La iluminación del salón consistía en velas colocadas dentro de vasos. Entre las personas que había en la habitación, el dueño del hotel ocupaba el puesto preferente, un sillón de masaje frente al televisor, aunque ni el sillón ni el televisor funcionaban. Durante bastante rato manipuló el dial de una radio portátil en busca de alguna emisora libre de interferencias, pero terminó por apagarla.
Para ahorrar pilas, dijo.
El salón estaba atestado. Además de la gente que ocupaba sillas y sofás, había una docena de personas sentadas en el suelo, entre las que se encontraba Joanes. Se habían distribuido almohadones para que estuvieran más cómodos, pero hacía mucho calor y los almohadones daban más calor aún. Había dos bebés en un corralito. Al menos uno necesitaba que le cambiaran el pañal. Una mujerona malencarada que montaba guardia ante la despensa del hotel apareció con una remesa de botellas de agua con el precinto roto y se llevó las vacías. Varios mexicanos mordisqueaban tiras de cecina. Otro sostenía una guitarra entre los brazos; no sacaba ningún sonido de ella, limitándose a abrazarla. Había varias conversaciones en curso, en las que Joanes solo intervenía cuando alguien lo interrogaba directamente.
Ya era noche cerrada. Había empezado a llover. De cuando en cuando las conversaciones se silenciaban y entonces podía oírse el viento. A Joanes no le parecía que soplara con especial violencia. Había conocido vendavales mayores. Este no le despertaba ninguna sensación de peligro. No parecía haber motivo para estar allí encerrados. Tuvo que cerrar los ojos y hacer unos ejercicios de respiración para reprimir el impulso de salir a la calle, subir al coche e irse.
Un nuevo silencio, más prolongado que los anteriores, le hizo abrir los ojos. El profesor estaba en la puerta y contemplaba el panorama de salón con gesto asqueado. Hizo una seña a Joanes.
¿Podemos hablar?
Un momento después Joanes se levantaba y salía bajo la atenta mirada de todos.
Siguió al profesor hasta el recibidor del hotel. Allí no había nadie aparte de ellos. El lugar servía como almacén para las sillas y las mesas que antes habían estado en la calle. El profesor cogió dos sillas y las colocó una junto a la otra. Hizo un gesto a Joanes invitándolo a tomar asiento.
Creo que deberíamos hablar con calma usted y yo.
Joanes se sentó.
Antes me he excedido, empezó el profesor, sentándose también. No debería haberle pedido el teléfono delante de mi esposa. Demostré una carencia de tacto que lamento de veras. Pero estoy seguro de que comprende que tanto mi esposa como yo nos encontramos bajo una fuerte presión. Lo lamento. Todos somos humanos, ¿verdad?
Dijo esto sonriendo a Joanes. A continuación se pasó las palmas de las manos por las perneras y trató de enderezar la raya de los pantalones, muy desdibujada ya a esas horas de la tarde.
¿Qué tal está su mujer?, preguntó Joanes.
Le he dado un calmante y duerme un poco.
Yo he intentado conseguir un teléfono para ustedes, pero el dueño del hotel asegura que las líneas siguen saturadas. Me ha dicho que él mismo les dejará el suyo más tarde, en cuanto pueda establecerse comunicación. Me lo ha prometido.
El profesor respiró hondo y liberó despacio el aire.
Gracias.
De nada.
Después de una pausa el profesor dijo:
Fue usted alumno mío.
Así es.
¿Puede repetirme cuándo?
Joanes lo hizo y el profesor arrugó el ceño haciendo memoria.
Lo siento. No le recuerdo. Pasaron muchos de ustedes por aquellas aulas. Espero que no le pusiera las cosas demasiado difíciles. Sé que ni yo ni mi asignatura gozábamos de buena fama entre ustedes.
No tuve problemas para aprobar. Lo cierto es que me gustaba mucho el análisis numérico, reconoció Joanes con una sonrisa incómoda.
