CAPÍTULO PRIMERO
Pilar Marie Sandoval y Serna sabía que lo que estaba a punto de hacer era una locura. Encontrarse con el famoso bandido El León, el león de las colinas de Andalucía -por casualidad y a plena luz del día-, era de por sí peligroso, invitarlo a reunirse con ella a medianoche en un oscuro patio suponía dejar su honor e incluso la vida en sus manos. No obstante, el peligro no le importaba. En algunas ocasiones merecía la pena correr el riesgo.
Pilar apretó el mantón contra su cuerpo mientras recorría de arriba abajo el patio embaldosado. La noche era fría, algo común a fines de diciembre en Sevilla. Ese frío era, naturalmente, la única razón para los temblores que la sacudían. ¿Por qué debía temer a El León? Su padrastro, don Esteban, era mucho más despreciable, un demonio con forma humana; sin embargo, no temblaba cuando se enfrentaba a él. Éste pensaba que la había derrotado, pero ella le demostraría lo contrario. Por supuesto que lo haría.
Era una noche tranquila. De las calles de la ciudad, sólo llegaba el crujido ocasional de un carruaje que pasaba y el murmullo de los últimos noctámbulos que regresaban a sus casas. En algún lugar lejano ladraba un perro. Más cerca, quizás a tres o cuatro casas de distancia, un enamorado hacía sonar su guitarra y entonaba una vieja tonada andaluza a modo de serenata para su dama. La música era confusa, la voz baja y profunda, enriquecida por una ahogada melancolía. La luz de la luna brillaba en el patio cerrado, filtrándose a través de las ramas del jacarandá y formando profundos charcos de sombra bajo los naranjos de hojas lustrosas. Atrapaba el agua arrojada por la fuente de piedra y convertía las gotas salpicadas en piedras lunares líquidas. Trazaba el complejo dibujo de las baldosas moriscas del piso y empalidecía el color rosado de los geranios en macetas adheridas a las paredes. Bajo su luz, el cabello color de miel de Pilar adquiría tonos dorados; sus pómulos se cubrían de un brillo perlado y sus cálidos ojos marrón-chocolate revelaban profundidades más que misteriosas.
Pilar disminuyó el ritmo de sus pasos. Se detuvo para escuchar la serenata distante. Había algo en ella o en la voz del cantor, que provocaba una cierta resonancia en lo más profundo de su ser. No. Era una sensación que no deseaba en este momento, pero tampoco podía evitarla. Se veía transportada a un estado de ternura y desesperación cercano a las lágrimas. Sentía que conocía el dolor del hombre que entonaba la serenata, pero también que él entendía y compartía el suyo. En cierto modo, le ayudaba a mitigar su aprensión.
La canción terminó. Las últimas notas de la guitarra se desvanecieron, y el silencio volvió a reinar.
Pilar sacudió la cabeza como si quisiera deshacerse de la peculiar fantasía de la luz de la luna. Rechazó ese brillante resplandor, y se refugió en las sombras de la galería de la casa.
No debía ser vista desde el interior. Su padrastro estaba en una cena oficial y su dama de compañía todavía estaba levantada, trabajando en su bordado. La dama de compañía, una hermana de don Esteban que le tenía terror, pensaba que Pilar estaba durmiendo tranquilamente. Y debía seguir pensando así.
¿Dónde estaba El León? ¿Habría recibido su mensaje?
Quizá no; había tenido muy poco tiempo para entregarlo y ninguna oportunidad de repetirlo. Demasiada suerte había tenido al haber aprovechado la ocasión que se le presentó. Ahora necesitaba otro milagro: que El León respondiera a sus súplicas. Bien podía haber decidido no hacerlo. Sería tan peligroso para él presentarse en la casa de don Esteban lturbide como para ella ir a buscarlo. Su padrastro lo mataría al instante, como podría hacerlo con un perro abandonado.
Un suave murmullo llegó desde una palmera de la esquina del jardín. Pilar se detuvo, rígida. Aguzó sus ojos en la oscuridad con todos sus sentidos alertas para percibir algún otro ruido. No escuchó nada. Debía de haber sido el viento, o algún pájaro perturbado en su descanso.
