CAPITULO XXIII

Refugio la había utilizado. Comprender esto incendió la mente de Pilar. Había arriesgado su vida sólo por vengarse; no significaba para él nada más que eso. En ese caso, no había modo de que él pudiera amarla y todas sus súplicas no significaban nada.

Eran monedas falsas arrojadas para persuadirla de que se rindiera a él una vez más. Sin duda, su orgullo se había sentido herido por su abierto rechazo a la propuesta matrimonial y, más aún, al ver que ella se alejaba de él, el valor que podía poseer de pronto se incrementó ante sus ojos. Su deseo por ella se avivó y la buscó sólo para satisfacerlo.

Nada de esto se parecía al Refugio que creyó conocer. Sus propias palabras lo condenaban. Las conclusiones surgían inexorablemente de este hecho.

Baltasar no se convenció con tanta facilidad.

- ¿No te importará si don Esteban la mata? -preguntó escéptico.

- ¿Qué probaría matándola, excepto que tiene fuerza o un arma? -contestó Refugio.

- Nada -aceptó Baltasar-, pero te heriría como tú me heriste. Debería haber tomado a Pilar en el camino, haberla entregado a los indios y hacer que tú también la mataras.

Refugio sacudió la cabeza con la vista fija en Baltasar.

- No maté a Isabel por orden tuya.

- ¿No? Yo lo recuerdo de un modo diferente.

- Puede ser -agregó Refugio con voz suave-. Lo hice por mí mismo. Considero que me vi forzado a matarla porque tú le fallaste.

Pilar, al verlos, sintió que su propio dolor se confundía y cedía, pues era testigo de la profundidad del dolor que enfrentaba a esos dos hombres. Pero vio algo más. Vio que don Esteban los miraba sonriendo. Pilar habló con rapidez antes de que pudiera perder la convicción que crecía en su interior.

- Creo que ninguno de los dos causó la muerte de Isabel -dijo-. Pienso que el responsable es el hombre que está de pie allí, al lado de ustedes.

Baltasar se volvió para mirarla.

- ¿Qué está diciendo?

- Si no hubiera sido por don Esteban, ninguno de nosotros habría dejado España. El fue quien comenzó la larga serie de sucesos que nos trajo hasta aquí. Su responsabilidad puede retraerse hasta la muerte del padre de Refugio, e incluso más allá. Eso involucra a mi madre, pero lo más importante es esto: si no hubiera secuestrado a Vicente y no lo hubiera traído con él a Luisiana, ninguno de nosotros habría salido de España, e Isabel todavía estaría viva.

- Si Carranza no hubiera tomado las esmeraldas… -comenzó don Esteban.

- Un error, debo admitirlo -dijo Refugio-, uno más entre: muchos. Y, sin embargo, don Esteban, creo que la muerte de Isabel puede estar más estrechamente ligada a usted.

- ¿Cómo? -La voz de Baltasar revelaba la sospecha.

- Es una trampa -dijo don Esteban con rapidez-. No dejes que te confunda retorciendo los hechos para que se ajusten a sus fines.

- ¿Retorcerlos, cómo? -Baltasar mostraba su terquedad.

- No es ningún misterio -aclaró Refugio-, sólo un ejercicio de lógica. Don Esteban estaba viajando con comerciantes franceses que estaban familiarizados con las diversas tribus, que hablaban su lenguaje y tenían hachas de acero, cuchillos y fusiles para intercambiar por cualquier cosa de valor que tuvieran los indios. Al principio, los guerreros apaches estaban detrás de nosotros, ¿recuerdas?, siguiéndonos como si la suya fuera una misión de venganza, o como si necesitaran asegurar- se de quiénes éramos.

- ¿Estás diciendo que fueron pagados para atacamos? -El rostro de Baltasar era pensativo.

- Con fusiles, y seguramente les darían más cuando les llevaran nuestros cueros cabelludos. Baltasar se volvió a don Esteban.

