Estaba en pie antes del amanecer. Volvió a colocar en el armario la maleta que había abierto y selló las puertas con cinta adhesiva. Se aseguró de que llevaba todo lo que su mujer le había preparado, además de agua y comida para el viaje.
En cuanto salió de la habitación, una doncella y dos empleados de mantenimiento se abalanzaron adentro. Parecía que hubieran pasado la noche en el pasillo, esperando a que se abriera la puerta. Empezaron a retirar la ropa de cama, sacar los aparatos eléctricos y trasladar todos los muebles posibles al cuarto de baño.
Aguarde, señor.
La doncella había salido tras él cargada con los palos de golf.
¿Y esto?
Joanes se encogió de hombros.
Haz lo que te parezca.
El hotel presentaba un aspecto muy diferente al habitual. Todo estaba listo para recibir el huracán. El mobiliario, las lámparas y los adornos de pasillos y demás zonas comunes habían sido retirados. Las ventanas y las puertas de cristal lucían por su cara interior y de esquina a esquina cruces de cinta adhesiva. En el patio, los cocos de las palmeras habían sido cortados y las ramas recogidas con zunchos para que el viento no las arrancara.
Joanes entregó su portátil en recepción y tomó un recibo a cambio.
Que tenga buena suerte, se despidió de él el recepcionista.
No había ni una nube. El cielo hacía pensar que el día sería tan soleado y tranquilo como los anteriores. Contradecía esa impresión el aspecto de ciudad fantasma que ofrecía la zona hotelera de Cancún. Casi todos los hoteles ya habían desalojado a sus huéspedes.
Cuando tomó la carretera a Valladolid comprobó que la población local también se había preparado para el huracán. Los talleres, concesionarios de vehículos y almacenes de repuestos mecánicos que durante kilómetros flanqueaban la carretera a su salida de Cancún tenían las puertas y ventanas cubiertas con madera contrachapada y los letreros publicitarios desmontados.
Pronto se vio inmerso en un flujo de densidad creciente, que al igual que él buscaba refugio en el interior de la península. Su coche se incorporó a una variopinta caravana integrada por turismos, autobuses, ciclomotores, vehículos de obra y agrícolas. Vio pick-ups cargadas con varias generaciones de una misma familia, la mayoría de sus integrantes apretujados en las partes traseras, que habían sido protegidas mediante toldos fabricados con armazones de tubería y cubiertas de plástico u hoja de palma. Vio una excavadora que avanzaba con el cazo levantado y tres niños acomodados en este, entre mochilas y fardos de ropa. También se encontró con autobuses de turistas que estaban siendo evacuados. Intercambió con sus pasajeros miradas de resignación.
La marcha se ralentizó hasta hacerse desesperantemente lenta. No ayudaron a agilizarla varios accidentes de chapa ni la presencia de dos controles militares. Soldados con ametralladoras hacían detenerse a los vehículos y a algunos les ordenaban retirarse al arcén. Allí los ocupantes eran obligados a apearse mientras una pareja de rottweilers olfateaba el vehículo y se zambullía en las montañas de bultos que componían el equipaje.
Aunque trataba de evitarlo, cada pocos minutos su mirada se desviaba hacia el reloj.
¿Van a tenernos aquí todo el día?, se preguntó en voz alta cuando llevaba parado casi una hora en el segundo control.
La tarde anterior había ido a un supermercado por comida para el viaje. Las compras de pánico habían arrasado el local. En los estantes correspondientes a las conservas solo había unas pocas latas abolladas. Cogió dos de las de aspecto más aceptable y una bolsa de pan de molde. Las botellas de agua mineral estaban racionadas a dos por cliente.
Por simple aburrimiento, comió algo de sus provisiones.
El cielo continuaba despejado.
La carretera discurría entre una vegetación más alta que la de la costa. En los tramos donde aumentaba el número de carriles, podía acelerar un poco pero aun así el ritmo medio era muy lento.
Mientras conducía por un tramo recto vio a lo lejos a dos personas en el arcén. Una en pie observando el tráfico. La otra sentada sobre algo que no pudo distinguir. Daba la impresión de que estuvieran haciendo autoestop, pero no llevaban a cabo ningún esfuerzo por llamar la atención de los vehículos, salvo aguardar allí inmóviles. Al pasar junto a ellas vio que eran un hombre y una mujer; esta en una silla de ruedas. Durante una fracción de segundo, las miradas de aquel hombre y de Joanes se encontraron.
Siguió conduciendo unas decenas de metros y después pisó bruscamente el freno. Al coche que iba detrás no le quedó más remedio que dar un volantazo para no empotrarse contra él. Se quejó haciendo sonar largamente el claxon. Joanes se apartó al arcén, donde se quedó inmóvil, con las manos sobre el volante, observando por el espejo retrovisor a aquellas dos personas.
El hombre, en realidad un anciano, miraba ahora hacia el coche. La mujer, tocada con un sombrero de paja, seguía en la misma postura: cuerpo encogido y cabeza gacha.
Pero toda la atención de Joanes se centraba en él. En el anciano.