Aspiró profundamente y dejó salir un largo suspiro. Sujetó su mantón con más fuerza y retomó su rítmico ir y venir por la galería.
Todavía le sorprendía que su padrastro no la hubiera matado. Hacerlo no le habría causado ningún problema, ya lo había hecho con su madre, después de todo. Es cierto que Pilar no tenía pruebas, excepto sus sospechas y el hecho de conocer bien a don Esteban; sin embargo, estaba segura de que así era.
Pilar había despreciado al arrogante hombrecillo de ojos crueles y barba puntiaguda y perfumada desde el momento en que su madre viuda se lo había presentado como posible padrastro seis años atrás. Tampoco se había tomado la molestia de esconder sus sentimientos en presencia de don Esteban y, aún más, había hecho todo lo que una niña de dieciséis años podía hacer para impedir ese matrimonio. Fue inútil; su madre estaba locamente enamorada. Don Esteban era un viudo solitario con encanto y desenvoltura, le había comentado su madre, sonriéndole y acariciando sus sedosos cabellos de niña. Sería un honor y un privilegio ser su esposa, pues acababan de asignarle una importante posición en la corte de Madrid. Era comprensible que Pilar sintiera resentimiento hacia el hombre que tomaría el lugar de su propio padre al cual había adorado, pero se acostumbraría a don Esteban con el tiempo. Y en un año o dos, cuando fuera un poco mayor, era posible que ella y el hijo que tenía don Esteban de un matrimonio anterior, se casaran.
Nunca, había declarado Pilar. Nunca, jamás. Conoció al adorado hijo de don Esteban durante una visita. El joven la acorraló en un rincón oscuro del salón y, burlándose de sus protestas, la sujetó contra su voluntad y la pellizcó. Cuando Pilar le dio un puntapié en sus canillas y escapó, éste la maldijo. Nunca aceptaría a alguien que la acosaba de modo tan perverso y egoísta, ni tampoco podía considerar al padre mejor que al hijo.
Nunca tuvo posibilidad de elegir. Don Esteban se vengó de ella, por lo que él denominó su intromisión, en cuanto terminó la celebración de la boda. La acompañó a una escuela de monjas, en la que habló personalmente con la madre superiora, y le aclaró que Pilar era díscola y malcriada y necesitaba una severa disciplina. Dejó instrucciones de que debía enseñársele a respetar a sus mayores, a moderar su lengua y suavizar la poco femenina fiereza de su espíritu. Pocos meses después, llegó la noticia de la muerte del hijo de don Esteban en un duelo. Pilar fue forzada a permanecer de rodillas en oración por su alma durante horas, pues había osado comentar en voz alta que se alegraba de su muerte.
Finalmente, Pilar asimiló sus lecciones de obediencia. Aprendió a simular docilidad y complacencia, mientras la furia la quemaba por dentro. Aprendió a inclinarse ante miles de reglas mezquinas, a la vez que buscaba la manera de esquivar- las. Aprendió a aceptar el castigo sin pestañear, con una sonrisa de perdón, aun cuando planeaba venganza. Odiaba la duplicidad, pero convivía con ella.
Durante los seis años de prisión no la autorizaron a regresar a su casa; nunca le permitieron comunicarse con su madre. Sin embargo, Pilar oyó rumores de otras niñas que disfrutaban de mayor libertad. Parecía que don Esteban pertenecía a la vieja escuela que suponía que las mujeres debían mantenerse encerradas en sus casas como en la época de los moros, creencia que se preocupó de ocultar antes del matrimonio. Para la madre de Pilar no hubo vida de corte, ya que su flamante esposo no tardó en decretar que ella no podía mostrarse fuera de su hogar, sino que debía permanecer sumisamente en él. A ella no debía importarle que él usara finos encajes y raras esmeraldas. Tampoco podía cuestionar sus gastos o el uso de su fortuna, que él había reclamado como suya, o preguntar sobre su supuesta riqueza. Debía obedecer todas sus órdenes, aceptar todos sus dictámenes. La palabra de don Esteban era ley, y no quería a Pilar en su casa.
