CAPÍTULO IX

Pilar esperó casi una semana más. Esperó hasta que los seguidores de Refugio tuvieron varios turnos de vigilancia durante las largas horas de la noche, hasta que cada uno hubiera intentado súplicas y órdenes inútiles, algunas plenas de humor y otras de enfado, para sacarlo del estado en que estaba. Esperó hasta que su cansancio se hizo tan profundo que parecía estar caminando en un sueño, hasta que tuvo la certeza de que nada más podía hacerse o que enloquecería considerando las ventajas y desventajas de su decisión si no actuaba. Soportó hasta no poder esperar más.

Casi abandonó la idea con la esperanza de que no iba a ser necesario. La mañana después de su enfrentamiento con Refugio, la fiebre cedió. El sudor formó una capa húmeda que cubrió su piel de bronce. El enrojecimiento de las mejillas lo abandonó. Los ojos se tranquilizaron. Comió un poco y dejó que lo lavaran, lo afeitaran y le cambiaran la ropa interior, pues no tenía una camisa de noche en su guardarropa. Sin embargo, la aceptación de estas atenciones fue negligente. Estaba desvinculado de los demás, como si nada tuviera que ver con él. Y además no hablaba.

Era el silencio, la pérdida de esa voz vigorosa y cáustica, lo que más turbaba a Pilar. Era como si su parte más vital se hubiera extinguido, pues esa voz era el reflejo de las complejas operaciones de su mente. Que pudiera ser el producto de su propia voluntad era irritante, pero que no lo fuera resultaba insoportable. La incertidumbre sobre cuál era la verdad supe- raba su tolerancia. Fue esa pérdida, finalmente, la que la impulsó a seguir con su plan.

Era la noche de lo que había sido un día perfecto. Habían pasado casi cuarenta y ocho horas en puerto en las Islas Canarias cargando fruta y vino y alfombras turcas y uno o dos pasajeros más. Luego habían zarpado con la marea matutina. Las aguas estaban calmas, el aire refrescante y las brisas provenían del lugar adecuado. El atardecer rojizo se transformó en rosado, carmesí, lila, azul, azul-celeste, violeta y dorado en el occidente y manchaba el agua con reflejos opalinos. Las últimas llamas de luz brillaban a través de la portilla abierta de la cabina. Pintaba de rosa las paredes y salpicaba el rostro y los brazos de Pilar con la iridiscencia de la madreperla. Estaba sentada terminando la cena que le habían traído en una bandeja. Refugio, que ya había sido alimentado con la pequeña ración que aceptaba, estaba recostado en las almohadas y la miraba. La luz refractada le daba una engañosa mirada de deslumbramiento.

La luz comenzó a desvanecerse con la caída de la noche. Cuando las sombras cubrieron el camarote, Pilar se levantó de la mesa, recogió la bandeja y la depositó al otro lado de la puerta. Cerró el panel con llave. Comenzó a soltar las hebillas que sujetaban su cabello. Una gruesa trenza cayó. Pilar comenzó a soltarla con lentitud y su cabello se convirtió en un torrente de color dorado oscuro que le cruzaba los hombros y le llegaba a la cintura. Se dirigió al rincón donde estaba la vasija para lavarse.

Volcó agua en la palangana y se lavó las manos. Tomó un paño, lo humedeció y lo retorció. Comenzó a pasarlo por el rostro y el cuello con lentitud. Despejando el cabello hacia atrás, dejó el paño y comenzó a desatar las cintas del corsé de su vestido de seda verde.

Sobre la palangana había un espejo de acero pulido, pequeño pero adecuado para el propósito. Pilar fijó la vista en él mientras abría el corsé ballenado, deslizaba los brazos por las mangas y sacaba el vestido por encima de la cabeza. Lo acomodó en una silla. Luego fue el momento de las enaguas de adornos de seda amarilla con bordados verdes. Tiró los zapatos y se quitó las medias de las piernas, luego aflojó las tiras de sus enaguas antes de dejarlas caer alrededor de sus tobillos. Salió de ellas con ágil gracia y las colocó también en la silla. Cubierta sólo con una camisa de escote bajo, mangas tres cuartos y bastante corta que apenas tapaba sus rodillas, volvió a tomar el paño para lavarse.

