20 El traslado

 

 

 

El vuelo de repatriación de parte del Tesoro Nacional Ruso partía desde el aeródromo de la Royal Air Force de Northolt. La base, situada a seis millas al norte del aeropuerto de Heathrow, tenía todas las características de seguridad necesarias para realizar la operación de entrega y cargar del «oro-Romanov» en el Antonov An-70, que las autoridades rusas habían elegido para el transporte. Un avión de transporte militar de nueva generación de medio alcance y que no necesitaba grandes instalaciones de apoyo en tierra para operar. Podía tomar y despegar en aeropuertos mal equipados. La bodega, con el sistema de carga basado en cuatro montacargas y dos grúas, aseguraba la perfecta estiba de la valiosa carga que se había reducido a tan solo cuarenta y cinco toneladas por motivos de seguridad. Un reducido equipo de las Spetsnaz —fuerzas especiales del Ejército ruso— compuesto por cinco miembros serían los encargados de la seguridad una vez que el cargamento de oro estuviese a bordo. La tripulación de carga la formaban cinco jóvenes soldados al mando de un mecánico entrado en años.

Los componentes de la patrulla de seguridad habían llegado como turistas en un vuelo comercial dos días antes, de esa manera mantenía el anonimato hasta el momento en que pudiesen vestir el uniforme de campaña, con la máscara característica, y con la que realizaban todas las operaciones. El armamento se custodiaba en el interior del aparato: fusiles de asalto AN-94 y AK-103, pistolas de nueve milímetros con silenciador y los temibles cuchillos NR2 cuya hoja podía desprenderse y ser lanzada a distancia, formaban el equipo oficial. Se completaba con una colección de granadas y equipos antidisturbios. La orden era tajante: ningún soldado ruso, con armamento de guerra, debía pisar suelo británico. Una hora antes del inicio de la carga se embutieron los uniformes de campaña, incluso el casco y la máscara, se armaron: ¡Ya no podrían salir del aparato!

La operación de carga comenzó a las siete de la mañana. Los ciento cincuenta contenedores estaban perfectamente estivados en los carros de transporte en la cola del An-70. Se esperaba la presencia de los notarios del banco y de la embajada para iniciar la carga. Con un ceremonial más propio de un acto castrense comenzó la operación de transvase. A esa hora ya estaba presente el grupo del banco presidido por el subgobernador y el personal de la embajada. Un poco más tarde se incorporaron, Natasha, Palacios y Robles portando el equipaje de mano. La joven rusa había preferido viajar en el vuelo de transporte; de esa forma pudo estirar dos días su presencia en la capital londinense gozando de entera libertad; la habían nombrado custodia de las alhajas y joyas del tesoro imperial en la ceremonia de llegada a suelo ruso. En el grupo, Charlotte Bonar, sin más misión testimonial que su presencia, les recriminó su retraso, con complejidad, con un movimiento de cejas y mirando la hora en su reloj. Le acompañaba Patrick Mills quien se acercó para despedirse de su colega, estrechó la mano de Palacios.

—Un honor haber contribuido a desenmarañar todo este embrollo. Cuando necesites algo de Londres ya sabes a quien acudir.

Le tocó el turno a Robles.

—Una vez más un placer colaborar contigo. Te traigo un regalito del superintendente Hopkins —dijo en tono jovial—. Al tiempo le entregaba su pistola Walther envuelta como si fuese una caja de dulces.

—Te debo una, Patrick. Te debo una y un buen cheque de recuerdo.

Se estrecharon la mano con fuerza.

—Dame un abrazo, Albert. Dejémonos de rigideces británicas —bromeó Mills.

—Ya le he dicho a Charlotte que nos tenga informados de la evolución de Martín. La cirugía plástica lleva su tiempo.

—Te informaré. Otra cosa que me ronda por la cabeza. ¿No crees que entre mi amiga y tu amigo hay algo más que una amistad prometedora? —apunto Mills.

—Si tienes interés en saberlo…

En esos momentos Charlotte y Alfonso Palacios hacían un aparte que se prolongó durante bastantes minutos.

Pasadas dos horas se dio por recibido el cargamento. Después de las fotos de rigor y un posado televisivo la abogada se despidió efusivamente de Palacios y Robles con un par de besos en las mejillas. Murmuró al oído de Palacios «Intentaré estar en Moscú en la recepción oficial en compañía de mi socio sir Bourne». Sonrió nuevamente y le apretó con fuerza ambas manos.