- ¿Envió a esos demonios asesinos detrás de nosotros? ¿Los envió, sabiendo que yo e Isabel estábamos con ellos?

- ¡Por supuesto que no! -se apresuró a decir don Esteban-. Fueron atacados porque estaban atravesando el territorio de los indios. No tengo nada que ver con eso.

- Pero usted y su grupo no fueron atacados -señaló Refugio.

- ¡Un hecho que no prueba nada en absoluto!

- Refugio no dice cosas sin razón -agregó Baltasar.

- Sí, y su razón es enemistamos -declaró don Esteban.

- ¿Podría ser que eso es lo que debamos ser? -dijo Baltasar.

- ¿Pero qué hay de Carranza? -preguntó don Esteban, elevando la voz-. Fuiste tú quien me dijo que era él el que había decidido viajar por tierra.

Baltasar no habló por un momento. En el silencio, Pilar encontró la mirada de Refugio. Supo entonces que lo que don Esteban decía era verdad. Refugio quería que los dos hombres se enemistaran. ¿Eso significaba que no había nadie en la oscuridad rodeando la choza? No se atrevía a pensar que pudiera ser así, pues también significaría que estaba desarmado contra dos hombres que querían matarlo. Y significaría que todo lo que había dicho de tender una trampa con ella como presa era una mentira.

Pero si esto era así, entonces necesitaría su ayuda para hacer lo que se proponía. Deliberadamente dijo:

- ¿Si estás buscando a alguien a quien culpar, Baltasar, por qué no tú mismo? Si no hubieras herido a Refugio durante el ataque, Isabel no habría dejado la barricada y los apaches no se la habrían llevado. Pero tú lo hiciste, así como contrataste a alguien para que le disparara durante el ataque de los corsarios en el barco, así como reemplazaste la espada desafilada en el duelo de La Habana por otra afilada. ¿Por qué lo hiciste? ¿Qué te hizo unirte a mi padrastro en contra de la banda?

El hombre rió secamente.

- Refugio tenía el amor de mi Isabel y la trataba como si fuera algo sin valor. Se llevó todo lo que ella tenía pero no iba a dejarla ir.

- Lo intenté -dijo Refugio con un tono reflexivo.

- Sí, lo intentaste. Trajiste a una dama a la sierra para avergonzarla. Llevaste a Pilar para mostrarle a Isabel lo lejos que estaba de ella y de ti.

- Para mostrarle el tipo de mujer que necesitaba, para convencer a Isabel que era verdad cuando le dije que no podía amarla. Pensé que ella se refugiaría en ti -contestó Refugio.

- Lo hizo, pero por consuelo, no por amor. Le di todo el amor que tenía dentro, y todo lo que pudo devolverme fue piedad.

- Eso no es verdad -interrumpió Pilar-. Ella te amaba.

- Me amaba como se ama a un perro.

Pilar meneó la cabeza.

- ¿Crees que amaba a Refugio? Me parece que lo adoraba porque la había salvado, porque fue el primer hombre que la hizo sentir a salvo. Eso no es amor.

- Puede ser. Pero esa adoración era lo que yo quería de ella, y supe que mientras el gran León estuviera vivo, nunca sería capaz de dármela. Ella misma me lo dijo la noche que usted llegó, cuando Refugio la forzó a aceptarla y a darle su cama.

- Entonces te ofreciste a ayudar a su enemigo -contestó Pilar.

- Eso fue semanas antes de que usted llegara, después que me dejara tener a Isabel, después que vi cómo sería nuestra vida.

- ¿Tú… fuiste tú quien mató a mi tía, esa noche cuando saliste de la cabaña y te internaste en las montañas?

