CAPÍTULO VII
La angosta habitación en la que los pasajeros, el capitán y los oficiales del Celestina comían, se usaba también como salón. Durante la tarde del tercer día en alta mar, Pilar se encontró allí a la viuda Elguezábal. Doña Luisa tenía todo el aspecto de una dama preparada para recibir visita: el cabello muy arreglado y cubierto por una gorra de fina muselina bordada de encaje negro, un vestido de día tan fresco como si acabara de cambiarse. Tenía una bandeja de bombones junto al codo y en las manos una pieza de bordado para pasar el tiempo. Sin embargo, estaba sola.
El primer impulso de Pilar fue alejarse de inmediato. Lo superó con gran esfuerzo. Se acercó de un modo casual hasta sentarse cerca de la mujer. Intentó decir algo agradable y recibió por respuesta un comentario arrogante y trivial. Probó de nuevo.
- Le ruego acepte mi pésame por la muerte de su esposo. Su pérdida antes de que tuviera tiempo de conocerlo debe de haber sido un gran golpe.
La viuda sonrió piadosamente y bajó las pestañas.
- En verdad, sí. Tan triste.
- Qué ironía es que usted deba viajar ahora a Luisiana para atender sus negocios cuando no pudo hacerla antes.
- Esas cosas suceden -fue la respuesta acompañada de una mirada punzante.
- Pero verse forzada a hacerla en este momento es terrible. Pienso que lo sobrelleva muy bien.
- Hacemos lo que debemos -aceptó la viuda con tono ácido-. Hay una traba inesperada sobre la herencia, el asunto de la amante mulata de mi marido y sus dos hijas, mulatas, por supuesto.
Pilar sintió que enrojecía. En parte era incomodidad, pero en parte era también fastidio, pues sabía muy bien que la viuda quería confundirla.
- Qué desafortunado -fue lo único que se le ocurrió decir.
- ¿No es cierto? Las hijas tienen doce y catorce años. Una siente pena por ellas, por supuesto, pero no puede permitírseles interferir en lo que debe ser mío.
- Ya veo. El arreglo parece haber sido anterior a su matrimonio. ¿No estaba enterada de eso?
Como doña Luisa había sacado el tema, no había nada de malo en continuarlo.
- Por supuesto, lo sabía. Hubiera, sido una locura hacer un contrato sin indagar las circunstancias del novio.
Las palabras eran condescendientes; la mirada en los ojos de avellana se burlaba del delicado intento de Pilar de hacerla sentir incómoda. La joven fingió no darse cuenta. La hostilidad que sentía por la mujer tenía un buen motivo. Doña Luisa parecía estar disfrutando de su posición de poder, sobre ellos.
Había comenzado a dar órdenes a Isabel y se habla apropiado de Enrique y Charro para divertirse, haciendo que la atendieran, que jugaran a las cartas con ella o que le relataran historias de El León.
- Se casó con ese hombre, sin embargo -señaló Pilar.
- No necesitaba ser amada, al menos no por un marido, sino sólo ser mantenida con una riqueza razonable. Parecía un arreglo justo.
- ¿Y lo fue?
Doña Luisa miró a Pilar largamente, sin sonreír.
- ¿Sabe que Refugio y yo estuvimos comprometidos?
Pilar no lo sabía.
- ¿Lo estuvieron? -preguntó.
- Fue algo arreglado entre nuestros padres, aunque nosotros no nos oponíamos. No, por el contrario. Él solía venir y cantar debajo de mi ventana con una voz que rendía el corazón. Hubiera subido hasta mí, lo sé, con el menor aliento. Sus pasiones eran muy violentas en esos días pero muy tiernas. Ahora todo ha pasado. Terminó cuando tuvo que huir después de la muerte del hijo de don Esteban en un duelo.
- ¿Nunca intentó verla de nuevo?
- Si piensa que él haría algo así es porque no lo conoce. El orgullo lo mantuvo alejado.