El Antonov estaba dispuesto para recorrer los 2.500 kilómetros que separaban Londres de Moscú. En 3 horas 45 minutos estarían en el Aeropuerto Internacional de Moscú-Domodédovo.

 

 

 

En el Centro de Control de Área de Malmoe sonaba la alarma ante la derrota que tomaba el vuelo 2584 de la compañía Aeroflot. El cuatrimotor Antonov An-70 que cubría la ruta Londres Moscú perdía altura abandonando el plan de vuelo previsto. En esos momentos se perdía la comunicación entre el Centro y el piloto. El controlador sueco insistía:

—Aeroflot dos cinco ocho cuatro, está perdiendo altitud recupere nivel tres uno cero. Repito, recupere nivel programado tres uno cero.

Ante el silencio del Antonov el controlador repitió la orden. Al cabo de unos segundos, marcando bien claro el indicativo del vuelo refrendó:

—Recupere nivel programado: tres, uno, cero.

Los parámetros del avión reflejados en la pantalla de seguimiento indicaban ahora un cambio inesperado y errático de rumbo.

—Aeroflot, dos cinco ocho cuatro. ¡Vire a su derecha! ¡Ahora! ¡A rumbo uno cero cero! ¡Corrección! ¡Repito! ¡Vire ahora a la izquierda a rumbo uno cero cero! Recupere a treinta mil pies.

Viendo que el transporte ruso no obedecía sus instrucciones, llamó al supervisor de guardia.

—No consigo contactar con el Aeroflot 2584. Está perdiendo altitud con mucha rapidez y ha variado el rumbo. La velocidad estimada es de 300 nudos y puede plantear colisión con el Airbus A320 de Lufthansa, que tiene debajo al mismo andar.

—Deme la posición del Airbus.

—En 27.000 pies, velocidad 507 nudos, rumbo cero seis cinco, retrasado 800 metros con el Antonov.

—Ordene reducir velocidad y que vire a la izquierda rumbo cero cinco cero.

—El Antonov sigue bajando. ¡Está a veintiocho mil pies! —alertó el controlador—. Se lo va a tragar.

—Sierra uniform dos cinco ocho cuatro, stop repito stop al descenso. Ascienda inmediatamente al nivel tres uno cero. ¡Peligro de colisión en nivel dos siete cero! ¡Tiene un Airbus a mil pies por debajo!

El supervisor se dirigió al segundo controlador.

—¡Quítame ese Airbus de ahí! ¿Cómo han dejado que se llegue esta aproximación? ¡Por Dios! ¡Qué vire a la izquierda!

Durante unos eternos segundos las señales de ambos aviones parecían confundirse en la pantalla.

A bordo del A320 el comandante, alertado por el Centro de Control, y en un rápido y entrenado movimiento desconectó el piloto automático, pasando a gobierno manual. Inclinó ligeramente el aparato y enmendó el rumbo al aconsejado. Aún no había completado la maniobra cuando la mole del Antonov pasó como una exhalación, en rumbo descendente, por su costado derecho. La proximidad fue tal, que la turbulencia creada le obligó al piloto a emplear toda su experiencia para estabilizar el aparato.

—Lufthansa dos cuatro ocho tres. Informe del incidente.

—Informo de incidente, Malmoe-Radar: El Antonov, rompió el nivel, descendiendo, y continúa bajando con una inclinación de morro de quince o veinte grados y ligero alabeo a la derecha. Velocidad estimada doscientos nudos. Parece una maniobra voluntaria y aparentemente no hay rastros de avería —respondió el comandante.

—Lufthansa dos cuatro ocho tres, informe si el Antonov mostraba fallos en alguno de los cuatro motores.

—Las cuatro turbo-hélices girando sincronizadas, Malmoe-Radar.

—Lufthansa dos cuatro ocho tres, recupere posición y nivel. Continúe su ruta. Recupérese del susto. Buen vuelo, adiós.

—Gracias Malmoe-Radar. Lufthansa dos cuatro ocho tres, manteniendo nivel dos siete cero, en curso a KOLJA por M864. Buenas tardes. Adiós.

Superada la situación de emergencia por colisión. Los esfuerzos del Centro de Control se centraban en intentar ayudar al transporte ruso. El comportamiento anómalo del avión, sin aparente avería en los motores, abría la posibilidad de una avería electrónica que aconsejase el aterrizaje urgente de emergencia en el aeropuerto más cercano. Se encontraba el aparato a 30 millas de la isla danesa de Bornholm: El aeropuerto de la capital, Roenne, parecía la mejor solución.

