CAPÍTULO III

- ¡No lo sabía! Juro que no lo sabía.

Pilar se volvió con lentitud hasta enfrentarse a Refugio. Decía la verdad pero se sentía tan culpable como si hubiera deliberadamente engañado al jefe de los bandidos. Debía de haberlo sabido, debía de haber adivinado que la generosidad de la oferta de don Esteban no estaba de acuerdo con su naturaleza. Sin duda iba a presentar la escasa donación a la madre superiora del convento en privado en nombre de la madre muerta de Pilar para alejar de sí toda posible sospecha. Ella nunca hubiera sabido de su mezquindad hasta que fuera demasiado tarde.

- Podría creerle si estuviéramos en un jardín oscuro e iluminado por la luna -dijo Refugio-, pero por desgracia para usted, no hay ninguna de las dos cosas.

- ¿Por qué iba a mentir? No había forma de que yo tuviera acceso al oro.

- Pero la promesa fue un incentivo muy poderoso, o eso creía creer usted.

Las palabras tenían un tono sarcástico por debajo de la acusación. Su rostro, teñido de azul y de amarillo por la luz del fuego, era como una imagen esculpida en bronce, impenetrable, implacable. Agua de lluvia se escurría de su cabello y descendía con lentitud por las líneas del entrecejo.

Pilar se humedeció los labios. Los seguidores de El León -Enrique, Charro y Baltasar, que habían entrado detrás de él- los esquivaban, miraban al suelo, al techo, a cualquier lugar excepto a ella y a su jefe. Se dirigieron al fuego, acercaron las manos a las llamas y fingieron un gran interés en la sopa que se estaba calentando. La única persona que los miraba era Isabel, cuyos ojos estaban bien abiertos en medio de la palidez de su rostro. La voz de Pilar era tensa.

- Hubiera sido estúpido por mi parte prometer algo que no podía cumplir.

- Sí, a menos que esperara que no nos diéramos cuenta hasta que estuviera a salvo con su tía.

- ¡No me rebajaría a una trampa así!

- Pertenece a la casa de don Esteban. ¿Por qué no lo haría?

- Y usted pertenece a una familia noble para la cual el oro es un insulto -replicó acaloradamente-. ¿Por qué le preocupa tanto?

- Aunque sus encantos son considerables, no arriesgué la vida de los hombres que me siguen sólo por eso, ni por unas pocas monedas de plata. Necesitamos el oro para conseguir caballos, comida y alojamiento y para sobornos que pueden, en momentos desafortunados, abrir las puertas de las prisiones.

- Lamento haberle decepcionado, ¡pero le digo que no tengo nada que ver con esto! No hay nada, nada que pueda hacer para cambiar lo que ha sucedido.

Refugio la miró un largo rato. Cuando habló sus palabras transmitían calma.

- Quizá hay algo que yo pueda hacer.

Isabel dio un paso adelante.

- Refugio -murmuró-, no.

El jefe de los bandidos ni siquiera miró a la otra muchacha.

- Me pregunto -dijo a Pilar- ¿cuánto pagaría su tía para que usted le sea entregada sana, feliz y, por supuesto, sin que nadie la haya tocado?

Pilar pudo sentir que el corazón le saltaba en el pecho.

- ¿Usted quiere decir retenerme para cobrar un rescate? Qué mezquino.

- ¿No es cierto? E innoble. Pero nunca simulé ser de otro modo. Es usted la que me tomó por un personaje de tragedia, el vengador de afrentas.

El rostro de Isabel enrojeció y de sus ojos comenzaron a brotar lágrimas.

- Refugio, no digas esas cosas -gritó consternada-. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué?

Pilar, distraída por la angustia de la otra muchacha, habló con arrogancia al hombre que tenía delante.

- Aparentemente cometí un error. En lo que respecta a mi tía, no tengo idea de qué haría o qué no haría por mi bien. Tendrá que preguntárselo a ella.