- Y la responsabilidad. Y, quizá, ¿protección?
- ¿Qué era eso?
- Nada -dijo Pilar-. ¿Usted no se puso en contacto con él?
- No pude, nadie menos que yo podía invitarlo a trepar a mi alcoba aunque a veces hubiera deseado que… Pero no importa. No lo había visto desde entonces, no hasta que subió a es- te barco. Lo reconocí de inmediato. ¿Cómo no iba a hacerlo?
La voz de la mujer era demasiado alta para semejantes confidencias. Pilar bajó la suya en un intento de compensarla.
- ¿Ahora mantiene su propio criterio por… afecto, entonces?
La mujer sonrió.
- Eso y la perspectiva de, ¿podríamos decir diversión? Es largo y tedioso el camino a Luisiana.
- ¿No tiene miedo de que la diversión se vuelva peligrosa?
La otra mujer retrocedió.
- Mi querida niña, ¿está osando amenazarme?
- En absoluto -dijo Pilar con acritud-. Estaba pensando en lo que podría pasar si alguien más descubre lo que usted sabe.
- Rechazaría a Refugio de inmediato y juraría que fui engañada.
Una extraña angustia creció dentro de Pilar.
- ¿En verdad haría eso? Quizás él debería estar advertido. : -Qué infantil es usted, mi querida; Refugio sabe esto muy bien. No esperaría otra cosa.
- ¿Y ése es un buen pacto?
Doña Luisa sonrió con placidez.
- Mientras a mí me agrade.
El empalagoso aroma del perfume de la mujer cubría las fosas nasales de Pilar y amenazaba con ahogarla. Se puso de pie con la intención de alejarse.
- Hay un hombre al que debe haber visto en la corte, don Esteban Iturbide. ¿Lo conoce?
- Sí -dijo la viuda con una chispa de interés en los ojos como si percibiera más oportunidades para divertirse.
- Pensé que podría conocerlo.
Pilar se dio la vuelta y hubiera salido del salón pero el camino estaba bloqueado. Isabel acababa de entrar en la habitación. Detrás de ella, en la puerta con una mirada apenada en sus facciones escarpadas, estaba Baltasar.
- ¿He oído bien? -dijo la joven a Pilar con el rostro pálido-. ¿Esta mujer sabe… ella sabe que…
Isabel tenía problemas con el nuevo nombre que había asumido Refugio. Apenas podía recordar cuál era y le resultaba difícil nombrarlo así.
- Está bien -replicó Pilar con rapidez-. Todo está bien.
- Pero dijo que él le cantaba.
- Eso hacía -agregó la viuda enarcando las cejas.
- Me cantaba a mí -declaró Isabel- cuando hacía lazos en Córdoba. Solía mirarme con las bobinas y entonar melodías que combinaran con el ritmo del tejido.
Pilar, conmovida por la suavidad del rostro de Isabel, habló casualmente.
- ¿Pensé que eras bailarina?
- ¿Qué? Sí. Sí, él también me cantaba entonces. Eso fue antes de que me salvara de ser vendida a un moro y ser llevada a Argel.
En los ojos de Pilar se evidenció un profundo desconcierto, pero antes de que pudiera expresarlo, doña Luisa habló.
- Parece que ha tenido una vida interesante para ser una sirvienta.
- Y usted también -refutó Isabel a la viuda-. A menos que esté mintiendo. ¿Está segura de que su marido está muerto? ¿Está segura de que alguna vez tuvo un marido?
- ¡Por Dios! -exclamó doña Luisa, antes de volverse a Pilar-. Esta criatura está loca, creo. Es su criada; ¿no tiene ningún control sobre ella?
Baltasar entró en la habitación y tomó a Isabel del codo.
- Ven, cariño, te dije que había cosas que hacer. Ven y ayúdame.
Isabel lo miró distraídamente.
- ¿Cuáles?
- Te las mostraré -dijo el hombre mayor con voz calma. La tomó con delicadeza del brazo.
