7 Verano 1918 – Ekaterimburgo
(Estribaciones de los montes Urales)
El joven Andrei Sorokin finalizaba el turno de guardia en la garita del patio posterior del palacete Ipatiev, convertido de forma provisional en prisión del depuesto Zar Nicolás II y su familia. El inmueble de dos plantas, una vivienda de lujo, confiscado a un adinerado industrial del que toma su nombre, mantenía enclaustrados, además del zar y a su esposa Alejandra, a sus cuatro hijas: Olga, Tatiana, María y Anastasia y al pequeño zarévich Alexis. El séquito cortesano se había reducido a la mínima expresión, el doctor Botkin, el ayuda de cámara Trupp, un cocinero, la doncella de la emperatriz y tres criados más. Ante la inminente llegada del relevo, Andrei se ajustó el correaje, comprobó el contenido de la cartuchera y se caló la gorra de plato. Durante todo el día la temperatura rondó los veinticinco grados, que hacían incómodas las botas de caña, imprescindibles para salvar los rigores del largo invierno y molestas en las escasas jornadas veraniegas.
Había combatido en la gran guerra que acababa de cerrarse con el tratado de paz con Alemania. Al final de la contienda había encontrado trabajo como obrero metalúrgico en la fábrica Syssert en las inmediaciones de la ciudad de Ekaterimburgo, lejos... muy lejos de su añorado Nóvgorod. La posterior incorporación a la Guardia Roja se produjo a principios del mes de mayo más por la paga segura que por el sentir revolucionario y que al tiempo evitaba la movilización obligatoria para nutrir al Ejército Rojo.
Su familia campesina, pequeños propietarios, le había imbuido la fidelidad a la monarquía. Los principios revolucionarios de Andrei habían transformado la lealtad en un simple respeto personal hacía el depuesto zar. Continuaba impresionado por la cercanía de los Romanov a los que no deseaba mal alguno y esperaba, como muchos compatriotas, que algún gobierno extranjero los acogiese en su territorio: sentimiento que debía de ocultar a los compañeros de armas para no ser tachado de contrarrevolucionario.
Un ruido procedente del interior le hizo volverse hacía el edificio. En lugar del compañero de relevo apareció el jefe de sección, Medvedev, un exsuboficial en el ejército zarista
—Sin novedad en el puesto, camarada. Nadie a la vista —acertó a decir.
—No dejes que nadie se acerque. A la más mínima sospecha... un tiro de aviso y el siguiente a dar. No quiero curiosos en las cercanías.
El superior inspeccionó el uniforme de Andrei en busca de algún incumplimiento al reglamento: quería reforzar en todos los ámbitos la disciplina militar, un tanto relajada en los comienzos del nuevo ejército. Continuó:
—Espera al relevo, se demorará una hora porque estamos haciendo un reajuste en el servicio. Según el comisario Avadéiev cabe la posibilidad que seamos reemplazados en breve, al menos parcialmente, por una nueva unidad —dijo el superior.
—Lo que ordenes, camarada —respondió Andrei. La supresión de las categorías militares les hacía ser reiterativos en el trato y abusar del término «camarada».
Se consideraba afortunado al estar asignado a la vigilancia exterior y evitar la presencia cercana y continuada de las duquesas imperiales que conseguían azorarle con una simple mirada; sobre todo por parte de María y Anastasia, siempre divertidas a pesar de las condiciones espartanas de la reclusión. Los ojos azules de la pequeña de las hermanas parecían hipnotizarle a tal extremo que siendo la menos afortunada en hermosura le parecía con mucho la más bella. A sus diecisiete años siempre de buen humor y dispuesta a gastar una broma a sus hermanas o hacer una parodia con multitud de muecas para entretener al enfermizo zarévich.
