CAPÍTULO XVII

Los mosquitos quedaron olvidados, una vez que cruzaron el Sabino. Viajaron durante varios días más a través de colinas cubiertas de densa vegetación. Paulatinamente, los árboles comenzaron a escasear y a convertirse en arbustos espinosos. Las colinas se aplanaban y se espaciaban. Los cursos de agua se apartaban y se volvían menos caudalosos. Las tierras pantanosas dieron lugar a grandes extensiones de pasto ondulado por el viento.

Charro tomó el papel de guía y señaló los senderos que debían seguir para dirigirse hacia el sudoeste. No pretendía conocer el camino. Lo dijo con claridad. Había escuchado historias de caravanas que habían desaparecido y masacres que los indios habían perpetrado a viajeros solitarios. Sabía que la ruta comenzaba en Natchez, en la ribera este del Misisipí, cruzaba el río y pasaba por Natchitoches y por lo que alguna vez había sido la misión del Sabino, incluyendo la vieja ciudad de Los Adaes, cerca de Nitchitoches, y luego seguía hasta la ciudad de México. Hubo un tiempo en el que había mucho movimiento por allí. En esa época Luisiana estaba en manos de los franceses y era el camino preferido de los contrabandistas que querían engañar al rey de España y robar la entrada de plata de las minas de Nueva España o la que provenía del comercio entre las dos colonias; comercio ilegal para las leyes españolas. También había habido misiones diplomáticas entre el comandante francés de Natchitoches, Saint Dennis, y las poblaciones españolas a lo largo del río Grande. Durante una de estas misiones, Saint Dennis fue arrestado por contrabando y puesto en prisión por el comandante militar español para después casarse con la hija de dicho comandante. Desde el cierre de las misiones del Sabino, hacía unos dieciséis años, después que Luisiana se convirtió en colonia española y el área dejó de ser un punto de conflicto entre Francia y España, el tráfico del camino había disminuido hasta casi extinguirse. Ahora, el viaje por esa ruta era peligroso por otra razón: los ataques de los indios de las praderas tejanas.

El hombre de Natchitoches que les había vendido los caballos pensaba que estaban locos por aventurarse a tomar El Camino Real solos. Debían esperar según él, al menos hasta la llegada de otro grupo que fuera en esa misma dirección. A veces llegaban viajeros que recorrían las tribus indígenas, hombres que intercambiaban fusiles y aguardiente por pieles de búfalo y de otros animales, hombres que conocían el terreno. Estos comerciantes no eran precisamente personas respetables, pero cuanto más numeroso fuera el grupo, menos probabilidades había de que los indios atacaran. Para la semana próxima tenía prevista su salida un grupo de unos cuatro hombres dedicados a ese negocio.

Refugio decidió que no podían esperar. La noticia de quiénes eran y qué había ocurrido en Nueva Orleans podía llegar a la ciudad antes de que los comerciantes estuvieran listos para partir. Además, el tipo de hombres que vendía armas a los indios podía ser más peligroso que los propios indios. No necesitaban más problemas que los que ya tenían.

Los hombres se sentían contentos de estar de nuevo montados sobre un caballo. Lo demostraron las carreras y las exhibiciones de destreza en las que hicieron de todo, excepto que sus caballos se pararan de cabeza. Sin embargo, el peso de la rutina del viaje acabó pronto con ese espíritu.

Pilar también disfrutó de estar de nuevo en la silla de montar. Se había acostumbrado al ritmo acelerado que Refugio había establecido durante sus primeros días con ellos en España y, aunque le resultaba agotador, el cansancio demostró ser ' saludable. Era bienvenido pues le impedía pensar.

A doña Luisa se la veía muy alterada, ya que no esperaba tener que cabalgar, algo que nunca había hecho en la vida. Al principio se había negado a ir con ellos a menos que le consiguieran un vehículo, aunque fuera un carro. Ningún argumento acerca de la imposibilidad de andar en carruaje por los caminos que tenían por delante o la lentitud de ese medio de transporte parecía convencerle. Sólo la amenaza de Refugio de atarla boca abajo a la silla la hizo capitular. También agregó una nota amarga a sus incesantes quejas.