Isabel fue lo suficientemente obediente como para seguirlo. Baltasar condujo a Isabel afuera, mirando a Pilar en busca de una disculpa.
- ¡Bueno! -dijo la viuda enfadada.
Pilar no respondió al comentario, sólo observó a la pareja que partía con el entrecejo fruncido. Nunca antes había escuchado a Isabel hablar con tanta vaguedad. Aparentemente estaba aturdida por el temor. Murmuró una excusa y abandonó el salón detrás de los otros dos miembros de la banda de Refugio.
Baltasar caminaba demasiado rápido como para que Pilar pudiera alcanzarlos, sobre todo porque no quería que creyeran que iba tras ellos. Baltasar condujo a Isabel al cubículo que compartían. Cuando Pilar llegó allí, había bajado la cortina que lo cerraba y se escuchaba su voz censurando la actitud de Isabel y las protestas entre llantos de la joven. Pilar no podía entrometerse, aunque estaba preocupada por la joven, sería como interferir en una pelea entre marido y mujer.
El aire estaba frío y dejaba un sabor salado en los labios pero era refrescante. Pilar se sostuvo de la baranda y miró al mar hasta que su mente se despejó de la agitación y recuperó la calma. No podía entender bien por qué se había permitido estar tan deprimida.
Doña Luisa e Isabel, o sus relaciones con Refugio, no tenían nada que ver con ella.
Se estaba acostumbrando al continuo vaivén del barco, a los ruidos constantes de maderas que crujían y al zumbido del viento que golpeaba las velas. Había algo de hipnótico en el movimiento del barco que dirigía su proa hacia el horizonte y se esforzaba por alcanzarlo. Era fascinante saber que en algún lugar en la dirección que seguían estaban las islas Canarias, cerca de la costa africana, y que atracarían allí para buscar agua fresca, frutas y vegetales antes de atravesar el océano en pos del Nuevo Mundo. Pilar había sentido temor de que no le gustara viajar por mar, miedo de sentir nostalgia de España, de enfermarse o de que los movimientos del agua la hicieran sentir mareada.
Se había equivocado. El espacio vacío y el cielo abierto le sentaban bien. De algún modo, este descubrimiento la satisfizo. Estaba bien, pues pocas cosas le resultaban agradables en su actual situación.
El viento trajo una débil melodía. Pilar miró en derredor esperando ver un marinero con una caja de música o quizás una armónica. Sus ojos percibieron una capa medio escondida detrás del mástil delantero. Le resultó familiar. Se arropó para enfrentar el viento frío y caminó hacia allí.
Refugio estaba de pie con la espalda apoyada en el mástil. Levantó la vista cuando Pilar se aproximó a él pero no dejó de tocar la guitarra. La melodía que arrancaba de las cuerdas era lenta y dulce. La había escuchado antes, aunque no podía recordar dónde.
- Tengo entendido -dijo- que es famoso por sus serenatas.
Refugio la miró, cerrando los ojos a causa del viento que le enredaba el cabello y hacía flamear el extremo de su corbatín.
- ¿Quién dice eso?
- La viuda por un lado. Isabel, por otro.
- Es bueno tener fama, sin importar lo inmerecida que sea.
- ¿Lo niega? - Forzar la respuesta fue un error, casi tan grave como comenzar a hablar en primer lugar. Lo sabía, pero sabía también que era demasiado tarde para echarse atrás. Más que eso, sentía dentro de ella un dolor que necesitaba ser suavizado con una respuesta.
La melodía que estaba tocando servía de contrapunto a sus palabras.
- Le canté a Isabel una vez para que se durmiera.
- Estoy segura. -Sus labios adquirieron la forma de una; sonrisa burlona-. ¿Después de qué rescate?
Refugio mantenía la mirada en el intrincado movimiento de los dedos.
- ¿Sospecha que yo participo de sus fantasías? ¿O sólo que me aprovecho de ellas?
