Múnich

CUANDO llegaron a Múnich algo se había transformado, irremediablemente, dentro de ellas. Aquel diario, de cuya lectura tanto habían disfrutado, se había convertido en el grito de esperanza de un desconocido teniente al borde la muerte. La posible publicación, si bien seguía siendo importante para ellas, parecía haber perdido peso. Sólo deseaban, como prioridad más inmediata, conocer los detalles de la vida de Ludwig Schweinsteiger. Para ello deberían hurgar en el pasado y encontrar posibles supervivientes de aquella barbarie humana; un descendiente el cual, quizás, hubiese conocido al joven teniente. De momento sólo tenían un nombre: Frank Heinz. El tono utilizado en las cartas, al referirse a este, daba a entender una profunda amistad; mucha cercanía. Si alguien había conocido bien a Ludwig Schweinsteiger sin duda había sido Frank Heinz. Tenían la obligación de averiguar todo lo posible sobre él. Para ello estaban en el mejor escenario posible: Múnich.

En cuanto al resto de revelaciones extraídas de las cartas… ¡Erika! ¡Erika! ¡Bendito McAllister! ¡Cuánta razón tenía! Eran hombres como él quienes debiesen tomar las riendas del destino de sus semejantes, pero McAllister jamás se prestaría a ese tipo de juego. Su interés radicaba en estudiar los acontecimientos históricos; darlos a conocer tal y como realmente habían ocurrido. Si se extraían las enseñanzas adecuadas de sus libros, eso era harina de otro costal. Aunque McAllister era el tipo de persona acostumbrada a recibir galardones de manos de políticos, estos jamás lo habrían consultado a la hora de tomar decisiones importantes. Su presencia infundía temor en ciertas esferas. Bastaba una sutil mirada suya para que el observado se sintiese descubierto en sus planes más ocultos. Sí, mejor darle un premio de investigación y dejar que el olvido se encargase de él. Algún día, ni siquiera sus libros serían recordados. Un problema menos.

 

En el brezal florece una pequeña flor

y se llama: Erika.

¿Quién eres Erika? ¿Qué fue de ti?

 

 

 

Se registraron en el Hotel Orly, un confortable establecimiento de tres estrellas en Gabrielenstrasse, cerca de la estación central de tren. De haber podido, hubiesen preferido dormir en una antigua trinchera y sufrir en sus propias carnes parte de lo experimentado por millones de personas en los años de guerra. Todavía les quedaba mucho por hacer. No habían cuestionado a McAllister acerca de las sensaciones despertadas al leer las cartas. Por un lado, eran conscientes de que el anciano historiador había revisado mucha correspondencia similar en el pasado; además, él había sufrido en su propia casa las consecuencias del conflicto bélico. Puede que la lectura de las misivas hubiese reabierto viejas heridas antes cicatrizadas, aunque McAllister no era un hombre propenso a dividir los seres humanos en alemanes y británicos, nazis y aliados… Su división era mucho más sensata: buena gente y mala gente, fuese cual fuese su origen.

Al principio no sintieron una especial inclinación por recorrer las calles de Múnich; parte del anhelo turístico se había evaporado ante el calor de sus sentimientos. Helen ya conocía la ciudad. La investigación previa a una de sus obras la había llevado hasta allí en un par de ocasiones, incluyendo la biblioteca. Esta se hallaba emplazada en Ludwigstrasse (calle Ludwig), una coincidencia cuanto menos llamativa. Dicha biblioteca, conocida como Bayerische Staatsbibliothek, era una de las más importantes del mundo. El edificio, de 24 metros de altura, resultaba imponente, majestuoso. A pesar de haberse perdido durante la II Guerra Mundial unas 500.000 obras pertenecientes a su fondo, todavía conservaba manuscritos de gran valor.

Laura telefoneó desde el hotel a una amiga a cargo de vigilar el apartamento durante su ausencia. ¿Algún correo? Sólo recibos y publicidad, ni una sola nota de Jessel Müller. ¿Por qué? ¿Qué había impulsado al joven a desaparecer de semejante manera? ¿Fueron aquellas muestras espontáneas de amor en la terraza? ¿Un sentimiento de culpabilidad? ¿Vergüenza? ¿Volvería a saber de él? Laura hubiese cambiado todos sus besos por verlo de nuevo. ¿Podían publicar aquel diario sin su presencia? ¿Le había ocurrido algo al joven? ¿Y si alertase a las autoridades? No, todavía no. Si lo hiciese, podría perderlo para siempre. Estaban en pleno verano, quizás el chico estaba con su madre en Málaga o quizás necesitase pensar un poco, resolver sus dudas. Tendrían que darle tiempo; confiar en él. Si Ludwig Schweinsteiger era su abuelo, ¿poseía la madre de Jessel otras cartas semejantes a las leídas? Supuestamente, cuando las cosas funcionaron mejor para los soldados alemanes, la correspondencia habría llegado a manos de los destinatarios. Las dos hubiesen dado cualquier cosa por leer la versión alegre de esos comunicados. ¿O no? La alegría de unos representaba la desgracia de otros, y sabían perfectamente de lo que había sido capaz la locura nazi.

¿Era la misteriosa Erika la abuela de Müller? ¿Por qué este no les había revelado más cosas sobre su origen? ¿A quién quería realmente honrar el joven? ¿A su abuelo? ¿A su abuela, si esta era la mencionada Erika? ¿A ambos?

Pasaron la primera noche en Múnich recluidas en el hotel, donde devoraron unos sándwiches encerradas en la habitación, repasando las cartas de Ludwig Schweinsteiger. Luego optaron por descansar y reponer el ánimo. Al menos en una cosa sí se había equivocado McAllister, pensó Laura; quien hubiese realizado la traducción del original, no sólo podría haberlo hecho teniéndolo entre sus manos. En el pasado, cuando lo importante era preservar los originales de todo manoseo innecesario, la cosa hubiese sido improbable. Ahora, gracias a las nuevas tecnologías informáticas, una podía salir de un ministerio con un documento completo almacenado en un dispositivo de memoria. Si tenían la misma suerte en Alemania, Laura estaba convencida de que McAllister disfrutaría como un niño con la copia íntegra del viejo texto. Entonces les confirmaría si la traducción de Jessel era exacta.