Pilar se había acostumbrado a hacer su toilette delante de Refugio; no había otro remedio desde que había sido herido. Siempre había preservado su recato, teniendo el cuidado de sacar una prenda sólo después de haberse cubierto con otra. También había elegido el momento en que pensaba que su paciente dormía, aunque a veces creía escuchar diferencias en la respiración, lo que llamaba su atención, o se volvía para descubrir que había cambiado de posición. Cuando miraba, sin embargo, los ojos de Refugio siempre estaban cerrados. Gradualmente se había acostumbrado a su presencia. Casi.

No sabía si Refugio estaba mirando ahora. No estaba dormido cuando ella comenzó, de eso estaba segura. Se sentía expuesta, como si su camisa fuera transparente. La brisa de la portilla abierta pegaba el delgado material al cuerpo y resaltaba cada curva. Secaba la humedad que quedaba sobre la piel cuando pasaba el paño, y le provocaba piel de gallina y le crispaba los nervios en anticipación del momento que se acercaba.

Finalmente, llegó.

El corazón saltó en su interior. Sus manos se sacudieron y pudo sentir el ardor que subía por su rostro hasta el nacimiento del cabello. Tragó con dificultad. Súbitamente, antes de cambiar de idea, abrió el cuello de su camisa, la deslizó por los hombros y la dejó caer al suelo.

Apretó los ojos con fuerza como si al cerrarlos ocultara su desnudez. La asaltó una duda sobre la sensatez de lo que estaba a punto de hacer. Si se detenía ahora, si recogía su camisa y se la volvía a poner, podía simular que haberla dejado caer fue sólo un accidente. Podía seguir como antes; todo sería igual.

Pero, ¿de qué serviría eso, qué probaría? No. Había descubierto una pequeña falla en la armadura de Refugio y debía aprovecharla. Debía hacerlo o todos estarían perdidos.

Bajó la cabeza de modo que la cortina de sus cabellos se deslizara hacia delante, tapándola en cierto modo. Pilar retorció el paño una vez más. Lo pasó con cuidado por los pechos y el costado hasta el abdomen y los muslos que parecían moldeados en pálido alabastro. Moviéndose con gracia, levantó una pierna y luego la otra, frotó las pantorrillas y los tobillos y se inclinó para enjugar hasta las plantas de los pies. Al terminar sus abluciones, dejó el paño y tomó el cepillo. Con las pestañas bajas, comenzó a peinar su cabellera hasta que brilló como las antiguas monedas de oro.

Cuando finalizó, dejó el cepillo. Respiró con lentitud una, dos veces, y luego giró con decisión y cuidado. Levantó el mentón y se dirigió al lecho donde estaba Refugio.

Estaba despierto mirándola.

Pilar, al ver sus ojos fijos en ella, se sintió desfallecer. Había rabia y frustración en los ojos del bandido y algo más que parecía deseo, lo que dio a Pilar el valor para seguir hasta llegar al borde del lecho. Evitó mirarlo de nuevo, sin embargo, y se sentó a su lado.

Refugio se alejó de ella con apuro, retrocedió hasta que sus hombros estuvieron contra la pared. Este movimiento le dejó más espacio. Pilar lo aprovechó, pues si no se acostaba allí se iba al suelo. Todas las fibras de su cuerpo temblaban. Bajó hasta reclinarse en el colchón. Se volvió hacia él, apoyada en un codo, levantó las piernas y las estiró al lado.

Por un largo rato ninguno de los dos se movió o habló. La brisa entraba por la ventana, ondulaba la sábana que cubría a Refugio hasta la cintura y le acercaba la larga cabellera de Pilar que lo rozaba como si fueran delicados dedos. El espacio era tan exiguo que sus piernas se tocaban desde el muslo. El movimiento del barco los acercaba más todavía con un ritmo lento y acompasado.