¿Le gustaba? ¿Mucho? Vaya… Eso es poco habitual. ¿Dónde trabaja usted ahora?
Dirijo mi propio negocio. Equipos de aire acondicionado.
Una arruga partió el ceño del profesor.
Aire acondicionado.
Eso es.
¿Cómo se llama su negocio?
Joanes se lo dijo y el profesor meneó la cabeza.
No lo conozco.
Joanes le facilitó algunos detalles, como sus marcas suministradoras y los nombres de algunos clientes importantes: centros sanitarios, bancos y cadenas de supermercados, la mayoría de ellos pertenecientes a la época en que su amigo y él compartían la dirección del negocio.
Parece que las cosas le van de maravilla, dijo el profesor. Me alegro de veras.
No puedo quejarme.
Yo nunca he trabajado por cuenta propia. Supongo que debe de resultar muy gratificante. Sobre todo cuando el negocio es próspero.
Sin duda.
¿Está usted satisfecho?
Tras un instante Joanes dijo:
Disculpe, creo que no le entiendo.
Satisfecho con su carrera profesional. Con las decisiones que ha tomado.
Por supuesto que sí. Muy satisfecho. Tomo mis propias decisiones.
Para usted eso es importante.
Joanes asintió con decisión y añadió:
A muchos les gustaría estar en mi lugar.
No lo pongo en duda. En especial porque las cosas le van bien.
Joanes volvió a asentir.
El profesor se quitó las gafas y frotó los cristales con el faldón de su camisa. Mientras hacía esto ninguno pronunció palabra. Luego, como si hablara para sí mismo, dijo:
Antes, en la habitación, me dio la impresión de que tenía usted algún problema. Me refiero a un problema de índole profesional. Lo digo por la firmeza con que se reservó el uso del teléfono.
Espero una llamada importante.
Sí, eso quedó meridianamente claro. Pero cuando dijo que era importante imaginé que se trataba de algo crucial.
En efecto.
Pero ahora me dice que posee un negocio propio, así que supongo que «crucial» se traduce en que el futuro del mismo depende, en una medida importante, de esa llamada.
Joanes guardó silencio.
Sin embargo me acaba de explicar que su negocio marcha muy bien.
Espero una llamada de un cliente importante. Pero mi negocio no depende de ella.
Entiendo. Pero sí es lo bastante importante como para no cederme su teléfono solo por un minuto.
Me temo que sí. Tengo motivos para no dejárselo.
No pongo en duda sus razones. Entiendo que en las circunstancias en que nos encontramos es esencial disponer de un medio de comunicación; por ejemplo, para hablar con su familia. ¿Quién sabe hasta cuándo tendremos que permanecer en este lugar? Por eso es comprensible que quiera reservar para usted, y solo para usted, su teléfono. Cualquiera en su lugar actuaría de ese modo.
Me temo que sí, respondió Joanes, aunque no muy seguro.
Por eso fue muy desacertado por mi parte pedírselo como lo hice. Delante de mi esposa. Someterlo a esa, llamémosla así, presión emocional. Porque ella, trastornada como está en estos momentos, es incapaz de razonar como yo acabo de hacer. Ella no comprendería las razones que a usted le guían.
El profesor arrastró su silla para acercarla a la de Joanes. Bajando la voz y con una sonrisa de complicidad dijo:
Pero ahora, sin nadie que pueda oírnos, vuelvo a pedirle su teléfono.
Y para subrayar sus palabras señaló la mochila de la que Joanes nunca se separaba.
Será algo entre usted y yo, continuó. Entre dos personas prácticas. Trataré de ser lo más breve posible. Y en cuanto a las noticias que reciba, si son buenas se las comunicaré a mi esposa. Pero si no lo son tanto…, entonces me las reservaré para mí, de momento. Este no es el lugar más adecuado para que mi esposa se entere de… Bueno, usted me comprende, ¿no es así?
Veo que ha pensado en todo.