Al día siguiente, mucho más compuestas, abordaron un taxi al salir del hotel e indicaron al chófer la dirección de la biblioteca. Una vez dentro de esta, explicaron al personal cuál era el motivo de su visita, mostrando la carta de McAllister a uno de los encargados. Tuvieron suerte. La introducción de McAllister se convirtió en la llave destinada a abrirles la puerta; sin ella, hubiesen tenido que abandonar su propósito, incluso Helen necesitaba rellenar un formulario de solicitud y esperar la aprobación de los responsables, pues ciertos archivos no se mostraban al público general. Ahora bien, una investigación era algo distinto, especialmente si el escocés estaba detrás de ella. El orgullo de la inglesa, al verse englobada en el conjunto de público general, resultó herido. Cierto, tarde o temprano habría obtenido el permiso requerido, pero el poder transmitido por el nombre de Kevin McAllister la hizo sentirse como una vulgar principiante.

Un funcionario las condujo a través de una gran sala, amueblada con amplias mesas de madera alineadas sobre una moqueta de color azul oscuro. Unas escaleras, también enmoquetadas, conducían a los pisos superiores. En la parte izquierda, en una elevación accesible por medio de las mencionadas escaleras, Laura observó una fila de mesas individuales; en la derecha, unos ventanales enormes cubriendo toda la pared, a través de los cuales se divisaban los árboles del exterior. La sala presentaba un aspecto tranquilo, dada la época del año. Sólo un puñado de estudiantes inclinaba la cabeza sobre un libro o un cuaderno.

“Aunque este es un lugar tranquilo,” les anunció su guía en un inglés impecable, “las llevaré a una sala discreta, para su uso personal. Respetamos mucho la labor de los investigadores y la concentración requerida para ella.”

El alemán las precedió por un largo pasillo cuyo techo presentaba una bóveda de cañón. Estaba flanqueado por ventanas con arcos de medio punto, enclavadas entre columnas de piedra. Esa parte del edificio recordaba más a un monasterio que a una biblioteca. Durante el recorrido, el empleado emitió una serie de elogios hacia Kevin McAllister.

“Un hombre extraordinario. Tenemos todos sus libros en la planta baja. Son de los más solicitados.”

El hombre preguntó a Helen.

“¿Y usted es quien ha escrito la nueva biografía de Churchill?”

La inglesa asintió distraídamente.

“¿Sí? Mi más sincera enhorabuena.”

Pero Helen, todavía molesta por el agravio comparativo con respecto a su colega, aceptó el cumplido en silencio. Poco después se detuvieron ante una puerta. El guía se echó a un lado y cedió el paso a sus acompañantes, quienes accedieron al interior de una sala enmoquetada también en azul, con una mesa de tamaño considerable justo en el centro. Encima de esta encontraron un portátil de última generación, un flexo, folios y bolígrafos. A cada lado de la mesa, dos sillas de oficina de aspecto confortable. Una butaca, de cuero, reposaba en una esquina del habitáculo. Dos ventanas arqueadas, orientadas al este, dejaban penetrar resquicios de luz solar. Era un lugar ideal para trabajar sin ningún tipo de distracciones.

El alemán les explicó el funcionamiento del portátil y las normas del centro. Básicamente, eran las mismas del ministerio moscovita.

“¿Desean un café?”

Antes de tener la ocasión de responder, el tipo ya había desaparecido por la puerta. Laura conectó el ordenador y ambas se acomodaron en sus asientos, apreciando las facilidades a su alrededor.

“Este sitio está muy bien,” señaló Laura.

“Así es, querida. Alberga infinidad de volúmenes, algunos de tanto valor como los Carmina Burana, un manuscrito del cantar de los Nibelungos o una biblia de Gutenberg, por citar algunos. Si tenemos en cuenta que este edificio quedó prácticamente destruido en la época de la guerra, durante la cual se perdieron medio millón de libros, se ha llevado a cabo un trabajo de restauración magnífico.”

Mientras el portátil cobraba vida, reapareció el guía con dos cafés humeantes en sendos vasos de cartón, sobre una bandeja de plástico. También les trajo azúcar, cucharillas y un poco de leche.

“Muchas gracias. Es usted muy amable,” dijo Helen. “¿Podría decirnos, antes de irse, la contraseña de entrada?”

El funcionario les dictó la clave de acceso.

“Ahora ya pueden navegar con total libertad,” concluyó.

Dicho esto, se retiró discretamente.

“Me encanta este lugar, Helen,” comentó Laura una vez a solas.

“¡Qué te voy a contar! He estado aquí en un par de ocasiones. El exterior no ha sufrido alteraciones, pero algunas partes del interior ya no me resultan tan familiares.”

Al igual que en Moscú un motor de búsqueda, con sus banderitas correspondientes, apareció en la pantalla. De nuevo escogieron la insignia española.

En esta ocasión, fue Laura la encargada de teclear.

“Si no te importa, Helen, dejaremos el plato fuerte para el final. ¿Te parece?”

La inglesa adivinó las intenciones de su amiga.

“¿Comenzamos entonces con Frank Heinz?”

Como contestación, el sonido del teclado.

Frank Heinz

 

El resultado parpadeó en la pantalla. El software de la biblioteca alemana superaba al del ministerio ruso.

 

Heinz, Frank (capitán) — 1. Biografía 2. Notas

 

“¡Notas!” exclamaron al unísono.

“¡Menudo hallazgo!” Laura se frotó los ojos. “¿Sabrá algo McAllister de todo esto?”

“No lo creo,” supuso Helen. “De momento, entra en la biografía. Hoy es nuestro día de suerte, querida; algo me dice que nos aguardan muchas sorpresas.”

Laura pinchó en el número 1.

A continuación, la ficha del capitán Heinz ocupó el centro del panel LCD. En la parte superior había una fotografía tamaño carné. La ampliaron antes de contemplarla con reverencia.

El rostro de Frank Heinz era el de un hombre joven, de complexión delgada y mirada afable. Su cabeza estaba cubierta de un denso cabello negro cortado a cepillo. Debajo, una frente más bien estrecha. Los ojos eran grandes, de un matiz claro (el blanco y negro les impidió adivinar el color real). Estos eran el rasgo más destacable en una cara bien proporcionada, de nariz recta y labios congelados en una sonrisa pícara.

“Si Müller es sumamente atractivo,” opinó Helen, “este hombre no lo fue menos.”

Laura tuvo que admitirlo. Frank Heinz había sido un varón guapo, muy guapo; una versión en moreno de Jessel. Dedicaron a la imagen del capitán un par de minutos, tratando de grabarla en la mente. Hecho esto, se centraron en el texto. Por fortuna, estaba muy bien traducido.

 

Heinz, Frank.

Nacido en Kiel en Noviembre de 1915, fallecido en Stalingrado el 21 de Enero de 1943. Hijo de Frank Joseph Heinz (1884-1917) y de Ángela María Heinz (1888-1943).

Esposa: Hildegarde Heinz (Brünsbuttel 1919-Kiel 1943).