- ¿Está diciendo que las historias que cuenta no son verdaderas, que usted nunca impidió que fuera vendida en una esquina o que fuera llevada a Argel por un moro?
El primer maestre, detrás de ellos, dio una orden. Los marineros corretearon hacia las cuerdas para plegar la vela. Refugio volvió su atención a los hombres, evaluando el progreso mientras respondía.
- La encontré temblando en un callejón una noche de lluvia. Cómo llegó allí, nunca lo dijo.
No sé si lo sabe.
- Pero por qué…
Dejó de tocar con un acorde desafinado.
- ¿Por qué no? ¿Por qué no debería cambiar el pasado para sentirse mejor? ¿Todos sus recuerdos son tan buenos que no le gustaría cambiar algo? Si es así, entonces debe de estar contenta.
Pilar ignoró la pregunta, pues sabía que era consciente de la respuesta.
- Los cambios que Isabel ha hecho lo comprometen. ¿Eso no le molesta?
- Mi pasado no está tan limpio como para que una o dos manchas más puedan importar.
- Podría haber tratado de convencerla de que no era un salvador heroico, un Cid que derrotó a todos sus demonios.
- Pero lo intenté. Lo suplanté por otra doncella rescatada.
Sus ojos se agrandaron al entender el significado de las palabras. Al mismo tiempo, recordó la angustia de Isabel la noche que llegó a la cabaña de las montañas. Razones, siempre había razones para lo que él hacía.
Lo miró, miró el cabello negro enredado por el viento, los ángulos cincelados de su cara, el ancho de sus hombros bajo la capa flameante. Su perfume la rozaba, una mezcla de lino limpio y masculinidad y frescura del aire salado. La fuerza de su presencia hizo que la sangre le palpitara en la garganta y que una extraña calidez se adueñara de la parte baja de su cuerpo; algo que no podía impedir. Y sin embargo, había en él más que armoniosas facciones, hombros anchos y una mera atracción animal. Poseía además la rápida capacidad de cálculo y la febril intensidad de su deseo. Armado de inteligencia, competencia orgullosa e intenciones superiores, era un hombre formidable. Por lo tanto, la pregunta surgía sola: si tenía razones para lo que hacía, ¿por qué le había dejado conocer su propósito al llevarla a su retiro en la montaña? La probable respuesta hizo que el preguntar fuera un proyecto aterrorizador.
- Veo -dijo Pilar con voz reprimida.
- Sí -agregó con ojos sombríos-. Pensé que podría. Dígame, ¿fue cruel o delicado?
- ¿Para quién?
- Para Isabel, por supuesto. Me parece poco probable que yo figure como salvador, héroe o algo así para usted.
- No -respondió Pilar volviendo su mirada al mar-. Supongo que pretendía ser una delicadeza. -Después de un momento tragó y volvió a mirar a Refugio-. ¿Pero qué pasa con la viuda? Parece que piensa que usted es un amante de su juventud.
- ¿La acusa también de fantasear? No se preocupe, atenderé a doña Luisa. Sus sueños no tienen nada que ver con usted.
Cuando Pilar se encontró con sus ojos, los vio opacos; en ellos no se podía leer nada, como si estuvieran hechos de dura piedra.
Pilar decidió, con un doloroso reconocimiento del riesgo, perseverar.
- Debería tomar conciencia de que ella conoce a don Esteban.
- Muchos lo conocen.
- ¿No cree que es extraño?
- No -dijo Refugio con creciente irritación en su voz-. Pienso que es desafortunado, inquietante y muy inoportuno, pero Luisa es una criatura de la corte de Madrid, como su padrastro, por eso no, no creo que sea extraño. ¿Por qué? ¿Le disgusta?
Pilar se había dado cuenta de que estaba cometiendo un error. Había formas, sin embargo, de desviar las preguntas. Le sonrió con ironía y buscó sus ojos con franqueza.