Lo intento. Comprendo que si usted se quedara sin teléfono, eso podría ser un inconveniente, por los motivos de los que hemos hablado, pero en este hotel usted puede conseguir uno sin problemas. Y es probable que mañana el tiempo ya no sea tan malo y todos podamos salir de aquí. Comprenda que no puedo quedarme sentado y renunciar a tener noticias de mi hijo. Tengo que intentarlo ahora mismo. Le pido que se ponga en mi lugar e imagine lo que haría si fuera un hijo suyo quien…
Lo imagino perfectamente, lo interrumpió Joanes. Pero no puede ser. Como ya le he dicho…
Tiene usted buenas razones.
Eso es.
El profesor liberó un suspiro y apoyó los codos en las rodillas. Permaneció así unos instantes. Joanes sabía que planeaba un nuevo ataque y aguardó en silencio, preparado para cualquier cosa.
Cuando se irguió, la sonrisa del profesor era de resignación.
Supongo que su parecer no cambiará si le ofrezco algún incentivo.
¿Me habla de dinero? ¿Quiere pagarme?
Sé que es desagradable, pero sí.
No, respondió Joanes con firmeza, mi opinión no cambiará.
Es lo que imaginaba. Y también lo que esperaba de alguien con su integridad, y que además fue alumno mío. Por eso ahora se lo suplico, por mi hijo y por mi esposa. Usted me conoce, así que sabe que no es habitual en mí pedir las cosas de este modo.
Joanes respondió con un hilo de voz:
Lo siento muchísimo, pero la respuesta sigue siendo la misma.
El profesor asintió y se recostó en su silla.
Lo entiendo, dijo, y espero que usted entienda que debía intentarlo.
Por supuesto que lo entiendo. Siento mucho la situación en que se encuentran ustedes.
Los dos guardaron silencio unos momentos. Las conversaciones de las habitaciones y el salón quedaban ocultas por el viento, que azotaba la puerta del hotel y la hacía castañetear contra el marco. Ahora que habían dejado las cosas claras Joanes se sentía más tranquilo. Estaba satisfecho del modo como había manejado la situación y pensaba que, a pesar de lo doloroso de las circunstancias, el profesor también lo estaba. Joanes no se había dejado arrastrar por la emociones, sino que se había mantenido fiel al pragmatismo que el profesor tanto valoraba y tanto empeño había puesto en inculcar a sus alumnos. Joanes le había proporcionado motivos para sentirse orgulloso de él.
Tengo que serle sincero, dijo el profesor interrumpiendo estos pensamientos. Lo cierto es que sí me acuerdo de usted. Me acuerdo perfectamente.
Tras una pausa añadió:
Recuerdo que vino a verme a mi casa. Fue un sábado por la mañana. Hacía un día desapacible pero estuvimos en la terraza. Usted iba a empezar a trabajar en Robot Systems, una empresa a la que entonces le iba bastante bien. Yo estaba muy satisfecho de que un alumno mío hubiera conseguido algo así a una edad tan temprana. Luego supe que hubo algún problema. Fue algo lamentable, que sentí bastante. Tendrá que disculparme que antes le mintiera al decirle que no lo recordaba. Pero pensé que decirle que sí y rememorar nuestro encuentro y lo que pasó después le traería recuerdos desagradables. Sin embargo ahora me dice que las cosas le van muy bien, así que parece que no tenía motivos para preocuparme.
Joanes escuchaba sin dar crédito a lo que oía. El profesor siguió hablando.
Llevo unos años retirado, pero algunas compañías aún solicitan mis servicios como asesor. Le quiero decir con esto que he conservado mis contactos. Y estaba pensando que, aunque su negocio de aire acondicionado marcha viento en popa, nunca viene mal una ayuda extra. Yo podría hablar con algunos de esos contactos. Varios me deben favores importantes. Podría recomendarles su empresa. Haría unas cuantas llamadas. Por supuesto, no ahora, sino más adelante, cuando las aguas hayan vuelto a su cauce. ¿Qué le parece?
