Edimburgo

UN corazón femenino roto, en plena juventud, es siempre una visión difícil de olvidar; en plena madurez es algo desolador. Helen sabía que un cambio de aires era lo mejor para su amiga.

He aquí una persona inteligente, brillante, honesta… Sin embargo, cuando se trata de pasiones internas, no es diferente al resto de mortales. Sólo una cosa puede ayudarla: un poco de acción.

“Querida, al menos sabemos con certeza el nombre del autor. ¿No deberíamos seguir la pista?”

Laura lanzó un suspiro de hastío.

“¿Para qué? Jessel ha desaparecido. Seguramente se ha ido. No pienso seguir adelante con todo esto. Que sea el autor quien se preocupe de su propia obra. No comparto tu buen humor al respecto.”

“¿El autor? ¿Acaso no se le supone muerto?”

“Entonces no beneficiaremos a nadie, salvo a alguna editorial sin necesidad de dinero.”

Helen levantó los ojos al cielo, exasperada.

“No, sabes que no es así. Deja de comportarte como una chiquilla (Laura se revolvió furiosa). El beneficiado será el público, el mundo, la literatura en general; esa cosa abstracta a la cual has entregado tu vida. Escúchame (la cogió por la barbilla obligándola a mirarla). Si tanto echas de menos a ese joven, sólo tenemos un modo de encontrarlo (Laura prestó atención): proseguir con nuestra labor. No podemos abandonar ahora. Mi curiosidad supera cualquier otro sentimiento. Quizás el rastro del diario nos lleve hasta Jessel o quizás no, pero es mejor que no hacer nada y lamentarnos estúpidamente. Ese muchacho te remitió un manuscrito y es nuestra obligación tratar una obra de ese calibre con el debido respeto. Müller sólo ha actuado como agente; te envió un puñado de folios con la intención de hacer justicia a su autor. Posiblemente conocía tu reputación y decidió que fueses tú la encargada de hacerlo. No podemos defraudarlo. Si lo hicieses, no serías diferente a Núñez y ese grupo de aduladores que lo rodean.”

Laura se secó una lágrima y preguntó a su amiga:

“¿Insistes en hacer un viaje, Helen?”

Esta la cogió de la mano.

“Como quiera que McAllister ha sido nuestra mayor ayuda hasta el momento, una visita a Edimburgo nos sentará bien.”

“¿Edimburgo?”

“Eso como aperitivo. Vamos, prepara el equipaje. Anunciaré nuestra llegada a ese viejo carcamal.”

 

Los McAllister les dieron la bienvenida bajo unas ráfagas de lluvia y viento típicamente escocesas. El anciano historiador vivía confortablemente, junto a su esposa Agnes, en una sólida mansión a las afueras de la capital escocesa. La anciana les enseñó la casa y las condujo a una cálida habitación que compartirían juntas. Era una mujer alta, delgada como una rama de vid. Caminaba ligeramente encorvada y sus ojillos claros no dejaban de moverse de un lado a otro. Tenía un acento muy cerrado y Laura sólo entendía el significado de sus palabras basándose en el contexto general de la conversación.

“Estamos encantados de que hayáis venido,” comentó la escocesa animadamente. “A nuestra edad, toda compañía es sinceramente bienvenida. Mis chicos están desperdigados por ahí. Angus está en España, de vacaciones; Maggy no sale de ese infierno neoyorquino e Ian sigue acuartelado, con su unidad, en el Golfo Pérsico. ¿Le gusta la casa?” se dirigió a Laura.

“Me gusta mucho, señora McAllister. Es preciosa.”

“Agnes, por favor; es más corto y me gusta más.”

 

Una vez acomodadas en el piso superior, bajaron a compartir un vaso de whisky con su anfitrión. Aunque Helen era amiga de Kevin McAllister, Laura sólo lo conocía por sus escritos y por su reputación. Se sintió impresionada ante su presencia. El anciano la estudió de arriba a abajo, chascando la lengua con evidente satisfacción.

“Es usted una mujer muy atractiva, señora Torrent.”

“Señorita,” intervino Helen.

“Estupendo,” rio el anciano. “Todavía puedo divorciarme y disfrutar del resto de mis días al lado de una persona agradable. Sepa usted, Laura, que estoy disponible.” Le guiñó un ojo de modo travieso.

Laura soltó una carcajada.

“Bonitos dientes,” añadió McAllister. “Los de mi esposa también lo son, pero están fabricados con algún material indeterminado y se los quita para dormir. Un horror, créame.”

Aquel hombre poseía un sentido del humor muy británico. Laura se divirtió con él.

El escocés volvió a la carga.

“¿Le gustaría huir conmigo a la India, muchacha?”

Laura rio de nuevo.

“¿A la India? Dejó de ser colonia inglesa hace mucho tiempo.”

“Precisamente,” razonó el historiador. “De lo contrario no se me ocurriría sugerir semejante escapada.”

Sí, un tipo muy divertido. Y fácil de entender.

El acento del historiador, a diferencia del de su esposa, era claro y académico.

McAllister las introdujo en el salón y las acomodó en un enorme sofá. Él escogió sentarse en un sillón, próximo a la chimenea. Levantó un vaso repleto de whisky y brindó a la salud de sus invitadas.

La estancia estaba repleta de libros. Además de en las estanterías, los había por todas partes, incluso apilados en las esquinas. Al otro lado de la ventana, Laura admiró el jardín, poblado de árboles frondosos y una gran variedad de flores. La lluvia golpeaba los cristales sin cesar y el día, en pleno Julio, era gris y frío. La leña ardía en la chimenea de piedra, levantada en un extremo de la gran sala.

Laura examinó al anciano con más calma. La esposa de este se había retirado a la cocina para preparar la cena.

Kevin McAllister era alto y delgado, tanto como Agnes. Su porte, a sus más de ochenta años, todavía radiaba elegancia. Poseía un sedoso cabello blanco, peinado hacia atrás; unos ojos negros, grandes y expresivos; una boca pequeña, al igual que su nariz… Las cejas, muy pobladas, eran más oscuras que el cabello, ofreciendo un contraste llamativo. A pesar de estar en casa, vestía de traje y corbata. El historiador se reclinó en su asiento y cruzó una pierna por encima de la otra, balanceándola.

“Y bien Helen, ¿cómo te tratan en Mallorca?”

“Estupendamente, Kevin. Y, por si no lo sabes, mientras aquí llueve allí la gente disfruta de la playa.”

“Sí, un clima envidiable, menos para el desafortunado Chopin, quien fue a Mallorca a curarse de su afección pulmonar y sufrió el peor invierno en la historia del lugar. Esto precipitó su muerte. Si yo fuese por allí, apuesto me ocurriría lo mismo. Aquí, al menos, sé a qué atenerme.”

“En cualquier caso, Kevin, puedes visitarme cuando quieras.”

“No lo digas dos veces o podría irme a vivir contigo. Entonces te enseñaría algo de historia.”

“¡Eres incorregible!” Su colega sonrió, sin ofenderse por la broma.

“Como ya sabrás, tu biografía de Churchill encabeza la lista de los libros más despreciados de tu querido Londres.”

“Es posible,” admitió Helen.

“Te lo puedo asegurar. Muchos de quienes lo han comprado lo esconden en el cuarto de baño como emergencia; uno nunca sabe cuándo se terminará el rollo de papel higiénico.”

Laura aplaudió la ocurrencia.

“No se ría, joven. Es la verdad. La editorial cometió el error de imprimir la biografía en un tipo de papel especialmente absorbente. Un error.”

Laura estuvo a punto de escupir su whisky.

Sí, un tipo incorregible; Helen tiene razón. Estoy encantada de conocerlo en persona.

“En cuanto a mí, lo considero un trabajo excelente. Sin las dos guerras mundiales de por medio, Winston Churchill habría pasado a la historia como un tipo sin historia. Los dos conflictos crearon su leyenda, especialmente el segundo. Por lo visto, pocos recuerdan sus terribles meteduras de pata o sus maldades.”

“¿Meteduras de pata?” preguntó una sorprendida Laura. “¿Maldades? ¿Churchill?”

Helen agitó un dedo, fingiendo una reprimenda.

“El señor Churchill, y veo que no has leído mi libro, cometió todo tipo de barbaridades. Te contaré algunas a modo de ejemplo. Podríamos comenzar por el año 1915, cuando era Primer Lord del Almirantazgo en la I Guerra Mundial y se le ocurrió la feliz idea de ordenar un ataque contra Estambul con objeto de conquistarlo. Los turcos eran aliados de los alemanes y la guerra ya se libraba en las trincheras. Pretendía sacar a Turquía del conflicto, pero su plan no gustó a nadie, ni a sus asesores ni a la Royal Navy. Churchill, ignorando todo consejo, siguió adelante con la idea. Además de fracasar, costó la vida a unos 50.000 soldados y heridas a otros 200.000. Tras esa debacle, fue cesado de su cargo. ¿Qué te parece como introducción?”

Prosiguió antes de que Laura le respondiese.

“Durante la Segunda Guerra Mundial, antes de que los alemanes atacasen esta isla en el verano de 1940, Churchill ya había ordenado la primavera anterior el bombardeo de objetivos civiles en Alemania, siendo el primer político en hacerlo por sistema. De hecho, Churchill era partidario de usar gas contra sus enemigos. Esa idea nunca lo abandonó; la población Kurda (entonces Iraq era colonia británica) puede dar fe de ello.”

McAllister murmuró:

“Un sujeto lamentable.”

Helen aceptó el adjetivo y continuó con el desglose.

“Si Churchill fue un político intransigente y nefasto, tampoco fue mejor persona. Hubo una época en la cual la población de

la India sufrió una terrible hambruna, a causa de una escasez de arroz. Murieron millones de personas. Churchill definió a los indios como el peor tipo de gente sobre el planeta, sólo por detrás de los alemanes. Su racismo es legendario. Hablaba de tribus incivilizadas durante el gaseo de los kurdos o cuando los indios sucumbieron debido a la carestía de alimento. Podría continuar, Laura, pero entonces no leerías mi libro. ¿No te parece?” Helen esbozó una sonrisa.

