10 El refugio de París
Durante el vuelo del Airbus, de Air France, Nikolái Tarkovsky controlaba la ansiedad resolviendo sudokus de dificultad media. Estaba obsesionado con la idea de que era vigilado en todo momento. ¡Veía hombres del mafioso Korolev en todas partes! En una de las últimas filas de asientos de la clase turista un sicario de Marc Gorb, con aire juvenil y vestido con ropa deportiva, controlaba los movimientos del profesor. Un ejemplar del diario L'Équipe le servía de protección.
La angustia de Nikolái aumentó ante el inminente aterrizaje. Se levantó del asiento con la intención de recorrer el pasillo del avión en busca de algún sospechoso. Desde su asiento se volvió hacia la cola mirando sin disimulo las caras de los pasajeros. Debido a la altura del respaldo de los asientos no pudo observar con claridad a la totalidad del pasaje. Se volvió a girar y comenzó la inspección hacia el morro del aparato. Tendría que controlar más de ciento sesenta asientos de clase turista e intentar echar un vistazo a los de primera clase.
El sicario ruso activó su iPhone, tecleó: «Objetivo en movimiento».
Una azafata se acercó al joven ruso. Con una mirada desaprobadora comenzó a decir:
—No se puede…
—Desactivada Wi-Fi —dijo el ruso anticipándose.
—Solo en función flight safe o flight mode —reprendió la joven con una sonrisa.
En su asiento de primera clase Marc Gorb recibió el mensaje. Se levantó de su asiento y se dirigió a las toilettes reservadas. No deseaba que el profesor le descubriese.
«Este capullo se huele algo», pensó. Las instrucciones y órdenes recibidas no dejaban lugar a duda alguna: «Presionar, sin límite, a Nikolái hasta conseguir toda la información sobre el crucifijo, y con posterioridad hacerse a toda costa con él». La información arrancada al técnico madrileño Marchena, con la seguridad de que la cruz acompañó en sus últimos momentos a la Gran Duquesa Olga, parecía insuflar nuevas energías a su jefe. Nunca lo había visto tan interesado en una pieza de arte. No cabía duda que el secreto a medio desvelar podría suponerle pingües beneficios.
Después de recorrer más de treinta filas de asientos Nikolái llegó a la separación entre las dos clases.
—No puede usted pasar, monsieur.
Una elegante azafata le cortó el paso.
—Perdón, estaba estirando las piernas. No sabía que era una zona prohibida —se disculpó Nikolái.
—Lo siento, monsieur. Le ruego que regrese a su asiento. En unos minutos estaremos sobrevolando París.
—Solamente quería conocer la clase premiere, la de business ya la conozco…
—El espacio está reservado a primera clase, señor.
Una voz femenina le hizo volverse. Una mujer de elevada estatura le indicaba educadamente que debía de regresar a su asiento. Nikolái se fijó en los galones de la bocamanga del uniforme azul: la coca le recordaba más a un oficial de marina que a un piloto de la aviación comercial.
—Sí tiene problemas, la azafata le acompañará a su asiento.
—No hace falta. Gracias, señora.
Nikolái se dio la vuelta, así podría revisar las hileras de tres asientos mirando de frente. Llegó a la altura de su asiento y continuó hasta los servicios de cola.
El sicario esperó a ver el destino final del profesor. Al percatarse que regresaba a su asiento superior volvió a utilizar el iPhone: «Objetivo en su sitio».
Marc Gorb continuaba encerrado en el servicio, miró su reloj: «El aterrizaje no se puede demorar», pensó.
La señal de abrocharse los cinturones se reprodujo en las pantallas. Las recomendaciones y órdenes del piloto obligaron a Marc Gorb a regresar. El Airbus de Air France, después de dos horas de vuelo, se preparaba para tomar tierra en el aeropuerto internacional Charles de Gaulle.
