Anna. Muchas gracias.

Abrazó a la «patrona» y regresó al grupo de oficiales.

A pesar del tiempo veraniego que habían disfrutado durante el día la temperatura bajó de forma significativa al atardecer, el frio era intenso.

El intérprete se acercó al teniente Villegas y en un aparte le dijo.

—Mi teniente, la joven Irina me ha encomendado que le diga que quiere entregarle un obsequio de despedida en agradecimiento por salvarle la vida a su tío.

—Dile que no hace falta. Que ya me entregó el crucifijo y que será para mí un recuerdo permanente del buen trato recibido.

—Mi teniente, creo que el ofrecimiento es más personal. Quiere que le acompañe a la casa vieja, en donde tienen la cocina, allí quiere entregarle el regalo.

—Te repito ya me obsequió con la cruz. Por cierto que tiene su historia.

— Mi teniente… No tendré que explicarle…

La invitación a la casa vieja, aneja a la principal, había sorprendido inicialmente al oficial divisionario. Realmente durante los últimos meses había deseado a Irina. Pero el respeto que sentía a su patrona, y por el temor a ser rechazo conviviendo bajo el mismo techo, lo había frenado. Ahora era ella la que tomaba la iniciativa, parecía que pretendía culminar los continuos coqueteos que últimamente había mantenido. Antes de aceptar el encuentro Antonio de Villegas necesitaba desterrar la idea de que ella acudía por una presumible obligación o recompensa por salvar la vida de su tío.

—Bien —dijo después de una prolongada pausa—. Dile que cuando finalice la velada, con sumo gusto la acompañaré. —Sonrió a Irina, que estaba expectante, en prueba de aceptación.

—A la orden, mi teniente.

—Espera, un momento. —Escribió unas palabras en su inseparable block de notas. —Traduce esto a la muchacha.

Julio, el intérprete, se alejó. Leyó el mensaje: «No debes nada. Solo tú y yo». Volvió a leerlo. Tendría que aclarar el recado, no pensaba que la joven rusa entendiese tan escueta misiva.

 

 

 

Una vez en la pequeña casa adosada, Irina, azorada miraba al hombre que tenía enfrente. Con la cabeza baja le señaló uno de los bancos que bordeaban la gran estufa de ladrillo refractario situada en la esquina de la habitación.

El teniente dudó un instante. Se cercioró que no había nadie más en la casa. La joven se acercó para ayudarle a descalzarse de las botas de caña. Tomó la postura de espaldas e inclinada con la bota entre las piernas, tal como había visto hacer muchas noches a los soldados asistentes de los oficiales. Antonio de Villegas empujó con la otra pierna suavemente las nalgas de Irina que dio un ligero grito. Al descalzarse de la otra bota, ya con el pie desnudo, sintió la firmeza de sus glúteos. Dejó que el pie bajase lentamente acariciándolos, acompasando los ligeros contoneos de ella, hasta llegar a los muslos. El deseo le hizo tomar la iniciativa. Utilizó las piernas como tenazas y atrajo a Irina hacia la entrepierna. Ella dejó caer la bota. La besó en el cuello abrazándola por el pecho. Ella se estremeció, se giró, notó la dureza y deseo de Antonio. Sonrió, le beso en la boca, se separó ligeramente. Le señaló la gran estufa que dominaba la estancia que además de su función principal de dar calor a toda la casa, cumplía la función de horno y en su parte superior albergaba un desvencijado camastro.

—¿No nos asaremos con el calor? —preguntó Antonio de Villegas sin esperar respuesta.

El exterior de la estufa aún conservaba la temperatura de cocinar la cena. Intentó hacerse entender mediante gestos.