Refugio respiraba con violencia, su pecho subía y bajaba por debajo del vendaje. Pilar se sintió inquieta. Con el entrecejo fruncido se acercó a él y colocó la punta de sus dedos en el pulso que palpitaba en la garganta.

Refugio sostuvo su muñeca con fuerza y con la voz ronca por el enfado le preguntó:

- ¿Por qué?

El triunfo la invadió como contrapunto al terror que la inundaba. Tuvo que humedecerse los labios antes de poder hablar.

- Vanidad, ¿qué otra cosa? -respondió con más jactancia de la que sentía-. ¿Qué mujer podría resistir la posibilidad de devolver a un hombre la vida?

- Inténtelo de nuevo -le contestó Refugio-. Intente este sacrificio sensiblero producto de la piedad y coronado por la compasión.

- No. He descubierto el precio de tener compasión por usted. Por lo demás, ni soñando traspasaría su territorio.

Los ojos de Refugio se empequeñecieron.

- Tengo mis razones para lo que estoy haciendo -comentó-. No tienen nada que ver con el sacrificio o la compasión. O con usted.

- Pero deben tener algo que ver conmigo si me veo obligada a cuidarlo, por no mencionar el dormir en el suelo.

- El suelo es duro, bien lo sé, pero eso no explica por qué está aquí, a mi lado.

- ¿Aceptará que se trata de curiosidad?

- ¿Está aquí para probar si lo que adivinó la otra noche era así? Podría haberlo hecho desde el otro lado de la habitación si hubiera mirado con cuidado. ¿Quizás está preocupada por su seguridad? Seguramente sabe que mis hombres la protegerán. En verdad, después de verlos y oírlos con usted en los últimos días, creo que la protegerían a usted más que a mí.

- ¿Quizá me niego a quedar atrapada como anzuelo con usted?

- En ese caso debería irse a otra parte.

- ¿Y dejarlo a usted indefenso? ¿Cómo podría hacerlo? Además, se supone que usted es mi protector -le contestó Pilar. -También representa ser mi amante, llena de consideración y simpatía, mientras trama minar cualquier cosa que yo esté tratando de hacer sólo por interferir y vengarse de un modo infantil.

Pilar clavó los ojos en él sin retroceder, aunque el palpitar de la sangre en las venas la mareaba.

- Quiere insultarme para que lo deje solo. ¿De qué tiene miedo? ¿De lo que puedo hacer, o simplemente de mí?

- Cuídese. Puede haber más vida en mí de la que usted cree, o menos juicio. Le advierto que tengo un terrible dolor de cabeza, como si alguien estuviera martillando en mi cabeza e inclinaciones que si suelto al viento arrastrarían a este barco hasta La Habana mañana mismo.

Y nunca la he protegido más que en este momento.

- Me cuidaré -dijo con voz baja y suave- si usted se reintegra al grupo de los vivos.

Refugio la observó un largo rato mientras sentía por dentro el aflojamiento de su voluntad. Esta dulce tentación superaba lo que un hombre podía resistir. Que le faltasen fuerzas para intentarlo no se debía tanto a su herida cuanto a los muchos días de vivir cerca de Pilar. Había sido el purgatorio estar tan juntos, verla vestirse y peinarse; ver cómo al ajustarse el corsé resaltaba la plenitud de sus pechos, sentir su delicado perfume femenino cuando lo rozaba, yacer y escuchar esa suave respiración mientras dormía y saber que tocarla le estaba prohibido por todas las reglas de la decencia.

Pilar había violado esas reglas deliberadamente. Refugio entendía las razones que le daba pero, aunque dudaba que fueran las únicas, no se atrevía a preguntar más. Lo que estaba haciendo no había sido considerado con ligereza, de eso estaba seguro. Tampoco podía ser descartado de la misma manera, no al menos sin causarle una gran humillación. Quizás ella pudiera soportarlo; él no.

Era posible que fuera más débil de lo que pensaba, de otro modo rendirse no sería una tentación tan poderosa.