Pero un año atrás, Pilar se enteró de que su madre padecía una enfermedad muy grave. La joven escribió rogando que le permitieran regresar a su casa, pero el silencio fue la única respuesta. Apeló a su único familiar, la hermana de su padre muerto que vivía en Córdoba, con la esperanza de que pudiera intervenir. Su tía hizo tentativas, pero sin ningún éxito; don Esteban aseguró que su esposa estaba bien y que Pilar sólo intentaba causar problemas. Pilar escribió entonces al confesor de su madre, el padre Domingo, pero no llegó a recibir ninguna respuesta satisfactoria sobre lo que estaba sucediendo, ninguna autorización para salir del convento.
Finalmente, su madre murió. Fue el padre Domingo el que logró que don Esteban permitiera a Pilar orar por el reposo del alma de su madre delante del féretro. La gente consideraría extraño, dijo el sacerdote, que la hija de su esposa no estuviera allí. Podrían preguntarse por qué se la mantenía alejada, qué se le trataba de ocultar a la niña. El padre Domingo dejó de ser bien recibido en la casa de don Esteban Iturbide, pero se envió un escolta para que acompañara a Pilar a Sevilla.
La casa en donde la madre de Pilar había estado prisionera y donde finalmente murió había pertenecido a la familia del padre de Pilar durante más de quinientos años, desde que Fernando el Santo había expulsado a los moros de Sevilla. Pilar apenas la reconoció al regresar. Donde una vez las armas de la familia Sandoval decoraron la puerta principal, estaba ahora la enorme, horrible cresta, de los Iturbide. Sirvientes desdeñosos ocupaban el lugar de los criados que habían servido a los Sandoval por años; a Pilar ningún rostro le resultaba familiar. Las habitaciones y los pasillos habían sido despojados de sus antiguos ornamentos, sus muebles tallados, sus tapices y su vajilla de plata y oro. Las ropas de su madre, sus imágenes religiosas, sus pocas joyas de oro habían desaparecido.
Todo se había vendido para acrecentar la bolsa de don Esteban o para alentar sus ambiciones en la corte. Aparentemente había tenido éxito pues obtuvo un cargo de custodio de multas, y, por tanto, se había convertido en uno de los regido- res del Cabildo, el cuerpo gobernante de la ciudad de Nueva Orleans en la colonia española de Luisiana. Ya que iba a concentrar un poder considerable, como el de retener el diez por ciento de las multas recaudadas, el cargo prometía devolverle mucho más en sobornos que lo que había gastado en obtenerlo. Había algunos que comentaban que el puesto había sido concedido por el deseo del rey de deshacerse de don Esteban y su incesante demanda de favores. Don Esteban se mostró muy satisfecho, como si hubiera conseguido los honores más altos.
La madre de Pilar, enferma durante muchos meses, había fallecido al día siguiente del regreso de don Esteban de Madrid con las noticias de su designación. Parecía una coincidencia adecuada, puesto que no era conveniente llevar a una esposa enferma a Luisiana ni dejarla en Sevilla sin que pareciera que la había abandonado. Luego Pilar supo por su dama de compañía, la hermana de don Esteban, que éste había traído de Madrid algunos meses antes un tónico especial para su esposa. Le había ordenado que lo tomara e impartió órdenes estrictas de que se lo dieran todos los días. La mañana que murió se lo había administrado con sus propias manos. Inmediatamente después de la ceremonia fúnebre, regresó a la casa y comenzó a prepararse para el viaje a Luisiana.
La brisa nocturna envolvió a Pilar que se detuvo de repente con los puños aferrados al mantón. ¿Se había movido una sombra, allí donde un gigantesco recipiente recogía el agua que caía del techo? No podía asegurarlo; podría haber sido el viento el que había movido el arbusto de adelfa que crecía detrás. O quizá era sólo su imaginación y la tensión de la espera. Llevaba dos noches esperando, pero El León no había venido. Si no lo hacía pronto, esa noche o la siguiente, sería demasiado tarde.