Ella intuyó la pregunta y contestó con su mejor sonrisa:

—No problema. Apagado. Tú y yo

El teniente dudó un instante antes de subir al altillo, que asemejaba la cama superior de una litera. Comprobó el estado de la escalera. Subió al elevado catre buscando la intimidad con premura. Descorrió la cortina que cerraba el frente del camastro El colchón de borra mantenía una agradable temperatura que contrastaba con la gélida del exterior. Se tendió vestido. En el interior del habitáculo la escasa luz que arrojaba el candil central se convirtió en una ligera penumbra. Cerró los ojos, se aflojó el acharolado y pesado cinturón e inspiró profundamente. Permaneció unos instantes en esa placentera posición imaginándose el cuerpo desnudo de Irina. Sintió su silenciosa ascensión por la escalera. Cuando abrió los ojos la figura de la joven se le asemejó una aparición. Vestida con su pesado capote de uniforme, entreabierto sin abotonar dejaba entrever su cuerpo desnudo. Permaneció de pie sobre la colchoneta, la cabeza rozaba las vigas del techo. Se sentía admirada, sabía de su proporcionada figura y de la atracción que despertaba en los hombres. De rodillas, y entre risas nerviosas, le retiró lentamente el pantalón de uniforme. Continuó en la misma postura y se deslizó hasta sentarse sobre los muslos del militar. Le desabrochó con firmeza la guerrera, e inclinó con decisión su torso para quitarle con comodidad la camisa. Antonio la sujetó por los hombros, sus manos se deslizaron poco a poco por sus turgentes pechos. Sintió las frías manos de la joven recorriendo su cuerpo. El deseo contenido durante muchos meses le hizo encenderse hasta extremos que no recordaba. Para librase de la camisa alzó el tronco. Hizo un esfuerzo hasta ponerse cara a cara. Sentados con las piernas enlazadas se besaron largamente. Fue el preludio de una velada de pasión desatada. Se entregaron con intensidad, hasta la extenuación. Antonio sintió que las fuerzas le abandonaban, se dejó caer. Al momento sintió el intenso calor que transmitía la joven al tumbarse sobre él. Relajada después del culmen de su entrega y recuperando el resuello jugueteaba con el cabello de «su Antón». Contrastaba la blancura rosada de su piel con la más curtida de su amante. Se abrazaron nuevamente y perdieron la sensación del tiempo.

Antes del amanecer Irina extendió un cobertor de piel de oveja curtida sobre sus desnudos cuerpos y se volvió a acurrucar en el pecho de un relajado Antonio de Villegas.

Con las primeras luces del alba la patrona Anna entró en la estancia y alimentó con leña el hogar de la estufa. Con una de las palas de hornear el pan golpeó el catre superior. Con voz chillona le demandó a Irina que cumpliese con sus obligaciones rutinarias. Se fijó en las botas de montar al pie de la escalera. Endureció el gesto cuando entendió que su nieta no había pasado la noche sola.

Los golpes despertaron a la pareja. Se abrazaron de nuevo. Fue un dulce despertar y una apasionada y prolongada despedida.

Al bajar la joven del camastro, la expresión de censura de su abuela por la tardanza, se tornó en aprobación cuando reparó que el capote que arropaba a su nieta era del teniente Villegas. Lo reconoció al instante. Sonrió y se dirigió, canturreando, hacia la casa principal para dar el desayuno al resto de inquilinos.

Irina se vistió con pausados movimientos sabiéndose observada, se ajustó el corpiño con expresión pícara. Subió hasta la litera y besó con pasión a un sorprendido Antonio, que trataba de asimilar lo sucedido durante la noche. Vio cómo se alejaba Irina, con un contorneo exagerado, en dirección a los corrales. Desde la puerta una última mirada:

Bolshoye spasibo, Antón —dijo como agradecimiento a la noche vivida.

El calor de la estufa comenzaba a notarse con intensidad, Antonio de Villegas descendió del camastro completamente desnudo. Una jofaina con agua templada le esperaba para el aseo.

Desde la puerta la voz del asistente se dejó oír:

—Mi teniente. Hay que aligerar que tenemos movida en la batería. Me imagine que estaría por estos andurriales. Algo me dijo Julito el intérprete.

—Gracias, Jesús. Déjate de tonterías y ayúdame con las botas.