El profesor pertenecía a una familia de dentistas. Su abuelo, su padre y dos de sus tíos habían practicado la odontología. De las carreras de estos familiares, la más fructífera había sido la del padre del profesor, que había hecho una pequeña fortuna con las patentes de varias piezas de instrumental: dos abrazaderas de endodoncia, un perforador de diques, un tiranervios y, en especial, una fresa odontológica que había disfrutado de gran aceptación entre sus colegas de oficio.

Los alumnos del profesor comentaban lo pertinente de que formara parte de una familia enriquecida a costa de infligir dolor a los demás, e interpretaban como una muestra de refinamiento y fidelidad a la tradición familiar que hubiera dado el salto de la odontología a la docencia de las matemáticas.

Estaba especializado en teoría de algoritmos y funciones matemáticas recursivas, y no se contaba, ni mucho menos, entre los profesores más apreciados por el alumnado de la Escuela de Ingenieros. Su mala fama provenía de su elevado nivel de exigencia y su afición a desconcertar e intimidar a los alumnos, lo que producía en estos una inseguridad que en algunos casos se volvía congénita.

En una de las primeras clases del profesor a las que asistió Joanes, aquel sorprendió a toda el aula con un encendido discurso en defensa del sistema de numeración duodecimal. Según su opinión, existían poderosos argumentos para reemplazar el moderno sistema de numeración de base diez por el de base doce. Los cálculos resultarían así mucho más sencillos, aseguró. Las multiplicaciones y las divisiones se agilizarían gracias a que el sistema duodecimal posee cuatro factores primos: el dos, el tres, el cuatro y el seis; mientras que el sistema decimal solo tiene dos: el dos y el cinco. Otro de los argumentos que esgrimió fue la amplia aceptación histórica y geográfica de la numeración de base doce, como evidencian la existencia de doce signos zodiacales, la división del año en doce meses y la de la unidad métrica del pie en doce pulgadas. Concluyó señalando, por si fueran necesarias más razones y más claras, que el ser humano está anatómicamente dotado para contar en base doce: cuatro de sus dedos de la mano poseen tres falanges; cuatro por tres es igual a doce. El pulgar actuaría como puntero a la hora de contar las falanges de los restantes dedos.

Piensen en ello, los animó.

Días después el profesor les preguntó si habían reflexionado sobre sus palabras. Las primeras voces a favor brotaron de forma tímida. Pero pronto muchas más fueron animándose, mostrando su conformidad con el sistema duodecimal y aportando nuevas razones para apoyarlo. El profesor escuchaba con sonrisa satisfecha. Al cabo de un rato el aula quedó en silencio. Todos los ojos permanecían fijos en él, a la espera de lo que dijera sobre la viva reacción ocasionada por su discurso. Pero lo que hizo fue reírse, y su risa sonó como cuando se frota una piedra contra otra.

Son ustedes estúpidos, dijo a los alumnos. ¿Cómo pueden pensar que considero un buen motivo para cambiar nuestro elegante sistema de numeración, o cualquier otro, los signos del zodiaco o que haya doce lunas llenas al año?

Y repitió.

Estúpidos.

Y añadió:

E ignorantes.

Para entonces había dejado de reír y su rostro había adoptado una tonalidad cárdena.

Les conté esa sarta de necedades para poner a prueba su capacidad de cuestionamiento. Y lamento comprobar que es nula. A partir de ahora, los increpó señalándolos con un dedo amenazador, es su obligación poner en duda todo cuanto yo diga desde esta tarima o escriba en esa pizarra. Absolutamente todo.

Joanes no se perdía una sola clase de Análisis Numérico, la asignatura impartida por el profesor. Cuando estaba con sus compañeros, se sumaba a las fieras opiniones que tenían de este. Pero en su caso se trataba solo de una pose, pues lo que en realidad sentía era admiración.