Deliberadamente, desafiando el miedo que se negaba a reconocer, Pilar dio la espalda al rincón sombreado y comenzó a caminar de nuevo. En alguna parte maulló un gato y en la calle de atrás se oyeron las voces de dos hombres que conversaban de regreso a su casa. Los sonidos desaparecieron y todo quedó en silencio una vez más. Demasiada quietud.
Pilar tembló. En un intento por controlarse, dirigió sus pensamientos a otras cosas.
El día del entierro mantuvo en secreto las sospechas respecto a la muerte de su madre. Sin embargo, toda la tensión que había acumulado al reprimir su amargo dolor explotó en una pelea con don Esteban por el saqueo de la casa paterna. Él tenía todo el derecho a vender lo que le placiera -le había dicho su padrastro-. La casa había pasado a su madre después de la muerte de su marido, pues no había herederos masculinos, y estos mismos bienes pasaron a don Esteban el día de la boda por el contrato matrimonial. Pero, ¿qué importaba? Pilar no necesitaba muebles ni joyas en el convento.
Con cautela, Pilar preguntó por qué debía regresar. Le respondieron que no podía quedarse sola en la casa mientras don Esteban estaba en Luisiana y no había ningún otro sitio al que pudiera ir, nadie que cuidara de su bienestar. No tenía perspectivas matrimoniales y, en verdad, ya era una vieja doncella a los veintidós años. El convento sería un refugio para ella y el mismo don Esteban haría una donación a la Iglesia en su nombre, un cofre de oro que valía varios miles de pesos. Este oro, sería enviado con Pilar a su regreso, aseguraría su comodidad y le otorgaría dentro del convento una alta posición de jerarquía que merecía por su crianza y su nacimiento.
Pilar no estaba impresionada ni por la falsa preocupación por su bienestar ni por la posible donación que era mucho menos de una ínfima parte de los bienes que le hubieran correspondido al morir su madre. Declaró con firmeza que sus intenciones no eran las de regresar al convento y que, antes que nada, tenía un lugar adonde ir y alguien que la cuidara: se refugiaría en casa de su tía en Córdoba. Se produjo una airada disputa. Al terminar, don Esteban vociferando llamó a su mayordomo, y los dos hombres sujetaron a Pilar por la fuerza y la llevaron a su cuarto. La arrojaron dentro y cerraron la puerta con llave.
Dos noches después se despertó al escuchar deslizarse una llave en la cerradura. La puerta se abrió y un hombre entró en la habitación. Pilar se sentó en la cama, gritando, pero él no respondió. Se acercó a la cama y le cogió la pierna. Pilar se zafó de su mano y se levantó de la cama. Él la sujetó y lucharon en la oscuridad. Fue entonces cuando su padrastro entró intempestivamente. Llevaba un candelabro y junto a él se encontraban varios hombres y mujeres, que quizás habían sido invitados a cenar. El candelabro reveló que el hombre que la había atacado era un lacayo de su padrastro, un joven de labios carnosos y rostro lleno de granos, llamado Carlos.
La ira del padrastro no recayó sobre Carlos, sino sobre Pilar. Según él, ella había llamado al lacayo a su alcoba. Era una depravada, una desgracia para su casa. Debía casarse con Carlos o él, don Esteban Iturbide, la enviaría de nuevo al convento esa misma noche, antes de que acarreara más vergüenza para él y para ella misma.
Era una trampa, y Pilar lo sabía; sin embargo, no podía hacer nada. Los invitados de su padrastro miraban con ojos ávidos y parecían no creer su versión de la historia. Si se casaba con Carlos, no ganaría nada, excepto un tipejo torpe y de risa lasciva, que tendría derechos legales sobre su cuerpo, así como también sobre todos sus bienes. Carlos estaba tan sometido a los deseos de don Esteban, que los bienes de su madre que pudiera heredar ella legalmente, por este matrimonio volverían automáticamente a su padrastro. Por otro lado, podía, al menos, ganar algo de tiempo aceptando regresar al convento. Con esto último en mente, fingió estar destrozada y dolorida. Simuló gemir mientras rogaba a su padrastro con lágrimas en los ojos que le permitiera volver a su pequeña celda en la que viviría rodeada de dulces hermanas y de todas las cosas que había llegado a conocer y amar. Interpretó su papel con tanta perfección que por un instante don Esteban pareció reticente a darle la autorización.