- Mi próximo objetivo. Se lo aseguro.

Se quedó callado mientras Isabel se acercaba para tomar su brazo tratando de atraer su atención. La muchacha habló con rapidez, casi sin aliento.

- Estás haciendo esto porque quieres a esta mujer aquí. La quieres a ella, antes que a mí.

Refugio la miró y no movió ni un músculo de su rostro, no apareció ni un gesto de emoción en la superficie plateada de sus ojos. Sostuvo la mirada lastimera y suplicante de Isabel, y dijo una sola palabra por encima de su hombro.

- ¿Baltasar?

El hombre mayor ya estaba dirigiéndose hacia Isabel, colocando su brazo alrededor de ella.

- Vamos, mi amor susurró-. Todo va a ir bien.

- Baltasar -dijo Isabel al darse la vuelta y aferrarse a sus hombros de un modo convulsivo-. Haz que se detenga. A Refugio no le importa el oro; sólo va a regalarlo. Es ella. Lo sé. Hará algo terrible por ella.

- Cállate. -Fue la única respuesta que el bandido le dio y caminó con ella hacia el fuego- Ahora cállate.

Refugio se volvió con determinación hacia pilar. Ella mantuvo la mirada sin pestañear, pero no pudo ver nada excepto su propia imagen en la superficie helada.

- Usted estaba ansiosa, creo, por reunirse con su tía. Ahora ése es mi mayor deseo. ¿No es maravilloso cómo se ha producido esto?

Pilar no se había dado cuenta de que estaba conteniendo la respiración hasta que escuchó este tono mordaz. Le costó un gran esfuerzo disimular su respiración agitada. Su voz era tensa cuando asintió.

- Sí, ¿no es cierto?

- Le diría que es mi único deseo… pero esto sería presumir que está preocupada. Y usted no lo está, por supuesto. -Había burla en su voz.

- No -dijo Pilar.

Se alejó de la mesa.

- Pensé que no lo estaba. Es mejor que coma algo y trate de dormir. Cabalgaremos hacia Córdoba a media mañana.

- ¡Por la mañana! Pero yo pensé…

Se volvió hacia ella con tanta rapidez que el dobladillo de su capa húmeda dejó un dibujo con gotas de agua sobre el suelo.

- ¿Sí? ¿Usted pensó?

- ¿No han cambiado las cosas? ¿No está… ansioso por ver a mi tía, por arreglar este asunto?

- Eso esperará.

Percibió la actitud de impaciencia apenas contenida mezcla- da con amenaza, pero se negó a dejarse acobardar.

- No podría dormir. Cabalgaría ahora mismo.

- ¿Con el peligro de los mercenarios de su padrastro?

- No me parece menos peligroso quedarme aquí.

Una luz atravesó sus ojos, haciéndolos brillar con una serenidad divertida.

- Entonces, está preocupada.

- Me parece que eso es lo que usted quiere -dijo tensa-. No lo conozco bien, pero estoy comenzando a pensar que, en general, tiene una razón para lo que hace. Si esto es así, tengo el derecho de ser cautelosa hasta que descubra qué pretende hacer conmigo.

- ¿Por lo que Isabel acaba de decir?

Levantó el mentón y fijó sus ojos en los de él.

- Y sus amenazas, sí.

- ¿Y usted piensa -dijo con calma mientras rodeaba el borde de la mesa y se dirigía hacia ella- que esa cautela me detendría si decidiera acercarme a usted?

Ese lento avance fue una prueba para sus nervios. Pilar pensó en no moverse cuando él se acercaba más y más, caminando con toda la gracia de su físico y sus músculos acostumbrados al esfuerzo constante. No le importaba si pasaba por encima de ella, no se movería. Su mente buscó aquí y allí una respuesta a la pregunta que le había hecho. No pudo encontrar ninguna, pero no importaba, ella no se movería. Detrás de ella, el ruido de platos cesó. Los murmullos angustiados de Isabel se desvanecieron. Lo único que se oía era el crepitar del fuego y el débil repiqueteo de la lluvia en el techo.