La puerta de la vivienda se abrió dejando paso a la comitiva imperial. El Zar empujaba una silla de ruedas, que por su volumen parecía una verdadera cama, conduciendo a la emperatriz. La familia tenía cierta libertad de circulación y dos períodos de media hora, mañana y tarde, en los que salían todos juntos al patio. En esta ocasión el heredero permanecía en los aposentos reponiéndose de las hemorragias sufridas en un brote hemofílico.
El Zar en presencia de la familia fue informado del cambio de guarnición de vigilancia que se realizaría a mediados del mes de julio. La guardia encargada de la seguridad interior se encomendaba a miembros de la checa de la ciudad, al mando del comisario Yurovski, que una vez que tomó el mando relevó a las tropas del ejército y cesó al comisario Avadéiev, que hasta ese momento era el responsable de la custodia de la familia imperial. Solamente continuaron en sus puestos los voluntarios en las guardias de exteriores.
La primera medida tomada por Yurovski fue suprimir la intimidad de los Romanov al pintar de blanco los cristales y mandar arrancar las puertas de las cinco habitaciones del segundo piso donde se alojaban, incluso la del baño. Tres «chequistas» armados eran los encargados de controlar los movimientos de los Romanov en el segundo piso. Los paseos se redujeron e incluso se prohibió el ejercicio habitual del zar de hachear la madera de consumo.
—Llama a los criados del ciudadano Romanov, a los dos Sednev, tío y sobrino, y al otro, creo que responde por Nagorny —ordenó Yurovski al asustado Andrei.
—Sí, camarada.
—Los quiero ver con sus pertenecías en el patio antes de que me acabe este cigarro.
Andrei salió rápido en busca de los criados. «El joven zarévich se queda sin compañeros de juegos», pensó.
En minutos se presentaron al comisario portando sus hatillos y capotes militares. Después de una breve conversación abandonaron la casa sin volver la vista atrás. El ayuda de cámara Trupp pidió explicaciones al comisario sin resultado alguno: se habían quedado sin servicio.
El presidente del Soviet de los Urales, Filipp Goloshchekin, fue contundente:
—Yákov, la decisión es inapelable, en Moscú aprueban la condena a muerte del«verdugo coronado».
—Tengo todo preparado. Ya he relevado a la guardia y cuento con voluntarios para la acción. Son verdaderos revolucionarios, algunos son camaradas húngaros veteranos y dispuestos a todo.
—Hago especial hincapié en que no puede trascender la noticia del fusilamiento; el cuerpo del ex zar no puede ser localizado. Siempre habrá contrarrevolucionarios dispuestos a venerarlo.
—¿Solo del Zar? —preguntó Yákov Yurovski
—El ex zar y todo lo que pueda atentar contra nuestra revolución... ya me entiendes.
—La ejecución será en el interior de la casa. No puedo sacar a campo abierto a los presos y arriesgarnos a que una partida de checoslovacos mercenarios o de contras nos intercepten o que simplemente puedan señalar las tumbas.
—Como tengas dispuesto, camarada.
El comisario emprendió el regreso a la casa Ipatiev —rebautizada como «La Casa del Propósito Especial»—, después de acopiar unos bidones de gasolina y ácido sulfúrico: su fin último era desfigurar los cadáveres y quemarlos posteriormente. También solicitó un vehículo en buenas condiciones para transportar los cuerpos al lugar de enterramiento. Al día siguiente, ya en la casa, fijaría el momento oportuno para la ejecución.
A las ocho de la mañana, como todos los días, el cocinero imperial Kharitonov había preparado el desayuno: té y pan negro. Toda la familia, excepto el zarévich que se había quedado en el camastro inmovilizado por su última hemorragia en la ingle, se arrodilló para orar. Las plegarias finalizaron solicitando al Altísimo una solución para su compleja situación, por la recuperación de la Santa Rusia y para que influyese en su querido primo, el rey Jorge de Inglaterra —tan parecido a él, como decían todos—, para que superase los problemas internos con su gobierno y acelerase las conversaciones de «asilo»: Plegaria difícil de atender ya que el gobierno británico había paralizado y prohibido la operación de rescate.