No había sido fácil mantener ese aire de mujer derrotada mientras su corazón se corroía en su interior por la furia, pero Pilar lo había conseguido. Su premio fue la autorización para ir a la iglesia del padre Domingo a escuchar misa todas las mañanas hasta su partida. Allí abordó al sacerdote y le confió su historia. El buen padre sólo suspiró y movió la cabeza aconsejándole obediencia y sumisión a su destino. Don Esteban no podía ser tan malo como ella decía; ¿acaso el dolorido esposo no había prometido erigir un vitral en la iglesia en memoria de su esposa? Los caminos de Dios eran misteriosos. Quizás esto significaba que Pilar debía ser esposa de Cristo y ésta era su forma de decírselo.
Pilar no tenía vocación, y lo sabía bien. Estaba muy ligada a los placeres y lujos del mundo, los había extrañado muy intensamente durante su cautiverio como para abandonarlos por su voluntad. No había ninguna idea de sumisión en su mente, sino más bien una abigarrada multitud de planes de venganza y desesperadas posibilidades de evasión.
La última había surgido después de ver a un joven llamado Vicente de Carranza y León. Estudiaba teología en la universidad. En tiempos mejores había vivido en el vecindario y todavía regresaba allí todas las mañanas para la misa. Vicente era un joven robusto, de rostro tierno y atractivo, que rara vez sonreía. De hecho, tenía muy pocos motivos para hacerla. Su familia había sido arruinada por don Esteban Iturbide unos años antes, poco después del matrimonio con la madre de Pilar.
Los Carranza y los Iturbide eran enemigos tradicionales en una disputa que se había extendido por más de cuatro generaciones. Don Esteban, se decía, había contratado asesinos para matar al padre de Vicente. Más aún, el hijo de don Esteban, el joven que debía haberse casado con Pilar, había atacado y violado a la hermana de Vicente, lo que llevó a ésta al suicidio. Cuando el hermano mayor de Vicente, Refugio, desafió al hijo de don Esteban a duelo por el crimen cometido contra su hermana y luego, al batirse, lo atravesó con su espada, don Esteban aprovechó sus conexiones en la corte para que Refugio fuera acusado de asesinato. El rechazo del joven a rendirse frente a los hombres enviados por don Esteban para su arresto terminó en una lucha en la cual tres de los mercenarios resultaron muertos. Refugio se convirtió en un bandido, marginado a las montañas. Fue llamado El León por su fiereza y también por el apellido de su madre. El odio de Refugio de Carranza y León hacia don Esteban igualaba por lo menos al de Pilar.
Cuando Pilar valió a ver a Vicente fuera de la iglesia, caminó rápidamente hacia él. Intentó escabullirse de su dama de compañía, que quedó perdida entre la multitud. Pilar se acercó a Vicente de Carranza y dejó caer su mantón al suelo. El joven se arrodilló para recogerlo. Ella hizo lo mismo. Al tomar el mantón que le acercaba, Pilar murmuró unas palabras al oído de Vicente. Éste la miró de un modo punzante desde sus oscuros ojos expresivos antes de inclinar la cabeza en un saludo silencioso. Pilar se volvió mientras su dama de compañía se acercaba y caminaron hacia la iglesia.
¿Habría entendido algo Vicente? Hubo tan poco tiempo. ¿Sabía él quién era ella, sabía algo de ella? O si no sabía, ¿se tomaría la molestia de averiguarlo? Si lo averiguaba, ¿haría lo que le había pedido o se olvidaría del incidente como algo sin importancia? ¡Tantas cosas dependían de este breve encuentro!