Frank Heinz ingresa en la Academia Militar de Kiel en el año 1933, donde es nombrado soldado de confianza en 1935. Abandona la Academia en septiembre de 1939, con el grado de Alférez. Como tal, se integra en una división del Ejército X (posteriormente ejército VI), con motivo del estallido de la II Guerra Mundial.

Sus acciones en Polonia y Bélgica son descritas por sus superiores como valientes y efectivas. Es ascendido a teniente en Abril de 1940. Poco después se enfrenta a un consejo de guerra. Los escasos documentos conservados, señalan a un teniente Heinz tomando partido por un compañero de división, el teniente Ludwig Schweinsteiger (link →), durante una confrontación entre este último y el capitán Ulrich Brehme de las SS. El incidente acaba con una agresión a este último. Los dos tenientes son sometidos a juicio y sólo la intervención del general Von Reichenau, comandante en jefe del Ejército VI, logra mitigar la sentencia. Otra versión inculpa al capitán Brehme en un acto contra las ordenanzas militares, lo cual explicaría el sobreseimiento del consejo de guerra.

Durante la Operación Barbarroja, en 1941, Frank Heinz es condecorado y alcanza el grado de capitán. Heinz escoge al teniente Ludwig Schweinsteiger como adjunto. Juntos llevan a cabo misiones de riesgo, concluidas con éxito. Sin embargo, la relación entre Reichenau y los dos oficiales se enfría a raíz de las matanzas acaecidas en Kiev, Jarkov y Kursk. En estas, el general presta apoyo a las Eisantzgruppen y Sonderkommandos (grupos de operaciones y comandos especiales). Heinz rehúsa tomar parte en este tipo de acciones, alegando el carácter voluntario de las mismas. Walter von Reichenau será relevado de su puesto al frente del Ejército VI (fallece en Enero de 1942, durante su traslado a un hospital, tras sufrir una hemorragia cerebral mientras practicaba deporte a 40 grados bajo cero).

Heinz recibe la Cruz de Hierro por su valor en la batalla de Kiev, donde protagoniza un arriesgado rescate al lado del teniente Schweinsteiger quien también recibe, a petición de su comandante en jefe, la misma condecoración (salvan la vida a varios miembros de su unidad durante una emboscada del Ejército 5º soviético).

El peso de dirigir al Ejército VI durante la Operación Azul (verano de 1942) recae sobre el general Friedrich von Paulus. A lo largo de la batalla de Stalingrado, la 71 división de infantería del capitán Heinz sufrirá importantes reveses. En la madrugada del 21 de Enero de 1943, Frank Heinz es abatido por el disparo de un francotirador, a sólo 11 días del fin de la batalla.

Si dispone de información adicional, o conoce descendientes interesados en reclamar los papeles de Frank Heinz, indíquelo al personal de la biblioteca.

 

Así terminaba la concentrada biografía militar del capitán Heinz. Laura reflexionó sobre ella. ¿Qué puntos relevantes podían extraerse de esa semblanza? El más importante, a todas luces, era el referente a la estrecha amistad entre Heinz y Schweinsteiger. Como prueba de ello el nombre de este último, con su link correspondiente, figuraba en la biografía del capitán.

Los pensamientos de Helen tomaron el mismo curso. Capitán y teniente fueron algo más que meros compañeros de división. Heinz había puesto en entredicho su carrera militar al decantarse por Ludwig Schweinsteiger durante el rifirrafe de este con un SS, el tipo de acto propenso a granjearle a uno serios problemas o incluso costarle la vida. A todo ello habría que añadir el sentimiento de paisanaje. Los dos provenían de la misma ciudad.

Un dúo muy interesante.

“Como ves, Laura, esta es la biografía de un militar de honor, ajeno a la política nazi. Sólo puedo expresar mis simpatías hacia él. En el fondo, su muerte fue una especie de bendición, pues su esposa y madre murieron el mismo año, dos golpes muy duros de encajar después del infierno ruso. Al menos no tuvo que afrontarlos.”

Helen hizo una pausa antes de pasar a la segunda parte de su valoración.

“El vínculo entre Heinz y el teniente Ludwig fue muy estrecho. Descubrir el nombre del autor de nuestro diario en la ficha del capitán, me ha emocionado. El link directo a la del teniente me parece algo extraordinario. Hay un aspecto muy curioso, Laura. Si te fijas bien, los dos murieron en Enero de 1943. En sí no debería resultar extraño, pues en aquel momento de la batalla todos caían como moscas. Pese a todo, algo me dice que o bien murieron juntos o bien sus muertes estuvieron muy próximas en el tiempo. Y en cuanto al modo de escribir esta ficha… Nunca había leído una biografía tan personal, por no decir casi subjetiva. Heinz no fue un alto mando, ni siquiera comprendo cómo existe un informe tan detallado de un oficial medio ni porqué se menciona en él a un simple teniente. O bien fueron héroes conocidos de la Wehrmacht o alguien les ha querido rendir un homenaje a los dos, Laura. Recalco de nuevo esa idea: a los dos.”

Para Laura ese aspecto era una mera casualidad, a no ser que su amiga estuviese tratando de insinuar algo más.

“No estarás pensando en algún tipo de relación amorosa entre capitán y teniente, Helen. Sería absurdo. Nada sugiere tal cosa.”

La inglesa no consideró esa posibilidad como algo descabellado.

“¿Por qué no? En un entorno sin mujeres, ese tipo de cosas son susceptibles de ocurrir, quizás hasta frecuentes. Pero eso no nos importa, sino los detalles de esta ficha. Podemos encontrar varias biografías de, por ejemplo, gente como von Manstein, cuyo libro, Victorias Perdidas, se encuentra entre los volúmenes de mi biblioteca personal. Salvo se haya decidido, aquí en Múnich, presentar al mundo un ejemplo de revisión histórica sin parangón, reitero mi sorpresa en cuanto a esta biografía de Heinz. Lo más lógico sería un mini resumen al estilo del contemplado en Moscú. Si existe una ficha similar para cada oficial del ejército, sea cual sea el rango, entonces me quito el sombrero ante el extenso trabajo realizado. Insisto, me llama la atención ese link a una ficha del teniente Ludwig, amén de su mención. Alguien se ha tomado bastantes molestias. Ni Heinz sería el único capitán de su división ni su adjunto el único teniente. De seguirse la misma política a la hora de archivar, faltan multitud de vínculos a otros oficiales de la división.”

Laura no sabía qué pensar. No era ese su ámbito de conocimiento.

“Yo sólo veo una hermosa amistad en medio de unas circunstancias terribles. Tú, Helen, eres la historiadora; sabrás a ciencia cierta si cierto tipo de relaciones, entre soldados y en un entorno nacionalsocialista, estaban permitidas o no.”