Finalizadas las preces dieron cuenta del almuerzo en un discreto silencio solamente roto por las ocurrencias de Anastasia. Sin alzar la voz, el Zar, a resguardo de los centinelas, le pidió a su hija mayor que se quedase; igualmente le hizo una seña a su ayuda de cámara y al médico. Las tres menores se trasladaron a su habitación para continuar con la tarea de bordado en las que estaban ocupadas.
Andrei fue asignado a la guardia interior. El propio Yurovski le entregó un viejo revólver.
—¿Sabes manejarlo?
—Sí, camarada.
—¿Has disparado alguna vez con una pistola?
—No, camarada.
—Será mejor que te quedes con el revólver —dijo Yurovski devolviendo la pistola a una mochila que contenía una docena de armas.
—El camarada Medvedev te asignará el puesto a cubrir y las órdenes precisas para hacer uso del arma. Preséntate ahora mismo en el cuerpo de guardia.
Después de casi tres meses era la primera vez que Andrei montaba guardia en el segundo piso. Las instrucciones fueron concisas, podría hacer uso del arma en caso de agresión o para impedir una fuga. Para calmar su nerviosismo paseaba enfrente de las habitaciones hasta el final del corredor en donde estaba apostado un «chequista» corto en palabras. Solamente le preguntó el lugar de nacimiento y si era veterano de la guerra.
Al pasar frente la habitación de las duquesas, convertido en cuarto de costura, Anastasia le miró con curiosidad.
—Usted no es nuevo, ¿verdad? Me parece que es de los vigilantes del patio, ¿acerté? —dijo con desparpajo Anastasia.
Andrei dudó en contestar, la orden general era no intimar con los presos. Miró hacia el final del pasillo; su compañero parecía interesado por lo que sucedía en la primera planta.
—Sí, señora —contestó aturdido— ¿Necesita alguna cosa?
—No gracias. Voy a acudir al baño y le ruego que no pase por las cercanías mientras permanezca en el aseo.
—No faltaría más, aunque le tengo que acompañar hasta el local —contestó Andrei.
Se sorprendió el guardia al observar que el cuarto no tenía puerta y que las paredes estaban ilustradas con obscenidades sobre la Emperatriz y Rasputín.
—Puede esperar...
El joven se retiró volviendo a sus paseos. Esta vez era mucho más corto. Se fijó por curiosidad en el grupo del zar Nicolás. La conversación bajó el tono ante su presencia.
—Sí, majestad, el panadero me ha informado que se barrunta por la ciudad que una brigada checoslovaca está en las cercanías, vienen en nuestro auxilio.
—Sabía que el almirante Kolchak no podía fallarme —dijo el zar, mientras se atusaba las puntas de su bigote—. Aún no entiendo cómo mi querido primo Jorge no ha movido los hilos de la diplomacia y no ha conseguido que nos exiliaran, con condiciones o no, a Inglaterra o más discretamente a Irlanda. Si es por miedo a la revolución, que tenga presente lo que nos está sucediendo a nosotros.
—Debemos estar preparados para un eventual traslado, o para... ¡la liberación! —dijo con entusiasmo el ayuda de cámara Trupp.
—Debieron que hacer un esfuerzo, que realmente no me consta, en los cinco meses que estuvimos en arresto domiciliario en Tsárkoie Seló. Mi primo Jorge me ha vuelto a defraudar. Da la impresión de que el partido laborista le ganó el pulso por miedo a la marea roja de la revolución bolchevique; ya que no es creíble que la procedencia germánica de la zarina influyese en la decisión, como se publicó en la prensa británica. Se olvidan, o mejor obvian, que mi querida esposa —miró con cariño a la zarina— es tan nieta de la recordada reina Victoria como el mismísimo Jorge V.