Por supuesto, incluso suponiendo que Vicente transmitiera a su hermano el mensaje de encontrarse con ella en el jardín de la casa de don Esteban a medianoche, no había garantías de que El León acudiera. Era necesaria una extraña combinación de odio, curiosidad y valor para hacerlo.
Las horas de oscuridad estaban llegando a su fin. Los pasos de Pilar perdían fuerza. Estaba cansada por las tres noches de vigilia, sí, pero era el agotamiento de la esperanza lo que más le pesaba en los hombros. Estaba tan segura de que podría evadir los planes que don Esteban tenía para ella, tan convencida de que lograría burlarlo. Lo haría de todos modos, con El León o sin él; sin embargo, se había apoyado tanto en la posible ayuda de Refugio de Carranza que era desalentador pensar que debía encontrar otra manera de hacerlo.
¡Ojalá fuera hombre! Desafiaría a su padrastro con la espada en la mano, le pediría cuentas por la muerte de su madre y el saqueo de su herencia. ¡Qué placer sería traspasar a don Esteban con una hoja de acero y ver el desdén de sus gestos convertirse en perturbación! ¡Hombrecillo odioso, arrogante y perverso! Verse forzada a inclinarse ante sus órdenes era más de lo que podía soportar. Haría cualquier cosa para escapar de eso.
Detrás de ella, se produjo un leve ruido como si se tratara del crujido de una tela. Pilar comenzó a girar con un movimiento deslizante. Un brazo robusto, como forjado con acero de Toledo, la tomó de las costillas y una mano le tapó la boca. Pilar contuvo la respiración e instintivamente empujó hacia atrás con el codo. Se encontró con los pliegues de una capa y, debajo, un torso como una pared de piedra. De pronto la presión se hizo más fuerte quitándole el aire de los pulmones. Su espalda se apretó contra una ruda forma masculina, mientras sentía la tibieza envolvente de ese cuerpo y la suavidad de la capa.
- Quédese quieta -pudo oír que decía una voz tranquila y profunda contra su cabello-. Por más satisfacción que pueda darme mancillar a una mujer de la casa de don Esteban en su propio patio, en este momento, no estoy de ánimo para eso. Provóqueme, yeso puede cambiar.
Era El León; no podía ser otro. Dentro de Pilar bullía una furia que nacía de la desconfianza y brusquedad con que estaba siendo tratada, una furia que hacía desvanecer su miedo. Sacudió la cabeza para deshacerse de la mano que cubría su boca.
- Pretende hablar, ¿no es cierto? Bueno, eso es alentador, pues yo no quiero nada más que escucharla. Pero le advierto que las palabras deben ser suaves y dulces como una paloma.
La mano fue liberando poco a poco la boca. Pilar esperó antes de hablar. Sus palabras fueron lentas y mordaces.
- Suélteme. Me está rompiendo las costillas.
- ¿Debo también dejar mi vida a sus pies atada con cintas y rosas marchitas? Gracias, no. Además, todavía tengo la idea de vengarme. De un modo íntimo, por supuesto.
- ¡No lo haría!
- Dígame por qué no -dijo una voz que de pronto perdió su tono suave-. La última violación la cometió un lturbide contra una Carranza. Ahora puede ser nuestro turno.
- Yo no soy una lturbide, ni tengo nada que ver con esa disputa.
- Está en la casa de lturbide y, por lo tanto, pertenece a ella.
Sus palabras eran inflexibles.
- No por mi voluntad. Además, una vez fue la casa de mi padre.
Pilar podía sentir el latido del corazón de El León contra su espalda. La fuerza implacable de su aroma, una mezcla de lana y caballo, de aire fresco de la noche y masculinidad, penetraba en sus sentidos. Quería darse la vuelta para mirarlo, pero no podía moverse.
- Estoy enterado de todo eso, así como de su nombre, su estado y su historia reciente. Me he tomado la molestia de indagar para no pasar por idiota ni por un loco quijotesco. Lo que no sé es qué quiere de mí.
Liberó la cintura de Pilar repentinamente. Tomó su muñeca y la hizo girar para que lo mirase. Pilar, perdiendo el equilibrio, soltó una mano y se abrazó contra su pecho. Pudo sentir los músculos que lo recubrían, percibir la solidez abrumadora de su presencia. Se quedó mirándolo con la voz apresada en algún lugar de la garganta, ahogada por la duda.