“¡No me lo puedo creer!”

“Hágalo, señorita,” intercedió McAllister. “Por desgracia, la historia la escriben los menos adecuados. Que hayan erigido una estatua de ese hombre cerca del parlamento británico es, a mi entender, un insulto para el mundo. Sería lo mismo que si plantasen un busto de Hitler en el centro de Berlín, salvando las distancias y estas no son tantas como algunos suponen. También tuvo logros, no voy a negarlo. Me refiero a Churchill, no a Hitler.”

Laura no tuvo tiempo de opinar. El escocés ya había tomado la palabra de nuevo.

“Bien, dejemos a Churchill de lado y pasemos ahora a un tema bastante más interesante. Si no me equivoco, es la razón de su visita.”

Ambas se inclinaron hacia delante, dejaron los vasos en una mesita de cristal y se dispusieron a escuchar.

“El manuscrito (el cual ya he repasado tres veces) es sin duda el producto de una persona con estudios. Hoy en día todo el mundo estudia, pero hace decenios no era así; sólo unos pocos privilegiados tenían los recursos suficientes para completar carreras universitarias. No quiero dar a entender con ello que el texto haya surgido necesariamente de la mente de un licenciado, si bien el autor tenía muchos conocimientos. En realidad diría que fue escrito por un oficial de academia militar.”

Laura y Helen se miraron. ¡Un oficial!

“Como he dicho, yo ya había leído algún párrafo en algún archivo nacional, todavía no recuerdo si ruso o alemán. Lo que sí recuerdo es el aspecto de esos párrafos, estampados en una tinta muy apagada, apenas legible. Ustedes me han proporcionado, gracias a Helen, una copia en inglés, clara y diáfana. La señorita Torrent tiene otra en español, la cual ha servido de modelo; un punto que no termino de comprender. El traductor, difícilmente, podría haber copiado un volumen custodiado en un edifico del gobierno; como mucho hubiese tenido acceso a algunas páginas, salvo que fuese un investigador o historiador, lo cual no parece ser el caso.”

Helen asintió complacida. Kevin estaba reproduciendo sus propios pensamientos al dedillo.

El anciano preguntó:

“¿Qué les ha dicho el muchacho en cuanto al origen?”

“Dice que es obra de su abuelo. La verdad, no podemos confirmarlo porque le hemos perdido la pista,” explicó Helen.

McAllister levantó las cejas.

“¿Cómo dices?”

“No sabemos dónde está el joven,” confirmó Laura.

El escocés percibió el temblor en los labios de su invitada, seguido de un ligero rubor. Entendió el significado y sonrió comprensivo.

“Eso no nos ayuda en nada.”

Terminó de beberse el whisky y dejó el vaso a sus pies.

“Aun así, ustedes quieren saber mi opinión y yo voy a dársela.”

Lo estudiaron expectantes.

“Como estaba diciendo, el diario mostraba la huella de una tinta muy débil. ¿Por qué? Porque, intuyo, la habían rebajado con agua. ¿Y por qué hacer algo así? Probablemente porque el autor sufría de una escasez de tinta. Ahora bien, la tinta china siempre fue un artículo barato y abundante. ¿Bajo qué circunstancias recurriría una persona a rebajarla? Ante una situación de racionamiento o desabastecimiento.”

“¿Desabastecimiento?” inquirió Laura.

“Si, desabastecimiento en tiempos de guerra.”

¡Una guerra!

McAllister dejó que la idea calase hondo en las mentes de sus invitadas. Mientras tanto, cerró los ojos y recitó unos versos en voz baja.

 

En el brezal florece una pequeña flor

y se llama: Erika.

Cientos de miles de pequeñas abejas

pululan alrededor de Erika,

porque su corazón está lleno de dulzura.

Un delicado aroma llega de ese tapiz cubierto por esta pequeña flor.

Y se llama: Erika.

 

En mi patria vive una joven rubia,

y su nombre es: Erika.

Esta chica es mi amor fiel

y mi felicidad, Erika.

Cuando florece el brezal de rojo y de lila,

yo le canto esta canción como saludo.

En el brezal florece una pequeña flor

que se llama: Erika

 

En mi habitación también florece una pequeña flor,

y su nombre es: Erika.

Ya con los primeros rayos de la mañana

así como al anochecer, me mira, Erika.

Y entonces es como si me dijera:

"¿Estás pensando también en tu novia?"

En la patria una muchachita llora por ti,

ella se llama: Erika.

 

Abrió los ojos. Laura lo observaba fascinada.

“¿Saben qué es?”

Las dos sacudieron la cabeza.

“Es una vieja canción alemana. Las tropas de la Wehrmacht la cantaban a menudo en sus marchas. Ahora ya saben el origen del título de la obra: Una flor llamada Erika.”

“¿La Wehrmacht?” preguntó Laura con creciente interés.

“Sí, las fuerzas armadas alemanas entre 1935 y 1945. Gracias a la descripción de los brezales, y al título, adiviné el escenario del manuscrito. Además, los canales mencionados en algunos capítulos se corresponden con los de la ciudad de Kiel, al norte de Alemania.”

Laura lanzó una exclamación de sorpresa. Aquel hombre era extraordinario.

“¡Dios mío!”

McAllister carraspeó antes de continuar.

“Así pues, tenía ante mí un manuscrito redactado con tinta aguada, pero incluso en tiempos de guerra proveerse de tinta china no era nada complicado; se necesitaba para las labores de intendencia y se daba a los soldados para que desahogase sus penas escribiendo a casa, a sus novias, a sus amigos… ¿Por qué no fue así en este caso? Es más, ¿qué tipo de condiciones extremas inspiraron tal sentimiento, tal angustia vital en el autor? Cuanto más leo el manuscrito, más convencido estoy de una cosa: su dueño presentía una muerte cercana. Sólo un nivel de estrés parecido hace fluir esas sensaciones. Al menos es mi opinión.”

 

Laura estaba totalmente hechizada. McAllister poseía una capacidad analítica sin igual; nada escapaba a su escrutinio.

“Tenemos pues dos pistas cruciales: estrés extremo y total desabastecimiento, hasta el punto de no hacerse siquiera con algo tan asequible como la tinta china. ¿Dónde, cuándo pudo ocurrir algo así? Apostaré todo mi dinero a una sola carta: Stalingrado finales de 1942-principios de 1943.”

“¡Stalingrado!” exclamaron las dos mujeres casi a la vez.

“Sí, mis queridas amigas, Stalingrado. Me apoyo en un tercer pilar relacionado con mi trabajo. El hecho de haber leído el texto bien en Moscú o bien en Múnich, nos sitúa también ante los dos contendientes de la batalla más sangrienta de la historia. Llevo toda mi vida leyendo documentos de archivos nacionales; estos son la base de mis libros. Cuando uno se labra un nombre como el mío, y perdonen la inmodestia, se abren muchas puertas cuando es preciso. A cambio, mis benefactores se encontrarán con un análisis objetivo y neutral de la historia, lo cual pocas veces sucede. A raíz de haber analizado tantos papeles a lo largo de mi carrera, he terminado por desarrollar un sexto sentido en cuanto al propósito de cada uno de ellos. En poco se parecen una carta privada, una nota política, una transacción económica, un acuerdo nacional o un ensayo literario, por poner algunos ejemplos. Mi línea de trabajo ha dejado los ensayos literarios al margen. La única razón por la cual haya podido ojear ese diario, debió ser el estudio de algún acontecimiento histórico del siglo XX, lo único a lo que me he dedicado en mi profesión. Yo he tenido la suerte (o desgracia) de ver, con mis propios ojos, algunas de las cartas enviadas por soldados británicos desde Verdún, durante la Primera Guerra Mundial. El tono, que no la técnica, es similar al de ese diario o novela, si prefieren llamarla así, aunque sigo considerándolo una narración biográfica en tercera persona. Resumiendo, y para no aburrirlas, he llegado a la conclusión de que fue durante una de mis investigaciones sobre la Segunda Guerra Mundial, investigaciones basadas en diarios y cartas, cuando leí por casualidad parte de ese manuscrito, un manuscrito posiblemente escrito en los últimos días de la batalla de Stalingrado. A esas alturas, el Sexto Ejército del general Paulus estaba rodeado por el Ejército Rojo y no podía abastecerse. Ni comida, ni municiones ni nada de nada.”

“¿El autor es un soldado del Sexto Ejército?” preguntó una Helen invadida por la curiosidad.

“No, un oficial; no olvides mi introducción. Sin duda fue una persona muy culta, buen lector y altamente sensible. Supongo habría muchos soldados rasos con esos atributos, pero lo más probable es que se tratase de una persona con mando. Algunas de las expresiones utilizadas en la narración son propias de academias militares. De todos modos, no demos al tema cultural más importancia de la debida. Hitler apenas tenía estudios; su único fuerte era la oratoria.”

Helen tuvo una duda.

“Aunque dices, Kevin, que el original se guarda en un archivo restringido, si un descendiente del escritor lo reclamase, ¿no se lo proporcionarían las autoridades?”

A pesar de que la inglesa sugirió dicha posibilidad consciente

de contradecir su propio razonamiento, deseaba conocer la opinión de su amigo. Este fue claro.

“No sé cómo serán las cosas hoy en día, con toda esa informática y escaneo de papeles, pero hace muchos años la preservación de los documentos era más importante que otro tipo de consideraciones. Quien os ha enviado la copia afirma que el original se perdió, lo cual me hace dudar de todo el asunto tal y como está planteado. Sería necesario saber cómo se accedió al archivo. Si este estaba en territorio soviético, la cosa no parece factible. Sólo unos pocos privilegiados, yo entre ellos, hemos gozado de ese privilegio y siempre bajo vigilancia. Quizás un pariente hubiese obtenido permiso para ojear el diario, si bien no habría dispuesto ni del tiempo ni de las facilidades necesarias para reproducirlo.”

