Solo quedaba media botella de agua, que Joanes ofreció a la mujer del profesor. Ella bebió con avidez. Después humedeció un pañuelo y se frotó con él la cara y el cuello. Su marido bebió también, tras lo que ella se apresuró a recuperar la botella, reteniéndola consigo.
El profesor preguntó a Joanes el motivo de su estancia en México y este le hizo un breve resumen.
¿Cómo es entonces que no está con su familia?
Joanes explicó que su mujer y su hija se habían adelantado y ya estaban en Valladolid. Después, ante el interés del profesor por el hecho de que él se hubiera quedado atrás, le habló del atropello del mono.
Llevaba un collar. Supongo que se escaparía de algún sitio. En aquella zona hay varios parques temáticos. Puede que en alguno tengan monos. También llevaba una pulsera. Un juguete barato, de cuentas azules y rosas.
Es extraño, comentó el profesor.
Por el retrovisor, Joanes echaba vistazos a la mujer. La mayor parte del tiempo ella iba con los ojos cerrados.
¿Se encuentra usted bien?, le preguntó.
Ella lo miró fijamente unos segundos antes de decir nada.
¿Falta mucho para llegar a ese sitio?
No lo sé exactamente. Creo que no.
Ella gruñó algo ininteligible y volvió a cerrar los ojos.
El profesor contemplaba el paisaje con gesto preocupado. Joanes se dijo que sería mejor dejar las preguntas para más adelante.
El profesor llevaba el plano de carreteras desplegado sobre el regazo e iba atento a los carteles indicadores. Había pasado el mediodía cuando chasqueó la lengua y escrutó el plano acercándoselo a la nariz.
¿Algún problema?, preguntó Joanes.
Acabo de ver un cartel con los kilómetros que faltan hasta Valladolid.
¿Y?
Que marcaba más kilómetros que el anterior que hemos pasado.
¿Nos hemos perdido?, preguntó la mujer.
No, respondieron a la vez su marido y Joanes.
Aunque no estaban seguros. Cada cruce y bifurcación eran un caos de vehículos que se sumaban y se separaban de la corriente principal, hasta el extremo de que resultaba difícil saber cuál era esta realmente. Poco después pasaron junto a un cartel donde ya ni siquiera se mencionaba Valladolid. El profesor volvió a examinar el plano.
Creo que estamos por aquí, dijo señalando una zona al norte de la carretera que deberían haber seguido y de la que por lo visto se habían apartado sin darse cuenta.
¿Muy lejos de Valladolid?, preguntó Joanes.
No lo sé. Este es un plano de todo México. Debería haber conseguido usted uno detallado del estado.
Volvió a estudiar el plano y dijo que quizá faltaran setenta kilómetros hasta Valladolid. Puede que más.
Los tres miraban sus relojes y el cielo, que seguía despejado. Joanes intentó mostrarse tranquilo, aunque no era así, ni mucho menos, como se sentía.
Lo que le preocupaba no era solo la proximidad del huracán. Para entonces esperaba haber recibido ya la llamada de su, hasta el día anterior, casi seguro cliente. Este no había especificado a qué hora planeaba reunirse con quien fuera a hacerlo, pero en España, con siete horas de adelanto, la tarde ya estaba bien avanzada.
Se dijo que debía pensar en positivo. Quizá la reunión se hubiera aplazado hasta el día siguiente. Desde que lo conocía, su cliente nunca le había dado motivos para desconfiar de él. Si había dicho que iba a llamar, lo haría. Y entonces Joanes tendría oportunidad de comentarle los recortes —mínimos, pero recortes al fin y al cabo— que la noche anterior había practicado a su oferta.
Y ademas, la batería de su teléfono estaba casi al mínimo. La noche anterior, ocupado en revisar la oferta del hotel, había olvidado recargarla. Lo había descubierto por la mañana, cuando ya se había puesto en marcha, pero supuso que la carga restante bastaría para el viaje. No contaba con el atasco ni con perderse.
Antes de viajar a México había alquilado un teléfono vía satélite. Con el contrato del hotel aún en el aire, quería estar localizable en todo momento y lugar. La publicidad del modelo que escogió rezaba: «Para el cliente más duro en las condiciones más duras». A estas palabras las acompañaba la foto de un soldado con equipamiento para el desierto que, ante un horizonte de dunas, hablaba por el mismo teléfono. Pero con la batería descargada no servía de nada. Ahora se arrepentía de no haber solicitado ademas el kit completo de accesorios, que incluía una batería de recambio, un cargador que podía conectarse al encendedor de un coche y un panel solar portátil que permitía cargar el teléfono en ausencia de corriente eléctrica.