La mujer se sentó en el caballo como un bulto de ropa de lino lista para lavar. Hizo oír su protesta durante los primeros dos días y señaló cada músculo dolorido y cada moretón que aparecía en su piel. Fustigó a Refugio y lo calificó de bestia por arrastrarla a esa huida. Dos hombres tuvieron que ayudarla a subir a su caballo y tres a bajar y se sentía tan insegura en la silla, que el ritmo de viaje se redujo a un tercio.

A la mañana del tercer día, Enrique interrumpió a la mujer con una sugerencia. Le propuso cabalgar juntos. El era liviano, y los dos no sobrecargarían al caballo. Doña Luisa se negó, protestó, lloró e incluso maldijo. Pero terminó cabalgando detrás del acróbata. Enrique pateó a su caballo para que galopara. La mujer gritó y se sujetó con fuerza a él. Contento como un perro con un hueso nuevo, Enrique realizó un amplio círculo para luego volver a unirse a los otros.

El catálogo infinito de las penurias de doña Luisa no terminó ahí. Encontró un nuevo blanco, Enrique, que, a diferencia de Refugio, no la ignoraba sino que le discutía cada palabra que decía. Le cuestionaba sus razones, ridiculizaba su falta de habilidad con el caballo y en general la ponía furiosa. Las riñas resultantes y los gritos parecían satisfacerlo enormemente y al mismo tiempo desgastaba tanto a la dama, que pronto dejó de quejarse de su situación. Si Refugio aprobaba o deploraba el arreglo, nadie podía asegurarlo. Estaba distante, preocupado. A menudo cabalgaba muchos kilómetros por delante y traía información de los distintos caminos y pozos de agua, e instrucciones sobre lugares para descansar. A veces, cabalgaba detrás de ellos, formando amplios círculos para observar lo que pasaba.

Parecía que no le molestaba que Charro hubiera tomado una posición de liderazgo. Los dos se consultaban a menudo y se producían largas reuniones a medianoche en las que Refugio repasaba todo lo que el hombre nacido en Tejas sabía sobre el terreno y sus peligros. Sacaba detalles que concernían a la ruta que estaban siguiendo y que Charro apenas tenía conciencia de saber: nombres y ubicaciones de ríos y distancias entre ellos, desvíos y las mejores maneras de cruzar la pradera y las características de los lugares más destacados. También indagó en la naturaleza, los hábitos y las trampas de las diferentes tribus indígenas, desde los caddo hasinai, habitantes del bosque que adoraban al sol, hasta los caníbales carancawa de las áreas costeras; desde los primitivos coahuiltecanos del desierto sureño hasta los benévolos toncawas, los guerreros apaches y los jinetes comanches que se habían adueñado de las praderas expulsando a todos los demás. De las dos últimas tribus, no era fácil precisar cuál era peor.

Según Charro, los apaches no temían nada que respirara o caminara. Eran astutos y perversos, famosos por su crueldad. Todos los esfuerzos por convertirlos al catolicismo habían fracasado. Durante los doscientos años de ocupación española en Tejas habían sido el mayor impedimento para el asentamiento de pobladores.

Los comanches habían llegado más recientemente; bajaron de las montañas del norte en los últimos cien años. Jinetes incomparables, agresivos y veloces, competían con los apaches por el dominio de las praderas y eran sus enemigos. Encerrados entre los comanches de un lado y los españoles del otro, los apaches se habían vuelto más osados, más perversos en sus campañas contra ambos. En venganza, el español había formulado su propia política de exterminación de los apaches. Con ese fin, había intentado crear alianzas con otras tribus indígenas, pero el éxito había sido relativo. La expansión española en la vasta región limitada por el Sabina, el río Grande y las montañas occidentales había terminado oficialmente; en forma oficiosa podía hablarse de una retirada.

Pese al peligro inminente de los indios, la caravana avanzaba sin que, por el momento, se les hubiese presentado ningún problema. El clima era seco y benigno: una sucesión de días perfectos. Los pájaros cantaban, las abejas zumbaban en las flores silvestres y el sol brillaba. El calor aumentaba lentamente. Durante la siesta adormecedora vieron un lánguido círculo de halcones y buitres y el atardecer trajo el aullido de los coyotes. No parecía posible que hubiera salvajes en algún lugar detrás del horizonte, salvajes que esperaban la oportunidad para matarlos o infligirles las horribles torturas que Charro solía describir. De un modo imperceptible, los temores de las semanas anteriores cedieron, como si los hubieran dejado atrás, al igual que las montañas de España y el río Misisipí que bordeaba Nueva Orleans.