“¿No hubiesen devuelto la obra a los parientes?” preguntó Laura con cierto escepticismo.

McAllister la miró condescendiente.

“Para los rusos ese diario era un botín de guerra, una guerra en la cual perdieron a 26 millones de sus ciudadanos. Si, por otra parte, el archivo estaba en Alemania, más de lo mismo. Es más, la familia desconocería la existencia del diario. En una batalla como la de Stalingrado pocas cosas sobrevivían. Bombas, fuego, destrucción revanchista… Por aquel entonces, los familiares de los combatientes bastante tenían con salvar sus propias vidas. Cualquier tipo de posesión, incluido el cuerpo de un ser querido muerto en esa horrible batalla, era algo condenado a desaparecer para siempre. ”

“Eso,” intercedió Helen, “si tu teoría es correcta.”

El anciano asintió.

“Por supuesto, pero estoy convencido de que lo es. A falta de más información, debemos confiar en nuestras suposiciones. Si tienen alguna idea mejor, me gustaría escucharla. Es obvio que el chico no se ha inventado la copia. Algún día nos dirá cómo la ha hecho. Si aparece, claro está. De todos modos, el apellido Müller no aparece reflejado en el documento original, como tampoco lo hace el nombre Hans.”

Laura prefirió evitar las menciones a Jessel; eran demasiado dolorosas para ella. Mejor cambiar de tema.

“¿Puede contarme algo acerca del Sexto Ejército? Nunca he oído hablar de él.”

McAllister consultó su reloj.

“Mejor cenemos primero y luego le contaré todo lo relativo a ese ejército. Debe disculparme; los historiadores solemos dar por sentado que nuestros oyentes comparten nuestros intereses y conocimientos. ¿No es así, Helen?”

Su colega se encogió de hombros.

“En cualquier caso, se piensa mejor con el estómago lleno.”

 

Kevin McAllister, escoltado por sus dos huéspedes, se dirigió a la cocina. Allí les esperaba su esposa, quien estaba terminando de poner la mesa. Los cuatro se sentaron alrededor de un gran cuenco de ensalada, una bandeja de salmón ahumado, varias rebanadas de pan con mantequilla y una botella de agua mineral.

La cena fue agradable. Durante la misma McAllister siguió haciendo gala de su sentido del humor y Agnes lo amonestó de vez en cuando, siempre con cariño. Saltaba a la vista la enorme complicidad entre ambos. Laura descubrió que Agnes McAllister provenía de algún lugar en las Islas Hébridas. Su madre, Karen McEveley, había ejercido como operadora de radio durante la Segunda Guerra Mundial. Cuando Rudolf Hess fue apresado en Escocia, al poco de estrellar su avión después de un vuelo rocambolesco, Karen trabajaba en el mismo edificio encargado de custodiar al líder nazi.

La señora McAllister era una mujer inteligente, discreta y algo tímida. Antes de jubilarse se había dedicado a todo tipo de labores administrativas, relacionadas con una plataforma petrolífera ubicada en el Mar del Norte.

Laura respondió, cortésmente, a todas las preguntas que se le formularon, hasta dibujar un perfil completo de su vida hasta ese momento.

El historiador la escuchó con una expresión que a Laura le pareció una mezcla de lástima y respeto.

Terminada la cena, ayudaron a Agnes a recoger la mesa y fregar la vajilla. Después, prepararon una bandeja con té y regresaron con ella al salón, ocupando los mismos asientos de antes. Agnes McAllister se sentó en una butaca próxima a su marido. En la distancia se escucharon algunos truenos. Llovía con más fuerza y no parecía verano.

Por cortesía, pusieron al día a la señora McAllister en cuanto a lo discutido previamente. Esta se mostró interesada en el asunto.

“Y ahora, querida,” dijo su marido, “voy a presumir de mis conocimientos delante de esta encantadora profesora (señaló a Laura).”

“Bien,” añadió; “¿dónde nos habíamos quedado?”

“El Sexto Ejército,” le recordó Helen.

McAllister sorbió un poco de té.

“El Sexto Ejército… Uhm… ¿Cómo empezar?”

“¿Quizás por el principio?” sugirió Helen.

El escocés se humedeció los labios con la lengua.

“Sí, claro, el principio.”

Posó los ojos en Laura y comenzó su narración.

 

“Junio de 1941: Hitler lanza sobre la Unión Soviética la mayor fuerza invasora de la historia: cuatro millones de hombres, más de 3000 tanques, unos 7000 cañones y no menos de 2000 aviones. El nombre de la operación es Barbarroja. Su descabellada idea es avanzar sobre tres frentes distintos, cada uno con un objetivo particular. Leningrado y los estados Bálticos al Norte, Moscú en el centro y la zona del río Volga, con los campos petrolíferos del Cáucaso, al sur. Todo esto, recuerde, en un momento en el cual ya libraba una guerra en el frente Occidental contra las fuerzas aliadas. Francia, derrotada con una rapidez inesperada, contempló como los ejércitos vencedores, entre ellos el VI ejército, se paseaban eufóricos por su territorio. Tras la espectacular victoria contra los franceses este ejército, dirigido por el general Reichenau, tenía una nueva misión: conquistar la zona del Volga, en una de cuyas orillas se erguía la ciudad de Stalingrado, hoy Volgogrado. Al principio todo fue mejor de lo esperado. Sin embargo, en Noviembre, las cosas no sólo se estancaron sino que los ejércitos del sur (entre ellos el Sexto), comandados por el mariscal de campo von Rundstedt, se vieron obligados a retroceder. Era la primera retirada de un ejército alemán desde el comienzo de la guerra. Esto enfureció a Hitler, quien por otra parte era propenso a la cólera y a no reconocer sus limitaciones estratégicas. Stalin no era distinto. Hitler retiró a Rundstedt del mando y se lo transfirió a von Reichenau quien, como ya he explicado antes, comandaba el Sexto Ejército. Reichenau, de modo inteligente, explicó a Hitler que la dirección de dos cuarteles generales distintos era más de lo que podía manejar por sí solo. Sugirió el nombre de Friedrich von Paulus, uno de los principales planificadores de la Operación Barbarroja y jefe de estado mayor del VI ejército, como el del sustituto natural al frente de los soldados estacionados en el Volga. Hitler dio el visto bueno y el general von Paulus asumió el control el día de año nuevo. Ahora bien, Paulus no había dirigido jamás (en campaña) una sola división, cuanto menos un ejército. Sin embargo, aceptó orgulloso. ¿Por qué no? Él era un general, a diferencia de aquel cabo pintor (Hitler) al frente de Alemania. Además estaba acostumbrado a cumplir órdenes, si bien era un tipo altivo, aristocrático y carente de iniciativa propia, lo cual lamentaría muy pronto. Mientras tanto, el frío invierno ruso hizo acto de presencia y la ambiciosa campaña de Hitler tuvo que esperar al verano siguiente. En 1942, se reanudaron las operaciones. El Sexto Ejército llegó a Stalingrado y, salvo algunos reductos, prácticamente lo tomó, hasta el punto que Hitler dio la ciudad por conquistada y así se anunció al pueblo alemán. Un error muy grave. Stalingrado no sólo no sucumbió sino que la tenaz resistencia de los rusos convirtió toda posible conquista en un estancamiento indefinido. Las bajas, en ambos bandos, comenzaron a ser innumerables. El Ejército Rojo, el cual parecía no agotar el número de miembros pese a los caídos, deserciones y cientos de miles de prisioneros, organizó un contraataque espectacular. La idea de los generales de Stalin era avanzar desde el norte hasta situarse detrás de la retaguardia del Sexto Ejército; unos 160 kilómetros detrás. Fue la conocida operación Urano. Imagínense la situación; el Sexto Ejército combate en Stalingrado contra parte del Ejército Rojo y, a su vez, no sospecha que cientos de miles de rusos se acercan por la espalda. El resultado fue el previsible: quedó rodeado. Ante una situación semejante, lo más normal hubiese sido escapar hacia el sur y unirse a los ejércitos alemanes del Cáucaso, dirigidos por von Manstein, uno de los mejores estrategas de la historia. Stalingrado podía esperar. Hitler no aceptó una retirada. Si Paulus hubiese tenido la iniciativa de un Rommel, habría actuado según el sentido común e ignorado las absurdas órdenes de Hitler. Como sólo sabía obedecer (no era un genio militar al estilo de Rommel), solicitó instrucciones a Hitler, quien le ordenó aguantar mientras organizaba un rescate.”

McAllister realizó una breve pausa para apurar su té y estirar un poco las piernas. Su audiencia lo escuchaba en medio de un silencio solemne. Pronto volvió a la carga.