- No, ¿cómo podría haberlo hecho? Don Esteban envió a otros hombres para eso. Hasta esa noche, yo sólo le daba a conocer, cada cierto tiempo, lo poco que podía descubrir de los movimientos de la banda; no era mucho, pues sólo Refugio sabía adónde íbamos y qué íbamos a hacer. Luego vi cómo Refugio hirió a Isabel al traerla a usted. Vi que ella nunca me amaría mientras él estuviera vivo y deseé con todas mis fuerzas que muriera. Pensé que si arreglaba eso, don Esteban me recompensaría.

- Trataste de matarlo después de todo lo que había hecho.

Baltasar apartó su vista de Pilar.

- Quería el dinero para Isabel. Para después.

- Ahora no habrá después, ya que Isabel está muerta. Don Esteban tuvo la culpa.

- Qué conmovedor -agregó don Esteban curvando los labios a medias escondidos por su barba perfumada-. Pero tampoco habrá después para ti, mi querida hijastra. O para Carranza.

Baltasar se puso rígido y serio.

- Usted prometió dejar marchar a la señorita Pilar si venía Refugio.

- Por supuesto, lo prometí porque si no tú no la hubieras traído -dijo don Esteban con impaciencia-. Pero no puede ser. Ella iría directamente a ver al gobernador con la historia.

- Si Refugio resulta muerto al tratar de impedir que usted se la lleve, es una cosa, pues ella es su hijastra y usted puede declarar que estaba protegiendo su honor al salvarla de ese hombre. Pero, ¿qué excusa puede dar al gobernador si la mata a ella? Será mejor que lo piense bien.

Las facciones de don Esteban se inmovilizaron.

- Ella no ha hecho nada, excepto crear problemas desde que dejó el convento y ya he sufrido suficientes molestias por su causa. Puede tratarse de un accidente. Posiblemente Carranza tratará de usarla como escudo contra mi furia, o quizá Carranza mismo la mate en un ataque de celos. No importa la historia que contemos, la quiero muerta.

Refugio, con la vista fija en la cara del hombre que una vez fue su amigo, dijo:

- Me diste tu palabra en la nota de que Pilar quedaría en libertad.

- La nota fue escrita por don Esteban.

- Pero fuiste tú quien me la dejó. Tú has dado las condiciones de la rendición. Te hago responsable de su cumplimiento.

- No prestes atención -dijo don Esteban en tono estridente-. Piensa en la gloriosa venganza que tendrás, si él sabe que ella morirá con él y por él.

Baltasar estudió la cara de Refugio. Luego se volvió a don Esteban.

- No está bien -insistió-. Le di a Refugio mi palabra. No habría venido si no hubiera creído en lo que dije.

- ¿Cuál es la diferencia? -urgió el anciano, enterrando su puño en la otra mano mientras su rostro se tornaba púrpura-. ¡No hay tiempo para escrúpulos repentinos!

- Por favor, dejemos de lado los escrúpulos -dijo Refugio-, si no puedo tener un amigo honorable, permítame al menos tener un enemigo sin honor.

- Quiero que Refugio muera, pero no la señorita Pilar. No soy partidario de matar mujeres.

- Sería tu venganza perfecta, mucho más que sólo matarlo a él -insistió don Esteban con violencia-. Si ella es la primera, él sufrirá por unos segundos como tú sufriste cuando murió Isabel.

Pilar vio en el rostro de Baltasar la reticencia reflejada. De pronto, comprendió.

- ¿Qué pasa Baltasar? -dijo- ¿Te resulta difícil matar a un amigo cuando te reta? ¿Especialmente cuando el amigo es El León? Lo honorable sería que le dieras una espada y que combatieras con él. Nunca quisiste eso, ¿no es cierto? Tres veces trataste de matarlo y las tres veces fallaste. ¿Estás seguro de que realmente quieres matarlo?

- ¡Cállate! -dijo don Esteban furioso.

Refugio no dijo nada; sólo la miró a ella y a los otros dos hombres con mucha atención.

Pilar continuó. Se concentró en la imagen de Baltasar y su lucha interior.