“¡Por supuesto que no lo estaban!” protestó Helen. “Pero el ser humano siempre encuentra un modo de salirse con la suya sin ser descubierto.”

En realidad, Laura no estaba interesada en el tema.

“A mi entender, Helen, esta investigación ha terminado por desbocar tu imaginación. Si no te importa, ciñámonos a los hechos.”

“Como prefieras. Si accedes al siguiente archivo adjunto, quizás descubramos algo más concreto.”

Laura pinchó sobre el número dos y la pantalla vomitó un texto de extensión considerable… ¡en alemán! No había sido traducido.

“Un trabajo para McAllister,” suspiró. “¡Maldita sea! ¡Odio esperar! Aquí se esconce algo vital. Lo presiento.”

Helen compartió su frustración.

“Esto es ridículo,” dijo. “¿Por qué traducir una documento y no el otro? De hecho, ¿quién diablos, fuera de Alemania, puede estar interesado en la ficha del capitán? Sus notas pueden presentar algún interés; pese a ello, son sus notas las dejadas al margen de una traducción. No lo entiendo, la verdad. En ese aspecto, los rusos son más lógicos.”

De cualquier modo, el comienzo en la biblioteca muniquesa no podría haber sido más prometedor. Como bien había dicho Laura, estaban ante el aperitivo y les quedaba por degustar el plato fuerte. Tenían dos alternativas: introducir el nombre del teniente a través del teclado o acceder directamente a su ficha utilizando el enlace habilitado para tal propósito en la del capitán Heinz. Optaron por la segunda opción. Las dos respiraron hondo. Muy hondo.

 

Schweinsteiger, Ludwig (teniente)

1.— Biografía

2.— Escritos

 

“¡Esto es fantástico, Laura!” gritó una Helen emocionada.

“¿Has traído tu USB?” preguntó la valenciana sin dejar de mirar el menú. Se sintió como una arqueóloga que descubre una pieza supuestamente perdida.

Helen rebuscó en el interior de su bolso y extrajo el dispositivo. No sólo era importante descargar los datos relativos al teniente Ludwig (se moría de impaciencia por examinarlos con tranquilidad), sino también aquellos relativos al capitán Heinz.

“Selecciona primero la biografía, Laura. Comprobemos si lo que se guarda aquí añade más información a la obtenida en Moscú. Si consideramos la ficha de Frank Heinz, sin duda será así.”

La elaboración de un archivo con todos los detalles disponibles de cualquier persona implicada en la guerra, independientemente de su rango, era algo relativamente reciente en la biblioteca de Múnich (Helen no lo sabía). Dicho archivo estaba enfocado al recuerdo de las víctimas, no a aportaciones históricas, si bien estas tampoco eran desdeñables.

Laura adoptó un gesto solemne al presionar el número 1.

¡Sí, aquello estaba muchísimo mejor! Una cascada de datos surgió en el ordenador y la única decepción la constituyó la pobre calidad de la foto en el encabezamiento. No estaba borrosa o mal hecha, pero a diferencia de la instantánea del capitán Heinz, el teniente llevaba su gorra de oficial calada hasta las cejas, lo cual sólo le dejaba al descubierto la nariz y la boca. Los ojos buceaban en la sombra de la visera. Incluso en la penumbra, se apreciaba que eran hermosos. Les hubiese gustado contemplarlos con más definición; apreciar el color. No sabían cómo sería el cabello, la frente o la forma general del cráneo. En cuanto a las partes nítidas (nariz, pómulos, mentón y boca) eran insuperables en su perfección.

“La misma belleza de líneas de Jessel!” dijo Laura entrecerrando los ojos.

“Todo te recuerda a Müller, querida. ¡Belleza de líneas! ¡Como si hablases de un coche! Me hubiese gustado ver, al descubierto, la fisionomía de nuestro autor. En fin, esto es mejor que nada. ¡Adoro esta biblioteca!”

Helen estudió de nuevo en el retrato y confesó:

“Este verano pasará a la historia de mi vida. Gracias a él, he podido admirar a los dos jóvenes más apuestos que se pueda imaginar. Te lo debo a ti, Laura.”

Esta recibió la deuda de gratitud en silencio. Estirando una mano, acarició la foto del teniente con la yema de los dedos. Sus ojos se humedecieron y Helen la miró inquieta.

“¡Vamos, Laura! ¡No es Müller quien está ante ti! Ya te he lo dicho. Sólo tú lo ves en todas partes. Mira bien a ese joven. Es totalmente diferente. No dejes que su recuerdo te pase factura, justo ahora.” Helen presionó el hombro de su amiga con ternura.

“¿Qué te parece si leemos la ficha, Laura?”

“Sí, será lo mejor. No sé por qué demonios Jessel me ha venido a la cabeza.” Laura hizo un esfuerzo por dominar su estado de ánimo. Cubrió la mano de la inglesa con la suya propia.

“Gracias, Helen. Ya ha pasado.”

Comenzaron a leer, extasiadas, toda la información disponible sobre Ludwig Schweinsteiger.

 

Schweinsteiger, Ludwig.

 

Nacido en Kiel en Marzo de 1918, fallecido en la batalla de Stalingrado el 20 Enero de 1943. Hijo del capitán Frederick (1890-1918) y de Klara Schweinsteiger (1894-1950).

Máxima graduación: Teniente en la 71 división del Ejército VI, bajo el mando de los generales Walter von Reichenau (primero) y Friedrich von Paulus (más tarde).

Hermano: Oliver Schweinsteiger (sargento). Kiel, Mayo de 1915-Leningrado, Octubre de 1942.

Esposa: Martha Schweinsteiger. Kiel, Septiembre de 1922-

Hija: Klara Schweinsteiger. Kiel, Marzo de 1943-

 

En 1932, Ludwig Schweinsteiger ingresa como cadete en la Academia Militar de Berlín, una de las más prestigiosas y estrictas de su tiempo. A los veintiún años (Febrero de 1940), con el grado de Alférez, es destinado a la 71 división del Ejército VI, al mando del general von Reichenau. Durante las campañas de Bélgica y Francia, sus muestras de valor le valen la Cruz al Mérito de primera clase y el ascenso a teniente.