Vicente se bronceó y adquirió un aspecto saludable. La cicatriz en su rostro se convirtió en un dibujo pálido que todos e incluso él mismo dejaron de notar. Poco a poco parecía desaparecer la solemne introspección del joven para dar paso a un profundo interés en todo lo que le rodeaba. Parecía sacar provecho de la vida en movimiento. A veces, cabalgaba con su hermano; otras, con alguno de los demás, pero a menudo buscaba a Pilar. Ella pensaba que era porque compartía la satisfacción de disfrutar de las flores extrañas y el pasto, los pájaros y animales que se cruzaban en el camino.

Vicente cabalgaba con Pilar y con Charro una tarde cuando llegaron a una loma y se detuvieron a mirar la pradera abierta delante de ellos. Un arroyo poco profundo serpenteaba ante sus ojos y algunos árboles aparecían de forma intermitente, pero era el pasto lo que les hizo detener los caballos para pararse a mirar. Era verde y espeso cerca del agua y más escaso a medida que se alejaba. Mezclado con él, como trozos de cielo caído, había flores silvestres del más profundo azul. El color era tan intenso que hería los ojos pero al mismo tiempo calmaba el alma.

- Hermoso -exclamó Pilar, mientras colocaba las manos en la punta de su silla para aligerar el peso.

- La llamamos el conejo -respondió Charro. Se bajó del caballo y se agachó para tomar una flor y entregársela a Pilar-. ¿Ve ese puntito blanco dentro del azul? Ésa es la cola blanca del conejo. Verá muchos acres de ellas a partir de ahora. Y allá hay ganado salvaje.

Pilar se sintió tan encantada con las flores que no se había dado cuenta del ganado. Levantó una ceja mientras miraba en la dirección que Charro le indicó.

- ¿Es mi imaginación o son más grandes que en España?

- No, es así. Descienden de animales que escaparon de los rebaños que viajaron con las grandes expediciones y exploraciones a este territorio dirigidas por hombres como Coronado. La tierra aquí es muy buena para el ganado, aunque no faltan peligros, por lo tanto sólo los más grandes, los más fuertes y aquéllos con los cuernos más largos y más afilados sobrevivieron. Ahora son formidables.

Lo eran en verdad. El más grande, un toro enorme, parecía alcanzar en su altura al hombro de un caballo y los cuernos se extendían mucho más que la distancia que un hombre podía alcanzar con los dos brazos estirados. Las veinte o treinta vacas que el toro observaba también tenían cuernos y no eran mucho más pequeñas.

- ¿Dices que son salvajes? -preguntó Vicente. Charro asintió, mientras volvía a montar.

- Tienen que serlo, están muy lejos de cualquier asentamiento. Todo este ganado pertenece al rey según a la ley pero cualquier hombre que se anime a marcarlo puede reclamarlo sin que se le hagan preguntas.

- ¿Ése es el tipo de ganado que cría tu padre?

Charro asintió de nuevo, con cierto orgullo.

- Como ves, no son animales que puedan ser guiados por un hombre de a pie como las ovejas. Son malos y mañosos, corren como caballos y se trasladan varios kilómetros por día mientras pastan. Es este ganado el que creó al charro, el jinete de Tejas, pues sólo un hombre a caballo puede manejarlo. Y como los nobles de España han sabido desde siempre, un hombre cuan- do se sube a un caballo se vuelve diferente. Se convierte en señor, adquiere coraje y siente el desafío de montar cualquier caballo que esté vivo. Tenemos el dicho: «Ser un charro es ser un héroe, ser ranchero es ser un rey».

- Eso explica por qué eres tan señor, entonces -dijo Pilar con mirada risueña.

- ¿Lo soy?

Una sonrisa iluminó sus ojos azules mientras se daba vuelta para mirarla con agradecimiento.

- Con frecuencia -respondió Pilar.

- De acuerdo con lo que dices, la finca de tu padre debe de ser bastante grande -conjeturó Vicente.

- No tanto. Las tierras que la benevolencia del rey otorgó a mi abuelo y mi padre heredó contienen unas veinte leguas cuadradas. Se extienden hasta donde alcanza la vista, pero hay otras que son más grandes.

- ¿El ganado se cría por el cuero?