¿Qué vamos a hacer?, preguntó la mujer del profesor.
Joanes dijo que seguirían hasta dar con un cartel que los ayudara a ubicarse. Pero poco después se vieron atrapados en un tramo de carretera con un único carril en cada sentido, ambos atascados.
¿Y ahora?, quiso saber el profesor.
Joanes miró una vez más su reloj. Después salió del coche para ver hasta dónde llegaba el atasco. Había coches detenidos hasta donde alcanzaba la vista. Dar media vuelta no era una solución inmediata ni una alternativa apetecible. Hizo señas para llamar la atención del conductor del coche detenido a su lado, en el carril contrario. Era un mexicano que comía un trozo de piña. En el asiento del pasajero iba una mujer y en el trasero cuatro niños de corta edad. Atado al techo del coche llevaban un colchón.
¿Por dónde se va a Valladolid?
El mexicano puso cara de perplejidad. Miró hacia delante y luego se volvió para hacerlo hacia atrás, entre las cabezas de sus hijos, como si él tampoco supiera dónde se encontraba.
Por allí, dijo señalando con el trozo de piña hacia delante, en el sentido opuesto al que llevaba el coche de Joanes.
¿Está lejos?
Yo diría que no.
Joanes esperó que concretara su respuesta, pero esto no sucedió. Volvió a entrar en el coche.
¿Damos media vuelta?, preguntó el profesor.
Aquí es imposible. Habrá que seguir un poco más.
Veinte minutos después habían avanzado apenas un kilómetro. Joanes volvió a preguntar en qué dirección estaba Valladolid. Otro mexicano le señaló la dirección contraria a la indicada por el anterior.
Joanes pasó revista a la situación. A ese ritmo podían tardar varias horas en llegar a Valladolid, donde aún tendrían que buscar un alojamiento para el profesor y su mujer. Y estaba lo del teléfono. En cuanto el viento empezara a sentirse en la costa, la Comisión Federal de Electricidad cortaría el suministro a la zona de paso del huracán. Se actuaba así para prevenir daños mayores si el mal tiempo derribaba los tendidos. La falta de suministro podía prolongarse varios días. Joanes estimó que disponía de dos o tres horas antes de que llegara el viento. Para entonces tenía que haber recargado la batería del teléfono.
No podemos quedarnos aquí, se quejó la mujer del profesor. Me duele mucho la espalda.
¿Está más o menos seguro de que solo faltan setenta kilómetros?, preguntó Joanes al profesor.
Puede que más. Pero no mucho. ¿En qué está pensando?
Unos metros más adelante, un cartel apuntaba hacia un desvío de la carretera e informaba de la presencia de una población a cinco kilómetros: Los Tigres. Fijado con alambre al soporte del cartel había un anuncio pintado sobre un rectángulo de madera contrachapada: «Residencia de los Ingleses. Habitaciones para rentar».
¿Qué opinan?, preguntó Joanes.
¿Sobre quedarnos ahí?, respondieron los otros dos a coro y alarmados.
Él les repitió lo que su mujer le había contado sobre los problemas de alojamiento en Valladolid. Les dijo que, a esas alturas, aunque los aceptaran en algún hotel, no les quedaría más remedio que dormir en una colchoneta en algún pasillo.
La mujer del profesor gimió al oír eso.
Y lo que usted nos propone como alternativa, dijo el profesor, es quedarnos aquí, en mitad de ninguna parte y en la zona de paso del huracán.
En Valladolid esperan que el huracán apenas tenga efecto. Y estamos bastante cerca de Valladolid.
El profesor asintió, más para invitarlo a continuar hablando que por estar de acuerdo con él.
Podemos quedarnos una noche, siguió Joanes, hasta que haya pasado el huracán, o su peor parte. Nos iremos por la mañana.
Los tres contemplaban el burdo anuncio.
A saber cómo es ese sitio, dijo el profesor.
Residencia de los Ingleses, leyó Joanes en voz alta. Al menos el nombre promete. Y en este momento yo me conformo con una habitación que tenga una cama y cuatro paredes. Y estoy seguro de que ustedes también.
El profesor se volvió hacia su mujer.
¿Tú qué opinas?
Yo estoy muy cansada.
¿No puedes seguir un poco más?
¿Un poco más?, preguntó ella. ¿Un poco más? ¿Hasta cuando? ¿No has oído lo que te ha dicho? Puede que no tengamos donde alojarnos en el sitio ese al que me llevas.
Cálmate, le pidió su marido.
Y volviéndose a Joanes dijo:
No sabemos si hay habitaciones libres.
Si no las hay, preguntaremos cómo se llega a Valladolid.