- Fue don Esteban el que causó la muerte de Isabel, así como mató a mi madre y a mi tía y ahora quiere que yo muera. Le parece fácil atacar a las mujeres. No le importan a él; sus muertes no le molestan más que si se tratara de animales.

- La tuya -dijo don Esteban sacando la espada que tenía en el costado- me molestará aún menos.

Pilar apenas miró a la hoja desnuda que le apuntaba aunque comenzó a hablar con más rapidez.

- ¿Lo dejarás que se salga con la suya, Baltasar? ¿Le dejarás usarte para obtener lo que quiere, aunque te hubiera dejado morir a manos de los apaches junto con el resto de nosotros? La solución es fácil. Dale una espada a Refugio. Dásela, y deja que los dos hombres que te han herido traten de matarse.

- Una idea excelente -dijo Refugio con voz suave como si temiera que una palabra más fuerte moviera a Baltasar en la dirección equivocada.

En ese instante, don Esteban dio un paso hacia Pilar.

- ¡Te dije que te callaras! -gritó.

Baltasar se movió con rapidez para impedir el golpe de don Esteban, y Refugio se puso a la par. La luz de la lámpara reflejaba una lengua azul plateada en la espada del anciano.

Pilar se empujó con la espalda presionada contra la pared que tenía detrás. Usándola como apoyo, se puso de pie de un modo inestable. Saltó hacia el lado de su tobillo derecho con fuerza desesperada tratando de soltar la cuerda. Sintió la humedad de la sangre tibia que le resbalaba por el pie y mojaba el lazo de cuero. Aumentó la presión, olvidada del dolor. Abruptamente, la cuerda se zafó. Su pie derecho estaba libre, aunque su entumecimiento era tal que no estaba segura de que pudiera sostenerla.

Don Esteban avanzó otro paso cuando vio que había desatado el lazo, aunque al mismo tiempo miró hacia la puerta. Parecía que no estaba del todo seguro de que la choza estuviese rodeada o si podía actuar con libertad. Maldijo a Baltasar:

- Tú me has apoyado en este plan. ¡Ahora deja de hacerte el tonto y ayúdame a terminarlo!

- No es tonto admitir que cometiste un error -se apresuró a decir Pilar-. No le debes nada a don Esteban… a menos que éste sea el pago por lo que hizo que le sucediera a Isabel.

Puedes recompensarlo si quieres.

- Escúchala, Baltasar -volvió a decir Refugio con suavidad-, escucha, y tómate tu venganza como te dijo Pilar… o si no déjame a mí.

- Estúpidos -dijo don Esteban con una mueca en los labios.

Sujetó la espada con más fuerza, y avanzó con ella apuntando al corazón de Pilar que se quedó con los músculos temblorosos.

Baltasar se humedeció los labios mientras escuchaba a Refugio.

- Después me matarás por esto -conjeturó.

- No -respondió rápidamente Refugio-. Puedes salir tranquilo por la puerta.

- ¡No seas imbécil! -gritó don Esteban con un repentino signo de temor en la voz-. No necesitas eso.

Baltasar sacudió la cabeza.

- La banda me disparará en cuanto me vea.

- Lo intentarán, por eso tienes que ser rápido. Pero te prometo una recompensa por el dolor de Isabel y su sangre. -La voz de Refugio era firme-. Y la vida de Pilar.

- ¡No si yo la mato antes! -Don Esteban llevó hacia atrás la espada para asestar el golpe.

Baltasar emitió un sonido ahogado al murmurar:

- Pide a Dios que la banda dispare directamente.

Sacó la espada rechinante de su estuche y la puso en la mano de Refugio. En el mismo instante se perdió por la puerta.

Refugio ni lo miró, pero se lanzó con todas sus fuerzas hacia delante para interceptar el golpe que don Esteban ya había iniciado. Las hojas entrechocaron generando chispas anaranjadas. Refugio alcanzó el hombro del anciano y lo sacudió. Don Esteban perdió el equilibrio, y se incrustó contra la pared de adobe. Giró de inmediato para enfrentar a su oponente.

