CAPÍTULO XVIII
Don Esteban dejó a Pilar en España porque pensaba que ya estaba desacreditada, que había perdido toda decencia y no tenía ninguna compañía que importara. Su situación no había cambiado. Entonces, ¿por qué la perseguía ahora? No, Refugio estaba equivocado. O si no lo estaba, trataba de distraerla o intentaba ocultar algo. No le gustaba pensar que podía ser más bien esto; no quería desconfiar de él. Sin embargo, era un bandido, un hombre acostumbrado a vivir de su ingenio, a aprovechar las ventajas que se le ofrecían, a evitar la ley y la mayor parte de las reglas de conducta elegante. Tenía un código propio, sí, pero parecía por demás flexible. No había forma de saber si la causa de la persecución de su padrastro se debía a algo que hubiera hecho Refugio.
Por supuesto, sabía que un hombre de don Esteban había intentado matar a Refugio en dos ocasiones. Quizás ahora intentara él mismo concluir su tarea. Quizás hubiera comenzado a desconfiar de la persona designada para hacer el trabajo o simplemente podía haber perdido el contacto. Pero, ¿realmente sacrificaría su comodidad y pondría en peligro su propia vida por la satisfacción de derrotar a un enemigo? ¿Era tan violento el odio que le arrastraba?
El hecho de que estuviera allí, detrás de ellos, produjo una oscura tristeza en el espíritu de Pilar. Había comenzado a hacerse ilusiones y esa presencia era una prueba de que todo esfuerzo era inútil. Durante unos días había creído que las vastas distancias y los días que llevaban ya fuera de España, así como la soledad existente en este terreno sin límites, debían proporcionar a la banda y a ella cierto tipo de protección. Le pareció que Tejas podría convertirse en un refugio en el que todos pudieran comenzar de nuevo. A medida que pasaban los días, se fue olvidando de ideas de riquezas y venganzas, y se dedicó a soñar. Sus sueños no eran grandiosos e irrealizables, pero abandonarlos era doloroso.
El motivo por el que don Esteban continuaba al acecho le siguió dando vueltas en la cabeza. No tuvo tiempo para discutirlo con los otros, ya que comenzaron a viajar a toda velocidad desde el momento en que Refugio les había comunicado la noticia. No era sólo la presencia de don Esteban lo que les dio impulso a su avance sino la certeza de que no estaban solos. Refugio se había encontrado con los comerciantes que les habían recomendado en Natchitoches. Como los comerciantes I estaban siguiendo El Camino Real, en lugar del recorrido más común del norte, era probable que don Esteban les hubiera alistado en su causa. Los comerciantes, según Refugio, eran alrededor de seis, todos bien armados. La banda lucharía contra ellos si era necesario, pero preferían al menos elegir su propio terreno.
Estaba ya anocheciendo, cuando se detuvieron. Pilar pudo entonces hacer algunas preguntas que la preocupaban. Vicente estaba limpiando su caballo con un manojo de paja cuando ella se acercó. Habló con serenidad, sin preámbulos de cortesía.
- Dime la verdad, ¿realmente dejaste el cofre de oro en la casa de don Esteban?
El hermano de Refugio dejó de cepillar a su padrillo.
- Ya te lo dije. ¿Por qué iba a mentir?
- Por dinero -dijo simplemente Pilar.
- No me interesan esas cosas.
- ¡Por favor! Casi nadie es inmune a la atracción del oro.
- Lo sé, pero yo no lo cogí -respondió Vicente.
- ¿Alguien más podría haberlo hecho?
Las facciones del joven revelaron cierta incomodidad.
- Podría ser -dijo.
- ¿Enrique? ¿Baltasar? ¿Charro? -preguntó Pilar.
- Cualquiera de ellos, supongo.
- ¿Viste algo que te haga sospechar de alguno de ellos?
Vicente sacudió la cabeza, considerando la pregunta de Pilar.
- Nada. Pero, ¿qué te hace pensar que es sólo el oro lo que busca don Esteban? Podría ser yo.
Pilar no habló por un momento en el que consideró si lo que estaba diciendo podría estar hiriendo al joven.
- ¿Estás seguro de que sólo eras un rehén?