Joanes fue incapaz de contestar. Estaba demasiado ocupado procesando lo que acababa de oír, haciendo encajar las palabras del profesor con sus recuerdos y las fantasías elaboradas durante años. El profesor tomó su silencio como una invitación a continuar.
También es posible que quiera usted probar algo nuevo. Antes, en la habitación, lo noté interesado en el tema del que estábamos hablando. Se nota que se ha mantenido al día, no limitándose solo al área de su negocio. Expuso algunas ideas que, si bien no comparto, eran sin duda interesantes. Posee usted los requisitos para afrontar un nuevo reto. Algo de más envergadura que un negocio de frío-calor y, no se ofenda, con mayor consideración entre sus colegas. Algo similar al puesto del que habría disfrutado en Robot Systems si las cosas se hubieran desarrollado de un modo diferente a como lo hicieron.
El profesor hablaba despacio, proveía de peso a sus palabras asegurándose de que a Joanes le quedaba claro lo que le estaba ofreciendo. Este permanecía recostado en la silla. Sus manos descansaban flojas sobre los muslos.
Eso también puedo proporcionárselo. La oportunidad de empezar de nuevo si así lo desea. A cambio, ya sabe lo que le pido: algo muy sencillo, tanto que podemos resolverlo aquí mismo y en un instante.
Un estrépito como de algo que se derrumbara sobresaltó a los ocupantes del salón. Un par de ellos se puso en pie de un brinco y corrió a ver lo que había pasado. Los demás, contentos de que algo animara la aburrida tarde, los siguieron.
Las sillas antes apiladas estaban desparramadas por el suelo del recibidor, y en medio de ellas el profesor, sentado en el suelo, comprobaba si sus gafas se habían roto. Sangraba por un labio. Joanes lo observaba con los brazos colgando a los costados del cuerpo. Los mexicanos formaron un corro alrededor de ambos. El dueño del hotel, más lento que los demás por culpa de su cojera, se abrió paso para llegar junto a Joanes. Contempló el estropicio y al profesor, que se esforzaba por ponerse en pie.
¿Qué pasó?
Joanes, con la vista fija en el profesor, no respondió, y este se limitó a rechazar a dos mexicanos que intentaron ayudarlo a incorporarse.
Estoy bien, dijo. No se preocupen.
¿Le pegó usted?, preguntó el dueño del hotel a Joanes.
Fue el profesor quien respondió:
No ha pasado nada. Solo he tropezado y caído contra las sillas. No ha sido más que una torpeza.
El dueño del hotel lo miró con incredulidad.
¿Es eso lo que pasó?, preguntó a Joanes.
Este no dijo nada.
Varias personas del público se pusieron a cuchichear y el dueño del hotel las hizo callar con un gesto autoritario.
Señor, ¿no va usted a hablar?
Déjelo en paz, dijo el profesor. Esto es asunto nuestro. Todos estamos sometidos hoy a una gran tensión.
Al dueño del hotel no lo amilanaron estas palabras.
No pienso dejarlo en paz, dijo. Están ustedes en mi establecimiento y no tolero que nadie se pelee delante de mis huéspedes y de mi familia.
Hizo una pausa por si alguno de los implicados quería decir algo. Como no fue así añadió:
No admito esta clase de comportamientos bajo mi techo. Lo siento mucho, pero el culpable tendrá que irse.
Habló con firmeza, haciendo valer toda la autoridad de la que gozaba en su negocio.
¿Me está echando?, preguntó Joanes saliendo por fin de su silencio.
Nadie se pelea en mi casa sin consecuencias.
El profesor dedicó al dueño del hotel una exclamación despectiva.
Aquí nadie se ha peleado. ¿No ha oído lo que le he dicho? Me he caído.
Deje que hable él, respondió el dueño del hotel.
Me parece bien, dijo Joanes. No quiero quedarme aquí ni un minuto más.
¿Qué está usted diciendo?, exclamó el profesor. No puede hablar en serio. ¿Adónde va a ir?