Refugio dio un paso atrás. Sujetó el dobladillo de su capa y la envolvió alrededor del brazo izquierdo. Luego esperó dispuesto a la pelea.

Pilar, con la respiración entrecortada, se deslizó por la pared hasta quedar fuera del alcance de los hombres. Se inclinó para recoger la manta que estaba en el suelo bajo los pies de Refugio y que podía causarle problemas. Él la miró con afecto y luego se acomodó en su posición interesado sólo en el hombre que tenía delante.

Don Esteban atacó furioso, tratando de sacar ventaja de los límites de la cabaña para empujar a Refugio cerca de Pilar o atraparlo en una esquina. Pilar retrocedió apurada hacia la puerta preparada para pasar del otro lado. No pudo alejarse más, sin embargo. Se quedó de pie mirando con los dedos clavados en la manta. Desde la noche llegó el ruido sordo de los cascos del caballo que desaparecían a medida que Baltasar se alejaba. No hubo disparos, ni gritos.

Refugio había mentido. Estaba solo.

Don Esteban luchaba como un animal enfurecido, apresado en una trampa, y usaba todos los ardides desesperados que tenía a mano, cada treta que había aprendido desde el encuentro en Nueva Orleans. Refugio estaba peleando por dos; su derrota significaría la muerte de Pilar. Sus respuestas eran bastante efectivas pero cautelosas.

La lámpara alargaba sus sombras y las tipificaba sobre la pared. Formaba charcos de oscuridad en las esquinas que eran más traicioneros que la misma negrura. El techo era bajo y desigual; los dos hombres debían tener cuidado para no hacer caer de los postes escorpiones, arañas y otros insectos.

Refugio no emitía sonidos. Don Esteban respiraba con dificultad. El sudor apareció en el rostro del anciano y comenzó a deslizarse por la frente y las mejillas. Sobre sus hombros la chaqueta estaba húmeda. Refugio también transpiraba y el cuello abierto de su camisa mostraba un brillo satinado.

Los pies se movían hacia delante y hacia atrás en el suelo de tierra. De pronto, don Esteban se volvió más agresivo como si quisiera acabar de una vez con Refugio. Éste se evadía haciendo un mínimo de esfuerzo.

El hombre más joven retrocedió un poco y desenrolló su capa del brazo y hundió la mano izquierda en su bolsillo. Con los dedos buscó algo y sacó una pequeña bolsa de cuero. Su mirada se fijó en la punta de la espada de su oponente. Puso la bolsa en la boca y usó los dientes para desatar la cuerda que la mantenía cerrada. Abruptamente, volcó la bolsa abierta.

Las gemas cayeron como un arroyo tan verde y brillante como las nuevas hojas del verano. Se estrellaron en el suelo esparciéndose bajo los pies de los dos hombres, enterrándose en la superficie polvorienta donde titilaban como los ojos de un gato en la luz opaca.

- Quería las esmeraldas a cambio de Pilar -dijo Refugio-. Ahí las tiene. Algunas pueden convertirse en polvo antes de que terminemos, pero yo respeto mis tratos.

Don Esteban maldijo salvajemente. Se movía de puntillas y lanzaba miradas rápidas y agónicas hacia el suelo con los dientes apretados como si sufriera de algún dolor.

Pisó una de las piedras verdes que crujió ominosamente en la tierra. Don Esteban se sintió desvanecer y entrechocó su espada con la de Refugio. Lo empujó mientras retrocedía de un salto.

- Quédate allí -gritó con el pecho agitado por el esfuerzo-. Debo recoger mi propiedad.

Refugio inclinó la cabeza con cortesía.

- Por supuesto.