- Quizá. Pero don Esteban odia ser derrotado en cualquier terreno, lo odia intensamente. Muchas veces me he preguntado si no es un enfermo.
- ¿Por la marca? -le preguntó Pilar.
Vicente se tocó la cicatriz de la mejilla como si de ese modo calmara el recuerdo del dolor pasado.
- También por las amenazas que solía hacer de castrarme y mandar… el resultado a Refugio; de venderme en África del Norte en donde me pondrían en un harén para servir a determinados placeres; de alimentarme con un veneno lento para disfrutar mientras me veía morir.
- Por Dios -susurró Pilar.
Su angustia no sólo era producto de la naturaleza de las amenazas o incluso de la resistencia de Vicente al miedo que debía haber sentido. También se refería a Refugio que, durante el viaje a bordo del Celestina, debió de haber adivinado lo que don Esteban era capaz de hacer y se había visto forzado a vivir con ese temor hasta el momento en que encontró a Vicente en Nueva Orleans. Era demasiado.
- Haberte herido hubiera sido disminuir tu valor como rehén para lograr sus planes con Refugio -agregó finalmente Pilar.
- Sí, si era capaz de pensar con tanta claridad.
- ¿En realidad piensas que está loco?
- Pienso que es posible que sus razones para seguirnos, para hacer cualquier cosa no sean racionales.
Era una explicación que despejaba muchas dudas. Pilar no la aceptó por completo pero, sin embargo, había en ella una cierta e incuestionable tranquilidad.
Los otros habían aceptado las noticias de la persecución de don Esteban cada uno de acuerdo con su naturaleza. Baltasar y Enrique maldijeron, uno con resignación, el otro con disgusto.
Charro quería volver atrás y tenderle una emboscada para quejarse tranquilo; un plan que Refugio rechazó por ser demasiado arriesgado. Isabel se puso a llorar; mientras doña Luisa puso cara de perseguida y fue la primera en subirse al caballo cuando se dio la orden de montar.
Bronceados por el sol y el viento, con callos en los lugares más impensables, ponían leguas detrás de ellos. Enfrentaban con estoicismo el reconocimiento del largo camino que les quedaba por delante. Fuera por determinación u obstinada persistencia, se mantenían delante de la comitiva de don Esteban. Qué significaba esto era difícil de determinar; aunque pudieran distanciarse ahora, todavía deberían enfrentarlo cuando llegaran a San Antonio de Bexar. Al menos la probabilidad de ser sorprendidos en las dilatadas praderas parecía más remota.
Una mañana cabalgaban en fila por un sendero estrecho a través de un denso océano de arbustos espinosos que Charro llamaba mezquita. El nativo de Tejas se había adelantado para asegurarse de que no hubiera ganado que se interpusiera en el camino. El resonar de los cascos que venían a toda velocidad era la señal de su regreso. Cuando se comenzó a descifrar su figura, la banda vio que volvía sin el sombrero y que su rostro estaba rojo por el esfuerzo y tenía gotas de sangre en sus manos y en una mejilla. Cuando se detuvo frente a ellos en un remolino de polvo, los otros también se detuvieron conscientes de que había más problemas.
- ¿No me digas -gruñó Enrique- que encontraste otro toro y éste hace que el otro parezca un niño?
- No -replicó Charro, bajando el mentón mientras trataba de recuperar su aliento-. ¡Los apaches!
Refugio, que venía de atrás, se adelantó con su caballo. Su voz era incisiva cuando pregunto:
- ¿Cuántos?
- No estoy seguro. Todo lo que vi fue su señal. No hay huellas de mujeres ni de niños. Es un grupo guerrero. Veinte, quizá más.
- ¿Crees que saben que vamos detrás de ellos? -preguntó Baltasar con preocupación.
- No detrás de ellos sino a su lado. Cabalgan en paralelo. Es su forma.
Se hizo un silencio hasta que doña Luisa lo rompió con descreimiento.
- ¿Quieren decir que están siguiendo nuestros pasos? ¿Que nos están observando?
- Exactamente. -Los ojos azules de Charro estaban ensombrecidos y su voz era opaca.