Estaba derrotado. Lo había sabido desde el momento en que ella caminó hacia él, el momento en que comprendió que ella no había olvidado que él estaba allí. La impronta de ese momento quedaría grabada a fuego en su mente.

Pilar estaba hermosa en su determinada seducción, recostada allí con un poco de miedo y cierta extraña exultación reflejados en la oscuridad misteriosa y profunda de sus ojos. Su piel parecía un raro mármol rosado iluminado por las últimas luces del día, sus pechos tan perfectos, su cintura pequeña y esculpida como para ajustarse a las duras manos de Refugio. Sus caderas se curvaban con delicadeza en deliciosa simetría, siguiendo el ritmo impuesto por el barco. Su cabello de seda brillaba sobre su pecho, temblando con los rápidos latidos del corazón. ¡Era tan atractiva!

Refugio respiró hondo y dejó salir el aire en un suave y lento suspiro. Levantó una mano y cerró los dedos en la madeja del cabello, envolviendo el puño con las hebras de seda.

- ¿No hay salida, entonces? -susurró con una ternura dolo- rosa al acercarse-. También puedo protegerla estrechándola desnuda en mis brazos. Podría decir que es para mejorar nuestros disfraces, ¿no es cierto? ¿Le advertí que mi juicio no es muy bueno? Estoy inundado de sofismas, excusas y apasionadas buenas intenciones, o mejor buenas intenciones apasionadas…

Las últimas palabras se ahogaron contra la boca de Pilar. El roce de sus labios fue tibio y un poco seco por la fiebre, dulce y tierno y rigurosamente contenido. Refugio moldeó la boca de ella a la suya, probó su miel, trazó las curvas con la punta de la lengua mientras soltaba el cabello y la rodeaba con los brazos. Con cierta reticencia los labios de Pilar se separaron bajo la presión cada vez más fuerte y se estremeció. Refugio se elevó sobre las almohadas y se corrió para que ella quedara apoyada de espaldas. Invadiéndola con delicadeza, tocó los bordes afilados de los dientes con la punta de la lengua, luego presionó un poco más como si buscara la fuente de su dulzura.

Pilar se apretó contra él y deslizó sus brazos hasta rodearle el cuello. Los pechos contenidos por el pecho de Refugio se aplanaron bajo los músculos y el vendaje. Alimentada por la necesidad y los vestigios del sacrificio que antes había negado, sintió que un ardor crecía dentro de ella. Le quemaba las venas de tal modo que su piel parecía calentada desde el interior y poseedora de una creciente sensibilidad. Introdujo los dedos en las ondas oscuras de su cabello emitiendo un murmullo de deseo confuso y turbado.

Aceptó esa lengua que se fundía con la suya en una sinuosa exploración. Luego, con creciente audacia, siguió la retirada de Refugio para probar las suaves superficies interiores de esos labios un tanto afiebrados. Perdida en un maravilloso estallido de los sentidos, sintió que el tiempo y el espacio desaparecían.

Todo lo que quedaba era la oscuridad y el hombre que la sujetaba contra él.

De pronto, disminuyó la presión. Por un instante Pilar se sintió decepcionada, pero luego contuvo la respiración en la garganta cuando sintió la palma abierta de Refugio sobre la piel de su abdomen. La mano recorrió su delgadez, acarició la piel suave en círculos antes de seguir con los dedos inexorablemente hacia abajo, hasta el triángulo que constituía el vértice de los muslos. Al mismo tiempo, Refugio inclinó la cabeza y comenzó a besar su pecho.

El pezón se estremeció con la presión de la lengua. El pecho parecía buscar esa caricia arrebatadora. El placer se expandía a través de Pilar en forma de ondas. Los latidos del corazón se aceleraron. La parte baja de su cuerpo se volvió húmeda y pesada. Entonces sintió la primera conmoción de la íntima caricia.

Los músculos del abdomen se contrajeron en espasmos y contuvo la respiración, pero no se movió, no retrocedió. En su interior podía sentir el crecimiento de incalculables impulsos. Lo quería, quería saber cómo era hacer el amor con ese hombre. ¿Se había engañado en sus razones, sus causas y sus sacrificios?