El León era alto y robusto, y su figura estaba exagerada por el tamaño y la abundancia de su capa de lana negra. Los rasgos de su rostro eran firmes, regulares y moldeados con precisión. Se lo veía bronceado incluso bajo la luz de la luna, pero sus ojos no eran más que cuencas ensombrecidas por la amplia ala de su sombrero. Había a su alrededor un aire de riguroso control, unido a una sensación de peligro. No se permitió ni un gesto de simpatía.
Refugio de Carranza miró a la mujer que sostenía y sintió que el corazón se le encogía. Había aceptado este encuentro por pura curiosidad, para ver qué tipo de mujer era capaz de apartar a Vicente de sus estudios y persuadirlo de usar métodos de comunicación reservados, en general, para emergencias más extremas. Y lo comprobó. Era una mujer hermosa, con la piel suave y un cabello que hablaba de la sangre de invasores visigodos que corría por sus venas y cuyo color era común en el norte de España, donde él había nacido, aunque no tan frecuente aquí, en Andalucía. Había orgullo en la inclinación de su cabeza y en la postura de sus hombros, y también una valentía decidida. Al recordar la suavidad, la fragancia de esa piel contra su mejilla, El León sintió la necesidad de estrecharla nuevamente contra su cuerpo. Se creía invulnerable a este tipo de seducción. Pero quedó demostrado lo contrario.
- Bueno -dijo al ver que ella no emitía sonido-. ¿Tenía algún propósito o se trata de un juego? ¿Debo liberarla de su tedio, o sería mejor que cuidara mis espaldas?
- Yo… Yo nunca lo traicionaría.
- Sus palabras me tranquilizan. Eso, y la inspección que hice de este hermoso jardín. Puedo suponer que si hay un asesino, debe ser usted.
- ¡No!
- Entonces se trata de una cita. Y yo soy un amante rezagado. Acérquese y déjeme probar sus dulces labios.
Pilar sacudió la cabeza con un movimiento abrupto, resistiendo la presión en la muñeca que él todavía sujetaba.
- Le complace burlarse de mí pero, ¿por qué?
- ¿Por qué no? Tengo muy pocas diversiones. Pero me complacería más que me dijera para qué me pidió que viniera.
- Quiero…
Pilar se detuvo, con la horrible incertidumbre de qué era lo que quería decir.
- Sí, ¿quiere…? Todos queremos algo. ¿Debo completar lo que le avergüenza tanto decir?
- ¡No! -dijo con odio-. Lo quiero…
- Lo sabía.
Lo miró con vergüenza y fastidio. Luego vio, proyectándose por encima de uno de los hombros, el cuello de una guitarra que llevaba cruzada en la espalda. Comprendió que era él quien entonaba la serenata que había escuchado; el timbre de la voz, su suave poder, eran suyos. Este reconocimiento terminó con las dudas que tenía aunque sin saber por qué. Suspiró y habló con rapidez y quizá demasiado fuerte.
- Lo quiero para que me secuestre.
La presión que El León aún mantenía se aflojó. Pilar movió su muñeca libre y retrocedió. El hecho de haberlo sorprendido le produjo una leve satisfacción.
Era prematura.
- Encantado -dijo, quitándose el sombrero y saludando con gracia consumada-. Estoy a su servicio. ¿Debe de ser ahora?
- Ojalá pudiera, pero no tengo medios para pagarle en este momento. Si espera y me secuestra cuando vaya de regreso al convento, habrá un cofre de oro, la donación que será entregada en mi nombre. Puede quedársela como recompensa.
Su inmovilidad era completa, como la del gato al acecho antes de atacar. Cuando habló, sus palabras tuvieron un tono cortante.
- ¿Voy a ser recompensado? Tenerla sería suficiente.
Una furiosa confusión se expandió por el rostro de Pilar.
- Usted… usted no me tendrá -dijo-. Me llevará de inmediato a la casa de mi tía en Córdoba.