- ¡Nos matarán a todos! -chilló la dama. Enrique colocó la mano en sus brazos que estaban aferrados a la cintura del acróbata, como si quisiera brindarle seguridad. Doña Luisa apoyó la frente contra su espalda por un instante, antes de enderezarse con una mirada furtiva a su alrededor para cerciorarse de si alguien se había dado cuenta.
Pilar miró a Refugio; todos lo hicieron de un modo u otro. Don Esteban estaba detrás de ellos y un grupo de guerreros apaches les estaba haciendo sombra. Había ganado salvaje con el cual luchar y un número ilimitado de kilómetros sin ningún tipo de ayuda si alguien enfermaba o resultaba herido. Ante tal panorama, alguien debía decidir qué se iba a hacer. Ese alguien era, lo sabían todos, el jefe de la banda.
Refugio se acomodó en su silla y se volvió hacia Charro.
- ¿Cuándo es probable que los apaches ataquen? -preguntó. -Puede ser ahora mismo. O mañana al amanecer. O al mediodía. O la semana que viene. O nunca. Depende de la decisión del jefe y si los guerreros que están con él siguen o no sus órdenes.
- ¿Es tan arbitrario?
- Los jefes entre los apaches, incluyendo los jefes de guerra, llegan a ese lugar por su probada capacidad y su juicio sensato. Si alguna de estas cosas ofrece dudas, nadie los sigue.
Están acabados.
Los dos hombres se miraron un largo rato. Había entre ellos una corriente escondida, sutil, un intercambio de información que no aparecía en la superficie. Charro aparentaba haber ganado estatura al entrar en su territorio natal y con eso había cobrado seguridad. Parecía que esta nueva confianza lo podía inclinar a cuestionar el liderazgo de Refugio, aunque quizá no en este momento.
Refugio miró hacia el horizonte. Por fin, dijo:
- No veo otra opción que seguir cabalgando. Los apaches conocen estas tierras mejor que nosotros. Nos superan en número en una proporción de tres a uno, o más. SI los atacamos en este tipo de terreno, probablemente desaparecerían entre los arbustos a la primera señal de que la lucha les fuera desfavorable, luego aparecerían cuando menos los esperáramos. Si nos quedamos demasiado tiempo, don Esteban nos alcanzará y aunque la posibilidad de hacerlo entrar en una trampa apache es atractiva, dudo de que muerda el anzuelo.
- ¿Crees que sabe que estamos cerca de él? -preguntó doña Luisa.
Refugio la miró fugazmente.
- No hemos hecho demasiados esfuerzos para cubrir nuestras pisadas, ya que sólo hay una ruta. Incluso parece posible que don Esteban sea consciente de que los apaches nos están acompañando, pues está viajando con hombres familiarizados con el terreno y los indios. Puede ser que esté esperando que los apaches nos liquiden.
Doña Luisa tembló, y se quedó en silencio.
- Eso nos obliga a seguir avanzando entonces -concluyó Charro-. ¿Simplemente esperamos que los apaches nos ataquen?
- A menos que tengas una idea que valga la pena para poner en peligro ocho vidas, incluyendo la de tres mujeres.
- Pero, Refugio -dijo Isabel agitada-, sabes que no puedes permitir que las mujeres te impidan actuar.
Refugio dedicó una suave mirada a Isabel.
- ¿Cómo puedo impedirlo?
Isabel sacudió la cabeza.
- No lo sé. A menos que dejes de sentir y sólo te dediques a pensar.
- Estoy cansado de eso. Quizá deje eso a Charro. -Se volvió al otro hombre-. ¿Bien?
Charro dudó sólo un instante, mirando a Refugio con desconcierto en los ojos. Luego dijo:
- A cabalgar.
La semana siguiente fue una maratón de vigor, ingenio y nervios. La banda durmió poco. Se montó una doble guardia para cuidar los caballos; era una de las tácticas favoritas de los indios: dejar a su presa sin caballos, para que fuera más fácil de superar. Cada centímetro que avanzaban estaba cuidadosamente estudiado.