Ese sentimiento lo fomentaban el saber enciclopédico del profesor —enciclopédico desde el punto de vista de un estudiante—, su modo seguro y preciso de impartir las clases, el desapego aristocrático con que trataba a los alumnos, y los frecuentes y prolongados silencios en que se sumía, en ocasiones en mitad de una frase, durante los que permanecía con la vista perdida en el vacío, como si sus alumnos y todo el conjunto del aula se hubieran volatilizado para él. A menudo, después de tales silencios realizaba unas anotaciones en la libreta que siempre llevaba en el bolsillo del pecho. A continuación retomaba la clase donde la había dejado.

También contribuían a su admiración la celebridad y el reconocimiento de los que el profesor gozaba en su campo, así como la ristra de manoseados libros con su nombre en el lomo que figuraba en la biblioteca de la Escuela de Ingenieros.

Joanes trató en varias ocasiones de acercarse al profesor para ganarse su confianza, pero el carácter distante de este y un sistema de docencia que no fomentaba el contacto entre profesorado y alumnos hicieron sus esfuerzos inútiles. Sacó de la biblioteca algunos de sus libros. Los hojeó con interés, pero el contenido era demasiado avanzado para él. Tuvo que conformarse con admirar la belleza formal de los castillos de ecuaciones.

Eso cambió cuando, a mediados del curso, el profesor publicó una biografía del matemático inglés Alan Turing. Turing había sido uno de los pioneros en el desarrollo de la computación y era una figura muy admirada por el profesor, que lo citaba a menudo en sus clases. Las anteriores publicaciones de este habían aparecido en editoriales reconocidas dentro del ámbito científico. Sin embargo, su libro sobre Turing, que llevó el paranomásico título de Turing. El matemático pragmático, fue publicado por una oscura editorial especializada en textos sobre ajedrez.

En las digresiones sobre Alan Turing en que el profesor se embarcaba con frecuencia, Joanes detectó una admiración similar a la que él mismo sentía por aquel. Basándose en eso, creyó que el libro escondería pistas sobre facetas de su personalidad que el profesor mantenía ocultas a los alumnos, información sobre sus gustos e intereses. En cuanto Turing. El matemático pragmático se publicó, corrió a comprarlo.

El libro obviaba por completo cualquier mención a la vida privada de Turing, centrándose en su faceta profesional. Recogía los episodios más celebrados de esta, como la publicación del célebre artículo «Números computables», en el que Turing planteó la existencia de una máquina hipotética, la máquina a, que mediante la aplicación de una serie finita de pasos sería capaz de determinar la veracidad o no veracidad de cualquier afirmación; el importante papel jugado por el matemático en la Segunda Guerra Mundial, ayudando a descifrar los códigos criptográficos alemanes generados por la máquina Enigma; y sus posteriores, y malogrados, intentos por convertir en realidad la máquina a.

Turing. El matemático pragmático tenía un final difuso. Sobre la muerte de Turing a la temprana edad de cuarenta y un años, el profesor solo decía que se produjo «en lamentables circunstancias». A continuación se embarcaba en una serie de reflexiones de índole más filosófica que científica sobre la repercusión de Turing en las matemáticas y la informática.

En su empeño por indagar en la personalidad del profesor, Joanes averiguó más bien poco. El profesor admiraba a Turing, pero eso era algo sabido. Su apasionamiento quedaba patente en el deshilvanado estilo de redacción, muy alejado de la férrea precisión en el lenguaje que demostraba en sus clases y exigía a los alumnos. A Joanes no le extrañó que la hagiografía que era Turing. El matemático pragmático hubiera aparecido en una editorial menor. Lo interpretó como un capricho personal del profesor, una forma de soltarse la melena similar a las novelas de ciencia ficción que algunos científicos publican bajo seudónimo.

Puesto que eran escasas las conclusiones que sobre la personalidad del profesor podían extraerse de lo dicho en Turing. El matemático pragmático, Joanes pasó a buscarlas en lo que no se decía. Para ello se hizo con otra biografía de Turing, una más completa y no tan evidentemente parcial. Descubrió así que Turing era un excéntrico, famoso por llevar los pantalones sujetos con una cuerda y porque cada noche encadenaba su taza para el té a un radiador. Estos comportamientos, sumados a su individualismo y a sus escasas dotes sociales, lo mantuvieron al margen de los círculos matemáticos relevantes, donde era visto con desdén y, en el mejor de los casos, con tolerancia paternalista.