—No quiero contradecirle, ni mucho menos enojarlo, majestad; pero los políticos en Inglaterra influyen demasiado en las decisiones del rey. Tenemos noticias de que le han obligado a renunciar públicamente a los títulos alemanes que tiene, e igualmente a los que ostente toda la familia real. Los integrantes de la casa Battenberg han pasado a denominarse Mountbatten entre otras lindezas…
—Siempre tendré que agradecer al rey Gustavo de Suecia las gestiones internacionales para nuestro extrañamiento. Por no decir los continuos desvelos del rey de España. No creo que Alfonso consienta que a su esposa Victoria Eugenia de Battenberg le cambien la denominación de casa real. Y estamos en el mismo caso, es igualmente nieta de la inglesa por excelencia: la reina Victoria.
—Mi prima pequeña —dijo escuetamente la zarina con voz entrecortada.
—Majestad, confiemos en el monarca español, tenemos información confidencial de las últimas gestiones ante el Comisario del Pueblo para Asuntos Exteriores, Georgi Chicherin. Él mismo ha sido liberado recientemente de una prisión inglesa por la acción diplomática.
—Sí, sé quién es. Su padre Vasili era un buen diplomático. Pero él ha puesto toda su fortuna a disposición del partido y acabó siendo un bolchevique más. Con su aportación no me extraña que le nombrasen ministro.
—Por lazos de sangre y parentesco político debían de unir sus esfuerzos: Alfonso XIII con el rey Jorge y recordarle que su majestad imperial pudo pactar una paz separada con el káiser Guillermo y dejar que Alemania volcase su potencial contra ellos.
—Ahora confiemos en el almirante Kolchak y en las tropas Checas. Ya tendremos tiempo de pensar en nuestro futuro, después de esto no me veo paseando por Londres. No volveré a pisarlo…
—Sí, Majestad. Seamos realistas y no añoremos lo que pudo ser y no fue.
El zar se dirigió a su hija que había asistido a la conversación sin intervenir en ella:
—Olga, tienes que encargarte de que tus hermanas se acuesten hoy con los corsés que mamá y tú tenéis dispuesto. Recoge los documentos y salvoconductos que deben de esconder en la ropa interior: os pueden salvar en un momento determinado y servirán como cédulas de identificación si tenemos que separarnos. Recuerda y recuérdale a tus hermanas que «en la cruz está la salvación»
—Sí, padre. Estaremos listas. También tengo preparado el cojín de Alexis —contestó Olga.
El zar ayudó a su esposa a levantarse y la acompañó al dormitorio. Se acercaron al dormitorio donde descansaba su infortunado hijo. La emperatriz lo besó en la frente.
—¡Madre! ¿Sucede algo...? —acertó a pronunciar entreabriendo los ojos.
—Descansa hijo, descansa —respondió con lágrimas en los ojos.
Los integrantes de la checa se reunieron en una de las habitaciones de la planta baja. Yurovski repartió entre los «chequistas» las nuevas pistolas Colt 1911 que había conseguido en el local del «soviet».
—¡Andrei! ¡Venga aquí! —requirió el comisario.
—Camarada —respondió con prontitud. «Desde que se aprendió mi nombre parezco su ordenanza», pensó.
—Busque al lacayo de los Romanov, a ese estirado de Trupp.
No tardó el ayuda de cámara en presentarse ante Yurovski.
—Avisa a Nikolái Aleksandrovich Romanov, que lo quiero ver. Tengo noticias que comunicarle —hizo una estudiada pausa—. Mejor, cuando esté visible ven a buscarme. Le visitaré en sus habitaciones —dijo con sorna. Hizo una seña para que le avisara a través de Andrei.
El zar Nicolás, se levantó de la única silla que existía en su dormitorio. Se estiró el faldón de la guerrera de su eterno uniforme caqui sin distintivos y que complementaba con sus botas de montar favoritas.
—Dígame, Yurovski. ¿Qué noticias son esas?
—Nos trasladamos. La ciudad no es segura y puede caer en manos de sus aliados checos. Estarán mejor con nosotros —volvió hacer uso de su ironía.
—¿Cuándo será la marcha?