- ¿Lo haré? -preguntó El León, en tono insinuante.
El hombre que tenía delante había sido en otro tiempo poderoso, había tenido riqueza y títulos, así como los instintos y maneras de su clase. Ahora era un bandido, un marginado que vivía de tomar como prisioneros a otros miembros de su clase. Era El León, un líder de ladrones y criminales que no podía haber adquirido esa posición si no fuera más fuerte y más duro que los hombres que conducía. ¿Cómo podía confiar en él?
¿Cómo podía no hacerlo?
- ¡Debe ayudarme, Refugio de Carranza! -Lloró, acercándose a él y tomando los bordes de la capa con sus manos-. Creo que no me estoy explicando bien, pero no sé cómo hacerlo. No quería insultarlo; sólo pensé que estaba acostumbrado al reclamo del oro. No dudo de que si acepta hacer esto que le pido, lo hará para humillar a don Esteban. Sería una gran injuria para su orgullo que su hijastra fuera secuestrada en sus propias narices. Y si esto sucede a campo abierto, cuando la caravana me lleva al convento, no habrá forma de que él pueda esconderlo o negarlo.
El León se quedó en silencio durante un largo rato. Finalmente, habló.
- ¿Estará don Esteban en la caravana?
- Creo que sí. Quiere estar seguro de que me encierren en el convento.
- ¿Comprende que lo que me pide podría significar su ruina? -dijo, levantando las manos para cerrarlas sobre los puños de Pilar y sujetarlos con firmeza-. No habrá nadie en España que crea en su castidad después de este secuestro, sin importar lo breve del tiempo que permanezca en mi compañía. La enemistad entre mi familia y la de su padrastro es demasiado conocida para que sea de otro modo.
Pilar levantó el mentón y se encontró con el brillo oscuro de los ojos de El León..
- No me importa, si a usted no le importa. Ya estoy comprometida, por lo tanto, más rumores no pueden herirme.
Pilar le explicó rápidamente a El León la trampa que le tendió su padrastro.
Refugio escuchó a la joven que tenía delante con poca atención. Ya había oído algo de lo que estaba diciendo, y conocía lo suficiente a don Esteban como para imaginar el resto. Estaba mucho más interesado en el claro sonido de su voz, en la transparente pureza de su piel bajo los rayos de la luna y en la vida de sus ojos negros como la noche. La sensación de las tiernas manos, el recuerdo de esas curvas contra su cuerpo, nublaban sus pensamientos, creando en su interior una creciente necesidad de tener un poco más de eso. Pero al mismo tiempo sintió escrúpulos tan molestos como inevitables.
- Quizás eso sea así -dijo- pero, ¿su tía creerá lo que le diga y la aceptará?
- Creo que sí, rezo para que así sea.
- Aunque la alojara, ¿podría protegerla de lo que don Esteban pudiera hacerle después?
- Sólo puedo confiar en que podrá. No tengo a nadie más a quien recurrir.
- ¿Ni siquiera a la Iglesia, al convento?
El tono de sus preguntas, la evidencia de la consideración que daba a su pregunta, dio esperanzas a Pilar. Su voz retumbó cuando respondió.
- No. No he nacido para ser monja y me niego a ser obligada a convertirme en religiosa por voluntad de don Esteban.
- ¿Y estará contenta de ser una solterona, una mujer sin dote, rechazada por hombres que quieran estar seguros de la castidad de su esposa?
- Si son lo suficientemente tontos como para querer sólo mi dinero o juzgarme por rumores y nada más, entonces no me interesan.
- Habla de un modo orgulloso, pero el orgullo no le mantendrá los pies calientes en las largas noches de invierno.
Las dudas que expresó eran más que conocidas para Pilar. Sin embargo, ya había evaluado el costo de lo que estaba a punto de hacer y no se echaría atrás. Levantó el mentón y lo miró fijamente a los ojos.
- ¿Me secuestrará o no?
- Sí -dijo suavemente Refugio de Carranza y León, mientras la miraba bajo la luz de la luna-. La llevaré.