“Los hombres de la Wehrmacht, con una mentalidad fanática construida en torno a un juramento de lealtad, permanecieron firmes esperando acontecimientos. Los integrantes del Sexto Ejército confiaban en una contraofensiva alemana que los sacase del atolladero. No obstante, cuando se está rodeado, el aprovisionamiento se convierte en una tarea casi imposible. Poco a poco vieron disminuir los víveres y municiones. La ayuda seguía sin llegar. El que sí lo hizo, otra vez, fue el terrible invierno ruso, con temperaturas por debajo de los 30 grados bajo cero. Ese tipo de condiciones eran más adecuadas para los soldados del Ejército Rojo, acostumbrados a ese clima y mejor equipados, que para unos alemanes (junto a sus aliados rumanos, italianos y húngaros, no lo olviden) los cuales ni siquiera, otra vez por una testarudez de Hitler, tenían un uniforme adecuado para combatir el frío. Los motores de los tanques se congelaban e impedían su uso; los piojos se los comían; las enfermedades hicieron presa en ellos. Aun así, confiaban en un milagro; en la palabra de su Führer. No es que este fuese ajeno a la suerte de los soldados en el Volga, pero, ¿de dónde sacar refuerzos? Sólo podía recurrir a von Manstein, establecido en Crimea. Para empeorar más la situación, Hitler se encontraba rodeado de aduladores. Estos, o bien no se atrevían o bien no querían explicarle cuál era la realidad a la cual se enfrentaban los alemanes en Rusia. Sólo unos pocos trataron de persuadirlo, instándole a poner fin a aquella sangrienta campaña en tierras soviéticas. Los más valientes abogaron incluso por terminar la guerra. Hitler, finalmente consciente de la situación, ordenó a von Manstein acudir en socorro de los hombres de Paulus. Demasiado tarde, incluso para un genio como von Manstein, quien se dirigió al norte pero no pudo hacer gran cosa, máxime cuando el ejército italiano en la zona se rindió. Con el fracaso de Manstein, Paulus quedó totalmente aislado. Se acercaba el final. Hitler le ordenó combatir hasta el último hombre. Su mente épica podía aceptar el aniquilamiento de un ejército, no su rendición. Mientras los soldados del Sexto Ejército y del Panzer Cuarto (que estaban con ellos) morían a causa del hambre, el frío y los disparos del enemigo, el dictador alemán parecía incapaz de reaccionar. Los esfuerzos de la fuerza aérea alemana, la Luftwaffe, por suministrar víveres y material fracasaron, pese a la afirmación de Goering de que no tendrían problemas al respecto. En esta fase de la guerra, la aviación rusa superaba con creces la capacidad aérea de los alemanes. Recordará, Laura, que Hermann Goering estaba al cargo de la aviación germana y era el segundo en la cadena de mando del III Reich. También era un incompetente abonado a la buena vida. ¿Resultado? En Enero de 1943 la batalla estaba perdida. Paulus firmó la rendición el 2 de Febrero. De los 270.000 hombres cercados de los ejércitos Sexto y Cuarto, al menos 150.000 causaron baja. Hitler había dado por sentado que Paulus, ascendido a mariscal de campo a última hora, se pegaría un tiro antes de entregarse, pero no eran esos los planes de su general. Él no compartía el concepto melodramático de otros oficiales más fanáticos. Según él mismo, no tenía intención de suicidarse con idea de satisfacer a ese cabo bohemio, en referencia a Adolf Hitler. La victoria rusa fue aplastante y unos 91.000 hombres del Sexto Ejército fueron hechos prisioneros. Y lo peor estaba por llegar. Se los trasladó a diferentes campos de concentración, donde el frío padecido supera lo imaginable. En gran parte de esos campos no se habían construido barracones y los prisioneros estaban a la intemperie. El hambre fue tan extrema que muchos recurrieron al canibalismo. Piense en estas cifras: el 95% de soldados y suboficiales apresados murieron en los meses siguientes a causa de la falta de alimento, congelaciones, enfermedades y ejecuciones. También lo hicieron el 55% de oficiales de baja graduación. Como es habitual en las guerras, sólo fallecieron el 5% de altos mandos, quienes recibieron buen trato, comida y atención médica. El propio Paulus sobrevivió y pasó los últimos años de su vida escribiendo sus memorias en la extinta República Democrática Alemana. Murió en Dresde en 1957. En cuanto a los rusos… ¡qué le voy a contar! Veintiséis millones perdieron la vida durante la II Guerra Mundial. De los cuatro millones y medio de prisioneros del Ejército Rojo, menos de la mitad logró sobrevivir. El resto ya lo sabe; el Nazismo fue derrotado y la guerra fría pasó a dominar Europa tras la fatídica contienda.”

McAllister dio por concluido su relato.

 

Ni su esposa ni Helen, ambas familiarizadas con todo aquello, mostraron reacción alguna. Laura, cuya especialidad no era la historia y que sólo conocía los detalles generales de aquella guerra, se sintió impresionada.

“Esto ha sido un resumen, a groso modo y obviando muchos detalles importantes, de lo acontecido al Sexto Ejército. ¿Considera, Laura, este tipo de experiencia lo suficientemente intensa como para escribir un diario así?” preguntó McAllister.

La valenciana asintió, pensativa.

“Yo también,” convino el escocés.

“Estoy anonadada.”

“¿Anonadada?” repitió McAllister. “Quizás sea debido a su desconocimiento del tema. Para un historiador, todo esto es mero cotilleo barato.”

“¿Y qué me dice de las bonitas estrofas que nos recitó al principio? ¿También son vox populi?”

“¡Oh, eso!” sonrió el anciano. “Pertenecen a una canción popular titulada Erika. Verá, hay dos pistas claves en el manuscrito. Una es la descripción de los brezales. En el norte de Alemania, las tierras son poco aptas para el cultivo y el ejército alemán realizaba maniobras allí. La vegetación más abundante en la zona son los brezos, o al menos lo eran cuando yo era más joven y estuve un tiempo viviendo en Centroeuropa. Hay varios tipos de flores de brezo. Una de ellas, la Erica Vulgaris, es quizás la más abundante. Erika, con K, es también un nombre de mujer. No es sorprendente su elección como hilo de una canción y que esta se convirtiese en una de las favoritas de los soldados, ya que les recordaba a la patria. Bien, ¿qué más? Se me ha ido el santo al cielo.”

“Dos pistas en el manuscrito,” lo ayudó Helen.

MacAllister se golpeó la frente con una mano.

“¡Ah, sí! ¡Mil perdones! Otra pista importante fue la de los canales y la mención de un fiordo. Canales, fiordo y flores de brezo. ¿Solución? Kiel. Juraría que el autor del manuscrito fue un militar originario de esa ciudad a orillas del Báltico, y me atrevo a añadir algo más: el autor redactó la obra, en el frente de Stalingrado, pensando en su propia novia o esposa, la cual no me sorprendería se llamase Erika, pues juega demasiado con la metáfora de la flor y el nombre como para que se trate de una mera casualidad. Puedo estar equivocado, si bien no lo creo.”

“¿Es usted consciente del tiempo que habríamos necesitado para averiguar todo eso, señor McAllister?” preguntó Laura llena de admiración.

El escocés respondió con sinceridad, dejando a un lado falsas modestias.

“Más del disponible, profesora.”

Laura anhelaba saber más cosas, escuchar a aquel sorprendente hombre al cual estaba orgullosa de conocer al fin.

“¿Existe algún otro punto que le haya llamado la atención, señor McAllister?”

“Llámeme Kevin, por favor. Si algún día me conceden el título de Sir, cosa poco probable, podrá llamarme señor McAllister si la hace sentirse más cómoda.”

Laura aceptó la sugerencia con una discreta carcajada.

“De acuerdo, Kevin.”

“Veamos…” masculló el historiador para sí mismo. “Para serle sincero, lo más sorprendente de este asunto es la personalidad de su joven amigo (descubrió con regocijo otro sonrojo en Laura). Si mal no recuerdo, entre los detalles mencionados por Helen en su extenso email, amén de los barajados durante la cena, está el hecho de que ese muchacho abandonó Alemania cuando sólo contaba cinco años de edad. Esto lo convierte, desde un punto de vista cultural, en más español que alemán. Sin embargo domina a la perfección las dos lenguas, lo cual apunta a una educación germanizada. No es motivo de sorpresa. En países como Suiza, los jóvenes hablan tres idiomas en plena adolescencia, pero hablar es una cosa y traducir un texto complicado otra muy distinta, y digo complicado porque yo, contando con la ventaja de conocer la lengua alemana en profundidad, recuerdo la rica variedad de vocabulario y las expresiones elaboradas del diario original, como lo llamaré a partir de ahora porque para mí eso es exactamente lo que es.”

“¿Qué tratas de decirnos, Kevin?” Fue Helen quien hizo la pregunta.

El historiador se concentró en ella.

“Dime una cosa. Dejando a un lado el cómo ha dado ese chico con el texto, ¿qué posibilidades hay de que un adolescente, porque según él la traducción la llevo a cabo cuando tenía 15 años, sea el responsable de transcribir un complicado texto del alemán al español? Poco importa si habla ambos idiomas; lo sobresaliente es la dificultad de la tarea. Las traducciones de obras alemanas, especialmente a la hora de mantener la estructura y el significado, son muy difíciles; cualquier traductor profesional te lo puede confirmar. Para un muchacho hubiese sido mucho más lógico obtener un resultado parecido a la manera de hablar de un esquimal. Si en esa copia me hubiese encontrado estructuras del estilo: muchas flores malvas llenaban el valle de brezos donde paseábamos… bueno, lo habría entendido, a fin de cuentas un jovenzuelo está detrás de la traducción. Pero ese no es el caso, Helen; todo lo contrario. Lo que yo me encuentro es: infinidad de flores pendían de los brezales, tiñendo de matices malva aquel valle testigo de nuestros paseos. ¿Ves la diferencia Helen? ¿Te parece compatible con la obra de un chico de instituto?”

Los ojos de Laura brillaron con un fulgor especial. ¿Alguna cosa escapaba al análisis del escocés? Lo que él exponía con total naturalidad, como si fuesen hechos contrastados, a ella ni siquiera se le había cruzado por la mente. ¡Admirable!

“¿Y cuál es tu explicación, Kevin?” Helen estaba igualmente absorta en las deducciones de su colega.

“La explicación salta a la vista. Ese chico no ha traducido el manuscrito, lo ha hecho su madre. Si luego esta, bien sea por timidez o bien sea porque desea darle crédito a su hijo, ha decidido dejar el asunto en manos de este último, eso es algo que sólo ella puede decirnos, aunque me temo no está dispuesta a salir de las sombras.”