Quizá debido a estas precauciones, los apaches parecían conscientes de que la banda sabía de su presencia. Los guerreros indios comenzaron a mostrarse intermitentemente, como sombras en la oscuridad de la noche o dejando ver su silueta en la profundidad del horizonte y de los arbustos que iban dejando atrás. La táctica era desgastarlos, ya que cada vez que los veían podía ser un presagio del ataque o no.
El miedo sólo podía durar un tiempo hasta que el cuerpo se rebelara y adormeciera esa respuesta. El agotamiento también hizo su trabajo, de modo que después de un tiempo todos cabalgaban en un silencio estoico, observando, pero sobre todo resistiendo.
Lo más duro era perder la ilusión de libertad. Se había disfrutado tanto, que su ausencia resultaba dolorosa. Pilar odiaba la sensación de ser asediada de ambos lados, de ser controlada y observada. Como Refugio, a menudo se preguntaba con desesperación si alguna vez sería capaz de hacer lo que quisiera, si alguna vez sería capaz de desplazarse libremente sin temor o de construir una vida estable y digna.
Una noche se detuvieron en un pequeño monte de arbustos, la única protección de cierta similitud con el paisaje español. La sombra era bienvenida, ya que la primavera se había tornado cálida y seca a medida que se acercaba el verano. Las hojas silbaban por la brisa constante. Se suponía que ese lugar había sido antes un descanso frecuentado, por la cantidad de restos de antiguos fuegos diseminados por doquier.
Pilar e Isabel se sentaron un poco alejadas de los demás. Compartían un tronco mientras comían su cena de frijoles y tocino. Después de un tiempo, Isabel miró a Pilar para preguntarle:
- Perdóname si me entrometo en lo que no me concierne -dijo la joven con voz suave-, pero ¿pasa algo malo entre Refugio y tú?
- ¿Malo?, ¿qué quieres decir?
Pilar mordió un bizcocho y comenzó a masticarlo con lentitud.
- Apenas os dirigís la palabra. Duermes al lado de él todas las noches y te cubre con su manta, pero si hace algo más, nadie puede decirlo.
Pilar miró durante un tiempo a la joven. Con voz fría, replicó:
- ¿Alguien debería ser capaz de decirlo?
- Estás enfadada porque piensas que me estoy entrometiendo. Juro que es sólo porque me preocupo, como amiga. -Isabel arrojó lo que quedaba de su bizcocho en dirección a un pájaro que estaba rondándola antes de seguir-. Pensé que él te interesaba; eso me pareció en el barco.
- Muchas cosas han cambiado desde entonces -contestó Pilar.
- ¿Sí? ¿Cómo cuáles? -insistió Isabel.
- ¿Cómo puedes preguntar? Con el incendio, el viaje río arriba, don Esteban y ahora los apaches, no hubo tiempo ni fuerza para… hacer el amor.
- Pero, ¿lo harías si no fuera por todas esas cosas?
- ¿Qué te importa? -preguntó Pilar con dureza-. A ti sólo te preocupa Refugio, ¿piensas que debo servirlo en la cama sólo porque estoy con él?
- No estaba pensando en la cama -dijo Isabel con un suave reproche-. Él necesita a alguien. Él te necesita.
- No he visto que necesite a nadie, y menos a mí.
- Estás equivocada. Salvaste su vida en el barco. Decidió vivir por ti.
- No seas ridícula. Todo lo que hice fue forzarlo a abandonar su lecho de enfermo.
- ¿De verdad piensas eso? Hubo mucho más que eso, mucho más. No sé qué hiciste pero lo cambiaste. No es el mismo, en absoluto. Te dije una vez que es un hombre más sensible que la mayoría, aunque ha aprendido a controlarse para protegerse. Por ti está viviendo mucho más cerca del límite que antes y la razón es porque se está permitiendo sentir, algo que no hacía desde que su padre y su hermana murieron. No puedes abandonarlo ahora.
- Te tiene a ti para que lo rescates. ¿Por qué iba a necesitar a alguien más?
