CAPÍTULO XII
Llegaron a Nueva Orleans cuatro días antes de Pascua, después de un viaje por demás tranquilo. La última parte fue la más dura. La escalada por el río Misisipí con sus infinitas ondas de agua amarronada, su progresión de curvas y un exuberante paisaje de árboles y barro. Al principio, encontraron cierta novedad en estar en un terreno húmedo, en las aves, las víboras, las ranas, los cocodrilos y la gran variedad de insectos molestos. También fue un alivio entrar en aguas más calmas. Sin embargo, al poco tiempo ya estaban ansiosos por llegar por fin a su destino, por liberarse de los límites de un espacio tan reducido en el que habían tenido que dormir casi uno encima del otro y por estar a una distancia tangible, por fin, de su presa.
Una razón por la cual estaban hartos del barco costero era que pasaron los últimos tres días de su estadía en La Habana allí dentro. Habían abandonado la casa de los Guevara inmediatamente después del duelo en la playa, deteniéndose sólo a recoger sus pertenencias. Esto era lo que Refugio pretendía, por supuesto. La sorpresa fue que doña Luisa se unió a ellos. No quería que la dejaran atrás, dijo, y menos tener que escuchar ella sola las recriminaciones de la señora Guevara. La madre de Philip estaba furiosa por el incidente que no sólo casi había provocado la muerte de su hijo, sino que también había manchado su honor.
Pero las instalaciones, un solo camarote con literas apiladas una arriba de la otra y una cortina que destilaba grasa, que dividía la sección de las damas de la de los caballeros, no se ajustaban a las nociones de comodidad de doña Luisa. Había pedido, usar el camarote del capitán, pero se lo negaron. Los detalles de la riña que siguió junto con los insultos que el capitán le había proferido, su apariencia y hábitos desagradables fueron su principal tema de conversación durante el resto de viaje.
El otro tema recurrente fue el torneo. Era como un hueso jugoso tirado a un grupo de cachorros aburridos. Intentaban sacar conclusiones. Nadie podía decir de dónde provenía la espada afilada que Philip había adquirido, si era una hoja que se habían olvidado de desafilar en la oscuridad y la confusión de la rápida preparación -perteneciente a alguno de los amigos de Philip- o si uno de los jinetes la había introducido subrepticiamente durante el certamen. Si se trataba de lo primero, parecía improbable que el hombre que la usara no se hubiera dado cuenta, pues los isleños elegidos para participar tenían experiencia adquirida en los duelos, bastante frecuentes en su clase. Que el hombre que tuviera la espada se hubiera dado cuenta y no lo comentara no era improbable, pero ello estaba fuera del código de honor. Además, si la espada había estado allí todo el tiempo, el espadachín que la poseía no era hombre avezado, porque no había habido signos de espada afilada en ninguno de los escudos de la banda ni en las hojas de sus espadas.
Parecía más probable, que la espada hubiera aparecido en medio de la confusión de los caballos caídos. Se podía pensar que la herida en el animal fuese deliberada, pero ese tipo de sutilezas suceden en una batalla o bien podía ser el producto de una caída involuntaria. Si lo hubieran planeado, sin embargo, podía haber sido con el propósito de introducir el arma afilada.
Philip declaró haber encontrado la espada cerca de su mano después que la suya se perdió en el fragor del combate. ¿Era eso cierto? ¿Había planeado y realizado el cambio? ¿Había traído la espada para usarla más tarde como una forma de emparejar las posibilidades si él juego se volvía en su contra?
Charro tendía a creer qué Philip era inocente respecto de la tentativa dé asesinato. Pero, ¿quién más estaba allí? Uno de sus amigos podría haber actuado a instancias del orgullo herido y colocó la espada cerca de la mano de Philip para salvar su honor. También pudo haber sido pagado por alguien que actuaba en nombre de don Esteban. La cuestión era, ¿quién?
Como con el disparo que había herido a Refugio, parecía que debía de haber un agente de don Esteban en el barco con ellos, alguien que los había seguido desde España. Que no hubiese habido ningún atentado contra la vida de Refugio desde que salieron de La Habana podía indicar que la persona se quedó en la isla o sólo que no había aparecido otra oportunidad conveniente.
La naturaleza de los ataques era muy sugestiva. Parecía que el agente era demasiado cobarde para realizar la tarea por sí mismo y prefería pagarle a alguien más. También podía significar que la persona era muy débil para enfrentarse a Refugio en un encuentro personal, quizás una persona mayor, alguien no muy familiarizado con armas de fuego o espadas, alguien como un empleado o un mercader… o, quizás, una mujer.