Los hombros de Refugio eran anchos y fuertes; los músculos, elásticos cuando se deslizaban en el movimiento. El aura de poder que poseía aun herido, la rodeaba. Le provocaba una extraña debilidad, una languidez que la arrastraba hacia una rendición de plenitud total. Había mucho más que la pérdida de su castidad en juego, y ella lo sabía bien.

No era el tipo de mujer para olvidar, tampoco era de las que tomaban decisiones a medias. Susurrando su nombre, le acarició el rostro. Mientras él la besaba una vez más, Pilar se entregó en una ofrenda ferviente y silenciosa, sin pedir nada a cambio.

Refugio exploraba con ternura las curvas y las depresiones del cuerpo y siempre volvía al sitio de su mayor deleite. Pilar recorría el pecho de Refugio con la punta de sus dedos. La caja torácica se hinchaba con cada inspiración mientras adaptaba su posición para permitir un mayor acceso. Pilar extendió sus dedos hasta sentir el latido de su corazón y los músculos que rodeaban las costillas, evitando el vendaje para alcanzar la cintura. Con gran osadía y destreza desabrochó sus pantalones.

Refugio se deshizo de ellos. A medida que la acercaba más, acariciaba su cadera empujándola contra él.

Pilar sentía la humedad y el calor palpitante. Pero no dejaba de sentirse inquieta. Murmuró junto a su cuello.

- ¿Está… va a estar todo bien?

- Va a ser glorioso -dijo con espasmos de risa en la voz-. Va a ser estupendo, un reflejo del paraíso, pero no va a estar bien, nunca.

- Quiero decir… ¿puede…?

- ¿Quién puede decirlo? Pero debo intentarlo y pedirle que sea una custodia gentil… -No hay peligro -dijo. -y sin embargo -siguió como si ella no hubiera hablado, en voz baja y no muy controlada- pídeme que me detenga y lo haré. Te prometo que lo haré.

Pilar no dudó.

- Soy yo la que necesito una custodia gentil -dijo.

- ¿Por qué -preguntó- cuando yo estoy aquí?

Y fue gentil. También fue firme y enérgico. Apenas hubo un instante de dolor al entrar pero fue suavizado por una multitud de caricias. Pilar contuvo la respiración mientras se disolvía su centro fundiéndose a su alrededor. Con una mano en la cintura lo acercó más a ella, empujándolo cada vez más adentro como si su profundidad no tuviera fin.

Refugio murmuró su nombre, rozó sus párpados con los labios y luego se elevó por encima de ella como preparación para hundirse más profundamente.

Así fue y Pilar gritó su nombre. En un tumulto de subidas y bajadas, la estrechó más y la arrastró con él en el rapto. Con los ojos bien apretados, Pilar se reveló en la proximidad de la unión, sintió un éxtasis creciente que vibraba dentro de ella, reconoció su propio júbilo sensual en el deseo de Refugio. No hubo ninguna resistencia que quedara sin quebrar. Se entregó sin reticencia. Volvió a gritar y Refugio aumentó la presión de su abrazo mientras la llenaba prolongando el placer hasta el borde del infinito.

Luego, se estrecharon en una grandeza conseguida. Se sumergieron en sensaciones que parecían cubrir el universo. Sólo existían ellos dos, desnudos, espléndidos en su comunión, olvidados de todo, plenos en su gloria.

Pilar notó lágrimas en los ojos. En medio de ese calor líquido, Refugio se hundió en ella una vez, dos veces más, luego la acercó a él, unido a ella mientras rodaba hacia el costado.

Sus pechos se movían con dificultad, sus corazones palpitaban con violencia. El barco parecía sumergirse junto con ellos, acunándolos. Refugio corrió el cabello del rostro de Pilar para que pudiera respirar más tranquila. Ella presionaba y soltaba su brazo. Luego, comenzaron a calmarse.

La inquietud invadió a Pilar. Con una pequeña exclamación levantó la mano y logró colocarla en la frente de Refugio como si le controlara la fiebre. Él tomó su mano y la llevó a los labios.