Ese mismo año, Ludwig Schweinsteiger se enfrenta a un consejo de guerra por discutir con un oficial de las SS y agredirle. Según la versión de los hechos, el recién ascendido teniente era un joven más cercano a las posturas del general von Rundstedt, un hombre de la vieja escuela prusiana y contrario a la política nazi, que a las del general von Reichenau, firme pro nazi. (Von Rundstedt se opondrá a la operación León Marino, concebida para invadir Inglaterra. Hará lo propio con la Operación Barbarroja, de idéntico propósito con respecto a la Unión Soviética. En ambos casos, consideró que Alemania ni estaba preparada ni poseía los recursos necesarios para desarrollar semejantes operaciones. Así mismo, Rundstedt no estuvo conforme con el nombramiento de Reichenau como Comandante del Sexto Ejército, expresando también su malestar por la dimisión de Werner von Fritsch, como Comandante en Jefe del Ejército, tras haber sido acusado de homosexual).

Ludwig Schweinsteiger, quien ya admiraba a Rundstedt por su pasado como estudiante en la Escuela Militar de Berlín, así como por su historial en una I Guerra Mundial en la cual había fallecido su propio padre, el capitán Frederick Schweinsteiger, defenderá las posturas del general con fervor. En un encendido debate sobre la viabilidad de un desembarco alemán en suelo británico, un oficial de las SS, el capitán Ulrich Brehme, increpa al joven teniente y ambos terminan protagonizando una fuerte discusión. Esta finaliza cuando Brehme da con los huesos en el suelo. En la trifulca interviene el teniente (luego capitán) Frank Heinz (ver link →), amigo inseparable de Ludwig y cuyos destinos terminarían ligados. También es enjuiciado.

Paradójicamente, es la intervención de Reichenau, presidente del consejo de guerra, la que evita un mal mayor a los dos tenientes de su ejército. Son amonestados públicamente y sometidos a arresto temporal. El recurso de Brehme es ignorado.

Schweinsteiger es trasladado al frente ruso coincidiendo con el comienzo de la Operación Barbarroja contra la Unión Soviética, donde destaca en las misiones de su unidad.

A causa del éxito inicial de la campaña, cuando los soldados soviéticos huyen en desbandada y se incrementan las dificultades logísticas de la misma, se atribuye al teniente una frase muy popular entre las tropas alemanas destacadas en la zona: “ni un enemigo delante, ni un suministro detrás.”

(Helen lanzó una carcajada. ¡Qué ocurrencia!)

Junto a su compañero Frank Heinz, descarta “limpiar la zona de indeseables”. Obtiene la Cruz de Hierro al salvar la vida de varios compañeros (Octubre de 1942) en una arriesgada maniobra con pocas posibilidades de éxito. Cuando Frank Heinz es ascendido a capitán, el teniente Ludwig pasa a ser su adjunto.

Su conocimiento de la lengua rusa le permite actuar, en ocasiones, como intérprete para sus superiores. A efectos de práctica, lee obras originales de autores rusos. En su biblioteca no faltan otras obras de su agrado, incluyendo autores judíos. Esta circunstancia es el desencadenante de un segundo juicio cuya sentencia lo obliga a permanecer en suelo soviético, sin permisos, por tiempo indefinido. Meses antes, el general von Paulus se había hecho con el mando del Sexto ejército (Reichenau ya descansaba en su tumba). Será la influencia de Rundstedt, pese a haber sido depuesto de su cargo al frente de los ejércitos del sur, la que atenúe la sentencia. El teniente realiza dos visitas a su ciudad natal entre el otoño y el invierno de 1942. Serán las últimas.

El 20 Enero de 1943, poco antes de la rendición del VI Ejército, comete suicidio. Desobedece así una orden dictada por Paulus, en la cual se prohibía dicho acto entre sus hombres. Como resultado de un intercambio documental relacionado con la II Guerra Mundial, el gobierno ruso cede una parte de los documentos del teniente Schweinsteiger a la Bayeresch Staatsbiblithek (1989).

Puede acceder a ellos a través del siguiente link →

Si dispone de información adicional o conoce descendientes interesados en reclamar estos archivos, indíquelo al personal de la biblioteca.

 

“¡Guau!” exclamó Helen emocionada. “¡Esto sí que es toda una recuperación histórica! Tiene un enlace al archivo de Moscú. Nos podríamos haber ahorrado el viaje.”

Laura, compartidora de ese entusiasmo, leyó por segunda vez la biografía. El desdichado teniente se había quitado la vida, igual que el Ludwig de su pesadilla.

“¡Ese hombre era todo un carácter!” exclamó Helen. “¡Dos juicios! ¿Eres consciente de lo que suponía, por aquel entonces, ignorar ciertas directrices, Laura?”

“Puedo imaginármelo. Ludwig fue una persona muy especial, algo evidente para cualquiera familiarizado con su diario. Me ha impactado el saber cómo murió. Es todo muy triste.”

“Así es. Tenemos ante nosotras a un intelectual orgulloso,” agregó la inglesa. “No estuvo dispuesto a deshacerse de ciertos libros pese a las consecuencias, entre ellas privarle del permiso para retornar a los brazos de su esposa. Hemos encajado otra pieza del rompecabezas. Con la ayuda de Rundstedt, pudo visitar a Erika. Ya sabemos cuándo ambos concibieron a su hija. Y si antes estaba confusa, ahora lo estoy más. La biografía de Heinz es bastante personal, pero ésta la supera tanto en eso como en otros detalles. Parece la obra de un amigo suyo, alguien al tanto de su día a día. Podría haberla escrito la mismísima Erika.”

Laura se sobresaltó repentinamente.

“¿Erika? ¿Acaso no te has fijado bien, Helen?”

“¿Fijado en qué?”

“¡Mira!” la profesora señaló un nombre en la pantalla.

Helen fijó la vista en el punto indicado y exclamó:

“¡Dios santo! (se tapó la boca con una mano) ¿La abuela de Müller sigue viva?”

Laura, entornando los ojos, lanzó al cielo un suspiro de impaciencia.

“¡Vamos, Helen! ¿Eso es todo lo que se te ocurre? ¿Acaso no hay un detalle mucho más importante?”

“¿Más importante?” rio su amiga. “Según Müller, la copia del diario llegó a manos de su madre al fallecer su abuela. ¡Pero la anciana está viva! ¡Tiene 98 años!”

Laura reconoció la importancia del hecho, un hecho insignificante en comparación con la discrepancia de nombres reflejada en la biografía. Esa discrepancia afectaba directamente a la esencia del diario. Lo primero sólo era una prueba de que o bien Müller creía a su abuela muerta o, quizás, simplemente prefería ocultar cómo la obra había llegado a su madre. Lo otro…

“Su abuela se llamaba, o según esto se llama, Martha. ¿Pueden unas cartas o un manuscrito, redactados desde el frente, ir dirigidos a una mujer llamada Erika y ser a la vez composiciones para una tal Martha?”

Por fin, Helen se dio cuenta de aquel embrollo.