- La dama es amistosa y mundana y tan ligera con sus chismes como con sus bombones. Más que eso, ella lo conoció cuando usted era joven. ¿Cómo puede disgustarme?
Refugio la miró largamente. En sus ojos había interés y divertida reticencia.
- Huele bien también.
- ¿No es cierto? -la respuesta de Pilar tenía una compostura incomparable.
Refugio produjo un sonido que podría haber sido una risa sofocada, luego bajó la cabeza y volvió a rasguear las cuerdas de su guitarra.
Pilar dio media vuelta y se alejó. Mientras caminaba, le seguía la misma canción que había escuchado antes. Era una melodía persistente, armoniosa y sugestiva. Creaba en su mente una imagen de jardines, oscuridad y la presencia cercana de un hombre.
Se detuvo, inmóvil con sus faldas flameando a su alrededor. Eso era. La canción era la serenata que había escuchado la noche que se encontró con Refugio, la que cantaba en la calle mientras esperaba. Como era propio de él, ahora lo sabía, atraía la atención de ese modo. Al mismo tiempo, al recordar esa voz rica y cálida que llenaba la noche de deseo y de pasión, se sintió desconcertada por el mensaje que parecía contener ahora.
Siguió caminando un poco más despacio.
Había visto y oído muchas cosas en los últimos días sin comprender, tan inmersa en sus propios problemas y preocupaciones que apenas tuvo tiempo para considerar lo que podía estar ocurriendo con el resto de la banda. Además, había supuesto que el tiempo que iban a estar juntos sería mínimo, que pronto se separarían y que nunca se volverían a ver. En esas circunstancias, la gente rara vez se compromete personalmente.
Pero las cosas habían cambiado. Tenían por delante muchas semanas que compartir. Ahora dependían el uno del otro para obtener apoyo, compañía, y sobre todo, seguridad. Un desliz de cualquiera de ellos podía significar la muerte para algunos, la prisión para el resto. En esto Pilar no se hacía ilusiones; ella, después de haber huido con identidad falsa, sería considerada una de la banda y tratada como tal.
Se dio cuenta de que estaba relacionada con un grupo de personas a quienes apenas conocía. Más que eso, lo poco que sabía se lo había dicho una mujer que parecía ser poco fiable o desequilibrada. ¿O lo era? De todos modos, esto hacía que su posición fuera muy precaria. Tenía que hacer algo, tenía que buscar algún modo de conocer mejor a toda la banda. Saber quiénes eran y qué hacían; cada uno de ellos se había convertido de pronto en algo vital para ella.
De todos ellos, Baltasar parecía el más cercano a Refugio. Sin embargo, no era un hombre acostumbrado a hablar y era probable que por su carácter y su lealtad resultara difícil extraer algo valioso de él. Además, estaba en ese momento con Isabel. Eso dejaba libres a Enrique y a Charro. Ninguno de los dos iba a decirle algo realmente importante; no obstante, eran más accesibles que Refugio. De él no podía esperar nada, excepto lo que él quería que supiera.
Encontró a los dos hombres jugando a las cartas, un juego respetable de Reversi con el mercader de La Habana y uno de los oficiales del barco en una esquina del salón. Doña Luisa estaba todavía allí, y mantenía una conversación con la esposa del mercader y su madre: les contaba anécdotas acerca de la conducta disoluta de María Luisa, la princesa de Nápoles, que se había casado con el heredero del trono. Con las damas estaba el joven sacerdote que bebía un vaso de vino con un aire impenetrable mientras escuchaba.
Pilar no quería atraer demasiado la atención. Tampoco deseaba que sus preguntas tuvieran tal énfasis que distrajera a alguno de los hombres en su juego. Encontró un libro sobre la mesa, una edición de los poemas de Manrique, incluyendo sus Coplas por la muerte de su padre. Se sentó en una silla construida con la mitad de un barril de vino y se dispuso a leer.