—Cuando sea el momento oportuno —divagó Yurovski.
Andrei asistía a la escena a cierta distancia. Suficiente para enterarse de la próxima marcha. No se atrevió a preguntar si los guardias rojos que formaban parte de la vigilancia tendrían que abandonar la casa y acompañar a los Romanov, o bien quedarse en Ekaterimburgo. Preocupado por los últimos acontecimientos salió hacía la puerta principal. Encendió un cigarro e invitó al centinela que cubría el acceso a la plaza principal de la catedral de la ciudad. Saludó con una seña al compañero que montaba la vigilancia en el puesto del balcón.
El ruido de un camión acercándose al portón de la casa precipitó los acontecimientos. La movilización fue notoria en el interior, los guardias voluntarios solamente recibieron la orden de esmerarse en la vigilancia exterior.
—Pase lo que pase en el interior, incluso ruido de disparos, no distraeros y esmeraros en la vigilancia en todo el perímetro. Nadie puede deambular por la valla. ¿Enterados? —ordenó Ermakov, segundo jefe de la partida al conjunto de vigilantes voluntarios.
El puesto que le tocó cubrir a Andrei fue en el patio exterior en los ventanales del semisótano.
—Camarada, avisa al comisario que ya estamos aquí —gritó el conductor del camión.
No tuvo tiempo para avisar. Las luces del semisótano se encendieron. En ese momento entraba el Zar Nicolás llevando en brazos a su hijo Alexei, seguía al séquito su esposa, la zarina Alexandra acompañada y asistida por su hija Olga y por su doncella Demidova. El lúgubre cortejo continuó con el resto de la familia y servicio: total diez adultos y un niño.
—¡Andrei, les van a matar a todos! —exclamó totalmente alterado su compañero Pavel Kafelnikov, voluntario en la guardia roja y amigo en la fábrica de Syssert y más conocido por «Pasha».
—¿Qué?
—Me seleccionó el camarada comisario para ser pistolero y matar a sangre fría a la pequeña de las duquesas —balbuceó «Pasha»—. Le eché valor y me negué esperando un castigo fulminante. Sin embargo solo me apartó violentamente y me retiró el arma. Llamó a otro «chequista» que estaba de guardia, que se prestó encantado. Salí corriendo. Creo que hay otro que se ha negado a matar a otra de las hijas. No sé si quitarme de en medio por si hay represalias.
—¿Estás seguro, «Pasha»?
—Sí —rompió a llorar.
No pudo evitar aproximarse a la ventana. Andrei desde un plano elevado vio a los presos formando dos líneas con la emperatriz y el zar, al frente, ocupando sendas sillas. El zarévich Alexis sentado en las rodillas de su padre, las duquesas detrás y a los costados el escaso séquito: Componían un grupo que parecía esperar al fotógrafo más que a sus verdugos.
El comisario Yurovski leía un documento dirigiéndose al zar. Se levantó Nikolái. Por su gesto parecía exigir una aclaración. No hubo respuesta. Yurovski interrumpió la lectura, sacó su pistola y con extrema frialdad le descerrajó un tiro en la cabeza. La muerte fue instantánea. El impulso del proyectil hizo que el cuerpo del zar, ya sin vida, derrumbase al zarévich Alexis. El mismo camino siguió la emperatriz. Un disparo, propiciado por el dirigente Ermakov, le voló parte de la cara. Los cuerpos de los monarcas aplastaron al joven Alexis. Los pistoleros, alineados en una sola fila abrieron fuego contra las personas que tenían asignadas. Los siguientes en caer acribillados fueron el médico de cabecera Botkin, el ayuda de cámara y el cocinero. Durante unos instantes los disparos se sucedieron con rapidez: parecían las detonaciones de un fusil ametrallador en lugar de las producidas por los revólveres de los asesinos. Por el efecto del vodka —que los voluntarios habían ingerido generosamente con anterioridad— y por la humareda que se formó, los asesinos equivocaron los blancos y dispararon indiscriminadamente.