Vestía unos pantalones de pinzas y camisa blanca de manga corta. Había ganado unos cuantos kilos. Lo que antes era un estómago robusto se había convertido en una panza que se desbordaba sobre el cinturón. La papada doble era ahora triple. Y las gafas de montura grande y cuadrada, de pasta negra, que recordaban a televisores antiguos, habían sido reemplazadas por un modelo más moderno. Pero la actitud altiva era la misma de siempre.
El anciano avanzó con cautela hacia el coche. Joanes se apeó y dijo:
Buenos días.
¡Un compatriota!, respondió el anciano con enorme satisfacción, tendiéndole la mano.
Mientras se la estrechaba, Joanes lo escrutó, pero no detectó señal alguna de que se acordara de él.
Buenas días, profesor.
La sonrisa del anciano se esfumó al instante.
Me parece que no se acuerda usted de mí. Fui alumno suyo. En la Escuela de Ingenieros.
Añadió su nombre y el año en que aquello había sucedido.
El profesor lo miró frunciendo el ceño y negó con la cabeza.
Lo siento, dijo. No lo recuerdo. Pero, en cualquier caso, me alegro muchísimo de verlo.
¿Qué les ha pasado?
El profesor frunció los labios.
Hemos sido víctimas de un motín, dijo con indignación contenida. Nos llevaban en autobús a uno de esos refugios cuando los demás pasajeros se amotinaron para que mi esposa y yo nos apeáramos. Nos han echado. Nos han arrojado a la cuneta y luego han seguido su camino. Y debemos dar gracias por no haber sufrido daños físicos.
Joanes meneó la cabeza, confundido.
Pero ¿por qué?
Por intolerancia, amigo mío. Por ceder a la irritación producida por una pequeña incomodidad y dejarse llevar por el nerviosismo. Mi esposa, por su condición, requiere un poco más de espacio que cualquier otra persona. Un asiento estrecho y duro, con el respaldo erguido, la fatiga horriblemente. Este motivo, en un autobús con más pasajeros que asientos y con el aire acondicionado estropeado, bastó para desencadenar el motín.
¿No había nadie para protegerlos? ¿Un representante del hotel, el conductor…?
El profesor negó enfáticamente.
Solo el conductor, pero lo último que quería era verse involucrado. Obedeció sin rechistar cuando aquellos salvajes le ordenaron detenerse. Figúrese usted la situación. ¡Levantaron en volandas a mi esposa y la dejaron en la cuneta! ¡Como si fuera un bulto!
¿Ella es su esposa?, preguntó Joanes señalando a la mujer de la silla de ruedas.
Discúlpeme. Debería haberlos presentado. Este calor me hace ser grosero.
Joanes lo siguió hacia donde estaba la mujer.
¡Cariño, no te puedes imaginar la suerte que hemos tenido!
Cuando su marido le presentó a Joanes, ella respondió con un gesto blando. Apenas varió su expresión dolida, como si sonreír representara para ella un esfuerzo intolerable. Llevaba las cejas completamente depiladas y su vestido, blanco, sin cintura ni adornos, recordaba a una bata de hospital. Cuando el profesor añadió que Joanes había sido alumno suyo respondió:
Entonces no sé si hemos tenido tanta suerte.
Un tráiler pasó a su lado y ella cerró los ojos con fuerza para protegerse del polvo.
¿Adónde los llevaba el autobús?, preguntó Joanes.
No lo sé, respondió el profesor. Oí a alguien decir el nombre de la ciudad, pero…
Yo voy a Valladolid.
Puede que fuera el mismo sitio. Creo que sí.
¿Quieren que los lleve?
El profesor respondió con una enorme sonrisa y volvió a estrecharle la mano, ahora con mayor fuerza que antes.
No se imagina lo muy agradecidos que le estaríamos si lo hiciera. No me atrevía a pedírselo.
No es ninguna molestia. Pero será mejor que nos pongamos en marcha. Ya es un poco tarde.
Joanes observó al profesor mientras este se echaba una bolsa de viaje al hombro y empujaba a su mujer hacia el coche. La silla era motorizada pero había que ayudarla a avanzar por el arcén cubierto de cascotes.
Aquella historia del motín era un poco extraña. A Joanes le costaba creer que los otros pasajeros los hubieran echado solo por un problema de espacio. Seguramente había sucedido algo más. El profesor habría provocado de algún modo la cólera de los otros, lo que, conociéndole, era fácil de creer.
Acomodaron a la mujer en el asiento trasero y metieron en el maletero la silla de ruedas.
Joanes se puso al volante pero no arrancó todavía. Quería fijar aquel lugar en su memoria, aquel desapacible trecho de carretera mexicana, el aguililla caminera que los observaba fijamente desde lo alto de un cartel indicador…
Había imaginado ese momento incontables veces desde que salió de la universidad. En sus fantasías el profesor siempre aparecía en una posición desesperada, en la que no le quedara más remedio que pedirle auxilio, reconociendo implícitamente que había cometido un terrible error al valorarlo como lo había hecho. Y Joanes le prestaba ayuda haciendo gala de una actitud sobria y eficiente. Le dejaba claro que las cosas le iban de maravilla, que dirigía un negocio próspero, que tenía una familia envidiable y, en definitiva, que su influjo nocivo no había surtido efecto sobre él.
¿Ocurre algo?, preguntó el profesor.
Nada, respondió Joanes poniéndose en marcha. Todo está en orden.