Esperó con paciencia. Leía distraídamente y escuchaba todo el tiempo el intercambio de ocurrencias entre Enrique y Charro, sus bromas por el juego y otros insultos variados. Pero obtuvo su premio una hora y media más tarde, cuando otro oficial reemplazó a Enrique. El acróbata, disgustado, se acercó y se sentó a sus pies. Recogió sus rodillas y las rodeó con los brazos.
- La suerte de algunas personas es suficiente como para hacer que el mismo Papa sospeche -dijo mirando hacia atrás a Charro y al primer oficial.
Pilar, que tenía la sospecha de que Enrique y Charro estaban desplumando a los otros, le sonrió sin recibir respuesta.
Enrique se acercó y le sacó el libro de la mano. Hojeándolo, lo hizo a un lado. La fina línea del bigote enfatizaba su sonrisa beatífica.
- Mediocre donde no es morboso -fue el comentario sobre sus gustos literarios-, aunque le garantizo que el hombre escribió un buen poema sobre la muerte. Pero el poeta también está muerto y yo estoy vivo. Hable conmigo.
- ¿Ya está aburrido? -preguntó, más deseosa de lo que él imaginaba.
- ¿Por qué no? La viuda sólo ve a nuestro Refugio y sería peligroso mezclarse con la joven esposa. Sólo queda usted, nuestra Venus, para recibir el beneficio de mis encantos.
- Me siento honrada.
- No, está divertida, entretenida, pero no honrada. -Bajó su voz-. Por eso estoy a salvo.
- ¿A salvo? ¿De enredos? Pensé que la ausencia de ellos era lo que estaba deplorando.
- Sí -aceptó y suspiró-. Pero también estoy a salvo de la ira de Refugio en la medida en que pueda hablar con usted y usted sólo sonría.
- ¿Él le exige que sea circunspecto? -le preguntó Pilar.
Enrique frunció las cejas en un gesto de ambigüedad.
- Parece inteligente si no necesario -respondió.
- Para todos nosotros -aceptó-. Pero, ¿usted piensa que a Refugio le importaría realmente si doña Luisa estuviera también seducida por usted?
Enrique miró a la dama con un destello de luz en los ojos. Con un dedo se alisaba el bigote.
- ¿Piensa que ella puede estarlo?
- ¿Cómo no? -Pilar le sonrió burlona.
- ¡Cruel, cruel, mujer! -acusó-. Está jugando con mis afectos, haciéndome soñar con que la viuda se rendiría ante mí como la cáscara de una naranja. Si Refugio no rinde mi cuerpo primero.
- ¿Por qué lo iba a hacer?
- Fuimos advertidos anoche, todos nosotros, Charro, Baltasar y yo.
Estaba bien, quizá, que la respuesta que recibió a una pregunta tan alejada de su auténtico propósito no fuera concreta.
- ¿No me diga que Refugio teme ser suplantado? -le inquirió Pilar.
- Creo que está más preocupado por la discreción. Los momentos íntimos pueden sacar a la luz la verdad, ¿no cree?
- No sabría decir lo.
Pilar notó que sus palabras habían sido duras. Debía tener más cuidado; parecía que también la estaban midiendo a ella.
Enrique inclinó la cabeza con su peluca empolvada y bien enrulada y miró a Pilar con sus brillantes ojos marrones.
- Así que me encuentra atractivo -comentó maliciosamente.
Pilar sonrió manteniendo la vista fija en él.
- Isabel me dijo que usted era acróbata en una feria ambulante.
- Un saltimbanqui para ser preciso. Pero he sido muchas cosas.
- Entre otras, un gitano adivinador del futuro. Creo que debe de haber sido bueno en eso.
Enrique se llevó un dedo a los labios, miró a su alrededor y luego se acercó a la joven.
- Lo soy -dijo y pestañeó con modestia.
Pilar mantuvo la voz tan baja y conspiratoria como la de Enrique y se inclinó hacia él.