“Hay una teoría alternativa, Kevin,” señaló la inglesa con auto complacencia. “La madre ha realizado la traducción y el hijo, sin que ella lo sepa, se ha adueñado de la misma. Quizás esa mujer no esté al corriente de nada.”

Laura se sintió muy molesta con aquella insinuación.

Fue Agnes McAllister quien contestó a Helen.

“No lo creo. Yo diría que ambos, madre e hijo, intentan honrar a un antepasado muy especial para la primera y desconocido para el segundo.”

Laura la miró agradecida. También quiso contribuir con su granito de arena.

“Según todo esto, tenemos a una madre en posesión de una hermosa novela (espió a McAllister de reojo, cuya mueca dio a entender que el anciano seguía en desacuerdo en lo referente a ese punto concreto) escrita por su padre, si bien nos falta saber dónde ha conseguido una copia. Consciente del valor literario, y con la idea de homenajearlo, lleva a cabo una traducción, una excelente traducción parece ser, lo cual nos sitúa ante una mujer muy inteligente. A su vez, deseosa de compartir ese tributo con su hijo, confía el texto a este con la instrucción de depositarlo en mis manos. En cuanto a quién les

ha hablado de mí, es otro misterio.”

Kevin McAllister pareció conforme con las palabras de Laura.

“Perfecto, profesora. Dejando al margen su tratamiento de la obra como novela, lo que ha dicho debe corresponderse con la realidad.”

“Desgraciadamente, no sabemos ni el paradero de Müller ni dónde encontrar a su madre. Especulamos y especulamos, Kevin.”

“Cierto, muchacha, pero la especulación es el paso previo a la confirmación. En eso consiste el método experimental; en formular todas las teorías posibles para luego ir descartando aquellas imposibles de confirmar. Al final sólo quedará una y esta será la correcta. Si tenemos en cuenta las circunstancias, hemos avanzado bastante, ¿no les parece?”

Todos los presentes estuvieron de acuerdo, aunque Laura quiso darle al historiador el crédito debido.

“Es usted, Kevin, quien ha descubierto casi todo; quien nos ha abierto los ojos.”

Este inclinó la cabeza de modo teatral.

“También quiero darle las gracias por ilustrarme en lo referente al Sexto Ejército.”

“No tiene importancia.” McAllister hizo un gesto fugaz, esta vez con una mano.

“Sólo le he contado historia popular, algo que Helen hubiese hecho bastante mejor. Por desgracia, en los colegios se enseña a los alumnos una historia adulterada, Dios sabe con qué fin. Nadie parece interesado en contratarla. Sirve al sistema y eso es lo único que cuenta.”

“Es probable,” admitió Laura.

“No, no es probable, querida; es una realidad,” sentenció Helen. “De ahí mi impopularidad al revelar ciertos datos de personajes históricos considerados héroes sólo porque se ha ocultado al público, de modo interesado, el lado oscuro de la persona.”

“¿Cómo Churchill?”

“Exacto, Laura.”

Agnes McAllister, quien apenas había intervenido en el curso de la noche, expuso su opinión.

“La historia no es una ciencia exacta, sino una disciplina manipulada en beneficio de unos pocos. ¿Por qué no nos pones algún ejemplo, Kevin?” se volvió hacia su marido.

El anciano, orgulloso de su papel prominente en la velada, aceptó de buen grado.

“Puesto que hablamos de la Segunda Guerra Mundial, les revelaré algunos hechos omitidos en la mayoría de libros de texto, pese a estar contrastados.”

Se sirvió otra taza de té antes de proseguir.

 

“Siempre nos han hablado del poderío del ejército alemán en aquellos años; de lo cerca que estuvo Europa de caer, en su totalidad, bajo la bota nazi. Nada podría ser más incierto.”

“¿En serio?” Laura sufrió otra sorpresa, la quinta de la noche.

“En serio. Déjeme explicarle. Cuando Alemania perdió la I Guerra Mundial, las condiciones impuestas en el Tratado de Versalles prácticamente la dejaron sin una defensa efectiva. Según esas condiciones, su ejército de tierra no podría contar, en lo sucesivo, con más de 100.000 hombres; su marina quedó reducida a un puñado de barcos y su fuerza aérea desapareció por completo. También se le prohibió el reclutamiento de hombres, es decir, el servicio militar. Ante este panorama, el ejército alemán hizo lo más inteligente: integrar a los mejores en esa nueva y reducida fuerza; o sea, una élite, sobre todo a nivel de mandos. A falta de cantidad optaron por la calidad. El entrenamiento de los nuevos soldados se enfocó en la velocidad de respuesta, la iniciativa personal, ataques coordinados entre distintos cuerpos o unidades, intimidación, etc. Cuando Hitler llegó al poder, reintrodujo el servicio militar, ignorando las cláusulas del Tratado de Versalles, algo ya hecho por el resto de firmantes con anterioridad. Las demás naciones, salvo Francia, no opusieron apenas resistencia. Los franceses deseaban apoderarse de gran parte del territorio alemán, y ya disfrutaban de la producción minera y las enormes retribuciones germanas. Lo último que deseaban era una Alemania renacida, capaz de robarle las ganancias. Pero Francia necesitaba del apoyo de Inglaterra y esta veía, en cierto modo, el tratado de Versalles como una infamia, un documento excesivo a todas luces. ¿Por qué no dar algo de aire a los alemanes? Es más, ¿no tenían más cosas en común con ellos que con los franceses? Alemanes e ingleses son sajones, ¿no es así? Y la ambición francesa comenzaba a preocupar incluso a Inglaterra, el mayor imperio del planeta. Lo ideal era un equilibrio en Europa, no otro imperio y menos francés. Hitler consiguió su propósito y comenzó el rearme alemán, alentado por el pacto germano-británico que le permitía reconstruir una buena parte de su flota. En cuanto a la aviación, esto fue más curioso aún. Los pilotos alemanes se entrenaban, en secreto, en la Unión Soviética, a pesar de no permitírseles una fuerza aérea. Sí, no se sorprenda, Laura, entrenamiento a cambio de ayuda industrial; así es como funciona la política.” McAllister extendió las manos en señal de impotencia.

“La combinación de esas nuevas fuerzas terrestres, navales y aéreas, pasó a denominarse Wehrmacht o fuerzas de defensa, de wehren (defender) y macht (fuerza). Indudablemente, estaba compuesta por militares excepcionales, y con las nuevas políticas de Hitler, quien finalmente invalidó el Tratado de Versalles, el número de sus miembros fue in crescendo hasta constituirse en un poderoso ejército al servicio de un puñado de visionarios. Ahora bien, ¿eran invencibles? Por supuesto que no. Aquí haré un inciso. Todos vimos en las noticias las advertencias de los norteamericanos sobre el poderío militar de Saddan Hussein y el peligro que representaba. Su ejército, decían, está entre los mejores del mundo. Al final quedó demostrado que no sólo no era así sino que apenas representaban una amenaza para nadie. Ese es otro ejemplo de la manipulación anteriormente mencionada.” Tosió débilmente.

“El caso de la Wehrmacht no fue tan extremo, entre otras cosas porque el ejército alemán sí era una fuerza a tener en cuenta; lo mejor de lo mejor. Pero pensar que podía hacer frente a los aliados es un disparate; mera cuestión de números. Con o sin invasión de la Unión Soviética, los alemanes habrían caído finalmente. Obviamente, esta invasión precipitó dicha caída. No olvidemos que la infantería alemana recorrería, a pie, enormes distancias dentro de Rusia; que sometida a los desvaríos de Hitler, sus hombres tan pronto avanzaban hacia el Norte como recibían orden de dirigirse al Sur, a veces sólo para darse de nuevo la vuelta y volver al Norte. Una locura. El resultado fue un exceso de trabajo en unos soldados ya agotados. Las rápidas campañas en una Europa Occidental moderna, cercana a Alemania y con buenas comunicaciones, no pudieron repetirse en el Este. La maquinaria militar alemana no era incombustible. Gran parte de los transportes se realizaban por medio de mulas y la logística no era eficaz. Tenían escasez de todo tipo, entre otras cosas porque Alemania no aplicó una economía de guerra durante parte de la contienda. Si la Luftwaffe destruía 500 aviones, los rusos, con una economía de guerra en la cual las mujeres participaban activamente (a la mujer alemana se la dejó casi al margen del conflicto), respondían fabricando 1000 aviones nuevos en el plazo de un mes. De hecho, gran parte del armamento soviético era mejor que el alemán. Tanques como el T34 ruso, cuyo blindaje era virtualmente impenetrable, fueron una pesadilla para los hombres de la Wehrmacht. La proporción de aviones aliados, en comparación con los de la Luftwaffe, era abrumadora. Y Alemania, enclavada en Centroeuropa, tenía frentes abiertos en los cuatro puntos cardinales. Lo más sobresaliente de la Wehrmacht fueron sus hombres, su capacidad de entrega y lucha. En números, cantidad de material, refuerzos o aprovisionamiento, estaban muy por debajo de los aliados. Mientras los alemanes cayeron en ridículas ensoñaciones pensando que quizás podrían darle un vuelco a la guerra, gracias a armas nuevas como los famosos cohetes V1 y V2, por cierto imprecisos y en fase experimental, los norteamericanos culminaban los preparativos para lanzar una bomba atómica; finalmente sobre Japón, pues para cuando el artilugio nuclear estuvo listo Alemania ya se había rendido y sólo los nipones continuaban en la lucha. Yo no sé si Truman, ese lunático, se habría atrevido a lanzar una bomba atómica en Europa. El propio Churchill contemplaba con horror ese tipo de armas, y esto ya es decir mucho. Pero Japón, ¿por qué no? Y la bomba debía lanzarse como fuese; era el as en la manga de Truman para hacerse con el control en las conferencias de post-guerra o, lo que es lo mismo, con el control del nuevo mundo surgido tras la contienda.”

Hizo una pausa para recobrar el aliento y terminar su segunda taza de té. Parecía algo cansado.