Refugio apenas participó en esas discusiones. Se guardó su opinión para sí mismo. Sin embargo, no se mantuvo alejado; jugó a las cartas con ellos, les ofreció su música, les contó historias graciosas, hizo gestos galantes a las damas e invitó a los hombres a exhibiciones de lucha y esgrima en cubierta así como a trepar a los mástiles y cables. Pero cuando el tema de los ataques surgía, o bien trataba de cambiar el eje de la conversación o encontraba algún motivo para alejarse.
Y dormía solo.
La estrechez de las literas en el camarote abierto hacía difícil cualquier otra cosa, pero Pilar no estaba segura de que prefiriese algo diferente. Sus gestos privados hacia ella eran corteses pero distantes desde el torneo, aunque a veces lo encontraba mirándola con una extraña luz en los ojos que a ella le perturbaba sobremanera. Encontraba cierta satisfacción cuan-do comprobaba que trataba a doña Luisa del mismo modo. Pilar se preguntaba si no se sentía satisfecho de tener una excusa para evitar los encuentros privados con la viuda también. Éste era, por supuesto, su deseo.
El barco ancló en un recodo del río Misisipí a poca distancia de Nueva Orleans, justo antes del mediodía. La tarde estaba declinando cuando los funcionarios de aduana realizaron su inspección y emitieron los permisos para atracar. La banda desembarcó en grupo y dejó la ciudad cuando cayó la noche. Su destino eran las posesiones de doña Luisa, ubicadas a cierta distancia de la ciudad junto a un afluente del Misisipí llamado Bayou Saint Jean.
La casa que la viuda había heredado con la muerte de su marido era una estructura irregular blanqueada, del estilo francés propio de las Indias Occidentales. Tenía dos pisos con seis habitaciones cada uno y un techo a cuatro aguas que se proyectaba en galerías. Había también un ala conectora conocida como garçonniére que se usaba habitualmente para los niños mayores de la familia o para los parientes pobres o visitantes. Las paredes eran troncos verticales, cuyos intersticios se habían rellenado con bousillage, un cemento de barro espesado con musgo y pelo de animal. Había un ama de llaves mulata y sus dos hijas adolescentes instaladas en una de las habitaciones de la planta baja. Parecía que no entendían el español pero doña Luisa, usando su francés de corte, pronto hizo comprender a la ex amante de su marido quién era ella y por qué estaba allí. La mulata trató de enfadarse pero pronto aceptó el hecho de que debía preparar las habitaciones, calentar el agua para el baño y cocinar algo.
Doña Luisa recorrió su nueva propiedad, como primera medida. Poco después comenzó a asignar los cuartos. Para ella eligió una de las habitaciones de la esquina, en la parte de atrás de la casa principal. Envió a Refugio a la habitación del frente que se conectaba con la suya, y a Pilar a la otra habitación del frente que estaba separada de la de Refugio por una sala de estar. A Baltasar e Isabel les destinó el piso superior de la garçonniére, Y a Enrique y Charro, las otras habitaciones de esa ala. Después de acomodar todo según su satisfacción, comenzó a ordenar a la mulata y a sus hijas que llevaran el equipaje que estaba en la galería.
- No. -La objeción, simple pero firme, vino de Refugio.
- ¿Perdón?
Las cejas de doña Luisa se elevaron hasta la línea en la que comenzaba el cabello cuando lo enfrentó.
- Perdóname, pero no. Has sido muy gentil y te has ganado nuestra gratitud por ofrecemos tu hospitalidad. Estoy desolado de tener que contradecir tus disposiciones; sin embargo, tengo la obligación de proteger a los que me han seguido hasta aquí.
Doña Luisa se desprendió de su cortesía con un gesto impaciente.
- ¿Prefieres dormir en otra parte?
- Prefiero tener a aquellos que dependen de mí más cerca.
- ¿Por ejemplo? -La voz de la anfitriona era dura.
- Pilar compartirá mi habitación.
- Ah, pero…
- No aceptaré otra cosa. También será más conveniente que los otros estén en la casa principal. Sugiero que Enrique ocupe la habitación que está al lado de la tuya y Baltasar e Isabel la opuesta. Charro puede entonces tener la otra habitación del frente.
- ¡Qué impertinencia! No estoy segura de que pueda permitirlo. Pronto me estarán diciendo cuándo puedo ir y venir.
- En absoluto. Eres libre de hacer lo que quieras. Si nuestra presencia te desagrada, encontraremos fácilmente otro lugar en el cual hospedamos.
Los dos se miraron a través de la habitación polvorienta, iluminada por las velas, mientras los otros movían los pies y miraban las paredes rústicas y las ventanas cerradas, el mobiliario hecho a mano y los pocos adornos que servían de decoración. Pilar no miraba a otro lado sino que dividía sus ojos entre las facciones expectantes de Refugio y el rostro pálido de la viuda. Ella era la causa del enfrentamiento entre los dos pero no podía entender los motivos de Refugio.