Pilar tenía pocas defensas contra el jefe de los bandidos. Podía pelear, pero dadas las diferencias de sus fuerzas, la superaría al instante. Estaba rodeada por sus amigos y compañeros, hombres entrenados para hacer su voluntad sin preguntar y que, sin preguntar también, se harían a un lado cuando él decidiera hacer realidad los placeres imaginados. Ella se había colocado en manos de El León por su propia voluntad. Necesitaba una extraordinaria mezcla de ingenio y suerte para escapar de sus garras, a menos que él decidiera dejarla ir.

Se detuvo delante de ella, tan cerca, que los bordes de su capa rozaron su falda mojada. Alargó su mano fuerte, de dedos largos para tocar la curva suave de su mejilla. Pilar retrocedió con un movimiento instintivo cuando sintió el calor de su tacto, la dureza de los callos que cubrían su palma y la sensación desconcertante de ese contacto deliberado.

Respiró con rapidez, abriendo los labios al inhalar. La mirada de Refugio se concentró en las suaves superficies de curvas delicadas y las acarició con el pulgar en un movimiento de tenue exploración. Pilar se estremeció, su mandíbula tembló un poco mientras bajaba las pestañas para ocultar su confusión.

La soltó abruptamente, bajando la mano. Cuando habló, su I voz resultó baja y burlona.

- Alerta y valiente, pero mojada hasta los huesos… ¿Qué le hace pensar que estoy tan desesperado por una compañera de cama que aceptaría una con los ojos desorbitados por la aversión y los dientes castañeando de frío? ¿O que tengo tan poca astucia como para rebajar el valor de un rehén?

Pilar tragó con dificultad, estaba tan helada por dentro, que sintió la piel de gallina cuando terminó su cálida caricia.

- Entonces lo que dijo fue sólo para asustarme.

- Para alentar respuestas rápidas y claras a preguntas pertinentes. Admito que fui rudo.

- Pero con éxito. ¿O debo pensar que lo que me dice ahora es otro esfuerzo para que me quede tranquila mientras usted y sus hombres descansan?

- ¿Lo preferiría de ese modo?

- Preferiría que respetara nuestro acuerdo sin rodeos y amenazas.

Todos sus músculos habían comenzado a temblar en cadena, y tuvo que ocultar los puños apretados entre los pliegues de su falda para que nadie los viera.

- No había nada en nuestro acuerdo que dijera que tuviera que morir por usted, señorita. Esto, dejando de lado la cuestión del oro. Mantenga sus promesas y yo mantendré las mías.

- Hay cosas que no podemos controlar.

El León se quedó mirándola un buen rato antes de alejarse.

- O evitar -dijo con aceptación-. Creo que estamos de acuerdo con eso. Pero acérquese al fuego. Si quiere hacer un recuento de esas cosas incontrolables e inevitables, hagámoslo al menos con comodidad.

Su tono no permitía rechazos ni demoras. Si estaba resignada a no obtener más que la plata por el servicio, no exteriorizó ninguna señal. Él mismo había planeado sus movimientos para las próximas horas, y también mencionado que acudiría a su tía. ¿Qué más había?

Estaba la acusación de Isabel, que afirmaba que Refugio la había traído a la casa de piedra para su provecho. Pero no, Pilar no podía creerlo. No había habido signos en su comportamiento que sugiriesen que él se sintiera atraído hacia ella, mucho menos que quisiera retenerla contra su voluntad. Pilar no era más que un medio para lograr un fin, una forma de dañar a don Esteban y, al mismo tiempo, de ganar lo suficiente para mantener la banda de forajidos. Si había algún plan en el cual ella tenía que cumplir un papel, no era precisamente el de tenerla en cuenta como mujer. Isabel se angustiaba sin razón. Sin ninguna razón.