“Y ustedes se preguntarán: con este panorama, ¿por qué duró tanto la guerra? Es más, ¿por qué hubo, para empezar, una guerra? La razón es bien simple; había un interés general en que hubiese una guerra en Europa.”

Laura intervino en este punto.

“No lo comprendo, Kevin. ¿Quién podría desear algo así y por qué?”

McAllister reflexionó un instante antes de continuar, girándose hacia su esposa como si buscase apoyo en ella. Agnes McAllister hizo un gesto de asentimiento y su marido, tras respirar hondo, decidió sincerarse con sus invitadas.

“Querida Helen,” comenzó de nuevo, esta vez dirigiéndose a su colega historiadora. “Si hay algo que admiro en ti es el coraje a la hora de abordar ciertos temas (Helen restó importancia al comentario con una leve sacudida de cabeza). ¿Sabe una cosa, Laura? (El escocés volvió a centrarse en la valenciana). He dedicado 60 años de mi vida a estudiar los conflictos del siglo XX. A lo largo todo ese periodo, poco a poco, se han ido desclasificando documentos que podríamos considerar, cuanto menos, preocupantes. Como he comentado al principio la historia nos la brindan, sesgada, aquellos que ganan las batallas, y el público general no parece hacerse demasiadas preguntas al respecto. Churchill, por ejemplo, fue un político casi tan abominable como el propio Hitler. Se necesita el valor de una Helen Bradley para dar a conocer este hecho al mundo. Su biografía de Churchill, como ella sabe, ha sido aplaudida por unos y considerada propaganda por otros. A Helen esto le preocupa más bien poco, pues ella siempre ha vivido de sus libros, sin más aspiraciones. Yo, por mi parte, he combinado mi faceta investigadora con mi cátedra universitaria; he contemplado, con orgullo, como mis manuales de historia son empleados en la mayoría de universidades; he colaborado como asesor en la BBC; he recibido galardones de todo tipo y todo ello, como es natural, ha contribuido a que amasase una sustancial fortuna que me ha permitido una vida muy cómoda junto a los míos. Lo que trato de decirle, por medio de todo este rodeo, es que en el fondo he sucumbido a mi propia complacencia. En otras palabras, he actuado como un cobarde, acusando a otros historiadores de ocultar ciertos hechos al público mientras yo mismo, por mi parte, hacía lo propio, siempre temeroso de perder mi reputación y mi bienestar.”

“¡Vamos, Kevin!” intervino Helen. “Sé a dónde quieres ir a parar pero no estoy de acuerdo contigo. Te consideran un historiador polémico, y pocos han sacado a la luz tantos trapos sucios como tú.”

“Tantos puede; todos, de ninguna manera,” le aclaró McAllister con expresión seria. “Y cuando por fin publiqué documentos reveladores,” prosiguió, “lo hice una vez jubilado de mi labor universitaria y cuando ya no tenía nada que perder. A la hora de escoger entre toda la verdad y la seguridad de mi familia, escogí lo segundo.”

“Muy acertado,” señaló Helen. “Todos habríamos hecho lo mismo.”

“¿Estás segura?”

Helen se mantuvo en silencio, ante la mirada irónica del historiador. Agnes trató de explicarle a Laura las palabras de su marido.

“Hubo una época, querida, y no hace todavía mucho de ello, en la cual cuando uno cuestionaba todo aquello relacionado con la II Guerra Mundial se exponía a ser acusado de nazi o incluso algo peor.”

“Así es,” corroboró Kevin McAllister.

Laura asintió antes de decir:

“Bien, yo no puedo ofrecerles una opinión. Mis conocimientos históricos son limitados y nunca me he planteado ninguna cuestión referente a las guerras. Estas me parecen algo terrible; jamás me han interesado demasiado. He visto documentales o leído artículos sobre el tema, y siempre he dado por sentados los aspectos básicos concernientes a la II Guerra Mundial. Quizás haya otros, no lo dudo, pero al final todo se resume a que un régimen tiránico y sanguinario fue derrotado por las democracias occidentales. Lo demás no importa demasiado, ¿verdad?”

“Pese a todo,” puntualizó Kevin McAllister, “fueron esas democracias occidentales, ayudadas por el dictador Stalin (un tipo muy poco democrático), quienes realmente causaron toda esa masacre en el continente. Y no sólo son culpables de la II Guerra Mundial sino también de la Primera.”

Laura no estuvo de acuerdo con esa afirmación y así se lo hizo saber al escocés.

“No pienso lo mismo, Kevin. Fue Hitler el causante real. Él invadió Polonia, no ustedes.”

“Así es, profesora, nosotros no invadimos Polonia ni falta que nos hacía pues ya habíamos invadido medio mundo con anterioridad. Además, no contábamos en Polonia con ningún territorio propio, de lo contrario no le quepa la menor duda de que habríamos efectuado una incursión en el mismo.”

“Kevin,” intervino Helen; “mi amiga no logrará comprenderte a menos te expliques mejor. Será mejor que vayas al grano.”

McAllister fue el grano.

 

“Comencemos por el principio, y este no es otro que el verano de 1914, cuando el archiduque austriaco es asesinado en Sarajevo. Como ustedes sabrán, ese asesinato fue el origen de la I Guerra Mundial. Pero, ¿por qué hubo una guerra en 1914? Analicemos la situación de Europa ese mismo año, de Este a Oeste. Para empezar tenemos el renqueante impero ruso, humillado tras su derrota contra los japoneses, en 1905, en Manchuria y Corea; amenazado por una posible revolución dispuesta a derrocar al zar, revolución finalmente financiada, entre otros, por Estados Unidos. Por otra parte está el imperio Otomano, también en decadencia y deseoso de levantar cabeza cuanto antes. Por su parte, los Balcanes eran una olla a presión dispuesta a estallar en cualquier momento; una olla bajo el reciente dominio de otro imperio en sus últimos estertores: el imperio austro-húngaro. Alemania, reforzada tras la guerra franco-prusiana, en la cual Francia había sido derrotada de manera notable, comenzaba a perfilarse como un futuro imperio a tener en cuenta, algo inquietante para ingleses y franceses, temerosos de una nación alemana relativamente joven y con un sentimiento nacional sin igual en el resto de Europa. Francia, como he dicho, todavía no había olvidado su derrota contra la Alemania o, mejor dicho, la Prusia de Bismarck en 1871, y buscaba una revancha. Inglaterra, a su vez, veía con recelo el creciente poderío germano; una seria amenaza para sus colonias, reflejada en las tentativas alemanas por hacerse con territorios en África. Así pues, cuando el archiduque Francisco Fernando de Austria fue asesinado, ya existía un caldo de cultivo ideal para una guerra en Europa. Al morir el heredero al trono austro-húngaro, Austria decidió actuar contra Serbia, la mano tras el asesinato. Para no extenderme demasiado en todo este asunto, recalcar un par de cosas. La primera nos muestra a un imperio austro-húngaro muy debilitado, una sombra de lo que había sido pero, aun así, un verdadero Goliat frente al David representado por Serbia. La segunda nos presenta a una Serbia dispuesta a ceder a las demandas austriacas a cambio de salvar el pellejo, algo que hubiese evitado la guerra subsiguiente. Entonces ocurre algo que lo cambia todo. Rusia, apelando al hermanamiento de la raza eslava, decide ofrecerle su apoyo a Serbia en caso de conflicto. David dispone de otro Goliat para enfrentarse a la amenaza que se cierne sobre él y decide, por tanto, no sólo no ceder a las demandas austriacas sino rechazarlas e ignorarlas con una cierta arrogancia. Si Rusia y Austria se enfrentan, la desmembración del imperio austro-húngaro es más que probable, lo cual daría pie a que se cumpliesen los sueños de independencia de los serbios, antes sometidos a los turcos y ahora bajo la influencia austriaca. Esa posible guerra ya cuenta con un grupo de apoyo. La movilización de tropas rusas, sin duda, debió representar una inyección de moral para Serbia. Por supuesto Austria no era estúpida. Consciente de un desastre en caso de enfrentarse a serbios y rusos, trata de atraer a la nueva y poderosa Alemania hacia su causa, lo cual consigue. La cosa, como ven, comienza a complicarse. Rusia, supongo, no teme un enfrentamiento con Austria, pero Alemania son palabras mayores, especialmente teniendo en cuenta el fiasco anterior contra los japoneses. ¿Solución? Más aliados, y quien mejor que los franceses, con un poderoso ejército y todavía esperando devolver el golpe a Alemania. Francia, como era de esperar, firmó una alianza con los rusos; esos mismos rusos a los cuales había combatido Napoleón en 1812. Así pues, el calor se intensifica. Por fin, el 28 de Julio de 1914, Austria declara la guerra a Serbia y el resto sigue detrás. Un verdadero efecto dominó. De momento, Inglaterra está al margen. Sacudida por revueltas mineras y problemas en Irlanda, necesitaba de algún punto de distracción para sus ciudadanos más descontentos, algo que la ayudase a resolver los problemas internos y, si es posible, minar el emergente poderío alemán. Ahora bien, ¿cómo entrar en la guerra? ¿Qué excusa esgrimir? Cuando el 4 de agosto las tropas alemanas entran en Bélgica con idea de atacar Francia, los dirigentes ingleses sacan del baúl un viejo tratado de 1839: el Tratado de Londres, olvidado por casi todo el mundo; un tratado encaminado a garantizar la neutralidad de Bélgica. Alemania ha penetrado en un estado neutral e Inglaterra ya cuenta con la excusa que buscaba para enviar sus tropas a Europa. Estalla así una guerra en toda regla, con millones de muertos y la introducción de armas nuevas como el tanque, los lanzallamas o el gas. La contienda se va alargando y nadie puede asegurar quien la ganará. En 1917 tiene lugar la revolución rusa. Tras el triunfo de los bolcheviques, estos retiran a Rusia del conflicto. Lo que antes era una guerra en dos frentes distintos para los alemanes, ahora se convierte en una lucha en un solo frente. El golpe moral para ingleses y franceses tuvo que ser tan devastador como prometedor lo fue para los alemanes, quienes habían sufrido el revés de ver a Estados Unidos, ese mismo año de 1917, declarándoles la guerra. ¿Y por qué declaró Estados Unidos la guerra a Alemania? Según el gobierno norteamericano, la causa fue el hundimiento del Lusitania, un lujoso navío al estilo del Titanic. Pero el Lusitania había sido hundido en 1915, dos años antes, y lo peor de todo fueron las circunstancias de ese hundimiento. El 1 de mayo de 1915 el Lusitania parte de Nueva York rumbo a aguas irlandesas, pese a ser aguas en zona de guerra y pese a las advertencias de la prensa y de los alemanes al respecto. Curiosamente el Lusitania transportaba, camuflado entre su carga, material bélico para los ingleses. Una vez en aguas irlandesas, un buque británico estaba encargado de escoltar al Lusitania, dado lo peligroso del área. El señor Winston Churchill, primer Lord del Almirantazgo inglés, ordenó retirar la escolta a última hora, dejando el navío a su merced. Y a su merced fue hundido el 7 de mayo por un submarino alemán, pereciendo 1198 pasajeros, entre ellos el célebre músico de su país, Enrique Granados. Churchill debía estar encantado; había jugado sus cartas para arrastrar a los americanos a la guerra y la baza le había salido bien. Sólo era cuestión de tiempo. Estados Unidos, a su vez, supo jugar las suyas, entrando en combate en el momento oportuno, cuando la victoria estaba asegurada y cuando mayor ventaja podía sacar de todo el embrollo europeo en su afán por convertirse en primera potencia mundial. El 11 de noviembre de 1918 se firmó el armisticio y en 1919 se impuso a Alemania el Tratado de Versalles, declarándola única responsable de la guerra; reclamándole unas compensaciones económicas que no terminaría de pagar hasta el año 2010; privándola de gran parte de su territorio y de casi todo su ejército. Con estas durísimas condiciones, la semilla para el advenimiento del nazismo estaba sembrada en suelo fértil. La caída del imperio austro-húngaro también contribuiría a que los integrantes de ese extinto poder contemplasen, con sumo placer, la posibilidad de unirse al III Reich llegado el momento.”