—Si mantiene esos parámetros en seis minutos estará volando a ras de agua. O algo peor —apuntó el controlador.

—Vamos a perder contacto radar. Tenemos que transferirlo a menor cota. Ordénele que contacte con la Torre de Roenne.

—Aeroflot, dos cinco ocho cuatro, reporte situación. Pase a frecuencia uno, uno, ocho, coma, uno cinco —insistió el controlador—. Tiene vía libre al aeropuerto de Roenne. Si recibe vire ligeramente a la izquierda.

—¡Señor, mire la pantalla del chat de emergencia!

En el canal adicional de comunicación en modo texto, limitada exclusivamente a situaciones de emergencia, se veía claramente el mensaje de socorro con la expresión de mayday repetida tres veces. Sin embargo no facilitaba los datos de posición y naturaleza de la condición de peligro, ni tampoco había utilizado el transponder para emitir el código de emergencia que correspondiese.

—Es extraño que utilice el chat para comunicar emergencia teniendo otros medios —se preguntó el supervisor.

—Señor se puede utilizar el teclado «en predictivo» y pulsar solamente una «eme» para enviar la señal.

—También lo podría hacer pulsando el interruptor del tablero de control del transponder.

—Eso será si puede hacerlo, señor. Puede que haya algo o alguien que se lo impida.

—Pregunten a la torre de Roenne si lo tienen en pantalla.

En la cabina del Antonov, el piloto cumplía con resignación, con el gesto contraído, las exigencias del jefe del comando, que apuntaba con una «nueve milímetros» a la cabeza del copiloto. Le había ordenado perder altura hasta los diez mil pies disminuyendo paulatinamente la velocidad. Con suavidad, superado el encuentro con el Airbus, inclinaba el morro del aparato reduciendo gas al doble de la velocidad de entrada en pérdida. En su mente, el infantil rostro de su hija deseándole feliz regreso en brazos de un encapuchado armado, que dejaba que la niña jugase con el cañón de una pistola Strizh amartillada. La escena se cerraba con la mirada suplicante de su mujer que amordazada e inmovilizada con cinta de embalar, cubriéndole brazos y pecho que la atenazaba a la silla en la que permanecía sentada en otra habitación, lejos de la mirada de la pequeña. La escena se desarrollaba en su dacha, en las proximidades de Sochi, y había sido rodada poco antes de que despegasen del aeropuerto de Londres: la fecha hora de grabación así lo atestiguaba.

Una nueva indicación le hizo varias el rumbo a un punto situado a setenta y cinco kilómetros de la capital de la danesa isla Bornholm.

En el compartimento de pasaje, inmediatamente detrás de la cabina de mando, la situación era de máxima tensión. La irrupción de los Spetsnaz rusos con los fusiles de asalto montados había paralizado a los pasajeros. En un movimiento reflejo Robles se levantó de su asiento recibiendo un culetazo como respuesta. Con gestos les ordenaron permanecer en sus asientos con el cinturón de seguridad abrochado y las manos entrelazadas sobre la cabeza. Alfonso miró de refilón a su guardián, volvió la vista hacía su amigo y comprobó, con satisfacción que Robles se reponía del golpe recibido en la cabeza. Un hilo de sangre prolongaba su patilla derecha. Con un pañuelo Natasha intentaba restañarle la herida; ya que el terrorista no había consentido que le hiciese una cura de urgencia. En un inglés ininteligible el ruso le ordenó: «manos cabeza». El policía evaluó la situación y a su mente acudió el protocolo de «secuestrados aéreo». Comprobó que los dos funcionarios del gobierno ruso, el británico, oficial mayor del banco y Natasha estaban bien. Antes de nada debía saber cuántos componían la partida. Recapituló: en la cabina el jefe del comando, su guardián y al menos tres más en la bodega de carga. Total cinco componentes.

La puerta de acceso a la cabina se entreabrió y dejó ver al jefe del comando que se había liberado del casco y la máscara. Robles no salía de su asombro: «No puede ser, es una pesadilla», pensó.

—¡Es el mismo terrorista ruso de la Chancery Lane! —exclamó mirando en dirección a Palacios.

Otro culatazo fue su recompensa. El pómulo derecho iba a necesitar la atención de un especialista.