“¡Martha! ¡Es cierto! Vaya, por lo visto el teniente tenía una amante,” dijo divertida.

“¡No seas ridícula! ¡Fíjate en su perfil! ¿Te lo imaginas escribiendo cartas a su madre y mencionando en ellas a una amante y al hijo que tendrán juntos?”

Helen no supo qué responder a esto. Por su parte, Laura amplió la lista de revelaciones impactantes.

“¿Y qué me dices del hecho de que cuando el teniente Ludwig falleció, en el año 1943, su esposa estaba embarazada? ¿Qué edad tiene su hija Klara?”

Helen efectuó un cálculo mental con rapidez.

“¡Setenta y siete años! ¿Tuvo a Müller a los 58?”

“Todo esto es un puzle sin sentido,” señaló Laura, quien comenzó a trazar un gráfico en un folio.

“Lo mejor será empezar desde cero,” dijo adoptando una expresión seria. “Jessel tiene 19 años; su tarjeta de identidad es lo único fiable acerca de su persona. Estamos en el año 2020, y si él nació en el 2001…”

Helen intervino en ese instante.

“Me temo que nuestro planteamiento inicial es el equivocado, Laura. Copia, traducción, original, autor real… Estamos pasando por alto muchos aspectos igualmente importantes.”

Laura comprendió a dónde quería llegar su compañera. ¿Podían haber actuado con mayor torpeza?

“Tienes razón. Al querer ir más deprisa que los propios acontecimientos, nos hemos dejado atropellar por estos. Pensemos con claridad.”

Laura apoyó la frente en las manos. Por desgracia, habían cometido errores de juicio imperdonables. Al cabo de un rato levantó la vista y dijo:

“Jessel lo ha embrollado todo desde el principio. Toca razonar con lógica. En el fondo no sólo no somos culpables sino que hemos avanzado mucho gracias a McAllister.”

Helen estuvo de acuerdo.

“Vayamos por partes,” prosiguió Laura. “Un joven me envía la traducción de la copia de un manuscrito. Según él, fue escrito por el amigo de un antepasado suyo. Dicha copia pasa de las manos de su abuela a las de su madre, hasta finalmente llegar a las manos del propio Jessel. Hasta ahí nada destacable; a fin de cuentas, todavía no teníamos la menor idea del año de composición. ¿Qué hay de extraño en todo ello? Aquí tiene, señora Torrent, la traducción de un texto que me ha dado mi madre hace algún tiempo. ¿Puede darme una valoración? Perfecto. Entonces yo envío una copia de la traducción de la copia…”

Laura dio una palmada violenta en la mesa. ¿Existía algo más enrevesado que aquello? Su amiga sonrió ante toda aquella confusión verbal.

“¡Diablos, Helen, suena tan abstracto!”

Esta no pudo contener un amago de risa.

“Sigue Laura, lo estás haciendo muy bien.”

La valenciana rio a su vez.

“Sí, mejor tomarlo con humor. ¿Dónde estaba?”

“Una copia de la copia.”

Unas carcajadas inundaron la estancia, semejantes al alboroto de unos críos en el patio de un colegio.

La puerta de la sala se abrió unos centímetros y la cabeza del empleado encargado de llevarlas hasta allí asomó en el umbral. Las risas de las dos mujeres arreciaron de tal manera que se les saltaron las lágrimas.

“Por lo visto, no necesitan mi ayuda,” comentó seriamente el alemán.

Esta escena las hizo llevarse las manos al estómago, incapaces de controlar sus cada vez más estentóreas carcajadas. El funcionario, excusándose, cerró la puerta con sigilo. Ambas no recuperaron el control hasta pasados unos minutos. Laura se secó las lágrimas con un pañuelo antes de confesar:

“¡Oh, Helen, hacía tiempo que no me reía tanto!”

“Yo tampoco. Perdona, no pude evitarlo. Continua, te lo suplico.”

Laura se serenó un poco y trató de concluir del modo más conciso posible.

“Como decía (suprimió un nuevo amago de risa) yo te envié una copia para su evaluación. Tú te mostraste interesada y decidiste venir a mi casa, donde conociste a Müller. Al ser cuestionado por ti, admitió el original como obra de su abuelo. De nuevo, todo perfecto. ¿Por qué no? Pero al nombrar a McAllister algo cambió en su expresión, como bien recordarás (Helen movió la cabeza de arriba a abajo). Ahora sabemos el porqué. Tu ilustre colega no tardó demasiado en ubicar el contexto histórico de la narración. Como bien dice, la gente mayor tiende a recordar sucesos acontecidos hace años a la vez que tiende a pasar por alto detalles del presente inmediato. McAllister no olvidó la lectura del original hace décadas, aunque obvió la discrepancia de fechas en todo lo referente a Müller y sus antepasados. La madre de este nació en 1943 (su abuela estaba encinta cuando el teniente Ludwig perdió la vida). Si Jessel nació en el año 2001, entonces su madre rondaba los 58 años cuando dio la luz, algo difícil de creer. Es más, si emigraron a España cinco años después de nacer el joven, nos hallamos ante la paradoja de una mujer que consigue un empleo, en Málaga, casi a la edad de jubilación. Esto no me cuadra.”

Helen también aporreó la mesa.

“¡Espera un momento! No sé qué tipo de virus nos está carcomiendo el cerebro pero seguimos dando palos de ciego. ¿No te das cuenta de algo más?”

Laura frunció el ceño como respuesta.

“¡Escúchame atentamente, Laura! (la inglesa levantó las palmas de ambas manos, como si tratase de detener un objeto aproximándose a ella). Ludwig concibió el diario como un recuerdo para su amada Erika. La abuela de Müller no se llama Erika, sino Martha, lo cual resulta ya curioso de por sí. No será hasta el año 1989 cuando una parte de los papeles del teniente, confiscados por los rusos en 1943, se ceda a los alemanes. Teniendo esto en cuenta, ¿de dónde surge la copia de un diario cuya custodia nunca abandonó el estado? Hasta ahora no podíamos pronunciarnos al respecto con total garantía; debíamos conceder a Müller el beneficio de la duda. Sin embargo, ¡mira, Laura!”

Helen elevó el tono de voz al señalar una línea en la pantalla.

“¡El diario no ha sido reclamado por nadie! ¿Te das cuenta de lo que esto significa?”

Laura leyó otra vez la anotación al final del resumen de la vida del teniente.

Si dispone de información adicional o conoce descendientes interesados en reclamar estos archivos…

“Las cosas se complican todavía más. Cada paso adelante va seguido de dos pasos atrás,” se quejó Laura. Pero Helen no sólo no estaba de acuerdo sino que daba la impresión de estar disfrutando como una niña con cada nuevo descubrimiento.