McAllister hizo una pausa para interrogar a Laura.

“¿Reconoce usted, en mi relato, las culpas correspondientes a occidente en cuanto al estallido de la I Guerra Mundial?”

Laura respondió afirmativamente.

“Lo que no comprendo,” dijo, “es porqué se responsabilizó sólo a Alemania de la guerra.”

“Muy sencillo,” le explicó McAllister, “porque se pretendía hundirla a toda costa como nación emergente y como amenaza económica para franceses e ingleses.”

“Y eso que nos ha contado del Lusitania… lo del papel de Churchill en esa tragedia…”

“Acerca de Churchill,” señaló el escocés, “Helen ya ha dicho todo lo que se pueda decir.”

“Y supongo,” añadió Laura con una débil sonrisa, “que usted me presentará ahora un resumen parecido en cuanto a la II guerra mundial, cambiando así mis conceptos preconcebidos sobre ella.”

“Esa es mi intención.” McAllister le devolvió una sonrisa mucho más abierta.

“Prepararé un poco más de té,” anunció Agnes McAllister. “Kevin, me temo, hablará esta vez de manera más extensa.”

Una vez Agnes McAllister rellenó las tazas de los presentes, su marido se lanzó de lleno con la segunda parte de su exposición.

 

“La II Guerra Mundial, al igual que la primera, ocurrió porque había muchos políticos interesados en ella. Las intenciones de Hitler nunca escaparon a nadie, pues las había dejado bien claras tanto en sus discursos como en Mein Kampf. Cuando los nazis se hicieron con el poder en Alemania, lo hicieron con el beneplácito de, entre otros, El Vaticano, el cual no tardó en reconocerlos a nivel diplomático; los ingleses, quienes cantaron una serie de alabanzas hacia Hitler y compañía; el establishment norteamericano, del cual los nazis recibieron financiación e intercambios industriales y, si me apuran, los soviéticos, muy alejados ideológicamente pero conscientes del valor del régimen alemán para el cumplimiento de sus propios objetivos en Europa. Por su parte, Hitler encontró todo tipo de justificaciones para sus actos, merced a la actitud de los aliados occidentales tras la I Guerra Mundial. El Tratado de Versalles imponía un desarme, casi absoluto, de Alemania, así como una desmilitarización progresiva del resto de contendientes. Pero mientras Alemania desmantelaba su ejército, el resto no sólo no disminuyó los suyos sino que continuaron con la política militarista de antaño. Esto sirvió a Hitler de justificación para iniciar el poderoso rearme del ejército alemán. Por otra parte, las condiciones de Versalles arruinaron la economía alemana de tal manera que pronto se encontró con una masa de más de seis millones de desempleados; con una moneda, el marco alemán, totalmente hundida y sin apenas valor. Cuando una nación se enfrenta a lo que se enfrentó Alemania tras la I Guerra Mundial, cualquier cosa puede pasar, incluyendo el ascenso de grupos radicales que prometen esto y aquello para revertir la situación. Cuando Hitler llega al poder, las dudas que pudiesen tener muchos alemanes en cuanto a su persona (y créanme que había muchas), se disiparon cuando los resultados comenzaron a aflorar. Durante su primer año de mandato, se crearon en Alemania tres millones de empleos, algo casi milagroso, y la determinación mostrada para reunificar en el Reich a aquellos de habla alemana le granjeó el apoyo de la población. Austria fue anexionada ante la indiferencia del resto de Europa, como lo fue Checoslovaquia. La anexión de esta última tenía mucho menos sentido que las demandas de Hitler sobre el corredor de Danzig, un territorio que sí era históricamente alemán y con una población, casi en su totalidad, alemana. Danzig era una herida abierta para la opinión pública germana. Este corredor era una franja de terreno que separaba Alemania de Prusia Oriental, con el único objetivo de proporcionarle a Polonia un acceso al mar. A su vez, Polonia había cometido una serie de dislates que pocos parecen recordar, desde buscar expandirse a costa de naciones vecinas hasta masacrar parte de los habitantes de Danzig; exactamente el tipo de escusa buscada por Hitler para atacar a los polacos. Al igual que en tiempos de la I Guerra Mundial, Alemania volvía a presentarse, a ojos del resto de naciones occidentales, como una seria amenaza política y económica. Si esto inquietaba a franceses e ingleses desde luego no lo hacía tanto, aunque pueda pensarse lo contrario, al otro gran dictador del continente: Stalin. Analicemos la situación desde el punto de vista de este último. Stalin siempre temió el rechazo generalizado del resto de Europa a su régimen, lo cual podía dar al traste con sus ambiciones, entre ellas expandir el comunismo soviético hacia el oeste tanto como fuese posible. Su servicio de espionaje, siempre efectivo, lo había alertado de la inminente posibilidad de una guerra en el continente si Alemania entraba en Polonia. ¿Cómo afectaría esta circunstancia a la Unión Soviética? En realidad de manera muy positiva. Imagínense a unas naciones europeas en guerra, destruyéndose entre sí mientras los rusos observan el resultado entre bastidores. Una vez alemanes, franceses e ingleses terminasen de hundirse unos a otros, el renovado y poderoso ejército de Stalin sólo tendría que avanzar hacia el Oeste y expandir su imperio. Si Hitler había rearmado Alemania hasta los dientes, ¿qué decir del ejército de Stalin? El volumen de sus tanques superaba al del resto de potencias europeas juntas. Con una población abundante, si bien empobrecida, el número de sus divisiones era realmente espectacular, así como su fuerza aérea. Hitler era consciente de ello y no deseaba, en caso de guerra, luchar en dos frentes distintos. Esto siempre lo dejó claro a sus generales; no pretendía repetir el error de la anterior contienda y menos considerando el poderío soviético. Para evitar esta eventualidad, los nazis necesitaban firmar un pacto de no agresión con Stalin. Si la invasión de Danzig precipitaba una guerra, Hitler estaba seguro de poder hacer frente a los aliados occidentales siempre y cuando los rusos se mantuviesen al margen. Por su parte, ingleses y franceses también reconocían este hecho y trataron de congraciarse con Stalin, pese a rechazar el régimen comunista. El dirigente ruso, bastante más astuto que sus colegas occidentales, sopesó minuciosamente las ventajas y desventajas de aliarse con unos u otros. Si se unía a británicos y franceses, Alemania no atacaría Polonia, siempre reacia a luchar en dos frentes; si negociaba con Hitler, este no dudaría en lanzar a la Wehrmacht contra los polacos, desencadenando así esa guerra debilitadora en Europa que le daría una oportunidad para controlar las naciones vecinas. Stalin firmó un pacto de no agresión con Hitler y este, como era de esperar, ordenó la invasión de Polonia, máxime cuando esta, al igual que Serbia en 1914, recibió garantías de defensa por parte de ingleses y franceses, lo cual hizo perder el aplomo diplomático (de nuevo) de los dirigentes polacos a la hora de negociar con Hitler. Así pues, el 1 de septiembre de 1939, Alemania entra Polonia y se desata la II Guerra Mundial. Entre los invasores se encontraba el X ejército de Reichenau, renombrado más tarde como VI ejército, ¡VI ejército, Laura!, durante la ofensiva contra Francia. Como era de esperar, la moderna maquinaria bélica alemana fue de victoria en victoria y Churchill, muy curtido en política, trató de atraerse a Stalin de la misma manera que había hecho con los norteamericanos en la I Guerra Mundial. Una prueba de ello fue la actitud inglesa, desde el principio, hacia los rusos. Las condenas internacionales (lógicas) contra Alemania, tras entrar en Polonia, no se produjeron cuando Stalin se anexionó Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania y el este del territorio polaco. Paradójicamente, si ingleses y franceses hubiesen cumplido su palabra de apoyar a los polacos, Hitler hubiese retirado sus tropas de esta nación, evitando así ese conflicto en dos frentes. Por entonces, Alemania todavía no estaba segura de cuál era el verdadero potencial de su ejército, numeroso en divisiones pero lleno de jóvenes inexpertos. La derrota polaca, después de tres semanas de lucha, sorprendió al mismísimo Hitler. ¿Y qué papel jugó Estados Unidos en todo esto? El servicio secreto norteamericano informó a Roosevelt, en su momento, del acuerdo entre Hitler y Stalin. En este acuerdo se incluía un reparto de Polonia. ¿Por qué, entonces, no se dijo nada a los polacos de todo esto? Muy sencillo: si los norteamericanos hubiesen informado a los dirigentes polacos de las intenciones de los dos dictadores europeos, Polonia hubiese preferido ceder Danzig a Alemania antes que ver todo su país destruido y repartido entre alemanes y rusos. Por tanto Roosevelt, como suele decirse, cerró el pico y dejó hacer a Hitler. Cuando Japón atacó Pearl Harbor no existió un factor sorpresa en dicho acto; la prensa norteamericana (pueden consultar las hemerotecas) ya había advertido de ese ataque tiempo antes del mismo, si bien su culminación era necesaria para participar en la guerra, justo en ese momento oportuno del cual les hablaba. Llegados a este punto ustedes se preguntarán: si Hitler no deseaba embarcarse en una guerra en dos frentes distintos, ¿por qué invadió la Unión Soviética? Esta acción parece más en la línea de un demente que otra cosa, ¿verdad? Pero no olviden que Stalin era bastante más listo que Hitler; sabía de la dependencia de este último hacia la Unión Soviética si quería garantizarse un atisbo de victoria en la guerra. Con ese as en la manga, Stalin formuló una serie de demandas territoriales cada vez más preocupantes para los nazis. En 1941, esas exigencias alcanzaron su cima cuando Molotov reclama a los dirigentes alemanes los territorios de Bulgaria, Rumania, parte de la actual Hungría e incluso un puerto marítimo en Dinamarca; en otras palabras, posicionar tropas soviéticas alrededor de Alemania. Por si esto no era poco, en mayo de ese mismo año Stalin comunica a sus militares que una guerra contra Alemania es algo inevitable, lo cual llegó a oídos de Hitler. Digan lo que digan los libros de historia, la invasión alemana de Rusia es el acto preventivo de un Hitler dudoso de las intenciones de Stalin, no un arrebato de locura. Además, si no logra una rápida victoria en la Unión Soviética, el líder alemán asume que la guerra se perderá. Nunca fue tan ingenuo como para creer lo contrario. A partir de ese momento, la política de Hitler cambia por completo. Él nunca se había fiado de Stalin, de ahí sus innumerables aproximaciones a los ingleses para firmar la paz con ellos. ¿Pero qué podía poner Hitler sobre la mesa? Incluso si se retiraba de Polonia, esta nación ya estaba desmembrada y Stalin no sacaría sus tropas de la porción polaca ocupada por las mismas. Churchill sacó partido de todo ello. Mantuvo, a través del servicio secreto, negociaciones con los nazis encaminadas a ganar tiempo mientras arrastraba a los americanos a la guerra. El resultado de esas negociaciones fue el vuelo de Hess a Escocia, en mayo de 1941, justo cuando Stalin exponía a sus generales las intenciones con respecto a Alemania. Ese vuelo no fue ajeno a Hitler, como nos han hecho creer, sino algo bien planificado de antemano, si bien Churchill tenía sus propias ideas sobre cómo combatir a los nazis. Fracasado el intento desesperado de Hess se acordó, por una cuestión de imagen pública, presentarlo al mundo como el acto de una mente enferma. Los franceses no hubiesen estado muy contentos si descubriesen todas esas negociaciones secretas, entre alemanes e ingleses, al margen de ellos. Cuando Alemania comenzó a perder batallas en Rusia, se acentuaron las advertencias nazis sobre los peligros de una expansión comunista en el resto del continente. La imagen de un Hitler refugiado en su búnker de Berlín, durante las fases finales de la guerra, arengando a sus generales acerca de cómo dar un vuelco a la situación, nos ha dejado la idea de un gobernante desequilibrado; incapaz de asumir la realidad. En mi opinión, para Hitler la guerra estaba perdida. Lo supo el mismo día que el sexto ejército cayó en Stalingrado. La obcecación final por defender Berlín quizás tuviese como motivo retrasar el avance soviético todo el tiempo posible. Si Alemania caía en manos soviéticas, jamás levantaría cabeza. Mejor resistir en el frente oriental hasta el último hombre. Esa es mi explicación particular de las últimas semanas de la guerra, sin dejar de lado la posibilidad de que Hitler estuviese bajo el influjo de las drogas administradas por su médico, amén del estrés.”