- Así es, y por la grasa. La carne es un poco dura, pero el gusto es excelente cuando se la corta en finas lonchas y se la cocina con pimientos y cebollas. Daría la mitad de mi vida por tener ahora un plato de ésos.

Pilar lo miró con simpatía; ella también estaba cansada de la dieta espartana. El pensamiento les vino a los dos al mismo tiempo. Volvieron la cabeza para observar el ganado.

- Me siento tan tonto -dijo Charro-. Debería haberlo pensado antes en lugar de estar sentado aquí hablando.

- ¿Esperarás a los otros? -preguntó Pilar.

Los tres se habían adelantado a todos. Refugio cabalgaba detrás, y no lo habían visto durante casi toda la mañana. Doña Luisa había podido hacer un alto para atender las necesidades de la naturaleza y rogó a Isabel que la acompañara para que nadie la viera. Baltasar y Enrique habían quedado en guardia. No faltaba mucho para que los otros los alcanzaran.

Charro tomó el lazo de cuero trenzado que siempre tenía con él.

- Puedo tener una vaca carneada antes de que ellos lleguen. Además, el ganado siente un poco de curiosidad por nosotros, pero no está alarmado. Si los otros vienen cabalgando, pueden asustarse y echar a correr. Es el momento oportuno.

- Supongo que sabes lo que estás haciendo -dijo Pilar.

- ¿Puedo ayudar en algo? -preguntó Vicente.

Charro reemplazó la cuerda y tomó el fusil de su silla. Mientras controlaba el arma, sacudió la cabeza y le respondió:

- Quédate aquí con Pilar.

El joven obedeció, pero miró con un gesto próximo a la envidia cuando Charro echó a andar su caballo y cabalgó ladera abajo en ángulo oblicuo.

El toro lo observó venir, moviendo la cola con un ritmo tranquilo. Una vaca un poco más grande que las otras también levantó la cabeza para mirar al intruso. Resolló. No parecía alarmada pero comenzó a moverse. Se puso al frente del grupo, entre Charro y un ternero que se había separado de los otros.

Pilar, al ver la escena, deseó que Charro no hubiera elegido esa vaca y su ternero. Había algo indomable pero curiosamente vulnerable entre ellos. De pronto ya no tenía tantas ganas de comer carne fresca. El caballo de Vicente, el joven padrillo que había elegido en Natchitoches, aparentemente nunca había visto ganado antes.

Bufó y trató de retroceder. Pilar guió la yegua que montaba a un costado, fuera del camino.

El caballo de Vicente se encabritó y mordió el freno, hundiendo las patas delanteras en el valle mientras su jinete se apoyaba en la parte trasera.

En la planicie, el toro bramó y agachó la cabeza. El ganado comenzó a caminar en círculos. Los animales miraban a Charro pero no parecían identificarlo con peligro. Charro hacía caminar a su caballo, sentado con el rifle sobre los muslos. Se acercó. A los pocos metros, desmontó. Dejó el caballo y se arrastró por el pasto alto. Se apoyó en una rodilla, levantó el arma y la acomodó en el hombro.

El disparo estalló en el aire matinal. Una vaca mugió y cayó de rodillas para desplomarse con lentitud en la tierra. El resto se adelantó bramando, mientras corría hacia el pequeño valle en el que estaban Pilar y Vicente. El toro trotaba detrás de ellos, luego se detuvo y levantó la cabeza. Escarbó la tierra con la pata y bramó con furia.

La explosión del disparo aterrorizó aún más al caballo de Vicente. El animal retrocedió, bajó las patas delanteras y elevó los cascos de las patas traseras. Vicente salió disparado por encima de las orejas del animal. Aterrizó de golpe y rodó por el pasto. Quedó tendido, inmóvil.

Pilar gritó mientras descendía de su yegua que bailoteaba con los ojos brillantes de nerviosismo y trataba de seguir al padrillo que se había lanzado al galope desandando el camino.

Pilar la calmó y la llevó hasta donde se encontraba Vicente. Se arrodilló al lado de él. El hermano de Refugio temblaba. Estaba pálido pese al nuevo tono de su rostro.

- ¿Qué pasa? -preguntó Pilar preocupada-. ¿Dónde te has lastimado?

Vicente comenzó a respirar con esfuerzo. Dejó de retorcerse.