- Me siento tan tranquilo como un monje que se acaba de confesar y tan alegre como un cachorro al que acaban de palmear, con razón. ¿Y tú?

- También -dijo Pilar sonriendo.

- Entonces duerme mientras yo te relevo.

Hizo lo que le pidieron y no se despertó hasta que Enrique golpeó la puerta para avisar que estaba el desayuno.

Llegaron a La Habana unas tres semanas después. El resto del viaje no había tenido incidentes, bendecido por un inusual buen tiempo. Durante esa larga temporada de cielos soleados y vientos salados, Refugio tuvo una rápida mejoría. Había abandonado su estado casi catatónico sin esfuerzo aparente y con pocas explicaciones. Con sus modos casuales y su vestimenta prolija y digna de un caballero, había vuelto al salón al día siguiente de la noche con Pilar.

- ¡Mi querido conde! -dijo doña Luisa, poniéndose de pie y apurándose para tomar su brazo-. Bienvenido, bienvenido, ¡cómo lo hemos extrañado! ¿A qué debemos esta recuperación milagrosa?

- El aire de mar y la solicitud de los amigos y ese remedio soberano para todos los males de la carne, el cuidado de una mujer hermosa…

- Ciertamente mis súplicas ayudaron a la recuperación -dijo la viuda-, pero temo que sea una exageración.

- En absoluto -respondió y, mientras se inclinaba, intercambió una mirada cómplice con Pilar.

Refugio entretuvo a su compañera con historias ingeniosas, con música de su guitarra y con suaves canciones que fluían incesantes. Si el esfuerzo lo fatigaba o le dolía la herida, no lo dejó traslucir. A la mañana siguiente, él mismo cambió el vendaje y luego pasó las horas antes del mediodía caminando por la cubierta con doña Luisa en un brazo y la joven esposa del mercader en el otro. Para el fin de la semana ya estaba practicando con la espada mientras entretenía a los observadores con bromas cáusticas.

Pero su temperamento no se había recuperado como su cuerpo. En determinados momentos nada parecía conformarlo. En esas ocasiones sus palabras y sus frases tenían un filo que penetraba hasta los huesos. Pequeñas cosas lo irritaban más allá de lo soportable: la forma en que el cocinero hacía los frijoles, el perfume del pañuelo de doña Luisa cuando lo sacudía en su cara, ver a Pilar jugando a las cartas con Charro y Enrique. No quedaba satisfecho hasta que disminuía la cantidad de grasa en los frijoles, arrojaba el pañuelo de la viuda por la borda y terminaba el juego de cartas con una serie de órdenes que enviaban a Charro a un extremo de la habitación y a Enrique al otro. El resultado era que había momentos en que tanto los pasajeros como la tripulación lo dejaban solo. Esto, al menos, lo complacía.

Un cierto desasosiego era natural en un hombre como Refugio, acostumbrado a la acción y a los espacios abiertos, no sólo encerrado en un barco en alta mar, sino perseguido por el temor de lo que podría sucederle a su hermano. Además, lo acosaba el espectro de sus obligaciones no cumplidas, la presión de la mascarada y las constantes demandas de doña Luisa. Otro motivo, pensaba Pilar, podían ser los dolores de cabeza que no lo abandonaban. Ella había aprendido a reconocer los síntomas: los ojos congestionados, la tirantez en las comisuras de la boca. También comprendió que era imposible soportar sus modos fríos y sus palabras hirientes. Todo lo que tenía que hacer era ignorarlos; casi no había enfado en ellos y nunca se refería a algo personal. Al menos con ella.

Los hombres de El León se dieron cuenta de que Pilar no le tenía miedo, por lo que procuraban estar siempre junto a ella, impidiendo así tantos comentarios punzantes como fuera posible. A veces incluso apelaban a lo que sentían debía ser su trato caballeresco. Querían ayudar, pero Pilar pensaba que eso sólo empeoraba las cosas. Refugio la acusaba, con sus palabras más salvajes, de coquetear con ellos. Esos comentarios se debían a sus celos. Le hubiera gustado creerlo. Habría sido más satisfactorio que suponer que surgían de la mera irritación de sus nervios.