Pilar se decía estas cosas y, sin embargo, parecía que Refugio trataba de demostrar que estaba equivocada. Le acercó una silla al lado de la suya y, apoyándose en una rodilla, tomó un tazón de sopa y se lo pasó a ella con sus propias manos. La sonrisa que le brindó mientras Pilar frotaba sus manos contra el tazón tenía una repentina calidez que la perturbaba. Antes de comenzar a comer, Refugio se acercó, desabrochó la capa de Pilar y se la quitó de los hombros. Luego se sacó su propia capa, que había comenzado a despedir vapor con el calor del fuego. Colgó los dos abrigos en ganchos junto a la chimenea.

Isabel se atragantó con la sopa. Baltasar le palmeó la espalda, pero ella pasó su tazón a las manos rudas de Baltasar y se puso de pie de un salto. Con los ojos llenos de lágrimas, se alejó de todos ellos para esconderse detrás de la cortina de una de las alcobas.

Los hombres se miraron entre sí y luego siguieron en lo suyo. Refugio, por la poca atención que prestó, quizá ni llegó a darse cuenta. Se sirvió la copa con aparente despreocupación. Sin embargo, cuando se escuchó un gemido sofocado, se detuvo. Apretó los puños hasta que los nudillos se pusieron blancos y luego se relajó. Con el rostro impasible, terminó de llenar el tazón y se sentó a comer.

El apetito de Pilar se había esfumado. Apenas tragó unas cucharadas de sopa, pero usó el tazón de cerámica para calentarse las manos. Aunque todavía temblaba de vez en cuando, estremecida por una mezcla de frío y tensión, trataba de reprimir el movimiento con firme voluntad. El agua de lluvia caía lentamente desde el dobladillo de su falda mojando el piso de tierra alrededor de sus pies.

Sintió la mirada de Refugio sobre ella, pero se negó a mirarlo. Fijó los ojos, en cambio, en su sopa o en el corazón rojo del fuego. Sus nervios dieron un salto cuando, de repente, él se puso de pie para alejarse y desaparecer en la alcoba opuesta a la de Isabel. Regresó poco después, y en su mano tenía una bata de hombre de mullido terciopelo.

- Tome -dijo abruptamente-. Quítese su ropa mojada y póngase esto.

Miró la bata y luego elevó con lentitud la mirada hasta su rostro.

Su expresión no se alteró. Había cierto cansancio en su voz cuando dijo:

- No en público, a menos que ése sea su deseo.

- No -dijo con voz ronca-. Le agradezco…

- La dejaremos sola mientras se cambia.

El León dirigió una mirada a sus hombres que se pusieron de pie al instante.

- No es preciso; puedo ir dentro.

Señaló la alcoba de donde acababa de salir Refugio.

- Es más cálido delante del fuego. Pero le dejo libre la cama que encontrará detrás de la cortina. No la necesitaré pues regresaré tarde.

Pilar lo miró, percibiendo la seguridad sin palabras que él le brindaba.

- Pensé que iba a descansar.

- Ya descansé. Descansamos.

- ¿Pero seguro…?

- La recuperación de don Esteban me preocupa mucho. No se inquiete. Dejaré a Baltasar para que la cuide. Y si la perturba mi regreso, me quedaré con las monedas de plata. ¿Quería decir que no pretendía perturbarla y por eso no temía perder el dinero que tanto le había costado ganar? ¿O significaba que, si decidía reunirse con ella en la cama más tarde, renunciaría a reclamar el contenido del cofre a cambio de sus favores? Para cuando llegó a la conclusión, con gran esfuerzo, de que lo que había querido decir era lo primero, Refugio ya se había ido.