—«Silence is silence»

Palacios le hizo un ligero gesto para indicarle que guardase silencio. El secuestro del vuelo y la sorpresiva presencia del señor Olof Olsen reencarnado en Marc Gorb a bordo, al mando del grupo de los supuestos guardianes del «oro-Romanov», no necesitaba explicación para saber lo que proyectaban. Las intenciones eran bien claras y manifiestas. Miró por la ventanilla, la inmensidad del mar Báltico era el único paisaje a la vista. No sabía exactamente dónde se encontraban. Intentó un cálculo aproximado partiendo de que hacía más de media hora que habían sobrevolado Hamburgo. El avión seguía perdiendo altura. La puerta de comunicación con la zona de carga se abrió con un sonoro golpe. Vio esposados a tres de los vigilantes encadenados en un lateral del avión.

—¡Soltad a los tripulantes! ¡Qué colaboren con las operaciones de descarga! —ordenó el que debía ser el lugarteniente del grupo.

—Vosotros —se dirigió a los asustados vigilantes—, embragar los contenedores dejándolos como están en grupos de cuatro y llevarlos hacia la cola, dejarlos sobre los rodillos y trincarlos de nuevo. Vamos a realizar un lanzamiento de carga en cadena ¡Vamos, rápido! ¡Qué solo tenemos diez minutos!

Con la ayuda de algún golpe y bajo la amenaza de las armas, comenzaron a cumplir las órdenes con prontitud.

El lugarteniente se volvió hacia uno de los spetsnaz.

—Igor, comprueba los paracaídas submarinos. Asegúrate que en todos los contenedores funcionan los GPS y las boyas de señalización.

El plan era sencillo lanzar en cadena el cargamento al Báltico con paracaídas submarinos, de doble propósito, en cada grupo de cuatro contenedores. A los paracaídas tradicionales se unían flotadores de hinchado automático. Dos hovercraft «pescarían» los contenedores y los transbordarían a un pesquero que amarraría con tranquilidad en el puerto de Roenne, capital de la isla de Bornholm y que según la leyenda era el lugar secreto en donde los Templarios habían escondido los tesoros saqueados del templo de Salomón.

En la bodega del Antonov las dos grúas puente sobre los raíles situados en su parte superior ya tenían enganchados y suspendidos los dos primeros grupos de contenedores preparados para trasladarlos a la zona de la cola del avión.

Gorb, en la cabina, continuaba dando órdenes:

—Cuando lleguemos a nueve mil pies, disminuya la velocidad al máximo y abra la rampa de cola que vamos a comenzar el lanzamiento de unos regalitos.

Cuando la altitud llegó a los catorce mil pies las máscaras de oxígeno de los pasajeros y tripulación se activaron de forma automática creando un desconcierto entre los secuestradores: la compuerta de lanzamiento había comenzado a abrirse. La reacción ante el fallo de presurización fue brutal e inmediata. Gorb le descerrajó un tiro en el muslo al copiloto.

—Rectifica la maniobra. Mira lo que has conseguido por tu ineficacia.

—Es una maniobra de emergencia automática cuando…

No dejó que el comandante siguiese con las explicaciones.

—Recuerda a tu familia. Todo puede salir bien y no tendré que matar a nadie. Nivela el aparato y comienza nuevamente con suavidad que tenemos tiempo de sobra.

El avión perdió estabilidad, y la bodega y cabina de pasajeros se llenó de niebla. El frio era intensísimo. El piloto adrizó con rapidez la nave. Rota la condición de presurización la rampa se abrió en su totalidad. Un ruido de cadenas y rodillos se dejó oír por encima del silbido del aire.

—¡Jefe, jefe! ¡Aleksey se ha ido al carajo!, ¡se lo llevó por delante el primer «paquete»!, y han quedado malheridos Igor y dos tripulantes —exclamó Viktor, otro de los asaltantes Chancery Lane.

—¡No me jodas, inútiles!

—Por fortuna para él, el paracaídas ha funcionado y me pareció ver que iba bien trincado.

—Se ha ido con un regalito de mil doscientos kilo de oro —masculló mientras miraba el descenso de los paracaídas—. Qué encadenen como puedan todos los contenedores dejando el máximo entre ellos. Tendremos que jugar con la gravedad. Dile a Igor que venga a la cabina que hay que quitar de en medio al copiloto.

—«Todos a trabajar». Tú, traduce —se dirigió a uno de los funcionarios rusos —. Viktor levantó su AK-103 y disparó una ráfaga intimidatoria, cometió un error, exceso de confianza.

