9 La llave 234 R3
Puntualmente, a las doce del mediodía, un mensajero entregó el paquete, enviado por Nikolái, en el despacho de Alfonso Palacios. Maite, conocedora del interés que podía tener el envío, entró con decisión en el despacho de su jefe al tiempo que entonaba un tenue y protocolario: «¿Se puede?».
—Jefe, no busques más al profesor, Nos envía un paquete con entrega urgente y una nota. Tiene toda la pinta de una despedida «a la francesa».
—Gracias, Maite. ¿Cómo te encuentras? Creo recordar que te dije que no quería verte en todo el día, ¿no?
—Repuesta: ¡Cómo nueva! Soy dura de pelar…
—Haz el favor, deja el sobre ahí —. Señalo Alfonso una esquina de la mesa. Miró con sorna a la secretaría e hizo un gesto con el dedo índice indicando la dirección de la puerta.
«A pesar del susto… siempre controlando. No lo puede evitar». Esperó a que cerrase la puerta y con cierto nerviosismo leyó una escueta nota: «Te envío la «sorpresa» que hemos extraído de la cruz. Se complica mucho la situación: es más que una simple tasación. Te informaré personalmente. La cruz se la envíe al señor Villegas, no tiene más interés que su antigüedad disminuido por su mal estado de conservación. Un abrazo. Tu amigo».
Abrió el sobre-bolsa. Contempló una vieja llave plana de dos pulgadas y media. La examinó detenidamente con la ayuda de una lupa. En una de las caras, con síntomas de haber sido limpiada recientemente, se adivinaba una cifra seguida de una letra y un dígito: 234 R3. En un sobre de plástico transparente un viejo papel doblado. Con sumo cuidado, ayudado con unas pinzas filatélicas recogió el vetusto y amarillento pergamino. Unas letras indescifrables parecían anotadas.
Después de intentar localizar infructuosamente al profesor Nikolái, empezó a preocuparse: la situación se complicaba. Miró absorto la llave durante un buen rato. Se incorporó: «Necesito ayuda en este proceso, parece un caso de novela negra o al menos de misterio». Sin pensarlo llamó a su amigo, el comisario Robles.
—¿Alberto? —preguntó al notar que la comunicación estaba establecida.
—Como te va la vida, amigo —fue la respuesta del detective.
—Necesito tu ayuda y no es para un caso menor. ¿Puedes venir al despacho?
—No faltaría más. Ahora dispongo de mi tiempo. En una hora, más o menos estoy ahí.
Recurría, como otras muchas veces, a la colaboración del comisario Alberto Robles. Compañero de estudios y con el que mantenía una gran amistad. Seguro que alguna luz aportaría con su experiencia. Ordenó que no le molestasen hasta la llegada de Robles. El policía tardó menos de lo anunciado.
—Gracias por venir tan rápido, Alberto.
—A mandar, amigo.
—En pocas palabras intentaré exponerte el problema en el que creo que nos estamos metiendo y cuyas consecuencias pueden ser de sumo peligro.
Durante un buen rato Palacios explicó sus temores de estar inmerso en el mundo de la mafia rusa que controlaba las obras de arte de la época de los zares. Surgió el nombre de Korolev, ante el que Robles contrajo el gesto. Como colofón a la explicación mostró la llave y el pequeño pergamino.
Robles la tomó con cuidado.
—El número parece claro. Tienes razón, es el «234 R3». Lo que dice esta nota es otra cosa. Tendré que examinarla en mi casa o si me lo autorizas la puedo llevar al laboratorio de la «científica», que aún tengo amigos a pesar de no estar en activo. —Sopesó la llave. —Creo que con luz ultravioleta será suficiente.
—Nuestro experto Nikolái dejó parte del equipo de catalogación en casa de los Villegas. No creo que le importe que lo usemos; y al mismo tiempo pondré al día a Luis de las últimas novedades. Le avisaré para que nos espere en el museo de la casa del Pardo.
—Un momento, Alfonso. En el «confidencial» de esta mañana creo recordar que hacen referencia al Instituto que contratasteis. El director apareció medio muerto con evidentes síntomas de tortura. Antes de desfallecer, ya de madrugada, pudo activar una alarma: milagrosamente salvó la vida; pero ahora está en coma y no ha podido dar información sobre el móvil o motivo de la agresión.
—¿Marchena…? ¿Rafael Marchena… en coma? —acertó a decir Alfonso. Respiró profundamente. —Son muchas casualidades. Como me he imaginado y te anticipé, el asunto se pone serio y peligroso.