Baltasar salió de la cabaña con los otros, murmurando algo sobre lo que debía controlar fuera. Pilar esperó hasta que el sonido de los cascos de los caballos se perdiera y se puso de pie. El frío y la tensión de los músculos convirtieron cada movimiento en una penuria. Debió luchar con sus ropas para quitárselas. Colgó sus cosas en los ganchos y luego tomó la bata. El fino terciopelo rojo oscuro estaba bordado en las solapas con hilos de oro. Prácticamente estaba nuevo, como si fuera un recuerdo de tiempos mejores, quizá de cuando el padre de Refugio aún vivía. Olía a hojas de tabaco usadas para preservarla de las polillas, con un ligero aroma de chocolate, como si alguna vez hubiera sido usada para desayunar.

Era suave y cálida cuando entraba en contacto con la piel. Las mangas eran demasiado largas y el dobladillo arrastraba por el suelo, pero sus pliegues envolventes transmitían una extraña sensación de seguridad. Sólo cuando se arropó se dio cuenta del frío que tenía tanto fuera como en lo más profundo de su ser.

Las cortinas de la otra alcoba se corrieron. Isabel entró en la habitación. Dudó al ver a Pilar vestida con la bata y un espasmo doloroso cruzó su rostro. Un momento después se acercó.

- ¿Se han ido todos?

- Todos excepto Baltasar -respondió Pilar, aunque estaba segura de que Isabel no había podido dejar de escuchar todo lo que se había hablado en la habitación.

- Ojalá se hubieran quedado. No me gusta esto.

- El León debe de saber lo que está haciendo.

Isabel asintió con lentitud.

- Siempre está en guardia, por eso está vivo todavía. Pero nunca lo he visto así… tan distante y tan duro.

El cuerpo de Isabel tembló ligeramente. Su rostro estaba hinchado y sus ojos rojos por el llanto. Había desolación en sus rasgos, como un niño al que retaron injustamente.

- Es un hombre formidable.

Los labios de Isabel se pusieron en tensión.

- No siempre, no conmigo. Es un hombre de sentimientos profundos, más profundos que los de la mayoría. Recibe el dolor de los otros y lo hace suyo. No es bueno para él hacer esto, pero no sabe hacer las cosas de otro modo. A veces, para protegerse, finge no sentirse afectado, pero no es así. Nunca es así.

- Parece que lo conoces bien.

Fue una afirmación de importancia. Pilar lo sabía, pero la pronunció más para protegerse que por curiosidad. Cuanto más supiera del hombre que la retenía, mejor.

- Lo conozco -dijo la joven con orgullo-. Es hijo de un hidalgo, un hombre que poseía la finca más conocida de Andalucía, donde se dedicaban a la cría de toros bravos para el ruedo. Refugio solía jugar a que era un torero, pero el padre lo castigaba por eso, pues no sólo era peligroso, sino que enseñaba a los toros más de lo que debían saber. Refugio vino a verme una vez cuando bailaba flamenco con las gitanas de Sevilla. Me cantó una serenata y me dio una rosa con una perla dentro. Después, años después, mató a un hombre por mí, un hombre que me golpeaba y me obligaba a vender mi cuerpo en las esquinas. Por poco tiempo fui la mujer de El León y dormí en su cama, aunque ahora pertenezco a Baltasar.

La simplicidad de la confesión le quitó lo que tenía de ofensiva y horrorosa. Antes de poder contenerse, Pilar afirmó:

- Amas a El León.

- ¿Cómo podría evitarlo? -agregó la joven con una leve sonrisa-. Pero ojalá no se lo hubiera dicho nunca. Eso me alejó de él, dijo que había cometido un error. Refugio no quiere que las mujeres lo amen. Lo evita siempre que le es posible, pues no puede, con honestidad, ofrecer amor a cambio.

- ¿Porque no tiene nada para darles, excepto… esto? -Pilar señaló la rústica habitación.

- Eso dice. Pero yo creo que tiene tanto amor oculto dentro de sí, que la mujer que pueda liberarlo tendrá su alma en las manos. Teme esto pues lo considera una debilidad y por eso sólo permite que se le acerquen mujeres a las cuales no puede amar, que no se sientan heridas por su falta de amor.

- Excepto tú -dijo Pilar.

