El viento helado los hacía lagrimear y sujetarse el casco para que no saliera volando. Esquivaron a los obreros que hormigueaban por la planta y Joanes y su anfitrión se acercaron a la barandilla de seguridad. La altura a la que estaban y la atmósfera aclarada por el viento permitían ver hasta gran distancia. El azul del mar cambiaba a un tono más oscuro tras la línea que bordeaba la costa, donde el fondo marino se desplomaba hacia profundidades mayores.
¿Qué te parece?, preguntó su anfitrión, que tenía una voz profunda y serena.
Espectacular.
Eso pienso yo. Aquí, dijo apuntando al suelo de hormigón desnudo, irá una de las suites, y aquí, añadió señalando el vacío frente a ellos, un ventanal desde el suelo al techo. La vista no merece menos.
Subrayó sus palabras mediante un gesto con el que acarició el horizonte marino.
Aquellos serán los bloques de apartamentos.
Se refería a los tres esqueletos de edificios que, siguiendo la línea de la costa, se alzaban a continuación de aquel donde estaban.
Joanes admiró en silencio el paisaje. El viento hacía flamear su corbata. Por encima de él no había nada salvo un cielo de un azul cianótico. Hacía mucho que no se sentía tan bien. Si las cosas marchaban correctamente se ocuparía también de los edificios de apartamentos. Pero se forzó a no pensar todavía en ellos. Debía centrarse en el que estaban en ese momento, un futuro hotel de ciento quince habitaciones al que suministraría toda la instalación de aire acondicionado: un equipo individual para cada habitación, conducciones, caldera, climatizadores, sistema de control de calidad del aire…
¿Crees que podrás ocuparte?, le preguntó su anfitrión y potencial cliente.
Sin duda.
Me alegra oírlo, porque te aseguro que todo esto no es más que el comienzo.