—¡Alto el fuego, camaradas! ¡Alto el fuego! —se hizo oír Yurovski.
Cuando el humo se disipó la gran duquesa Olga y la doncella permanecían de pie. La hija mayor del zar enarboló un crucifijo que intentó besar: no lo consiguió fue abatida por un seco disparo.
Andrei vio aterrado que el propio Ermakov trababa a la doncella superviviente por el pelo. La infortunada cubría su cara con uno de los cojines que acomodaban generalmente al zarévich. Puso el cañón del revólver en la garganta de la desdichada. Disparó. La bala le atravesó el cráneo dejando la pared cubierta de sangre. Un denso silenció se extendió por toda la casa.
—¡Algunas de las chicas parecen con vida! —exclamó un nervioso guardia.
—¡A bayoneta!, ¡a bayoneta calada! —ordenó Ermakov.
Tres «chequistas» cargaron contra las duquesas. Fueron rematadas vilmente en el suelo y atravesadas varias veces por las bayonetas de los fusiles Mosin-Nagant que asemejaban verdaderos punzones. Con gran sorpresa de los chequistas encontraron una resistencia mayor de la esperada al hundir las armas en los cuerpos de las jóvenes. Los corpiños de las duquesas parecían sólidos parapetos. En realidad la resistencia la ofrecían las joyas que llevaban cosidas en su interior, una forma de salvaguardarlas en previsión de una posible liberación. Gran parte de ellas quedaron inicialmente esparcidas por el suelo en un amasijo de sangre.
Yurovski ordenó a parte de los ejecutores abandonar la habitación. A dos de ellos, de su entera confianza, les encomendó recoger las joyas del suelo. El olor era insoportable. Con paso firme se dirigió a la puerta del sótano que abrió bruscamente. Salió al patio aún con la pistola montada.
—Vosotros dos —se dirigió a «Pasha» y a Andrei—. Llevar esas sábanas al interior y ayudar a amortajar a la realeza —señaló el atado de ropa de cama que estaba en la caja del camión.
Mecánicamente obedecieron las órdenes. El olor acre de la pólvora quemada provocaba un ambiente irrespirable.
—Extender las sábanas ahí —señaló Ermakov.
Los cuerpos de los asesinados fueron transportados sin miramientos. El joven zarévich estaba medio oculto por el cuerpo de su padre. Por una de las heridas seguía brotando sangre formando un gran charco. Ermakov, apuntó hacia él:
—Aún sangra, ¡está vivo! —acertó a decir.
Desenfundó el revólver que guardaba en una riñonera. Disparó sin apuntar. El proyectil penetró por la órbita izquierda. No hizo falta la utilización del machete.
—¡Vaya salud que tenía el hijo de puta! —se mofó.
Yurovski entró nuevamente en la estancia.
—¡Venga al camión con todos! ¿Qué pasó, camarada?
—¡Que tienen siete vidas, joder! Será... será por lo bien que han vivido.
—Revisar todos los cuerpos. Tomarles el pulso.
Andrei se retiró discretamente a segunda fila.
—Tú —le señaló Yurovski—. Asegúrate de la mayor.
Se aproximó, temeroso, al cuerpo de Olga. Cuando le tocó la yugular en busca de una prueba de vida la joven se incorporó alzando el tronco como impulsado por un resorte. Mantenía el crucifijo en sus manos. Ermakov disparó nuevamente el revólver con tan mala fortuna para Andrei que al levantarse asustado se interpuso entre ambos recibiendo el disparo en la rodilla izquierda. Soltó un gemido y se derrumbó sobre la duquesa. Sintió como su amigo «Pasha» le cogía por los sobacos. El agresor completó su obra ensartando a la desdichada. El primer bayonetazo no progresó como pretendía dejando al descubierto el corsé de la mujer. Retiró el fusil. Con la punta del machete abrió el ceñidor. Unas gemas se desparramaron al romperse una bolsita plana cosida a un segundo corpiño.