A veces, por la noche, Pilar le masajeaba las sienes y los músculos de la nuca; parecía que servía de algo. Refugio aseguraba que lo hacía sentir mejor y, también, que ella durmiera a su lado. En una ocasión, cuando la hizo enfadar por algún comentario sobre su propensión a buscar la compañía de Charro, Pilar trasladó sus sábanas a un rincón del camarote. Cuando él regresó de un encuentro con la viuda, ella ya estaba dormida. Sin embargo, una sacudida la despertó cuando la levantó contra su pecho. La llevó a la cama, se sentó con ella en los brazos y la calmó con palabras y caricias hasta que la persuadió de que se acostara con él de nuevo.

Después, mientras la sostenía entre los brazos, dijo:

- El conde Gonzalvo era un hombre sabio.

- ¿Lo era? ¿Por qué? -preguntó Pilar, mientras, soñolienta, alisaba el vello oscuro del pecho de Refugio con un dedo para que no le hiciera cosquillas en la nariz.

- Mantuvo a su Venus a salvo, y a su propia mente tranquila.

- Pero, ¿y ella?

- Lo adoraba, o al menos eso decían, y le daba todo lo que podía desear para que estuviera bien.

- ¿Se supone que eso era suficiente?

Refugio inclinó la cabeza tratando de ver su rostro.

- ¿Crees que no?

- Ser amada y estar libre me parece mejor. -Dejó los ojos bajos para evitar su mirada.

- ¿Qué, ni velo, ni harén de paredes altas? ¿No interesa la seguridad?

- Si estuviera interesada en eso, no estaría aquí. Estaría en el convento en el que mi padrastro quería que estuviera.

- Es cierto.

- Además, si las mujeres no pueden retener a los hombres en torres, ¿por qué debe permitirse a los hombres el privilegio de retener a las mujeres allí?

- ¿Por qué? ¿Te gustaría retener a un hombre en una torre?

Una sonrisa asomó a sus labios.

- Me parece peligroso, aunque no deja de ser atractivo.

- Lo harías, entonces -dijo Refugio en voz baja y profunda-. ¿Vamos a buscar una torre para quedamos allí?

Pilar levantó los ojos para encontrar su mirada, esperando ver el brillo de la burla. En cambio, se vio reflejada en su gris oscuridad. Además había una arruga entre sus cejas, resultado del dolor. Levantó los dedos para suavizar el gesto, luego bajó por la mejilla hasta los duros contornos de su mandíbula. Refugio logró atrapar esos dedos y se los llevó a los labios.

- ¿No? -dijo con su aliento suave y cálido contra las puntas de los dedos-. Entonces haré una pared de besos a tu alrededor y estaremos a salvo por ahora, si no para siempre.

Era una tarea en la que ella quería colaborar.

Pilar no sabía si Refugio compartía la cama con la viuda. Creía que no, pero para no enterarse de lo contrario, no preguntaba. Prefería creer que no tenía fuerzas ni interés. Sin embargo, era consciente de que eso no era necesariamente así.

En todo caso, no tenía derecho a quejarse. Ella se había arrojado a él, después de todo. Más allá de sus razones, esto no podía negarse. Él no le debía fidelidad, aunque la seguridad de todos ellos no le dictara acceder a los deseos de la viuda.

No era una cuestión de amor entre ella y El León. Por supuesto que no. Su unión estaba basada en la proximidad y en una violenta atracción de los sentidos. Y protección; ella no debía olvidar eso. Si alguna vez se permitía pensar de otro modo, sólo tenía que recordar lo que Isabel le había dicho; que Refugio nunca se comprometería con una mujer que le interesara. Había cierto placer, en todo ello, pues sus atenciones hacia la viuda podían verse también bajo esa misma luz.