La joven bajó la vista y miró al suelo.

- Es lo que quiso decir cuando habló de un error. Yo necesitaba tanto a alguien, y él no pudo rechazarme sin causarme más dolor del que pensó que yo podía soportar. Yo lo sabía, por eso el error fue también mío.

Un sentimiento de culpa por haber arrancado una confesión tan perturbadora acometió a Pilar.

- Lo siento, no quería inmiscuirme en tus asuntos.

- No lo lamentes. Echo de menos no tener otra mujer aquí en las colinas. Baltasar es un hombre muy tierno y me escucha cuando hablo, pero no sabe cómo hacer esas pequeñas preguntas que llegan al corazón de las cosas como hacen las mujeres. Y respecto de los otros… -Isabel se encogió de hombros.

- ¿Han estado todos juntos por mucho tiempo?

- ¿Todos? Hay muchos más además de Baltasar, de Enrique y de Charro que siguen a Refugio en su banda. Refugio confía mucho en estos tres, son sus hombres de confianza, los que a veces pasan sus órdenes a los otros. Pero sí, hace más de dos años que estamos juntos.

Isabel se acercó al caldero de sopa para retirarlo del fuego, luego agregó un leño. Cuando las llamas volvieron a crepitar, Pilar se sentó en la silla que Refugio había dejado. Parecía de mala educación levantarse y dejar a la joven después de lo que acababa de decir. Además, Pilar no tenía sueño.

- Los otros de los que hablabas, ¿no se quedan aquí?

Isabel sonrió.

- No, no, no hay espacio. Hay otros sitios para ellos, algunos en las montañas, otros en los pueblos.

- No sabía que eran tantos.

- ¿Pero no has escuchado las canciones, las leyendas? -preguntó Isabel con interés.

- Pensé… supongo que pensé que sólo eran historias que alguien había inventado.

Incluso en el interior del convento Pilar había escuchado las canciones que se entonaban sobre la forma en que El León había reunido a los bandidos de las montañas, pequeños ladrones y estafadores y aquellos que estaban fuera de la ley injustamente; cómo los había convertido en una fuerza que podía atemorizar a los corazones de los venales y corruptos. Se decía que no aceptaba a los que habían cometido asesinatos o violaciones o que habían lastimado a niños o usado la violencia para tomar lo que no les pertenecía. Pero a aquellos que habían sido detenidos por robar para comer o acusados injustamente o castigados sin motivo, les brindaba refugio y en algunos casos retribución.

- Enrique escribió algunas de las canciones, sí, pero no se cantarían en las tabernas ni se susurrarían en las iglesias si no fueran reales.

- ¿El hombre más pequeño?

- El que usa un bigote angosto. ¡Qué orgulloso está de él, de ese bigote, y qué vanidoso de la impresión que causa en las mujeres! Pero es tan divertido que me hace reír. Es amigo de Refugio porque también lo hace reír a él y porque los dos sienten pasión por las palabras, uno por escribirlas; el otro, por decirlas.

- Es difícil pensar que Enrique sea un criminal.

- ¡Pero no lo es! -exclamó Isabel con indignación.

- Pero ¿por qué está entonces aquí?

- Enrique formaba parte de una feria trashumante. Pertenecía a un grupo de saltimbanquis y a veces simulaba también ser un gitano que adivinaba el futuro. Pero adivinó el futuro equivocado a la dama equivocada. Dijo que le robarían y que matarían a su esposo. La dama contó a todo el mundo lo que el gitano le había dicho. Luego, cuando todo eso sucedió en la realidad, lloró y se lamentó hasta que todos concluyeron que el gitano había predicho sólo lo que pretendía hacer. Enrique tuvo que huir de por vida. Lo que Enrique no sabía era que la dama tenía un amante y quería convertirse en viuda.

- Y Baltasar, ¿él también es inocente?

Isabel se mordió los labios.