El policía dejó pasar unos segundos y con decisión dijo:
—Un momento, voy a ver si me pueden ampliar la información.
Utilizó su teléfono. La comunicación fue breve. Colgó con expresión de satisfacción.
—En minutos me pasarán una nota y unas imágenes. Algo sabremos…
—Mientras tanto vamos a casa de nuestro común amigo Luis.
Llamó a su secretaria.
—Maite, haz el favor, llama a un taxi
Bajaron a la calle. Ya en el vehículo, Robles continuó la conversación:
—Me confirman la personalidad del capo ruso. Tengo referencias del tal Korolev. Como te imaginas, su cercanía y compañía no son aconsejables. En un encuentro sobre seguridad internacional, celebrado hace algún tiempo en Roma, coincidí con él. Trató una ponencia, bastante extensa, sobre el terrorismo checheno y, que conste, bien presentada. En esa época aún pertenecía a la KGB. Años más tarde su nombre apareció relacionado con unos asesinatos de mafiosos rusos en la Costa del Sol. Según el comisario que llevó la investigación fue un asunto claro de vendetta entre grupos. El asunto se cerró sin más indagaciones. Todo daba a entender que la decisión de archivo del caso se tomó en las alturas. A partir de esos momentos su ascensión fue imparable llegando a ser considerado como uno de los principales agentes del servicio.
—¿Lo conoces personalmente?
—Me lo presentaron en ese congreso, pero de manera protocolaría. Cruzamos solamente unas frases de cortesía.
—Sí, pero te quedaste con «su cara». ¿Crees que te puede reconocer?
—Nunca se sabe. Tenía fama de buen profesional…
En pocos minutos se encontraban en el porche de la casa-museo de Puerta de Hierro.
—Encantado de volver a verte. Hace ya algún tiempo, ¿no? —saludó Luis de Villegas. Estrechó con fuerza la mano del policía.
Se adentraron en la sala en donde Nikolái había autentificado las obras de arte. Los equipos continuaban tal como los había dejado el erudito profesor en la última sesión. En una breve exposición pusieron en antecedentes a Luis de Villegas de lo que parecían actuaciones de la banda de Korolev.
—Por lo visto la cruz, que por cierto me la ha devuelto por medio de un mensajero, tenía este secreto. —Señaló Luis la llave que le mostraba Alfonso Palacios.
—Efectivamente. Tenemos un enigma en ciernes.
—¿Qué abrirá? Parece de una caja de seguridad. ¿No?
—Dejemos que nuestro amigo Robles investigue y descubra su utilidad —propuso Alfonso. Miró hacia donde se encontraba el policía que operaba con una lupa electrónica.
—De acuerdo, tú mandas
—Mientras trabaja el amigo Robles ¿puedes enseñarme las notas que tu abuelo escribió sobre la campaña de la División Azul y sobre los Romanov?
—Por supuesto. Acompáñame al despacho.
Abrió uno de los cajones y extrajo una libreta de medio folio y pastas de hule negro ajadas por el tiempo.
—En este primer cuaderno relata la historia tremebunda del magnicidio de la familia imperial rusa. Hoy en día, con algunas sombras, es de dominio público lo que sucedió; pero en el tiempo en que fue escrita, la historia sonaba a leyenda o a película de terror. Como te anticipé, da la impresión que el crucifijo que estudiamos perteneció en su día a la gran duquesa Olga y que llegó, como llegó, a manos del hijo de la señora que hizo las funciones de patrona con el abuelo en Rusia.— Movió la cabeza asintiendo repetidamente.— Y ahora este enigma…
Alfonso abrió el manuscrito. Comenzó a leer con sumo interés. Algunos pasajes eran de difícil comprensión debido a que el color de la tinta se tornaba violeta y se desdibujaba un tanto. Se saltó los apartados en los que se describían situaciones de campaña y en las que se detallaba el número de bajas sufridas, incorporaciones de nuevos oficiales y suboficiales, emplazamiento de las piezas artilleras y de los puestos de observación, objetivos a batir y demás acciones del grupo y de su batería.
En un folio, añadido al bloc, un extracto de la hoja de servicios:
«Se le concede la Cruz de Hierro de 2ª clase al teniente de artillería don Antonio Villegas y Gaules por su brillante y heroica gesta en el sector de Krasniwoord, al auxiliar a su unidad, rompiendo el cerco a la que estaba sometida por el enemigo. Introduciendo un convoy de municiones en el momento que ya se carecía de estas. La batería había sido desbordada y medio envuelta. Tomó el mando de la posición, con el enemigo atacando a escasos 200 metros. Soportaron el cañoneo enemigo que seguía tan intenso que parecía continuación de la preparación artillera. Reorganizó la posición defensivamente con el escaso personal que aún quedaba, logrando rechazar el paso del río Yshora por ese sector. Consiguió enlazar con las unidades que continuaban combatiendo, y al atardecer, con la única pieza en condiciones de hacer fuego, ayudó de forma decisiva a rechazar la tentativa de avance comunista. Mantuvo la posición hasta el día siguiente, siendo relevado por una compañía de zapadores y asentando de nuevo la batería en los altos de Federoskojs».