La Habana era sofocante. El sol tenía un brillo metálico, cuando se reflejaba en las ondas del muelle, las playas acogedoras y las copas de las palmeras. La cubierta del Celestina absorbía el calor y lo irradiaba a los funcionarios del gobierno, los representantes de la aduana, el jefe de puertos, el recaudador de impuestos, el notario y un oscuro empleado que subieron a bordo tan pronto como ancló el barco.

Hubo un momento en que Pilar, al mirar a los hombres que se dirigían adonde ella estaba junto a Refugio y el capitán, sintió cierta alarma. Se desvaneció cuando los funcionarios se detuvieron con rígidas inclinaciones y comenzó una ronda de presentaciones y obsequios.

Refugio fue cortés pero distante, como corresponde a un supuesto aristócrata con vastas posesiones en España. Los funcionarios mostraron deferencia; sus saludos de bienvenida, en particular para Pilar, fueron lisonjeros. Nadie trató de detener a Refugio cuando dio media vuelta con cierta displicencia y se alejó con Pilar del brazo.

Si bien había pensado en evitar a las personas, sin embargo, pronto descubrió su error. No llegaba todos los días un noble a la dormida ciudad de La Habana, y la noticia de su presencia se extendió con rapidez. Para el anochecer había recibido una docena de invitaciones que ofrecían de todo, desde desayunar con el rico dueño de una plantación, conocido por tener cinco hijas casaderas, hasta cabalgar por la isla con el gobernador. El desayuno podía declinarse sin sospecha, pero no así la cabalgata. Al regresar de ella, Refugio se sentía bastante complacido. No obstante, había habido otra invitación. Se trataba esta vez de un baile de disfraces en el palacio del gobernador.

La invitación no era sólo para Refugio sino que incluía a todos los miembros de su entorno. Se suponía que esto se extendía a Pilar, pues era bien sabido que el conde Gonzalvo no asistía a ninguna función de la que su Venus estuviera excluida.

En parte, esta actitud era la que lo había obligado a recluirse. La invitación podía también ser tan amplia, ya que se trataba de un baile de máscaras por carnaval; las convenciones nunca eran tan estrictas en esas ocasiones. En lo referido al peligro de encontrar- se con personas que pudieran conocer a Refugio de Carranza o al conde, era muy remoto pues todos usarían disfraces y máscaras durante la mayor parte de la noche. Alguna excusa para partir siempre podía encontrarse después de quitarse la máscara.

Doña Luisa estaba fascinada ante la perspectiva de alternar en sociedad, a pesar de lo provinciana que pudiera ser; había recibido una invitación separada por oficios de un amigo de su difunto marido, un caballero que alguna vez fue miembro del consejo municipal de Nueva Orleans y que ahora servía en un puesto similar en La Habana. El señor Manuel Guevara, de un modo inesperado, se había acercado al barco y había requerido su presencia bajo su techo hasta que el navío costero estuviera listo para zarpar, dentro de pocos días. Se sentiría encantado de extender la invitación a Refugio y a los otros. Doña Luisa le había dicho que todos aceptarían.

- ¿Qué sucedería si este caballero conociera al conde? ¿O si ha visto a Refugio de Carranza o a Enrique o a Charro? -preguntó Refugio.

- ¿O si alguna vez fue amante de su Venus? Una cosa parece; tan improbable como la otra; ha estado fuera de España durante años -fue la respuesta decidida de doña Luisa.

Refugio se encogió de hombros.

- Bien, no hay de qué preocuparse entonces. Si saca a la luz recuerdos molestos para alguno de nosotros, siempre podremos acabar con él y con toda su familia, hasta con el bebé y la sirvienta.

- ¡Qué salvaje! -gritó entre risas la viuda.

- Y además malvado. Qué espectáculo brindaría cuando el verdugo me colocara la capucha. O quizá fuera mejor un auto de fe; la Santa Inquisición no tiene el monopolio de enviar a los hombres a las llamas. Cualquier cosa, señora, con tal de entretenerse.

- El fuego es excitante, ¿no es cierto? -dijo la viuda con ojos brillantes.

Pilar al verlos se estremeció, pues tomó conciencia del frío que recorría el corazón de la viuda.