Hay un sitio, dijo el dueño del hotel. Volviendo a la carretera que lleva a Los Tigres y siguiendo por ella un par de kilómetros. A la izquierda encontrará un barracón. Lo levantaron para los obreros que iban a construir un hotel aquí al lado. Pero luego no se hizo y el barracón está vacío.
¿Un barracón?, preguntó Joanes.
Las paredes son de ladrillo y el techo firme, dijo el dueño. Aguantará el viento.
Pero ¿cómo va a ir allí?, preguntó el profesor. ¿Se han vuelto todos locos? ¡Hay un huracán!
No es para tanto, contestó Joanes. He dicho que me voy.
El profesor le pidió que se calmara. Pidió calma a todos los presentes.
Hablemos de esto. Usted y yo.
No quiero volver a hablar con usted.
Lo sé. Pero se lo pido por favor. Reflexione un momento. No necesita actuar así.
Como Joanes no respondió, el profesor pidió al resto de los presentes que los dejaran un momento a solas. El dueño del hotel asintió y dijo a los demás que volvieran a sus habitaciones. Los mexicanos respondieron a regañadientes. Varios remolonearon para oír lo que pudieran de la conversación.
Joanes dedicó al profesor un gesto imperativo, invitándolo a soltar lo que tuviera que decir.
No hay razón para que se vaya. Podemos hablar con ese hombre, con el dueño. Seguro que le encontrará acomodo en otra habitación, si usted no quiere seguir con nosotros.
¿Eso es todo?
¿Acaso piensa que le debo una disculpa? Lo correcto sería que usted se disculpara.
No me hable usted de lo que es correcto y de lo que no.
No comprendo.
Olvídelo, dijo Joanes alejándose. Me voy ahora mismo.
No. Espere. Antes tendríamos que dejar las cosas claras.
Joanes se detuvo.
Hable.
Todo lo que dije es cierto. Puedo ayudarle. No entiendo por qué reaccionó como lo hizo. Quizás interpretó que le menosprecio. Pero no es así. Solo quería ayudarle, a cambio de que usted me ayude a mí.
¿Eso es lo que quería dejar claro?
¿Qué si no? Tengo que averiguar cómo está mi hijo. Haré lo que sea para conseguirlo. Tengo que saber si la explosión lo ha herido de gravedad o si…
¿Qué explosión?, lo interrumpió Joanes. Usted habló de un accidente de buceo.
Hubo las dos cosas, respondió el profesor atropelladamente. Un accidente de buceo y una explosión. No sé los detalles. ¿Ve por qué tengo que hablar con mi hijo, o con alguien que sepa algo?
Muy despacio, una sonrisa fue asomando a la cara de Joanes.
¿Qué pasa?, preguntó el profesor en tono ofendido.
Me está engañando.
¿Cómo dice?
Que no es cierto. Esa historia de su hijo en Egipto, con explosiones y todo lo demás, no es cierta.
El profesor enrojeció.
Lo está haciendo otra vez, siguió Joanes. Me está engañando. No sé por qué, pero lo está haciendo. A saber para qué quiere usted mi teléfono. Es usted un mentiroso, un manipulador. Siempre ha sido así. Desde que lo conozco ha sido así. Un manipulador, repitió.
¡Cómo se atreve!
Joanes meneó la cabeza sin dejar de sonreír.
No tendría que haberle hecho caso. Ni ahora ni nunca.
Diciendo esto, empezó a alejarse.
¡Vuelva aquí! ¡No sea estúpido!
¡No me llame estúpido!, respondió Joanes, que se dio media vuelta, cogió al profesor por la pechera de la camisa y empezó a zarandearlo.
Los mexicanos que estaban en el pasillo se pusieron a gritar y dos de ellos corrieron a separarlos. El dueño del hotel los siguió todo lo rápido que le permitía su cojera.
¡Es suficiente! ¡Quiero que se vayan de mi casa! ¡Ahora! ¡Los dos!