- Yo… no sé qué responder. Antes solía pensar que él temía que su amor me causara daño porque podrían usarme como rehén para atraparlo. O si no que él se mantenía alejado porque no tenía nada que ofrecerme excepto un nombre que había sido deshonrado. A veces incluso me decía que él pensaba que yo no era lo suficientemente fuerte como para soportar el gran poder del amor que tenía dentro de él. Todo eran fantasías. Vi la verdad cuando tú llegaste: él no podía sentir por mí lo que yo sentía por él.
Había tanto dolor en el rostro de la otra joven que la compasión inundó a Pilar.
- Puede ser -dijo- que no sienta nada por mí tampoco. ¿No has considerado eso?
Isabel meneó la cabeza.
- Sé que os habéis herido mutuamente. Hay cosas que él ha tenido que hacer que son difíciles de entender, mucho menos de perdonar. Se sacrifica con tanta facilidad que a veces parece que no le importa. No es verdad. Debes tener cuidado para no herirlo más.
Isabel habló con tanta lógica que era difícil recordar que a veces explicaba historias fantasiosas y que vivía en el mundo de sus propias ilusiones. Isabel veía las cosas no como las veían los demás sino como ella quería que fueran. Creer lo que decía una persona así sería estúpido. Sin embargo, por un instante Pilar quiso con desesperación creerle.
- ¿Y qué hay de Baltasar? -preguntó irritada por su debilidad-. Le estás hiriendo, también, con tu amor por Refugio.
- Lo sé, pero no puedo evitarlo. No le pedí que me amara. No sé por qué lo hace.
- Podrías ayudar si no hablaras de Refugio como si fuera tu salvador.
- ¡Pero lo fue! -gritó Isabel.
- ¿Lo fue en realidad o es sólo una historia que te has inventado? E incluso si él te salvó de algún modo, ¿debes hablar de eso delante de Baltasar? ¿No puedes pensar en sus sentimientos aunque no puedas corresponder a ellos?
Las lágrimas cubrieron los ojos de Isabel.
- No lo lastimo adrede, simplemente sucede.
- Eso no le hace más fácil soportarlo.
- Lo sé. Lo sé. Pero a veces tengo que hablar de lo que Refugio hizo sólo para que él se dé cuenta de que existo por un momento. A Refugio le molesta tanto como a Baltasar, puedo notarlo, pero no puedo evitarlo.
Quizás Isabel no podía evitarlo, pensó Pilar, así como la joven parecía no poder contener sus historias de mujer rescatada. La gente hacía cosas extrañas para calmar sus demonios interiores, sin importarle la causa. Era una noche tranquila. No aullaban los coyotes. El viento susurraba en las hojas de los arbustos. La luna pálida aparecía y desaparecía. Pilar se quedó despierta durante un largo rato, aunque finalmente se durmió con la mejilla sobre el brazo de Refugio.
Los apaches atacaron al amanecer.
Cabalgaron sobre ellos al tiempo que la luz se tornaba azul oscuro a gris. Charro y Enrique estaban ensillando los caballos atados a unos troncos. Baltasar estaba armando los bultos para las mulas. Las tres mujeres recogían y doblaban las mantas para colocarlas en los bultos, mientras Vicente apagaba con arena las brasas sobre las que habían preparado el desayuno. Refugio ya había montado y se había distanciado un poco. Él fue quien vio venir a los indios. Dio vuelta a su caballo y volvió al campamento al galope.
Habían elaborado un plan pues sabían que era sólo cuestión de tiempo tener que defenderse. Baltasar, en el momento en que vio a Refugio que volvía hacia ellos y escuchó los gritos distantes, tomó el fusil y disparó contra la mula más cercana. Charro arrastró a la otra y la mató. Arrojaron los bultos cargados al espacio entre los animales muertos formando una barricada. Mientras Baltasar volvía a cargar el fusil a toda velocidad, Pilar y Vicente sacaron la pólvora extra y las balsas de los bultos, luego Vicente tomó el fusil que sobraba. Isabel se apoderó de los dos rollos de vendas que tenían y ella y Pilar pusieron todo sobre un mantel extendido. En segundos se arrojaron detrás del parapeto que habían construido.
Todos, excepto doña Luisa. La mujer había sido instruida en lo que debía hacer. Su trabajo era estar segura de que el barril de agua estuviera a mano y no expuesto al fuego. Pero la viuda estaba de pie con sus manos crispadas, los ojos bien abiertos, fijos en el avance del enemigo.