La lectura fue interrumpida por Robles.
—Ya está, Alfonso. El nombre que aparece escrito en el pergamino es Barlow Ldn Oxford St. En una primera evaluación lo datamos a principios de siglo. Bueno, a principios del siglo veinte —dijo con seguridad.
—¿Y la llave?, ¿algún dato más?
—Confirmado los números y letras: «234 R3»
Alfonso Palacios se pasó la mano por la cara y se frotó los ojos en un claro gesto pensativo:
—Ahora a buscar un significado coherente a todo esto.
—Supongo que la abreviatura Ldn se refiera a la ciudad de Londres. Por eso voy a llamar a un buen amigo en la city para que me informe sobre el apellido Barlow en la calle Oxford a principios del siglo XX. Añadiré que puede tratarse de un depositario, un agente de banca o algo similar para reducir el campo de búsqueda.
Luis de Villegas tecleo el nombre en su iPad en busca de información.
—Te aconsejo no investigar por tu cuenta, Luis. Las conclusiones que saques cuanto menos serán precipitadas. Confiemos en los amigos de Robles. ¿No es así? —señaló Alfonso Palacios. Miró con resignación al investigador.
—Cómo ya te imaginas —dijo el policía— solicitaré la información a un buen amigo, actualmente en la Interpol de Londres, que bien en su propia oficina, o bien en el Yard, nos dará cumplida información… Eso espero.
—Esperemos, esperemos… —se resignó Luis de Villegas.
—Me imagino que no será por mucho tiempo. No creo que sea muy difícil obtener los datos que solicitamos —apuntó Robles.
—Pues para hacer más corta la espera, y sí te quieres entretener, aquí tienes la versión del abuelo sobre el fin de los Romanov —señaló Luis al tiempo que le acercaba un cuaderno de notas.
El detective, después de un breve hojeo, comenzó a leer el relato que el teniente Villegas hacía en boca de Andrei Sorokin, testigo directo del regicidio que había supuesto el fin de una dinastía y un cambio radical de régimen en el pueblo ruso. En la narración se vislumbraba cierta reserva de que las palabras del ruso no se correspondiesen exactamente con la realidad. El teniente Villegas utilizaba con frecuencia el condicional, o hacía mención de forma reiterada a la fuente. Dejaba entrever que la narración podía estar mediatizada, bien voluntaria, o bien involuntariamente, tanto por Andrei Sorokin como por el traductor oficial de la batería. Este resquemor, ante la crudeza de las escenas descritas, era lógico; ya que en la fecha en que estaba escrito el relato, los restos de la familia imperial no habían aparecido: por lo que seguía siendo un verdadero enigma su triste final. Hay que tener en cuenta que el informe Yurovski, en el que describe en primera persona los asesinatos de la familia imperial, no fue público hasta1989 y los cadáveres no fueron exhumados hasta1991.
Volvió a releer la parte final en donde se relataba la ejecución.
—Si es una burda historia, producto de la imaginación de un joven campesino ruso, hay que reconocerle un poder de adivinación que deja en ridículo al mismo Nostradamus —sentenció el policía—. Podemos dar por válido lo descrito, sobre todo en la escena de la masacre, por tanto daremos validez al resto de la historia.
—Toda esta información ha despertado mi memoria —dijo Luis de Villegas—. Recuerdo que mi abuelo contaba que ciertos objetos de la colección habían pertenecido a la familia imperial. Aunque nunca relató la matanza con tanta crudeza, quizás por no fiarse del todo de la fuente…
—A pesar del tiempo transcurrido sin información alguna sobre la muerte del zar y su familia, el misterio volvió a estar en primera plana por la reclamación de la herencia de los Romanov por la que presumía ser la duquesa imperial Anastasia. Y por cierto, un proceso que se alargó durante mucho tiempo —interrumpió Robles.
—Y también, volvió al candelero la familia imperial por la publicación de las pruebas de ADN que se efectuaron últimamente y que descartaron a más aspirantes a Grandes Duquesas. Aparecieron o regresaron de la tumba, en busca de la fortuna perdida, todas las hijas de Nicolás II —terció Alfonso Palacios.