Robles al salir a la zona de bodega, gritó: «Solo queda este». Se lanzó sobre el secuestrador. De inmediato imitaron su ejemplo Palacios y los funcionarios. En cuestión de segundos quedó reducido. Lo maniataron al firme de la bodega con sus mismas esposas. De inmediato auxiliaron a los dos heridos que no revestían la gravedad que se presuponía. El comando quiso hacer uso de su pistola, pero no fue capaz de desenfundar por la posición en la que se encontraba. Amenazó con el cuchillo y tuvo fuerzas para accionar el disparador; la hoja alcanzó de refilón a uno de los auxiliares de carga.

El Antonov había quedado dividido en dos: En las cabinas, dos asaltantes con tres rehenes: Natasha, el copiloto y el comandante. En la bodega once hombres, que no estaban dispuestos a dejarse matar, con las armas capturadas y las que restaban del armero. Robles tomó el mando.

Un nuevo sobresalto para los dos grupos: Un MiG 31 rompía la barrera del sonido en su proximidad, pasando por la cola del Antonov a 1.500 km/h. Repuestos del ruido ensordecedor observaron como un segundo aparato se situaba a su altura. Los MiG habían tardado tan solo diecisiete minutos en recorrer los casi cuatrocientos kilómetros que separaban la isla danesa de Bornholm con la base aérea de Nivenskoye en Kaliningrado situada en el mar Báltico; y pocos más desde la llamada de emergencia recibida.

Por el canal de emergencia el piloto del MiG hacía la advertencia de que si no recuperaba el rumbo y altitud recomendados se vería obligado a derribar el aparato. Eran las instrucciones concretas del protocolo de «Acto terrorista con rehenes e intereses de Estado comprometidos» que aseguraban que un Estado soberano nunca negociaría con terroristas o con quien intentase el chantaje. En un principio Gorb no estaba dispuesto a hacer caso a las exigencias del piloto del MiG. Un mensaje se recibía en el An-70. Daba entender que si no había victimas mortales la rendición se consideraría como una entrega voluntaria en beneficio de la Hacienda y Tesoro Nacional.

El MiG se alejó con inusitada rapidez ascendiendo en una especie de cabriola. El segundo aparato hizo un disparo de aviso tan próximo al Antonov que su efecto fue similar al paso por una turbulencia.

Los dos asaltantes irrumpieron en la bodega protegidos con máscaras antigás. En segundos el compartimento se inundó de gas lacrimógeno de color rojo intenso, transparente para los visores del equipo que Gorb y Viktor utilizaban. En pocos segundos recorrieron los treinta metros de la bodega hasta situarse en la rampa de cola. Dispararon varias ráfagas con los fusiles AK-103 obligando a mantenerse a cubierto a Robles y demás compañeros. Mientras Gorb se ponía el paracaídas de combate Viktor siguió disparando. Entre los dos consiguieron liberar un contenedor que cayó con estruendo sobre los rodillos. Con esfuerzo lo lanzaron al vacío. Gorb fue el primero en saltar y cuando Viktor se incorporó para cubrir a su compañero disparando de nuevo, fue alcanzado por un disparo de Robles. Cayó de rodillas con una herida a la altura de la cadera. En un último esfuerzo se arrastró hacía el borde de la rampa y aprovechó los últimos rodillos para lanzarse al exterior.

Robles accionó el freno de emergencia de descarga paralizando el lanzamiento. Se acercó a la rampa y pudo observar dos paracaídas naranjas ya próximos a la superficie del Báltico. Del contenedor no había rastro, en la precipitación de la operación de liberación no habían podido asegurar el paracaídas de la agrupación. Con seguridad trescientos kilos de oro descansaban en el fondo del mar. No se sabía si el boyarín de señalamiento cumpliría su función, la recuperación dependería de la profundidad que alcanzase.

Lo peor había pasado. Aún con la tensión del momento y después de felicitarse por final de la operación terrorista comenzaron a reponer los anclajes originales a la carga. Asegurados los contenedores ya podían continuar el viaje.

—Aeroflot, dos cinco ocho cuatro, Malmoe-Radar. Acto terrorista abortado. Repito acto terrorista abortado. Recuperamos curso y altitud. Copiloto herido de bala. Solicitamos equipo médico en Kaliningrado, Rogamos comuniquen incidencia.

—Enterado Aeroflot, dos cinco ocho cuatro. Comuniquen necesidades a nuestro alcance. Nos congratulamos de la resolución de la situación. Abro y cierro incidencia.

—Aeroflot, dos cinco ocho cuatro, cambio en plan de vuelo. Salto intermedio de emergencia en KGD Kaliningrado. Confirmo destino final Moscú-Domodédovo.

—Enhorabuena nuevamente «por desenlace». Buen viaje.