- ¡Que sea a su modo, como siempre! No recuerdo que hayas sido tan duro antes, Refugio, y el cambio no es para mejor.
- ¿Tengo la culpa de lo inevitable? Me lastima.
Las palabras estaban entremezcladas con un humor macabro.
La viuda lo miró con desagrado.
- ¡Ojalá pudiera pensar eso, pero lo dudo!
Se retiraron a sus respectivas habitaciones poco después de la cena; había cierta inquietud por haber llegado al fin del viaje y todos sabían que al día siguiente bien temprano debían emprender la misión que habían venido a cumplir.
Pilar estaba de pie en el centro de la alcoba que tenía que compartir con Refugio observando la cama de madera de ciprés con sus cortinas de red para protegerse de los mosquitos cuando él apareció. Hizo una pausa en el umbral y entró despacio en la habitación y cerró la puerta detrás de él. Pilar giró la cabeza y lo miró. Su voz era fría cuando habló.
- Has molestado a nuestra anfitriona con los arreglos de las habitaciones. ¿Ha sido prudente?
- No, sólo necesario.
- Pero te habías esforzado tanto para mantenerla contenta.
- ¿Y así debía haber esperado aquí, jadeando como un perro faldero, contento de recibir sus caricias? Doña Luisa nos ha dado alojamiento; ese hecho no le otorga privilegios extraordinarios.
- ¿Sólo los ordinarios?
Inclinó la cabeza como manifestación de acuerdo.
- Hay límites. Puede darme órdenes, no puede darte órdenes a ti.
Se acercó con el cuerpo relajado y poderoso, la mirada gris oscura y decidida.
- ¿Objetas mi protección? -le preguntó Refugio con suavidad.
- ¿Es eso así? -simuló estar sorprendida Pilar-. ¿Estás seguro de que yo no te estoy protegiendo a ti?
- En ocasiones, aunque no lo suficiente.
Se vislumbraba la sombra de una sonrisa en sus palabras. Fue bastante para que el rostro de Pilar se encendiera al recordar su intento frenético de detener el torneo.
- ¡Tú sabes que no quise decir eso! -comentó Pilar.
- ¿No? Pero debiste o si no voy a creer que tu humillación es producto del despecho, o peor.
La verdad era que ella estaba celosa. Había sido un error desafiarlo en este tema de las habitaciones, cuando ella no estaba segura de lo que quería. Sólo había una forma de recuperar posiciones. Levantó el mentón y mantuvo firmes sus ojos en él cuando habló.
- No tengo ninguna queja sobre ti.
- Y desdeñarías manifestar alguna. Lo entiendo perfectamente.
- No lo creo. Estoy tratando de decir que cualquier cosa que pueda sucederme no será culpa tuya. Te pedí que me llevaras contigo aquella noche en el jardín y sin considerar adónde pueda conducirme esa petición, lo haría de nuevo.
Los ángulos del rostro de Refugio estaban rígidos, impasibles, pero había una chispa de algo brillante y vital en la profundidad de sus ojos.
- Atractivo -dijo- pero mientras estás ocupada absolviéndome deberías considerar que hay obligaciones más recientes entre nosotros.
- ¿Te refieres a mi intento de sacarte de la parálisis que te habías impuesto?
- Más bien a tu éxito -le contestó Refugio.
Pilar trató de mantener su voz tranquila pese a las imágenes que esas palabras conjuraban en su mente.
- De todos modos, la situación es igual. Fue mi elección.
- Y la mía. ¿Piensas que no pude haber rechazado tu tierno sacrificio? Podría haber puesto en peligro la salud y el alma pero era una posibilidad.
- Me doy cuenta ahora. ¿Por qué no lo hiciste? -le preguntó Pilar.
- Cortesía, fatalismo y una lógica desquiciada. Pueden ser llamados vicios.
- Desquiciada -murmuró Pilar.
- Violenta y para mis propios fines. ¿Eso la hace más aceptable o menos?
- ¿Para qué? -interrogó Pilar.
- Para mi protección. ¿Te sientes inclinada a aceptarla?
Pilar encontró su mirada gris y descubrió la burla que estaba enterrada a medias en ellos y el propósito.
- Lo preguntas con tanta cortesía; ¿por qué siento que no tengo posibilidad de elegir?
- Eres una dama con cierto discernimiento.
- Entonces, ¿por qué simular?
- Las ilusiones pueden ser reconfortantes -dijo Refugio.
- ¿Quien piensa que las necesita? -pregunto Pilar con valor.
- Yo, por supuesto -dijo Refugio sin asomo de duda mientras se acercaba para tomarle la cara entre las manos-. ¿Me permitirás esta ilusión, que te preocupas por mí?
En vista de semejante generosidad, ¿cómo podía rechazar su protección y el deseo cobijado en ella? Era demasiado tarde para escrúpulos femeninos y en todo caso a ella le faltaba la voluntad para invocarlos.