- Y además es un buen noble, aunque debo decirle que la mayoría de las personas que he conocido encontrarían un insulto para su dignidad el sentarse en el suelo.
Enrique frunció el entrecejo.
- ¿Es cierto eso?
- Le doy mi palabra.
El acróbata asintió. Dirigió una mirada a la esquina en la que doña Luisa conversaba, luego miró hacia donde se encontraban los jugadores de cartas. Miró de nuevo a Pilar. Con una flexión de sus músculos, se puso de pie y acercó una silla a la de la joven.
- Aquí está -dijo acomodándose, cruzando las piernas y arreglándose los pantalones-. ¿Cómo estoy ahora?
- Excelente -respondió Pilar con voz grave.
- Dignidad. Debo recordar eso. Y si cometo otros errores, confío en que usted me los señalará.
- Lo haré, aunque, como le dije, lo está haciendo muy bien. Charro también, pero en su caso no es tan difícil, pues sólo se está representando a sí mismo.
- Dudo que pueda hacer alguna otra cosa. ¿Se ha dado cuenta de su forma de hablar?
- ¿Quiere decir cómo a veces se olvida de la pronunciación castiza?
- Exacto. El tonto se niega a admitir su elegancia, dice que es difícil para su lengua.
- ¿No la usan en Tejas?
Sacudió la cabeza.
- Es un lugar bárbaro. -El brillo que su padre quería que adquiriese ha resultado un fracaso. -No precisamente. Descubrió algunas cosas sobre la compañía de mujeres mayores y le he enseñado un poco acerca de las más jóvenes, entre otras cosas.
- Estoy segura de que está agradecido.
- ¡No está agradecido en absoluto! De hecho, me acusa de robarle sus mujeres mientras le muestro mi técnica. No es verdad y no debe creerle.
- No, no lo haré -dijo Pilar con solemnidad.
Pero Pilar no podía creer tampoco lo que Enrique decía. Sus respuestas surgían con bastante rapidez y parecían confirmar lo que Isabel le había dicho, pero no estaba ante un hombre simple como él pretendía simular; ninguno de los seguidores de Refugio lo era. Enrique bien podría engañarla por diversión, o podría decirle lo que pensaba que ella quería escuchar por cortesía. Además era capaz de oscurecer las cosas por un propósito propio, por órdenes de Refugio, o porque lo consideraba bueno para el grupo. Tendría que hablar con Charro.
Quizás entonces podría comparar lo que cada uno de ellos decía y llegaría a algo aproximado a la verdad.
Con estas cosas en la mente, habló con suavidad.
- ¿Cree que Refugio todavía está enamorado de la viuda?
- ¿Todavía? Es una criatura atractiva, pero nunca he oído su nombre en los labios de Refugio antes de este viaje. Es más, aunque una actitud indolente y una tendencia a la conversación ligera tienen un encanto irresistible para algunos, no diría que nuestro jefe soporte estas cosas más de una hora.
Pilar reprimió rápidamente la alegría que le provocaron estas palabras. Se mordió los labios.
- Pero ella es su amor perdido.
- Una atracción fatal, sí. Doña Luisa lo tiene también sujeto con firmeza.
- Pero, ¿es un hombre que acepte el yugo? No lo creo, a menos que le agrade.
Enrique sacudió la cabeza con una mirada grave.
- ¿Cree que preferiría una soga en el cuello antes que los brazos de una mujer? Podría, por su preciosa dignidad noble, excepto por una cosa. No sería colgado solo.
Ése era el punto. La preocupación de Refugio por aquellos que lo seguían era legendaria. Había, más de una vez, arriesgado su vida para salvar a alguno de los suyos de la horca o del escuadrón de fusilamiento.
Pilar no pudo responder. Se escucharon unas suaves pisadas en dirección a la puerta que estaba detrás de ellos. Refugio: se agachó sobre ellos con una mano en el respaldo de cada silla.