—Tanto como últimamente… La verdad es que hasta que aparecieron los restos de todos los componentes de la familia no se pudo establecer de manera categórica el hecho de que no hubiese supervivientes de la masacre y que las reclamaciones, aunque la presunta Anastasia ya había muerto, no eran legítimas en modo alguno —continuó Robles—. La identificación de los hijos y de la zarina fue más sencilla ya que se contó con la colaboración de Felipe de Edimburgo, esposo de la reina Isabel de Inglaterra, que es descendiente de la rama materna; creo recordar que su abuela era hermana de la zarina y a través del ADN mitocondrial fue sencilla la determinación.
—¿Mito… que? —balbuceó Luis de Villegas
— El ADN mitocondrial es el que se transmite de madres a hijos, tanto a las mujeres como a los varones. Todos tenemos el ADN mitocondrial de nuestras madres, abuelas, bisabuelas…
—No te suponía tan enterado, Robles —dijo Luis de Villegas.
—Hombre, Luis. ¡Qué tenemos nuestros estudios!
—Perdona, no quise ofender…
—Bueno, demos por concluida la visita. Cuando tengamos alguna pista te lo haré saber para tomar la decisión de seguir o no con esta aventura. Mientras tanto, querido Luis, extrema la seguridad y no te confíes —concluyó Alfonso Palacios.
—Por cierto, acabo de recibir un email de mi hermano, «el innombrable», que creo que puede aclarar la cuestión de la adjudicación de la herencia. Cambia su postura ofreciéndonos vender su parte de la herencia por seiscientos mil euros con la condición previa de que le entreguemos un mechero DuPont que le había regalado, en su día, al abuelo; un antiguo buró en donde dice que estudió de joven, y lo más sorprendente un pequeño icono que representa la decapitación de san Juan Bautista, y por último un óleo de un navío. Son los únicos recuerdos familiares que pretende adjudicarse. Por cierto añade que de esa forma se desliga y se considera ajeno a la familia.
—Ese cambio repentino, dejando vía libre a la valoración, es cuanto menos sorprendente.
—Será para hacerme el trabajo más llevadero —apuntilló con sorna Alfonso Palacios.
—Siguiendo y siendo fiel a mi intuición de investigador, me hago una pregunta. ¿Ese desinterés, ahora, por los iconos; es casualidad? Sospechoso, ¿no?
—Tantas casualidades…
Desde que Nikolái conoció, a primera hora de la mañana, la noticia de la brutal agresión sufrida por Rafael Marchena no dudó en adelantar, en lo posible, su viaje de «retirada» a París. No quería verse involucrado, más de lo que ya estaba, en la locura desatada en torno al crucifijo de la Gran Duquesa Olga Romanov. ¡No había duda! El secreto que albergó en su interior durante casi un siglo se había convertido en el objetivo prioritario del mafioso ruso. El profesor sabía que Korolev no cejaría hasta hacerse con él a cualquier precio. Se alegró de tener en la práctica finalizada la tasación de la colección de arte. La completaría en la soledad de su estudio parisino. Dudó en llamar desde un teléfono público a Alfonso Palacios para comunicarle lo precipitado de su decisión y al tiempo alertarle del peligro que corría, o bien utilizar el correo para indicarle el lugar en donde podría localizarlo. Consideró más seguro el mensaje. Envió un SMS con la palabra Geraldine. Volvía a utilizar un nombre femenino como clave para fijar un checkpoint. Con seguridad Alfonso lo identificaría fácilmente por ser el nombre de la dueña de un pequeño restaurante cercano a su estudio, en el barrio latino, donde solían comer en cada viaje que el economista realizaba a la capital parisina. Tenía que darle una satisfacción y explicarle que la huida no era mera cobardía, era una forma de protegerle, a él y a los suyos, de las maneras violentas de Korolev.
Compró un pasaje en vuelo regular a París. Utilizó el sistema de seguridad de pago PayPal con la esperanza que mantuviese el anonimato: el medio de pago guardó su identidad, pero no así Air France al asignarle asiento y el número de control de la tarjeta de embarque recibida en su móvil por SMS.
A pesar que faltaban casi tres horas para la salida del vuelo, tomó un taxi en dirección al aeropuerto internacional de Barajas: se encontraba más seguro rodeado de gente en un lugar público. «Estoy paranoico, veo a los sicarios de Korolev por todas partes. Tengo que calmarme», pensó. Más que una visión real era una intuición, esta vez acertada: Marc Gorb y dos acompañantes acababan de entrar en la T4 de Barajas.