Esto no podía durar. En el mundo de Refugio, las mujeres eran diversiones pasajeras; no tenía tiempo, ni deseo de algo más y estaba demasiado imbuido en nociones de honor para seguir una inclinación diferente. Un día, pronto, quizá mañana, mataría a don Esteban o resultaría muerto por él. Sucediera lo que sucediera, se iría. Este momento que tenían entre ellos, entonces, bien podría ser el último que disfrutaran juntos.
- Haré algo más -dijo con serenidad-, lo compartiré.
Pilar lo escuchó inhalar profundamente sorprendido. Incapaz de encontrar sus ojos por temor a lo que podía ver en ellos, cerró los suyos. Refugio bajó la cabeza y sus labios, como un tibio y dulce premio, rozaron los de la joven. Sus suspiros se perdieron en la mejilla de Refugio y se acercó presionando sus firmes curvas contra él, que la estrechó por un largo rato de modo que Pilar pudo sentir la violencia de los latidos del corazón y el frío acero de los botones de la chaqueta. Luego Refugio se inclinó levemente para colocar su brazo debajo de las rodillas de la joven y la levantó en sus brazos.
La apoyó sobre el colchón de plumas, se quitó la chaqueta, la corbata, el chaleco, la camisa y los pantalones antes de reunirse con ella. Sus amplios hombros bloqueaban la luz de la única vela que se consumía en la mesa de noche. Le iluminaba la piel, delineaba su forma en una nube luminosa y dejaba el rostro en sombras. Giró y estiró su largo brazo a través de los pliegues de la red para apagar la llama con los dedos. Todo quedó a oscuras.
Pilar se sacó los zapatos que aterrizaron en el suelo. No tenía medias que la molestaran, pues no las había reemplazado después del baño. Levantó las manos para desabrochar los ganchos de su corsé. Refugio detuvo sus movimientos y sujetó sus puños con los dedos largos y callosos.
- Permíteme -dijo con una voz rica y profunda.
Los ganchos se abrieron y el corsé, que actuaba también como cotilla, fue arrojado a un costado. Desató las cintas que sostenían las faldas y las enaguas y las dejó deslizar por las caderas de Pilar, empujándolas hasta los tobillos para que pudiera liberarse de ellas. Le llevó sólo un segundo despojarla de su camisa. Se quedó apoyado en un codo durante un rato mientras acariciaba las pequeñas estrías y canales que la ropa le había marcado sobre la piel.
Luego, con lentitud, bajó la cabeza y comenzó a seguirlos con suaves besos y el roce ardiente de su lengua.
Fue un merodeador suave pero inexorable. Con delicadas frases, la persuadió de hacer lo mismo. Tomó sus pechos entre las manos mientras humedecía sus pezones rosados. Pilar jugaba con sus uñas en la mata sedosa de su pecho, probaba la dulzura de sus tetillas, acariciaba la cicatriz que se extendía entre ambas con su lengua. Refugio recorría con los labios las superficies interiores de los muslos, introduciéndose en el vértice y las circunvoluciones secretas y frágiles de la piel de ese lugar. Pilar exploró su miembro midiendo, sujetando, celebrando su indomable firmeza. Juntos sobre el colchón giraron, se sacudieron, combinaron durezas con suavidades, curvas musculosas con orificios húmedos hasta que sintieron la sangre enardecida en las venas y la respiración jadeante pasar de una boca a la otra. Cuando por fin la unión no pudo posponerse más, Refugio se hundió en la suavidad acogedora de Pilar en una sacudida devastante. Se movieron, estremecidos de placer, perdidos en una dicha infinita.
La mente de Pilar se incendiaba, su cuerpo se cubría de humedad. No había nada en la negrura de la noche, excepto el hombre que la sujetaba y la magia de su unión. Le dolía la plenitud y sus músculos temblaron con la intensidad de su necesidad. Su ritmo implacable la hacía subir en una espiral hacia un reino de dicha febril. Flotaba con las manos aferradas a los hombros de su amante mientras sentía el lento despertar de su verdadero ser.
Se produjo la ruptura de un dique interno que la inundó de una corriente cálida y la transportó en una marea del más puro placer. En la cima, se volvió alrededor de Refugio y lo arrastró con ella al olvido.
Los cuerpos se entrelazaron y quedaron como si estuvieran muertos. El sueño llegó con las manos de Refugio todavía enredadas en la nube dorada del cabello de Pilar.
Se despertaron al amanecer y gozaron nuevamente de una suave y lenta comunión. Los labios se curvaron de sonrisas de placer, aunque la luz era una distracción. Y cuando el día se volvió más claro, cerraron los postigos y usaron sus pestañas como escudos para lo que estaba oculto en sus ojos.