“Bien pensado, querida, esto nos pone en bandeja la solución más natural.”

“¿Y cuál es esa solución tan natural?”

“Que Müller no mintió al afirmar que su madre trajo desde Alemania la copia del diario de un amigo de su abuelo. Trata de imaginarte el escenario: el teniente Schweinsteiger no sobrevivirá, y él mismo lo confiesa a su querida Erika en una carta. Consciente de que su diario, ese diario concebido para su esposa como una muestra de amor, caerá en manos rusas y su esfuerzo habrá sido en vano… ¿qué puede hacer? Encargar a un camarada una copia del mismo, bien un compañero evacuado con los heridos o quizás su buen amigo Heinz. Un alto mando también podría hallarse detrás, alguien con quien mantuviese una buena relación y cuya supervivencia fuese más probable. El general Rundstedt pudo ser el correo escogido.”

“¿Rundstedt? ¿Un general? ¿Y por qué no entregarle directamente el original? No me imagino a un hombre en la posición de Rundstedt copiando el diario de un teniente.”

“No, Laura. Rundstedt ni siquiera estaba en las cercanías de Stalingrado en ese momento. Me refiero a que él podría haberse hecho cargo de la copia efectuada por un compañero del teniente. Es un poco rebuscado, la verdad. No sé qué tipo de persona fue el general, es una pregunta para Kevin, pero compartía la misma visión de las cosas que su subordinado. Si ambos se conocieron, sin duda hubo una simpatía mutua. Por otro lado, pese a lo que da a entender el teniente en su tercera carta, quizás albergaba una remota esperanza de escapar con vida; de ofrecer, en persona, su relato a Erika, lo cual no es motivo para no tomar una precaución extra.”

Laura pensó en esto.

“Mejor una copia que nada,” insistió la inglesa. “Esto explicaría la disparidad de edades y apellidos; el hecho de que exista una traducción de la obra original aunque esta se custodie en un archivo. El teniente Ludwig y Müller no tienen, a mi entender, la menor relación. Jessel no es hijo de Klara Schweinsteiger, como ya indica la diferencia de apellidos.”

“¿Aunque su madre se llame Klara?” preguntó Laura con el ceño fruncido.

“¿Por qué admitir entonces la sugerencia de su abuelo como autor de la obra?”

Helen sacudió los hombros, pensativa.

“Porque pretendía seguirme la corriente y quitarme de en medio. Eres tú quien le interesa, querida, no yo.”

“¿Interesa?” Laura miró a Helen con desconfianza.

“¡Vamos, vamos! Lo que ocurriese entre ese muchacho y tú mientras yo me daba una ducha, no es de mi incumbencia.”

“¡Helen!” El rostro de Laura se tornó escarlata.

La inglesa trató de quitar hierro al asunto.

“Olvídalo, Laura. No es relevante para este caso. Al menos hemos aclarado algunos puntos cruciales. Sabemos mucho más que hace unos minutos. Demos gracias al archivo de esta biblioteca. Sin él, nuestros esfuerzos habrían sido inútiles.”

Laura hizo lo posible por olvidar el comentario de su amiga lo antes posible. ¿Cuánto sabía Helen acerca de lo acontecido en la terraza de su apartamento? Ni idea. Intentar averiguarlo superaba su umbral de vergüenza. Actuó como si las insinuaciones de Helen careciesen de fundamento. Para ello, cambió de tema.

“Y ese compañero o alto mando, ¿sería el abuelo de Jessel?”

“O eso, Laura, o estamos en medio de un sueño sin sentido.”

“Podríamos recurrir a McAllister.”

“Justo lo que estaba pensando.” Helen abrazó la idea con entusiasmo. “Acudamos otra vez a nuestro Oráculo de Delfos particular. Una vez revise estas biografías, encontrará alguna pista adicional.”

“¿Y qué hacemos con el diario?” Laura pensó que encontrarlo había sido la razón de todos sus desvelos. Bien, ya lo tenían ante ellas. ¿Y ahora?

“Intentaré transferir los archivos a mi USB,” respondió Helen. “Cuando lleguemos al hotel, lo examinaremos todo con más calma. Aquí hemos terminado. Podemos seguir reflexionando en otro lado.”

La transferencia fue posible y las dos amigas abandonaron la sala. Al llegar a recepción, agradecieron al funcionario la ayuda prestada. Helen, siempre deseosa de estar segura de las cosas al cien por cien, preguntó al hombre si ninguno de los archivos del teniente Schweinsteiger había sido reclamado, jamás, por persona alguna. El cuestionado llevo a cabo una serie de comprobaciones en su ordenador, cotejando todos los datos a su alcance. Durante unos minutos, estuvo aporreando el teclado y comprobando los resultados en la pantalla. Cuando se dirigió a ellas, lo hizo con interés.

“Curiosamente sólo su colega, McAllister, ha solicitado permiso para estudiar los documentos de Ludwig Schweinsteiger, entre otros muchos, en el año 1968, cuando todavía se custodiaban en Moscú. Aquí dice que manejó los documentos en el ministerio ruso, en Julio de ese año. Cómo pueden ver, nuestra información es muy precisa. A lo mejor algún otro investigador ha echado un vistazo a esos papeles y no se ha registrado. No todo el mundo es tan célebre como su amigo (Helen sintió rabia otra vez). Al margen de él, nadie más ha mostrado ningún interés por ese teniente. Hace años, antes de diseñarse el archivo digital de la Segunda Guerra Mundial, los familiares de los soldados caídos acudieron a nuestros archivos en busca de posibles cartas o notas de sus seres queridos, aunque casi nunca encontraron gran cosa. No todo el mundo escribía en el frente y no todos los frentes era iguales. La correspondencia enviada desde Europa occidental solía llegar con cierta facilidad a su destino. Los enseres de los muertos, en ese mismo escenario de guerra, terminaban habitualmente en manos de los familiares. Pero el frente oriental fue algo muy distinto; allí se libraron batallas atroces y las distancias eran enormes. En el caso de Stalingrado, que según veo aquí (señaló la pantalla) es donde pereció ese teniente, las cosas estaban peor que en ninguna otra parte.

Los descendientes de ese hombre difícilmente podían esperar que sobreviviese algo relacionado con él. Quizás esa es la razón por la cual no se ha hecho ninguna reclamación o, quizás, no quede nadie interesado en ese tipo de recuerdos. En cualquier caso, si un familiar lo solicita, siempre tendrá a su disposición aquello bajo nuestra custodia.”

“¿Y qué ocurre si los descendientes ignoran la existencia de estos documentos?” preguntó Laura.