- ¡Luisa! -gritó Enrique-. ¡Abajo!
Se volvió a él un instante, pero de inmediato regresó a la imagen de los indios. Su rostro estaba pálido y sus labios tenían una mueca de furia impotente.
Enrique se puso de pie de un salto y corrió para tomar el brazo de la mujer. La arrastró hacia la barricada de mulas muertas y la empujó hacia abajo con él.
- Abajo, dije. -Su voz era ruda-. Tu tarea es recargar. Recuérdalo y no pienses en nada más si aprecias tu vida.
Doña Luisa le miró con enfado, pero había cierta comprensión en su rostro que antes no tenía. Miró a su alrededor, encontró el barril de agua y lo hizo rodar más cerca de los bultos.
Los gritos y alaridos de los apaches eran un sonido delgado y terrible en el aire frío de la mañana. No era un grupo numeroso; sin embargo, con las caras pintadas de blanco, negro y ocre, eran temibles en la luz pálida. Cinco o seis de ellos tenían fusiles cruzados sobre el pecho. Uno de ellos se lo puso al hombro y disparó a Refugio que cabalgaba por delante. El disparo estalló, aunque la bala se perdió en la pradera.
Refugio se agachó hasta el cuello de su caballo, y miró hacia atrás por encima del hombro. El caballo corría con los ojos desorbitados. Refugio observó la barricada, luego dobló hacia la izquierda para apartarse de la línea de fuego. Una nube de flechas silbó detrás de él; terminó enterrándose en el suelo a un costado del jinete. Más flechas siguieron, en todas direcciones, una especie de lluvia mortal cayó sobre la barricada.
En ese momento otro apache levantó el fusil. Lo sostuvo con firmeza pese al movimiento del caballo y disparó. El humo gris azulado le cubrió el hombro. En ese instante Charro dio un grito y las armas de los hombres de la banda rugieron al unísono. Refugio estaba herido. El sombrero de paja que usaba cayó de su cabeza. Trató de sostenerse en la montura pero terminó cayendo boca abajo sobre el pasto a unos treinta metros de distancia.
Detrás de Refugio, dos apaches tiraron sus armas y salieron catapultados de sus caballos. Los otros se lanzaron hacia delante gritando, disparando y blandiendo lanzas.
Pilar empujaba frenéticamente las balas dentro del fusil de Charro y casi no miraba a los atacantes, pues su vista estaba fija en el lugar en el que yacía Refugio. Estaba tumbado; cada cierto tiempo levantaba la cabeza y trataba de arrastrarse hacia la barricada. Pilar se puso de rodillas pero Charro la empujó hacia abajo. A su lado estaba Isabel gritando de dolor y de miedo. Cuando Charro pidió con impaciencia su arma, Pilar se volvió para arrojarla a sus manos.
La banda disparó de nuevo a un objetivo más cercano. Dos apaches más cayeron de sus caballos. El resto avanzó y pasó la barricada por la derecha. Los rodearon en un amplio círculo.
- Refugio -gritó Isabel, luchando con Baltasar que trataba de sujetarla.
Isabel consiguió soltarse. Puso el pie en el borde de uno de los bultos y saltó por encima de ellos. Corrió hacia donde estaba Refugio tratando de incorporarse. Vicente también arrojó su fusil para salir detrás de Isabel. Charro estaba recargando su arma, con la atención fija en los indios que, enfurecidos, galopaban en círculos. Pilar rodó lejos de él y se puso de pie. Levantó sus faldas y dejó la barricada detrás de Vicente.
Isabel estaba de rodillas sobre Refugio. Gemía mientras limpiaba la sangre que había en su cabello. Vicente, cuando alcanzó a su hermano, lo tomó de un brazo y trató de ayudarlo a ponerse de pie. Pilar trató de tomar el otro brazo y con una fuerza desesperada empujó a Refugio hacia arriba.
Los apaches estaban atacando de nuevo. El suelo vibró bajo los pies con el resonar de los cascos de los caballos. Sus gritos perforaron el aire. Pilar, Vicente y Refugio se movían con lentitud. Comenzaban, se detenían, volvían a empezar. Las piernas de Refugio apenas podían sostenerlo, por eso se tambaleaba manteniéndose a medias erguido sólo por su férrea voluntad.
