Joanes conducía inclinado sobre el volante. El viento y la lluvia azotaban el coche. Dejaron atrás el camino de acceso al hotel y pasaron a la carretera de Los Tigres y la siguieron dejando el pueblo a sus espaldas. Avanzaban despacio por culpa de la casi nula visibilidad y las ramas atravesadas en la carretera.
Atentos, dijo Joanes, el barracón tiene que estar a la izquierda.
En el asiento trasero, la mujer del profesor pegó la nariz a la ventanilla de ese lado pero le fue imposible ver algo. Su marido le pasó la linterna y ella enfocó la cuneta.
¿Lo ve?
Todavía no.
Una silla de jardín arrastrada por el viento salió de la nada y se estampó contra el costado del coche sobresaltando a los tres. Un camisón de alguna vecina de Los Tigres pasó volando ante los faros, hinchado por el viento, con las mangas agitándose enloquecidas.
¡Concéntrate!, dijo el profesor a su mujer. Tiene que estar por aquí.
¿No lo habremos pasado de largo?, preguntó ella.
Nadie contestó.
Un centenar de metros más adelante La mujer gritó:
¡Allí! ¡Allí hay algo!
Joanes frenó en seco y miró hacia donde apuntaba la linterna. Solo vio un camino que partía de la carretera. La luz no penetraba más allá.
¿Será eso?, preguntó la mujer del profesor.
Tendremos que arriesgarnos, respondió Joanes.
Metió el coche en el camino, que era estrecho y estaba plagado de socavones y casi tomado por la vegetación. Avanzó aplastando ramas, rezando para que no se quedaran atascados.
¡Allí!, dijeron los tres a la vez.
Una construcción de una planta. Las ventanas cerradas con tablas. Joanes detuvo el coche frente a la puerta, que estaba cerrada pero a la que el viento hacía temblar contra el marco.
Déjeme la linterna, pidió a la mujer.
Saltó del coche y corrió hacia el barracón, que se alzaba sobre una plataforma de medio metro de alto para aislarlo del suelo. Un par de escalones facilitaban el acceso. En algún momento la puerta había estado protegida por una cerradura, pero esta había sido arrancada hacía mucho. Por el agujero restante alguien había pasado un lazo de cuerda y lo había sujetado a un gancho clavado en la fachada. Joanes liberó el lazo y la puerta se abrió de golpe, empujada por el viento. Echó un breve vistazo adentro y volvió al coche.
Llevaremos a su mujer entre los dos, dijo al profesor. La silla se quedará en el maletero.
Cargaron con la mujer hasta el barracón, chapoteando en la hojarasca empapada. La dejaron en un somier metálico al que le faltaba una pata, reemplazada por varios ladrillos, y sobre el que había un colchón grisáceo constelado de manchas. Era el único mueble del barracón.
Joanes volvió una vez más al coche por las colchas y el resto de cosas que les había dado el dueño del hotel. A continuación, la primera prioridad fue volver a cerrar la puerta del barracón y conseguir que se mantuviera así. En el lado interior del muro había otro gancho y Joanes pasó por él el lazo de cuerda. La puerta golpeaba con fuerza contra el marco y no parecía que la cuerda fuera a aguantar mucho. En el suelo había varias tablas como las que cubrían las ventanas. Escogió la que le pareció más resistente y apuntaló con ella la puerta. Mientras hacía esto, el profesor lo alumbraba con la linterna. La puerta dejó de tabletear y el ruido del viento quedó atenuado.
Hecho esto, Joanes pudo por fin examinar el lugar donde iban a pasar la noche.
Olía a humedad, a cerrado, a podrido y a algo más, que los tres asociaron, sin poder evitarlo, con excrementos. La mayor de las habitaciones abarcaba casi toda la superficie del barracón y, por sus dimensiones, pensaron que era donde en el pasado se habían alojado los inquilinos para los que la construcción estaba destinada, si es que había llegado a tenerlos. Otra habitación, arrinconada en un extremo, estaba cerrada por una puerta metálica. Joanes empujó esta, que se abrió con un gemido. Se encontró con un espacio vacío, sin ventanas, de unos pocos metros cuadrados. Supuso que en su momento habría estado destinado a servir como oficina o almacén.
En el extremo opuesto del barracón se encontraban los baños. Había tres duchas, otras tantas cabinas para inodoros y un par de lavabos. Las cabinas no tenían puerta y si en algún momento habían dispuesto de inodoros, alguien los había arrancado. Solo quedaban tuberías asomando de la pared y agujeros en el suelo, agujeros que alguien había utilizado hacía no mucho. Por supuesto, no había agua. En un rincón descansaban los restos —pellejo y unos huesos desordenados— de lo que pudo haber sido una zarigüeya. El suelo en todo el barracón era de cemento pulido.
Eso era todo.
Tiradas por el suelo había latas de conservas oxidadas, botellas y otras muestras de basura que evidenciaban que el barracón contaba con huéspedes de paso. Esto inquietó a Joanes, que se aseguró de que la puerta y las ventanas estuvieran bien cerradas. Quien había cegado estas lo había hecho a conciencia. Al menos estarían a salvo de la lluvia.
Ante lo descorazonador del panorama, Joanes prefirió mantener la boca cerrada. No quería hacer más evidentes con sus palabras las deficiencias del lugar. Interpretó una intención similar en el silencio de los demás. La oscuridad y la tormenta aumentaban la impresión negativa producida por el barracón. Joanes se forzó a verlo con otros ojos; a la luz del sol y con el suelo barrido, el sitio no tendría mal aspecto del todo. Las paredes estaban pintadas de color pistacho y en su parte alta, bordeando el techo, alguien bienintencionado aunque poco habilidoso había comenzado a trazar una cenefa decorativa de enredaderas y pájaros tropicales.