Don Esteban se agachó, e intentó recoger las esmeraldas del polvo una a una y colocarlas en su mano izquierda. En su apuro se movía con torpeza y tomaba gran cantidad de tierra seca junto con las piedras. Mientras lo hacía, levantaba la vista para mirar a Refugio como si sospechara algún ardid o estuviera planeando algo él mismo.

La inquietud se apoderó de Pilar. Antes de que pudiera detenerlo, pronunció una advertencia.

- Ten cuidado…

No hubo necesidad de que terminara de hablar. Refugio estaba mirando, esperando, pues conocía la malicia de las acciones de don Esteban.

El padrastro de Pilar se puso de pie de un salto, y arrojó el puñado de joyas y polvo a la cara de Refugio. A eso siguió un ataque feroz con toda su fuerza. Refugio se inclinó levemente ante la lluvia de piedras verdes y polvo, y cruzó su espada con la de su oponente. Después de un forcejeo, un ataque de Refugio no pudo ser amortiguado por la guardia de don Esteban.

El anciano gritó. Los dos hombres mantuvieron sus lugares mientras el polvo que el anciano había arrojado se asentaba en el suelo. Por un momento pareció que estaban abrazados y que Refugio sostenía al otro hombre. Luego Refugio retiró su espada. Don Esteban tambaleó hacia atrás resbalando para caer en el polvo con una mancha roja en el frente de la chaqueta.

Pilar exhaló su aliento contenido, y cerró los ojos. Las lágrimas parecían que iban a abrumarla y trató de tragarlas. Se sintió enferma y vacía. Había presenciado una ejecución. Presintió cómo sería, cómo debía ser, así como lo presintió Baltasar cuando le dio a Refugio su espada y partió. Refugio podría haber prolongado la agonía, podría haber atormentado a su antiguo enemigo como el león podría haber jugado con un ratón. No lo había hecho. Le había permitido una última oportunidad para escapar, una oportunidad para retirarse de la lucha e incluso llevarse su propiedad. Don Esteban no había sido capaz de resistir la tentación de un último ardid, un último intento de vencer a su enemigo desprevenido. Y por eso había muerto.

Había muerto y todo había terminado.

Pilar abrió los ojos. Refugio estaba con una rodilla en el polvo y buscaba las esmeraldas. Sus movimientos eran deliberados, precisos. Recogía las piedras en la mano y las contaba con minuciosidad. Pilar sintió en el pecho un agudo dolor. Se movió con lentitud para unirse a él. Se arrodilló y alcanzó a ubicar una media docena de piedras.

- Ya están todas. -El rostro de Refugio estaba inmóvil, sus ojos entrecerrados en la oscuridad.

Pilar mantuvo las esmeraldas a contraluz, luego inclinó la cabeza para soplar con cuidado el polvo que tenían adheridas.

Luego se las pasó a Refugio.

Él se acercó a la mano de Pilar y la tomó en la suya. En la otra mano retenía las piedras. La colocó encima de la de la joven, abrió el puño y dejó caer las gemas. Retiró su mano y cerró la de Pilar.

- ¿Qué estás haciendo? -dijo la joven-. No las quiero.

- Antes las querías.

- Ya no. Tú eres el que ha arriesgado la vida por ellas, el que más has perdido. Eres tú quien debe tenerlas.

Trató de devolvérselas pero él no lo permitió. Aumentó la presión sobre el puño hasta que ella pudo sentir que el borde pulido de las piedras se incrustaba en su piel. Abruptamente, Refugio la liberó y se puso de pie con decisión. Dio un paso atrás.

- No quiero ver las más -dijo-. Son el recuerdo de muchas cosas que es mejor olvidar. Te las devuelvo, es tu dote. ¿Nos vamos?

- Pero, ¿y tú? -preguntó Pilar.

Refugio ya estaba en la puerta. Miró hacia atrás con una cansado.

- ¿Y yo? La dote es algo conveniente, no lo dudo, pero yo… no necesito ninguna.