- Me… quedé… sin aire -alcanzó a decir.

Pilar rió aliviada. Le tendió la mano para ayudarlo a sentarse.

- ¿Estás seguro de que eso es todo?

- Creo que… sí. Me siento estúpido… por haberme caído.

Pilar abrió la boca para asegurarle que no era nada, pero escuchó un grito. Era Charro. Estaba corriendo para alcanzar su caballo y gritaba. Al principio, Pilar pensó que era por el júbilo del triunfo, luego vio que era temor.

El toro estaba enfurecido. Pero no contra Charro. Algo del caballo de Vicente, o Pilar, o quizá las faldas que flotaban en el viento, habían atraído la atención del animal. Ahora avanzaba directamente contra ellos. Sus cascos resonaban de un modo pesado sobre la tierra y levantaban nubes de polvo y trozos de pasto y flores azules. Los cuernos brillaban bajo el sol, sobre todo en las puntas afiladas. Los músculos de sus hombros estaban tensos. Bufaba y en sus ojos se entreveía la muerte.

Pilar se puso de pie de un salto y tomó el brazo de Vicente para ayudarlo a levantarse. Se volvió a su yegua pero el animal se alejaba asustado. Sólo los dos juntos pudieron mantenerla quieta. Vicente, recuperándose con rapidez por la necesidad, se impulsó para subir a la silla y luego ayudó a Pilar. Ella miró por encima de su hombro mientras era subida al caballo. El toro estaba tan cerca que podía ver el pelo de su frente. Apenas se había sujetado cuando Vicente azuzó a la yegua para que galopara hasta la cima de la loma.

Era demasiado tarde. El toro golpeó la panza de la yegua. El animal gritó. El impacto hizo caer a Pilar. Por un momento quedó tendida en el suelo con la mejilla apoyada en el pasto; luego, tambaleando, se puso de rodillas.

La yegua retrocedía ante el ataque del toro. El olor a sangre estaba en el aire, brotaba de un costado de la piel del animal. Vicente estaba todavía en la silla e intentaba evitar al toro y conducir al animal enloquecido hacia donde yacía Pilar. La miró aterrorizado.

- ¡Corre! -gritó-. ¡Corre!

- ¡No, no corras! -refutó Charro mientras se acercaba con su caballo al galope. Revoleaba su lazo por encima de la cabeza-. ¡No corras! ¡No te muevas!

No había lugar donde correr, ningún refugio donde ocultarse. Pilar se quedó inmóvil, mientras recordaba vívidamente el momento en que había sentido el cuerno del toro hundirse en la panza de la yegua como un cuchillo afilado.

La soga de Charro dio vueltas en el aire hasta pasar por encima de uno de los cuernos del toro para aferrarse a su cuello. Charro ajustó la cuerda a la montura mientras su caballo se detenía y se sentaba en las ancas. Vicente, liberado del toro, apartó la yegua tambaleante a poca distancia en donde cayó sobre uno de sus lados.

El toro estaba pateando y bufando, luchaba contra la cuerda con la boca cubierta de espuma. La cuerda se tensaba y se distendía una y otra vez. Charro no podía sostener mucho tiempo al animal. Eso estaba claro. Lo que se necesitaba era s otro jinete, otra cuerda.

El jinete apareció por la loma. Cabalgaba con rapidez y conducía al potrillo de Vicente detrás de él. Era Refugio. Miró la escena y avanzó desatando ya el lazo que tenía en su a montura.

En ese momento, la cuerda que sostenía al toro se soltó. El extremo libre se envolvió en la cabeza de Charro. El animal retrocedió levantando las patas delanteras. El toro tambaleó cuando se vio libre, se recompuso y se alejó del caballo que se a aproximaba a él. Bajó la cabeza, escarbó la tierra una, dos veces y luego cargó directamente contra Pilar.

Refugio soltó las riendas del potrillo de Vicente y se separó de su hermano en el mismo movimiento. Se dirigió despacio hacia donde estaba Pilar.

El hombre y la bestia, hombro a hombro, se trabaron en una especie de lucha entre el bien y el mal. Pilar los vio venir y permaneció inmóvil mientras el sol hacía brillar las hebras sueltas de su cabello y el viento hacía flamear sus faldas como a una bandera. El olor a tierra y pasto, caballos y sangre estaba en el aire y el azul puro de las flores silvestres se extendía a sus pies. Detrás de ella las vacas bufaban. En algún lugar, lejos, podía escuchar los gritos de Charro, su voz tensa.