Mientras el profesor sostenía a su mujer, Joanes dio la vuelta al colchón esperando encontrar menos manchas en el otro lado —lo que no sucedió—, y extendió encima una de las colchas.
Ya puede tumbarse, dijo a la mujer.
El profesor la dejó en la cama. Después encendió el farol de queroseno y, cargando con él y su equipaje, fue a los baños a ponerse ropa seca.
Comparada con esto, la habitación del hotel era una suite, dijo ella cuando se quedó a solas con Joanes.
Él retiraba a patadas la basura que había alrededor de la cama. Bajo sus suelas crujía un manto de cochinillas muertas, con los caparazones resecos y hechos una bola. La linterna, posada en el suelo, iluminaba una V de polvo y suciedad por la que se paseaba un ciempiés del color del óxido de hierro. Joanes recordó las crónicas que había leído de los conquistadores, donde se hablaba de moscas que picaban a las personas en la nariz y las orejas, y de que luego estas se infectaban y se hinchaban de forma atroz; y de gusanos que por las noches reptaban sobre quienes dormían y les taladraban párpados y ojos.
Apartó esos pensamientos de su mente.
No esta tan mal, respondió. Me había imaginado una chabola que el viento iría desmontando pieza a pieza. Al menos parece sólido.
Se quitó el impermeable y empezó a secarse con una de las colchas.
Tendríamos que habernos quedado en el hotel, dijo la mujer del profesor. Al precio que fuera.
Él guardó silencio.
¿No se nos caerá un árbol encima?, preguntó ella.
No hace tanto viento.
Cuando el profesor volvió del baño trajo consigo, sosteniéndolo por el asa con un único dedo, un cubo metálico.
He encontrado esto. Alguien lo ha usado para hacer fuego. Podríamos seguir su ejemplo.
Tenía razón. El huracán había hecho descender la temperatura. La mujer, arrebujada en una de las colchas, tiritaba.
¿Aquí dentro?, preguntó ella. ¿No nos ahogaremos con el humo?
Hay demasiadas corrientes de aire, respondió su marido.
Al cubo se le habían practicado perforaciones para que tirara adecuadamente. Estaba negro de hollín y un sedimento oscuro y grumoso cubría el fondo. Joanes y el profesor inspeccionaron la basura del barracón en busca de combustible. Se decidieron por las tablas que había tiradas por el suelo. Las colocaron en diagonal, apoyando un extremo en el suelo y el otro en una pared, y luego las pisaron en su punto medio para partirlas. Repitieron la operación hasta reunir un buen montón de leña.
Joanes puso el cubo cerca de la cama y metió dentro los trozos de madera más pequeños.
Está demasiado húmeda, dijo el profesor. Hará falta algo para que prenda.
En el barracón no había nada adecuado. Joanes abrió su mochila y sacó el cuaderno donde, la noche anterior, había escrito sus notas sobre el recorte de precio en la oferta del hotel. Arrancó unas páginas en blanco, hizo unas pelotas con ellas y las puso en el cubo, debajo de las astillas. Les acercó una cerilla. La madera se resistía. Joanes tuvo que seguir arrancando páginas, hasta que llegó a las que incluían las notas sobre la oferta del hotel. Las arrancó también. Finalmente la madera rompió a arder. Soltó mucho humo y el sedimento del fondo del cubo liberó un tufo acre al derretirse. Pero la hoguera proporcionaba luz y calor. El profesor apagó el farol.
Los tres contemplaron las llamas en silencio.
A pesar del barracón, del huracán y del cansancio, Joanes se sentía satisfecho consigo mismo. Había demostrado firmeza. Estaba seguro de que nadie esperaba que cuando el dueño del hotel le dijo que tenía que irse, él respondería tranquilamente: «Me parece bien». Estaba orgulloso de pasar la noche en aquel lugar, rodeado de vegetación salvaje y bajo un huracán de categoría dos, puede que incluso tres.
Pensó en la llamada telefónica que había esperado durante todo el día. En el barracón, de noche, rodeado por el silbido del viento, aquel le parecía un asunto lejanísimo. Y entonces, mientras observaba el fuego, supo con claridad meridiana que esa llamada nunca iba a producirse, que él nunca suministraría el sistema de aire acondicionado de aquel hotel. Para su sorpresa, eso no le inquietó ni lo más mínimo. Se dijo que su negocio sobreviviría. Y si no era así, tampoco importaba, porque él encontraría la forma de seguir adelante.
Una vez que hubo entrado en calor, se apartó del profesor y de su mujer. Tomó asiento en el suelo, con la espalda apoyada en una pared. Estiró las piernas y cerró los ojos con la intención de dormir un poco.
Se imaginó flotando a la deriva en las aguas del Caribe, sujeto a un madero, el fragmento de alguna embarcación. Estaba agotado, al borde del desfallecimiento. Llevaba horas a merced de las olas y las corrientes. Apenas podía mantener el rostro sobre la superficie.
Entonces aparecía una isla. Estaba muy cerca pero hasta ese momento no había acertado a verla. La corriente lo empujaba hacia ella. Por el aire lo escoltaba una bandada de gaviotas chillonas.
Las olas lo depositaban en una playa desierta. Las piernas apenas soportaban el peso de su cuerpo cuando pisaba la arena. Trastabillaba unos pasos, los justos para alcanzar la sombra de un bosque de cocoteros, donde por fin se permitía derrumbarse y ceder a la fatiga. Los golpes contra la arena de los cocos que se desprendían de los árboles eran los latidos de su sueño. Cangrejos rojos con las pinzas en alto lo rodeaban sin osar tocarlo, como liliputienses asustados.