Yo no voy a ninguna parte, respondió el profesor. Mi esposa no se encuentra bien.
Tres parientes del dueño dieron entonces un paso adelante. Uno de ellos medía cerca de dos metros. Su camiseta de tirantes dejaba a la vista unos hombros y unos brazos musculosos y media docena de tatuajes. Llevaba una lata de cerveza en la mano y la sostenía con el brazo flexionado para que se le viera bien el bíceps.
¿Qué pasa, güey? ¿No oyes a mi tío?
El dueño del hotel alzó una mano solicitando calma.
Deben irse, insistió.
Pero, mi esposa…, empezó a decir el profesor con preocupación.
¿Qué pasa, viejo?, lo interrumpió Joanes. ¿Tienes miedo? No es más que una tormenta.
El profesor enrojeció.
Si piensas quedarte, siguió Joanes, recuerda que no te queda dinero para pagar la habitación. Lo gastaste todo intentando hablar con tu hijo. Ese que ha tenido un accidente.
El dueño del hotel acompañó a Joanes a la despensa, donde le entregó un farol de queroseno, una caja de cerillas, tres colchas no remendadas innumerables veces y que despedían un fuerte olor a humedad, tres botellas de agua y algo de comida.
Con esto tendrán suficiente hasta mañana por la mañana.
Joanes sopesó la bombona del farol.
Está medio vacía.
El dueño del hotel se rascó la pierna coja y luego se encogió de hombros.
Es lo que hay.
Claro, es lo que hay, dijo Joanes, y le dio unos pesos a cambio del lote.
Falta lo de la habitación, se quejó el dueño del hotel.
Olvídelo.
El dueño del hotel lo miró con dureza pero terminó por asentir.
El recibidor estaba atestado. La mayoría de los huéspedes se había congregado para presenciar su marcha. El profesor llegó empujando la silla de ruedas de su mujer. Esta, lejos de mostrarse asustada o preocupada, lucía una sonrisa de resignación. Cuando llegó junto a Joanes le dijo:
Sabía que esto iba a terminar así.
Una de las mexicanas le ofreció un poncho impermeable. La mujer del profesor lo miró con suspicacia, pero luego lo cogió musitando unas palabras de agradecimiento.
Necesitará esto, dijo el dueño del hotel a Joanes entregándole una linterna. Lo mejor es que salga usted primero. Traiga su carro a la puerta para que les sea más fácil… Ya sabe.
Señaló la silla de ruedas.
Joanes asintió y se enfundó su impermeable. El dueño del hotel se situó junto a la puerta. Cuando Joanes le hizo una seña, aquel descorrió el cerrojo y la abrió. El viento y una lluvia cruzada golpearon el recibidor haciendo retroceder al público. En un instante el suelo quedó cubierto de agua, hojas y ramas.
¡Salga!, gritó el dueño del hotel.
Joanes vaciló, impresionado por el aullido de la tormenta. Después se abrazó a su mochila, agachó la cabeza y se lanzó a la oscuridad.
El dueño del hotel necesitó de la ayuda de uno de sus parientes para volver a cerrar la puerta. Luego todos se volvieron hacia el profesor, que les devolvió la mirada sin demostrar emoción alguna.
Avanzó hacia el coche todo lo rápido que pudo. La explanada ante el hotel se había convertido en un lodazal. El haz de la linterna apenas penetraba la oscuridad.
Una vez dentro del coche se quedo inmóvil tras el volante, recuperando el aliento. Parecía como si brazos invisibles arrojaran cubos de agua contra el parabrisas. Se dijo que aquello no era exactamente un huracán. Solo una tormenta. Y a medida que se desplazara hacia el norte su fuerza disminuiría.
También se dijo que sería muy fácil irse de allí sin el profesor. No tenía más que arrancar el motor y alejarse. En el hotel cuidarían de él y de su mujer.
Puso el coche en marcha. Al encender las luces vio, más allá de la explanada, la masa de vegetación agitándose como un océano revuelto.