El alemán sacudió la cabeza.

“No lo creo. Yo no sé cómo actuarán en otros países pero nosotros emitimos, en su día, notificaciones públicas relativas al archivo de guerra. Algunos se interesaron por él y otros no quisieron ni oír hablar del asunto. A pesar del tiempo transcurrido, sigue siendo un período muy doloroso de nuestra historia.”

“¿Sabe si una tal familia Müller ha visto el expediente del teniente?”

“Ya le he dicho que si así fuese constaría en nuestra base de datos.”

“Una última cosa, por favor,” recordó Helen. “¿Podría realizar una comprobación similar con el archivo del capitán Frank Heinz?”

“¿Por qué no?” sonrió el hombre.

 

Transcurrieron varios minutos más en los cuales se repitió el proceso anterior.

“¿Saben? Es curioso,” indicó el alemán frunciendo el ceño.

“¿Sí?”

“El archivo del teniente Schweinsteiger fue transferido desde Moscú en el año 1989 y apenas constaba de detalles biográficos, sólo algunos escritos. El equipo de investigación hizo el resto. Obviamente, a los rusos les interesa más la historia de sus víctimas que la de las nuestras y viceversa. En el caso de Heinz, los datos no llegaron a nosotros hasta hace solo cuatro años. ¡Cuatro años!” repitió para sí el funcionario, al borde de la incredulidad. “Eso fue un año después de que se elaborase nuestro fichero. Es como si antes no hubiese existido ningún capitán Heinz.”

“¿Cómo es posible?” preguntó Laura. “Ese hombre era un oficial condecorado. ¿No tenían información sobre él?”

“Por lo visto no.” Su interlocutor no salía de su asombro. “Y lo más interesante de todo es que su perfil biográfico, amén de las notas, fue donado por un heredero del mismísimo mariscal von Paulus.”

“¡Paulus!” las dos abrieron mucho los ojos.

“Ni más ni menos. Por lo visto, él hizo todo lo posible por salvar todo cuanto pudo de sus hombres; no me sorprendería se incluyesen ahí los escritos del teniente Ludwig. Pero los papeles de Heinz los conservó, el Mariscal, para sí mismo una vez se retiró a Dresde. Debieron de ser muy valiosos para él. Uno de sus herederos nos envió una copia poco después de inaugurarse el nuevo archivo, rogándonos discreción. ¡Discreción! ¡Eso dice aquí! Y si buscaba discreción, ¿para qué enviarnos esos papeles?”

El tipo no les habló directamente. Parecía interesado en todo el asunto; abstraído por completo.

“¿Han sido examinados por alguien?” insistió Helen, igualmente intrigada.

Nueva búsqueda.

“Sí, por varias personas aunque ninguna de ellas relacionada con el capitán; sólo investigadores.”

“¿McAllister?”

“Déjeme ver… No. En esta ocasión el nombre de su amigo no figura entre los solicitantes.”

Querido carcamal, tengo un regalito para ti.

Quedaron muy satisfechas con las explicaciones recibidas. Ya podían marcharse.

Cuando abandonaron el edificio, el gesto intrigado del alemán permaneció grabado en su rostro.

 

El sol brillaba en el firmamento. Ludwigstrasse hervía de actividad y las dos amigas miraron a su alrededor con otro espíritu, descubriéndose en medio de una ciudad singular. El exterior de la biblioteca no invitaba al paseo; una arteria cruzaba justo por delante del edificio y el tráfico comenzaba a ser denso a esa hora. No obstante, una vez se dejaron perder por las calles adyacentes, la ciudad las atrapó, tanto como el fascinante paisaje de los alrededores, dominado en la distancia por unos Alpes con mantos de nieve en las cimas pese a ser verano.

Pasaron por delante de la catedral de Nuestra Señora de Múnich, una construcción de altura elevada si bien lejos de merecer el calificativo de gran catedral europea. El mérito de la capital de Baviera residía en su vida callejera y en el entorno, no en su arquitectura.

“Este lugar podría considerarse la cuna del nazismo,” explicó Helen. “Y me imagino que has oído hablar del célebre Oktoberfest, ya sabes, el festival de la cerveza en el mes de octubre.”

Laura empezó a sentir la influencia de los rayos del sol sobre la piel, así como mucha sed. Puesto que se encontraban en Múnich, ¿por qué no degustar una buena jarra de cerveza alemana? Helen aplaudió la propuesta.

“Buena idea, iremos a la famosa cervecería Hofbräuhaus. Te enamorarás de ella. Espero no esté tan masificada como es habitual.”

Sí lo estaba. Como punto de interés en Múnich, los turistas nunca perdían la oportunidad de detenerse allí. La fachada del local, cercano a la céntrica Marienplatz, era hermosa, como sacada de un cuento medieval. Si había sido reconstruida o había soportado el castigo al cual fue sometida la ciudad durante la Segunda Guerra Mundial, era algo que desconocían.

Dado el grado de destrucción sufrido por Múnich, lo más probable es que la primera opción fuese la correcta. Al entrar en la cervecería sus ojos reposaron en los bancos de madera alargados, con unas mesas no menos extensas entre ellos. Sobre estas se inclinaban multitud de visitantes, unidos por una afición común a las jarras de cerveza. Algunos de los presentes vestían la ropa tradicional de Baviera, la música sonaba por todas partes y el ambiente de fiesta dominaba el recinto. Hicieron su pedido y poco después un camarero les sirvió dos enormes jarras a rebosar. No estaban solas; el banco escogido estaba repleto de clientes y tuvieron que elevar la voz para hacerse oír.

“¿Qué te parece, Laura?” gritó Helen.

“¡Esto es una maravilla! Y la cerveza (echó un buen trago) es deliciosa.” Se pasó la lengua por el labio superior, lamiendo la espuma con deleite. Luego, como si una idea repentina le hubiese venido a la cabeza, añadió cabizbaja:

“Supongo que la vida era así antes de la guerra. Alegría entre amigos, jarras de cerveza, la seguridad proporcionada por una rutina diaria… Me pregunto qué tipo de existencia tuvo Ludwig Schweinsteiger; qué sintieron él y el capitán Heinz durante sus campañas; cómo reaccionó Erika al conocer la muerte de su esposo… Hay muchas cosas que me gustaría saber pero cuyo conocimiento, al mismo tiempo, me llena de aprehensión.”

Helen dejó la jarra a un lado para contestar:

“Comparto tu curiosidad, Laura. Si el teniente Ludwig escribió en el frente algo más que su diario o las cartas a su esposa, algún tipo de memorias acerca de su percepción de la guerra o del devenir de los acontecimientos… ¡lo que yo daría por leerlas!”