Isabel, que trataba de sostenerle la mano, no dejaba de interponerse en el camino.
Abruptamente, Isabel lo liberó..
- El sombrero -gritó y volvió corriendo para alcanzarlo.
Pilar giró la cabeza. Los indios estaban cargando sobre ellos, gritaban y chillaban. Disparaban en todas direcciones con arcos y fusiles. Sus rostros eran máscaras de cobre pintadas con los colores de guerra. Más desnudos que vestidos, montaban a pelo, sin riendas y parecían criaturas demoníacas, mitad hombre mitad caballo y completamente malignas.
Isabel no prestó a los apaches más atención que si hubieran sido integrantes de la banda que volvían de una cabalgata matutina. Sonreía mientras corría y su alegría se reflejaba en los ojos. Alcanzó el sombrero y se agachó para recogerlo. Volvía con él en la mano y señalaba el agujero por donde la bala había pasado. El viento hacía volar sus faldas y sus cabellos. Comenzó a dirigirse hacia ellos.
Baltasar gritaba el nombre de Isabel mientras se ponía de pie. Charro y Enrique se levantaron para pasar a Refugio sobre la barricada de carcazas de mula y lo depositaron en el suelo. Se agacharon de nuevo a su lado y levantaron sus fusiles. Vicente volvió a su puesto. Pilar se apoyó sobre el abdomen al lado de Refugio e intentó revisar su herida y mantener la cabeza baja al mismo tiempo.
- No es nada -dijo de un modo penetrante-. ¿Dónde está mi fusil? Ayúdame a colocarme en posición.
No esperó que lo hiciera: se volvió y buscó un arma. Entonces vio a Isabel.
- Mi Dios -dijo incrédulo-. ¿Por qué?
Baltasar hacía señas desesperadas.
- ¡Isabel! ¡Mira atrás por el amor de Dios!
La joven escuchó y comenzó a girar la cabeza. Sus pasos fallaron, tambaleó y cayó. Baltasar, maldiciendo, saltó por encima de la barricada y se abalanzó hacia ella. De repente se detuvo cuando una flecha lo alcanzó. Se dobló mientras caía sobre el costado.
Isabel gritó. Siguió gritando mientras los indios se lanzaban sobre ella. La golpearon de un lado y de otro. Echó a correr.
El sombrero cayó de sus manos pero ella como por milagro no cayó. Mareada, se tambaleó delante de sus atacantes con el cabello en la cara.
La banda abrió fuego; no tenían otra opción, el humo de la pólvora, azul y ácido, oscureció la vista por un instante. Luego el viento lo disipó y entonces vieron a los indios retrocediendo mientras un apache se retorcía en el suelo y otro era sostenido por un compañero sobre su caballo. Los apaches cabalgaban a toda velocidad, semiagachados para recoger a sus muertos y subir los a su regazo.
Entonces los gritos de Isabel se convirtieron en un lamento desesperado.
Había un guerrero que se lanzaba sobre ella. Se agachó y la sujetó del cabello. Lo envolvió alrededor de la mano y la tiró hacia arriba para colocarla sobre sus muslos. La cabeza y los brazos de Isabel colgaban mientras el guerrero conducía su caballo.
Baltasar bramó de dolor y de furia. Charro insultó apoyado en una rodilla. Enrique apretó el hombro de doña Luisa que se sentaba, pálida por la impresión. Vicente se veía enfermo, pero sus labios se movían al pronunciar una oración silenciosa.
Refugio alcanzó el fusil que, recién cargado, apenas pendía de la mano de Vicente. Lo apoyó en el anca de una mula muerta y apuntó a la espalda del guerrero en retirada. Con cuidado apretó el gatillo.
El fusil disparó. El indio retrocedió ante el sonido pero se agachó sobre su cautiva y, pegado al cuello de su montura, aumentó la velocidad.
Con lentitud, Refugio bajó la cabeza y la apoyó contra el barril de su arma mientras cerraba los ojos.