Pero Refugio estaba allí. Su brazo la tomó de las costillas con la fuerza del hierro. Sintió un cuerno que desgarraba su falda, pero ella era levantada más arriba. Sus dedos se aferraron a los pliegues de la camisa de Refugio y su rostro se hundió contra su hombro. Se mantuvo así, sin respirar, un instante antes de ser arrastrada y colocada delante de él en la silla. Refugio controló al caballo con sus manos firmes, hizo girar al animal y lo forzó a desandar el camino. Se unieron a Charro y Vicente y los cuatro remontaron la loma. En la cima miraron hacia atrás. El toro, todavía con la cuerda, no había dejado de correr. Junto con sus vacas, se apresuró a alejarse por la pradera.

- Nunca fuiste tan bienvenido como ahora, amigo -dijo Charro-; ni que fueras Judas, el santo de las causas perdidas. Ha sido un milagro.

Había algo de resentimiento o vergüenza en la voz de Charro. Las facciones de Refugio lo registraron, aunque su voz era calma cuando respondió:

- No ha sido ningún milagro. Estaba cabalgando detrás de vosotros cuando encontré el caballo de Vicente. A menos que Vicente se hubiera convertido en un peregrino y estuviera haciendo penitencia, eso significaba problemas.

- Me tiró -explicó Vicente-, aunque no fue nada grave. Pero creo que la yegua de Pilar no podrá vivir. Alguien debe volver atrás y… liberarla del dolor.

- ¿Alguien? -La mirada de Refugio no mostraba simpatía.

- Estabas hablando de penitencias, ¿creo? Sí, yo lo haré -dijo Vicente con el rostro pálido.

- Iré contigo -agregó Charro-. Tengo que buscar nuestra carne de todos modos.

Subieron a sus caballos y cabalgaron hasta la planicie. Refugio no se movió, sino que sostuvo su caballo inmóvil en medio de la senda. Pilar observó cómo éste seguía con los ojos a su hermano y a su amigo. Su rostro estaba rígido. Las venas se elevaban como prominencias que surcaban la mano que sujetaba las riendas, aunque a ella la sostenía ahora con más delicadeza, como una abuela sostiene a un recién nacido.

Pilar sintió un escalofrío, seguido por otro y luego por otro. No podía controlarlos, eran el resultado directo del miedo que había tenido. Cerró los ojos un instante.

Cuando los volvió a abrir, Refugio la estaba mirando, con sus ojos ensombrecidos y su boca que sugería una sonrisa.

- El galán equivocado de nuevo -dijo.

- No me quejo -contestó Pilar.

- No, nunca serías tan descortés.

- O tan insultante.

- No, no puedes insultarme, mi amor; es imposible.

- Podría agradecerte -dijo Pilar.

- Oh, sí, del modo que quieras -le contestó Refugio.

- Pero no te importaría.

- ¿Quieres que me importe?

Pilar levanto los hombros.

- Como te plazca.

Refugio inclinó la cabeza para rozar su cabello con los labios; su mirada era pensativa.

- Pero ésa es la cuestión, ¿no es cierto? ¿Cuándo podré permitirme hacer lo que me plazca?

Pilar creyó saber lo que quería decir, pero no podía estar segura. Necesitó valor para buscar una respuesta.

- ¿Por qué dices esto?

- Muchas exasperaciones y mi naturaleza humana.

- Ésa no es una razón -reprobó Pilar. Notó que el intercambio la había calmado, pues pudo controlar sus pensamientos y emociones. Se preguntó si él había pretendido eso.

- Lo es -dijo, luego agregó como si fuera sólo de mínimo interés-, y otra podría ser que descubrí esta mañana que don Esteban está en camino detrás de nosotros.

Pilar se puso rígida, como si la consternación la inundara.

- ¿Quieres decir que nos está siguiendo?

- Tan rápido como puede.

- ¿Por qué? ¿Por qué hace eso?

- Para atormentamos, sin duda, y porque tiene el orgullo herido. Y quizá porque tenemos algo todavía que él quiere.

- Pero… ¿que puede ser?

- ¿Qué más -preguntó con un tono calmo- sino tú?