- No exactamente. Una vez fue marinero en un barco que cubría el trayecto entre Cartagena de Indias y España. El capitán del barco era un malvado que disfrutaba azotando a los demás hombres. Baltasar provocó un motín, lo que ya es suficientemente comprometedor, pero además se llevó una buena parte del oro del rey con él cuando abandonó el barco. Lo perdió en un escondrijo de piratas en el Caribe, y volvió a España. El precio de su cabeza es alto.

- Imagino que así debe de ser.

- ¿Quieres saber también qué paso con Charro? Su nombre es en realidad Miguel, Miguel Huerta y Cisneros, pero habla tanto de los charros, los jinetes que cuidan el ganado de la: estancia de su padre en el condado de Tejas en Nueva España, que todos lo llaman con ese nombre. Fue enviado aquí a la vieja España por su padre para que se educara, mejorara sus costumbres y además abandonara una relación imposible con una joven india. Sólo encontró problemas.

- Naturalmente -dijo Pilar. Isabel sonrió.

- El pobre Charro tuvo la poca fortuna de atraer la atención de una condesa a la que le gustaban los jóvenes no demasiado comunes. Su marido se enteró y desafió a Charro a un duelo. Charro debería haber permitido que le dieran algunos golpecitos con la espada para satisfacer el honor del hombre, pero era demasiado nuevo en este juego como para conocer el código. Mató al marido. La condesa y los familiares del conde no se sintieron complacidos; alguien contrató a un asesino para matar lo. Casi lo consiguen, Y así habría sido si Refugio no hubiera estado allí para impedirlo. Cuando Charro se hubo repuesto de sus heridas, decidió que podía aprender más con Refugio que en la universidad Y que estaría más seguro que entre la sociedad de Sevilla.

- ¿Quizá Charro conoció a Vicente en la universidad?

- Creo que no, aunque Refugio había ido a ver a Vicente la noche en que luchó con el atacante de Charro. Refugio cuida mucho a su hermano, que está estudiando para ser sacerdote. Ha puesto muchas ilusiones en ello.

- ¿Lamenta Vicente el modo de vida de su hermano? -preguntó Pilar.

Isabel sacudió la cabeza con su verde mirada turbada.

- No. Vicente se preocupa mucho por su hermano Y se uniría a él si Refugio se lo permitiera. Como no lo hará, es como si Vicente negociara con Dios, como si le ofreciera su vida a la Iglesia a cambio de que su hermano esté a salvo.

- Es algo admirable -comentó Pilar.

- A Refugio le molesta que Vicente se esté sacrificando por sus pecados. Él prefiere hacer sus propias compensaciones.

- ¿Sacrificándose él mismo, quieres decir?

- ¡Para nada! No es tan… tan…

- ¿Tan místico?

Pilar propuso la palabra con certeza, aunque la hizo parecer una pregunta.

Isabel asintió.

- Exacto. Refugio compensa todos los días con las buenas obras que hace a los otros, los pobres, los enfermos, los hambrientos Y aquellos que no tienen a nadie más, que no tienen otra forma de solucionar sus problemas.

- Realmente es todo un modelo -comentó Pilar con cierta ironía.

- Sí -replicó Isabel con simpleza.

No había nada que agregar a esto. La joven estaba encandilada todavía por el jefe de los bandidos, aunque él la hubiera dejado de lado. Afuera, el viento gemía en los aleros de la choza y la lluvia salpicaba contra la puerta. Pilar pensó en Refugio y en los otros que cabalgaban una vez más en la oscuridad, después de las largas horas en la silla de montar durante el día y trató de reprimir un sentimiento de compasión. La vida de un bandido no era fácil. Baltasar también estaba fuera, en alguna parte, asegurándose de que estuvieran a salvo. Pronto debería estar de regreso. Sería mejor no tener que mantener también una conversación casi forzada. Además, comenzaba a sentirse bien de nuevo y con la calidez que la invadía podía percibir su agotamiento.

Simuló un bostezo que, de pronto, se convirtió en real. Cubriéndose con los dedos, se dirigió a Isabel.