El murmullo de alivio de algunos pasajeros, al tomar tierra, sobresaltaron a Nikolái, que abstraído maduraba la decisión de elegir el medio de transporte. El metro o el autobús eran las mejoras opciones. Una vez en la terminal 2F la prioridad de profesor fue poner tierra de por medio y llegar de la manera más disimulada posible a la capital. Al tener exclusivamente equipaje de mano no tenía que esperar la siempre tediosa recogida de maletas. Descartó el metro y tomó la línea 4 de autobuses Cars Air France para recorrer los 25 kilómetros que les separaban de la capital parisina: controlaría así fácilmente si era seguido. Aceleró el paso hacía el mostrador de la compañía. El joven ruso, perseguidor, convencido del destino del profesor le adelantó. Se hizo notar moviendo la cabeza siguiendo el ritmo de la música que aparentaba escuchar. Poco antes de llegar al mostrador, se paró y fingió un problema en los cascos del iPhone, dejo pasar a Nikolái y se situó a sus espaldas. Consiguió un billete en el mismo autobús. Con exagerado acento norteamericano preguntó:
—¿Cuánto tarda el bus hasta Montparnasse?
—Cincuenta y cinco minutos, señor. Que disfrute del viaje y de la ciudad.
—Gracias, señorita.
Recogió la mochila y alcanzó a Nikolái. Al llegar al vehículo dejó que subiese el profesor primero. Con aire distraído se dejó caer en el asiento contiguo. Le comunicó a su jefe su destino: «línea 4»
Marc Gorb ordenó al tercero del grupo que tomase una moto-taxi y siguiese al autobús. Él prefirió el servicio de metro por su rapidez, en menos de media hora estaría en el centro de París.
Durante el trayecto, Nikolái planificaba sus próximos movimientos. Con los ojos medio entornados fingía leer el periódico. Mientras no amainase la presión y continuasen las amenazas del facineroso Korolev, la decisión estaba tomada: buscaría refugio en la casa de huéspedes de la calle de Fossés - San Bernard en el bulevar Diderot. La regentaba una buena amiga que le dejaría ocupar un minúsculo apartamento en el ático del inmueble. Conocía el barrio como la palma de su mano y era ideal para pasar desapercibido.
—¿Señor, falta mucho para entrar en París? —preguntó el sicario, en un francés macarrónico.
—Solo unos minutos —respondió Nikolái de forma lacónica.
Ante la expresión expectante del joven se vio obligado a ser más explícito:
—En unos minutos saldremos de la autovía y entraremos en el bulevar Omano, después la plaza de la República…
—¿La estatua Marianne?, ¿no? —señaló el joven en un plano de la ciudad.
Se fijó en el antebrazo del americano. Un escalofrió le recorrió el cuerpo al tribulado profesor: ¡Un tatuaje de las fuerzas de asalto ruso!
—Sí… —acertó a decir.
«Tengo que tomar una decisión con rapidez», pensó Nikolái. Se concentró sin prestar atención al falso turista.
—Aquí, en esta plaza estaba La Bastilla, ¿verdad?
—Sí, estaba…
El autobús circulaba por calle Lyon. Llegó a la parada del bulevar de Diderot, frente a la Estación de Lyon. Nikolái no lo dudó. Esperó con paciencia a que un pequeño grupo de viajeros abandonasen el vehículo. Cuando el mecanismo de cierre de la puerta anunció el fin de la detención, tomó aire y se abalanzó hacia la salida. Una de las hojas le golpeó y le hizo perder el equilibrio: cayó sobre la calzada. Su compañero de viaje, «el americano», no pareció alterarse por la brusquedad del hecho. Como otros pasajeros, miró por la ventanilla y vio a Nikolái levantarse con agilidad. Observó la dirección en la se alejaba y tecleó un nuevo mensaje: «Profesor tomó el metro en Lyon. Yo sigo en el bus».