- Cuchicheando como dos viejas frente a una olla de chocolate -dijo-. Resulta gratificante que hayan encontrado un tema de interés común. Estoy, por supuesto, encantado de ser el elegido. Qué pena sería si se quedaran sin tema de conversación. No teman, no los defraudaré.
Refugio se acercó hasta donde se encontraba sentada la viuda y se colocó a su lado. Y por unas horas se entretuvo con una muestra de coqueteo representada para la vista del público. Flotaban cumplidos y gestos de delicado homenaje; hubo miradas y suspiros languidecientes. La viuda retrocedía con afectación ante los avances corteses; el bandido la tentaba para que se mostrara arrogante. Tomó su abanico, lo extendió y refrescó sus mejillas arrebatadas. La viuda lo recuperó y le golpeó con él los hombros y luego recorrió el mentón oscurecido por una sombra de barba. Le dio a comer un bombón que Refugio masticó con lentitud, saboreando el gusto antes de pasar la lengua por los bordes interiores de sus labios.
Pilar se negaba a mirar. Reía y bromeaba e incluso aceptó participar del juego de cartas. Sólo miraba cada tanto a la representación que se desarrollaba en el lado opuesto del salón. La noche llegó, terminó la cena y llegó la hora en que pudo excusarse para retirarse a la cama.
El sueño tardó en llegar. Le dolía la cabeza, el camarote parecía cerrado y sin aire y la navegación del barco era más agitada, como si en algún lugar del océano se estuviera gestando una tormenta. Cuando la noche había avanzado y el barco parecía aquietado, Pilar se preguntó dónde estaría Refugio y qué haría. Disfrutando, probablemente, pensó con cinismo. Golpeó su almohada en un intento por hacerla más suave, luego cerró los ojos con decisión.
Después de medianoche Refugio entró en el camarote. Cerró la puerta detrás de él sin ruidos y se quedó de pie escuchando. El cielo estaba encapotado, no había luna ni estrellas del otro lado de la portilla. Se movió por instinto en la oscuridad hasta el lecho. Se arrodilló y se acercó a la mujer que y estaba allí acostada.
La respiración de Pilar era pareja y tranquila. Estaba a salvo y profundamente dormida. Descansaba confiada, sin usar nada más que una delgada camisa pues podía ver el borde del escote sobre sus pechos. Estiró la mano para tocar su sedoso cabello desparramado sobre la almohada. Percibió tibieza y una vibrante vitalidad debajo de la punta de sus dedos.
Retrocedió y cerró la mano en un puño.
Era un tonto. Esa noche había permitido que la irritación, la desesperanza y un poco los celos lo llevaran a una exhibición de pasión que no sentía. Pensó que debía ser condenado por completo. No sabía cuánto podía lastimar la condena en los ojos de otra persona. O con qué facilidad sus pensamientos ofensivos podían llegarle al corazón.
El impulso de acostarse al lado de Pilar, de rodearla y de esperar allí el sueño o la mañana, lo que llegara primero, era un dolor punzante en su cabeza. Era tan dulce, inocente y hermosa que sería algo natural.
Si era paciente, quizás ella despertara y se volviera hacia él. Un roce y estaría perdido. Probaría la suavidad rosada de su boca y recorrería las delicadas curvas de su cuerpo con cuidado. Ciego y sordo, mudo y sin memoria, buscaría en ella su salvación personal. Con diligencia y deseo, la conduciría en una danza de amor hasta que sintiera la música, hasta que se uniera a él en su ritmo apasionado.
Era imposible. Aunque ella lo permitiera, él no era inocente y ciertamente no era dulce. De hecho, estaba saturado de sudor y perfume de jacintos decadentes mezclados con lástima de sí mismo y remordimientos. No podía permitir que Pilar se viera expuesta a nada de esto.
Un baño de agua salada al amanecer lo limpiaría del olor de su trabajo nocturno y la lástima se desvanecería con las primeras luces, de eso no tenía dudas. En lo que se refería al remordimiento, sin embargo, no había ningún remedio posible.