Además era homosexual. En la Inglaterra de mediados del siglo XX esto no favorecía la promoción profesional de nadie.

En 1952, Turing comenzó una relación con un chico de Manchester. Se llamaba Arnold Murray y tenía diecinueve años. Las continuas peticiones de dinero de Murray condujeron a una violenta discusión. Unos días después Murray allanó la casa de Turing. Este llamó a la policía. La posterior investigación desveló el tipo de relación que el matemático y el joven mantenían. En virtud de la Sección II de la Ley Criminal Británica de 1885 Turing fue acusado de ultraje a la moral pública.

Para evitar la condena aceptó someterse a un tratamiento que le «curara su enfermedad». Las inyecciones de estrógenos que le aplicaron como castración química tuvieron efectos secundarios. Turing engordó y se le desarrollaron pechos.

En la mañana del ocho de julio de 1954, la gobernanta de Turing descubrió su cadáver. Yacía en la cama y junto a él había una manzana a la que le faltaban varios bocados. Un examen posterior reveló que la fruta había sido rociada con cianuro.

Desde el momento de su estreno, Turing había sentido fascinación por la película de Disney Blancanieves y los siete enanitos. Entre sus excentricidades estaba recitar los versos que la Reina Malvada pronuncia cuando envenena la manzana que ofrecerá a Blancanieves:

Sumerge la manzana en el brebaje

y deja que el sueño de la muerte la ultraje.

Nada de esto figuraba en Turing. El matemático pragmático. Antes a Joanes le había parecido que el profesor se había dejado llevar en su libro, pero la nueva información le hizo cambiar de idea. El profesor se había sometido a una dura autocontención para no dirigir su mirada hacia los aspectos de Turing que le parecían más censurables. Al comparar ambos textos, podía concluirse que lo que más le molestaba era la blandura de carácter de Turing, la faceta inmadura de su personalidad, que tan serio perjuicio había causado a su trabajo. Su inmadurez había lastrado el pragmatismo tan admirado por el profesor; el pragmatismo que inicialmente había impulsado a Turing a rasgar la membrana correosa y traslúcida que separa la teoría de la práctica, a abandonar el palacio de cristal de las matemáticas puras para frecuentar los sucios talleres donde trajinaban los ingenieros. Y si eso molestaba tanto al profesor, quizá fuera porque él mismo temía padecer una inmadurez semejante: que su vida privada fuera un obstáculo para la profesional.

A ello había que sumar la homosexualidad. Se podía suponer que el modo en que este tema había sido extirpado de Turing. El matemático pragmático se debía al rechazo, o la inquietud, que despertaba en el profesor. Joanes fantaseó con la turbación que a este le produciría la imagen del cuerpo sin vida de Turing: tendido en la cama, con las manos entrelazadas sobre el vientre, el pijama hinchado por los pechos generados por los estrógenos, los ojos plácidamente cerrados, como si aguardara la visita de un príncipe que lo despertara con un beso en los labios.

Sus lecturas hicieron creer a Joanes que conocía al profesor mejor que antes y mejor que el resto de alumnos. Lo interpretó como un logro personal, como si nadie más pudiera haber leído los mismos libros y llegado a conclusiones similares. Conocer lo que él interpretaba como opiniones privadas del profesor, y por tanto puntos débiles, le permitió mostrar mayor aplomo en las clases. Ya no agachaba la cabeza cuando la mirada del profesor se cruzaba con la suya. Le gustaba pensar que este se daba cuenta de lo sucedido, y de que por ello le tenía en una especial consideración.

Aprobó Análisis Numérico con la nota más alta de su clase. En los cursos siguientes no perdió al profesor de vista. Se lo cruzaba a menudo en los pasillos de la Escuela de Ingenieros. El profesor respondía a sus saludos con un asentimiento distante. Parecía no acordarse de él.