Buen conocedor de la zona, Nikolái tomó la línea de metro que después de un transbordo le llevaría a la parada de Jussieu. Podría cruzar el río Sena hacia su destino final del distrito IV en cuestión de minutos; pero prefirió un rodeo para tener la seguridad de que no era seguido. Después de media hora de estación en estación en sentidos opuestos regresó a la superficie. Respiró tranquilo, contempló el edificio del Laboratorio de Energía Nuclear y la facultad de medicina Pierre et Marie Curie. En minutos tomaba la Rue des Fossés Saint-Bernard. La agencia de viajes, la librería de Oriente y el restaurante Au Moulin à Vent le recibían como fin de trayecto. Entró por la puerta de servicio del inmueble: se consideraba a salvo.
Un mensaje del sicario, que había seguido en una moto-taxi Citybird al autobús de Nikolái desde el aeropuerto y posteriormente a pie a través de las líneas de metro, marcó su destino: «Calle Fossés Saint-Bernard número 20. Quedo a la espera».
En el despacho principal del Museo Andrey Rublev, Natasha Larina estaba sentada frente al director del Servicio Federal de Seguridad de la Federación Rusa, que en silencio observaba el interrogatorio que desarrollaba el agente especial Vasily Lychnikoff. Estaba satisfecho de la eficacia de las escuchas de control policial que habían saltado por la utilización del nombre del mafioso Korolev en las conversaciones telefónicas. La restauradora contestaba con aplomo a todas las preguntas.
—Entonces, Natasha, su admirado profesor no le indicó o confirmó si era realmente importante el hallazgo.
—Me pareció que tenía mucho interés, tanto en la datación como en certificar la pertenencia a la casa Romanov de una cruz…, un crucifijo, y de algún frasco de santos óleos. También hablamos de clasificar las procedencias y escuelas de unos iconos no catalogados hasta el momento. Pero decir importante hallazgo…
—Centrémonos en el crucifijo. Sabemos el contenido de su informe, pero… ¡Qué fue lo que dejó en el tintero!
No cabía duda alguna. Habían entrado en su correo y grabado sus conversaciones. Se sobrepuso, tomó aire antes de contestar.
—Nada en especial, solamente confirmar que el crucifijo pertenece a la colección privada de la zarina. Creo que es de la misma procedencia que la cruz con la que enterraron al monje Rasputín y que fue depositada sobre el cadáver por la propia emperatriz con el nombre de las duquesas grabados en el reverso.
—Bien, las imágenes que le envió su mentor las hemos digitalizado. Nuestros expertos han creado un modelo en 3D que quiero que observe atentamente.
El alto funcionario se acercó a la pantalla de un tablet que Vasily mostraba a Natasha.
—Si quiere observar mejor la puedo conectar a esa pantalla —señaló el agente.
—Mejor… —contestó tímidamente Natasha.
—¿Qué me dice de los bordes y costados del crucifijo?
—Parecen encajados. Da la sensación que son dos mitades unidas.
—¿Y…?
—Todas las cruces similares de esa época, que he estudiado, son de una sola pieza central —concretó Natasha.
Se atusó el pelo en un gesto pensativo, dudó unos segundos y continuó:
—Puede ser hueco…
—Capaz, por tanto, de albergar algo en su interior. ¿No es así?
—Sí…
—Otra sorpresa. Sin escanear el original es difícil saber si tiene un mecanismo de apertura, pero entra dentro de lo probable. Casi con seguridad la cruz se puede considerar un estuche blindado.
—Eso puede ser el motivo del interés de mi colega —remató Natasha.
—Lo que acaba de ver es secreto de estado. ¿Lo entiende? Ni una palabra de esto a su jefe, ni a nadie más. No queremos que nadie sepa de nuestro interés por esa pieza —concluyó el Director de Servicio del FSB.
—Muchas gracias por su colaboración, Natasha —se despidió Vasily Lychnikoff.
—Vamos, Nos despediremos del señor director del museo. Adiós nuevamente.