Finalmente, tras varias horas intentando conciliar el sueño, Joanes se levantó de la cama. Su mujer gimió y cambió de postura. Él abrió la puertaventana que permitía el paso del dormitorio a la terraza y salió a tomar el aire. Hacía una agradable noche de primavera. La ventana de la habitación contigua estaba iluminada. Su hija seguía despierta; supuso que trabajando en su interminable novela de vampiros nihilistas. El manuscrito consistía en un fajo de tres gruesos cuadernos sujeto por gomas elásticas. Hasta el momento no había permitido que sus padres lo leyeran.
Pensó en llamar a su puerta y decirle que se pusiera a dormir, pero no le apetecía empezar una discusión a esas horas. Su hija le parecía una persona cada vez más extraña, aunque Joanes se decía que eso era normal, si bien estaba sucediendo antes de lo que esperaba. Luego se decía que esto también era normal.
Miró a su mujer a través de la puertaventana. Se había destapado en sueños. Él no podía verle la cara, que tenía hundida en la almohada. Observado desde allí y bajo la luz anaranjada de las farolas, el dormitorio parecía un dormitorio diferente, más amplio y apetecible. Sintió el picor culpable del voyeur.
Un rato después se apagó la luz en la habitación de su hija, Joanes contempló la calle, flanqueada por árboles y edificios con fachadas de piedra. Unos días atrás, él y su mujer habían renunciado a mudarse a una vivienda mayor, plan que llevaban años acariciando. Deberían olvidarse de ello hasta que les fueran mejor las cosas. Al principio a Joanes le había dolido, pero ahora ya no le importaba.
Respiró hondo, llenándose los pulmones de un aire en el que había un avance del verano. Se sentía bien. Si un mensajero del futuro se le hubiera mostrado para anunciarle que, en adelante, su vida nunca sería ni mejor ni peor que en ese momento, no le habría costado habituarse a la idea.