“En definitiva, la estrategia de Churchill dio resultado, aunque fue el principio del fin del imperio británico. Stalin también jugó bien sus bazas y media Europa cayó bajo la órbita soviética. En cuanto a los norteamericanos, todo salió a pedir de boca. Se erigieron en la primera potencia económica y militar, más aún tras el innecesario despliegue de fuerza en Hiroshima y Nagasaki. ¿Fue Hitler un loco? Yo no diría tanto. Más bien fue un fanático peligroso al frente de un régimen de fanáticos, pero no un loco en el sentido estricto de la palabra. Que una persona con sus orígenes llegase hasta donde llegó, invalida toda idea de demencia. ¿Tú qué crees Helen?”

Su colega asintió.

“Estoy de acuerdo con tu exposición, Kevin, si bien podría parecer una justificación del régimen nazi.”

“Ese es el problema,” prosiguió el escocés. “El ascenso del nazismo me parece uno de los episodios más deplorables de la historia de la humanidad. Discursos como el mío están lejos de despertar las simpatías de mis oyentes, aunque sería una necedad ignorar las causas subyacentes al estallido de la II Guerra Mundial. Occidente es tan culpable como el propio Hitler, sin contar con la calamitosa política de Stalin. Al final no hubo uno sino varios genocidios.”

“¿A qué se refiere?” intervino Laura.

McAllister se refrescó la garganta con un poco de agua antes de contestar.

“Hitler nunca ocultó sus designios hacia el pueblo judío. Desde el comienzo de su mandato, hizo todo lo posible por expulsarlos de Alemania, pactando con grupos sionistas para facilitar la emigración de los judíos del Reich a Palestina. Una de sus estrategias consistió en lo siguiente: los judíos entregaban sus pertenencias a las oficinas de emigración nazis y después, una vez trasladados a Palestina, recibían allí el equivalente económico a esas pertenencias con objeto de asentarse en Oriente Medio. Fue una estrategia apoyada y facilitada por los mencionados grupos sionistas. En el fondo no deja de ser una política de rechazo y expulsión. A medida que avanzó la guerra los judíos, siempre el chivo expiatorio sobre el cual descargar una ira llevada al extremo, sufrieron lo que todos conocemos. Pero si la actitud de los nazis hacia ellos fue una verdadera canallada, ¿quién exculpa a unos aliados que los habían rechazado a su vez en multitud de ocasiones? La RAF inglesa barrió con fuego cientos de miles de civiles en Alemania, muchos de los cuales doy por sentado no eran nazis. Las bombas atómicas sobre Japón pulverizaron, sin distinción de raza, credo o edad, parte de esa nación. Con los crímenes del ejército rojo podrían llenarse varios volúmenes. Ahora bien, ¿se sometió a juicio a alguno de los responsables aliados por esas masacres? La respuesta es no, como lo es si hablamos de Vietnam u Oriente Medio décadas después. Más de cincuenta millones de personas perecieron en la II Guerra Mundial. La historia ha juzgado acertadamente a los nazis. Es hora de admitir, también, las políticas nefastas del resto de participantes, responsables del ascenso del nazismo y de los consiguientes millones de muertos. Helen ha aportado su grano de arena con la nueva biografía de Churchill. Necesitamos, ahora, una visión igualmente objetiva en lo referente al papel jugado por Roosevelt, Truman (quien como ex miembro del Ku Kux Klan poco podía decir en materias de derechos humanos), Mussolini, Hirohito y compañía. Y ya, de paso, reescribamos las biografías de Julio César y otras celebridades históricas centrándonos en sus facetas genocidas.”

“Esta noche,” reconoció Laura, “me ha dado mucho en lo que pensar.”

“Si es así,” le respondió McAllister, “me doy por satisfecho. Para mí es fundamental mantener un criterio independiente a la hora de analizar la historia; no dejarnos engañar por todo aquello que nos venden; ver las cosas desde todos los ángulos.”

“¿Por ejemplo?”

Por ejemplo recordando a los caídos. ¡A todos ellos! No sé cuántos millones de judíos murieron; las cifras varían según las fuentes. En cualquier caso demasiados para mi gusto. Fue algo horrible. Pero a veces parece que nos olvidamos de los 26 millones de rusos muertos, los millones de alemanes, japoneses, polacos, franceses, ingleses… Los cientos de miles de otras naciones. Los soviéticos no habían firmado la convención de Ginebra y sus crímenes también eran espeluznantes. Violaron a millones de mujeres. ¡Millones! Sin embargo, nunca pasaron por el banquillo. ¿Y cuántos conocen los millones de chinos que perecieron durante la guerra? Nada menos que trece millones y medio, merced también a una guerra civil. ¿Lo sabía usted? No, porque Hollywood no habla de eso.”

McAllister guardó silencio, visiblemente cansado a la vez que hastiado. Acto seguido se levantó lentamente y el resto siguió su ejemplo.