- Creo que quizá debería encontrar esa cama que habíais mencionado.

Isabel asintió.

- No tienes que preocuparte. Aunque Refugio vuelva, pondrá una manta junto al fuego con los otros.

- Así me lo dio a entender.

Las palabras de Pilar fueron dichas en un tono cortante.

- Refugio dice muchas cosas maravillosas, sobre todo para ver cómo las reciben las personas, para ver cómo son, la mitad de lo que dice no es verdad.

- Es la mitad verdadera la que me preocupa -dijo Pilar en tono burlón.

- ¿Qué?

Pilar sólo sonrió y sacudió la cabeza, como si hubiera hecho una mala broma. Se puso de pie con dificultad, pues sus músculos estaban doloridos y acalambrados, y dio las buenas noches.

La cama de la alcoba estaba limpia y ordenada; parecía pertenecer a un monje por su sencillez. También resultaba inesperadamente cómoda, con su colchón de pelo de caballo cubierto por sábanas de lino y una cobertura de piel de oveja unida con tiras de cuero. Pilar quedó tendida durante largo rato escuchando la lluvia sobre el techo bajo y mirando las luces del fuego que se reflejaban a través de la delgada cortina y jugaban en el techo.

Pensó en su madre sola noche tras noche, aceptando la vida de una prisionera inválida, muriendo lentamente. Se preguntaba qué le habría dicho don Esteban a su esposa respecto de la ausencia de su hija, qué excusa le habría dado. Pilar dudaba que fuera la verdad. Que pudiera haberse sentido descuidada, abandonada en sus últimos días, llenaba a Pilar de una frustración tan grande, de un dolor y una pena tan reales que no podía contener el lento brotar de las lágrimas.

Todos los sueños de su madre de vivir en la corte se habían desvanecido. Qué conmoción debía de haber sentido cuando llegó a comprender que su marido quería privarla de ese privilegio que buscó con tantas ansias con su dinero. Qué horror debió de haber sentido cuando conoció la naturaleza del hombre con el que se había casado. ¿Se habría dado cuenta de que la estaba envenenando? ¿Habría tratado de escapar? ¿Se habría aferrado con desesperación a la esperanza de que su marido no fuera tan malo, o había quedado tendida hora tras hora, perdida en la desesperanza, preguntándose cuándo llegaría la muerte?

Don Esteban había ordenado la muerte de Pilar, había gritado a sus hombres que la mataran. Si alguna vez había tenido la menor duda sobre sus intenciones, ahora no le quedaba ninguna. Pero a ella no la mataron. Era algo que don Esteban lamentaría. Ella, Pilar Sandoval y Serna, le haría pagar por todo en persona.

Sus cabellos se humedecieron con las lágrimas que caían por sus mejillas, y percibió el sabor salado en los labios mientras se esforzaba por recuperar ese control del que se sentía tan orgullosa. Le debía la vida a Refugio de Carranza. Era un hombre irritante, despótico, engañoso, que la confundía con sus cambios repentinos entre la hostilidad y la preocupación, las amenazas y la magnanimidad; sin embargo, no debía olvidar esa deuda. Tenía que mostrarle su agradecimiento.

Pensaba en El León acostado donde ella estaba ahora, su enorme cuerpo cubriendo la cama estrecha. Había una intimidad molesta en esa idea, lo sentía en los poros de la piel. Trató de decidir qué haría si él regresaba y corría la cortina para reclamar su sitio. Se protegería, por supuesto, pero ¿cómo?

Antes de que pudiera responder a esa pregunta, sus ojos comenzaron a arder. Los cerró por un instante, para calmarlos.

Fue en algún momento que un sonido suave y susurrante interrumpió la tiniebla de su sueño. Se movió en la cama, consciente de la perturbación, pero demasiado cansada como para responder. La rodeó un cálido bienestar. Estaba a salvo. Suspiró y se quedó dormida.