—¡Zorra! —fue la única frase que salió de la boca del «chequista». Despreocupándose del herido hundió con rabia el machete en el pecho de la Gran Duquesa Olga: esta vez acertó segándole la vida. Un surtidor de sangre brotó al extraer la bayoneta del cuerpo de la joven. A pesar de la escasa luz, las joyas cosidas al corsé brillaban entre la sangre que aún manaba lentamente de su torso.
Los guardias repararon en el importante botín que se les presentaba y rasgaron los corsés de las infortunadas. Cada hallazgo era celebrado con gritos y risas. Recogían las alhajas con avidez sin respetar los cuerpos sin vida de las hijas del Zar.
«¡Son cómo matrioskas rellenas de tesoros!» «¡Siempre pensé que “estaban ricas”, ahora lo están más!»
—¡Que nadie coja nada! —gritó Yurovski—. Dejar esas joyas donde están. ¡Son propiedad de pueblo! Quien se quede con alguna, estará robando a la Patria y se le castigará conforme a tal hecho.
Se volvió hacia uno de los guardias:
—Tú, Nikulin, recógelas y agrúpalas con las otras. Respondes con tu vida de que ninguna se extravíe. Después haremos un inventario.
—¿Camarada, buscamos entre las ropas de las chicas? —preguntó el «chequista».
—Muy bien, también comprobad el interior de ese cojín —dijo señalando al que mantenía aferrado la sirvienta.
—Camarada, esto parece el tesoro real.
—Desgraciados, todas estas riquezas provienen del sudor del pueblo —remató Yurovski.
En un rincón Andrei era atendido por su amigo. La pérdida de sangre provocó el desvanecimiento. Un torniquete artesanal, practicado sin mucha pericia, le salvó la pierna. Mientras los demás cargaban los cadáveres de los Romanov en el camión, Pasha lo arrastró hasta la antesala del despacho de Yurovski. Un trago de vodka le devolvió el sentido. Se sorprendió al observar entre sus manos el crucifijo que otrora llevaba la Gran Duquesa. Un proyectil había deformado uno de los brazos superiores del crucifijo desengarzando el rubí que lo adornaba.
—No te esfuerces, Andrei. Un sanitario del comité local te va a atender ahora —dijo «Pasha», al tiempo que colocaba la cruz entre el uniforme de su compañero.
—Gracias, camarada.
—Con las piedras preciosas que le quedan podremos salir de este agujero en «trineo de señor» —alentó «Pasha».
—Me da la impresión que esta guerra acabó para mí. Siempre y cuando pueda llegar a mi casa en Nóvgorod.
La llegada de Yurovski interrumpió la conversación. «Pasha» abandonó la sala.
—Cursaré aviso a la jefatura de la Guardia Roja para que te recojan. Nosotros tenemos que cumplir una misión vital y no puedo entretenerme. Los guardias de vigilancia se ocuparán de ti —dijo el comisario
—Gracias, camarada, pero me estoy desangrando...
—Ahora viene Medvedev que tiene experiencia en heridas.
«En curarlas y en hacerlas», pensó Andrei. Palpó el crucifijo y cerró los ojos. Por heridas que había visto en la guerra sabía que no era fácil que se recuperase plenamente, como así fue. Consecuencia de la herida perdió la movilidad de la rodilla y durante años pequeñas esquirlas de hueso le hacían pasar temporadas postrado y con dolores. No pudo evitar el recordar las enseñanzas de sus padres sobre el respeto y amor a los zares y a los que todos los días dedicaban una oración de agradecimiento por los constantes desvelos que mantenían por el pueblo. Aún no era consciente de que la etapa de tres siglos de gobierno de la casa Romanov había tocado a su fin. La Gran Guerra había acelerado la revolución bolchevique que se cobraba con la vida de Nicolás II uno de los puntos de arranque de su dominio en Rusia durante largo tiempo.