Traducción
HELEN lanzó un suspiro. Laura, deseosa de serle útil tanto en su labor traductora como en cualquier otra cosa, la miró interrogante.
“Es más difícil de lo que pensaba, querida,” señaló la inglesa. “Reproducir con exactitud la intensidad de los sentimientos expresados, no es nada sencillo. Además las construcciones gramaticales, así como el vocabulario empleado, son de lo más complejo.”
“No te agobies demasiado. Tómate tu tiempo,” le aconsejó Laura. “Si a ti te resulta complicada la tarea, para mí hubiese sido un verdadero reto.”
Helen apretó los labios, concentrada en un párrafo. Con los ojos clavados en el portátil, indicó:
“Verás, cuando leí esta copia, la encontré fascinante. Pero leer implica una velocidad de procesamiento donde saltas de una idea a la siguiente con relativa rapidez. Ahora, al ir traduciendo el texto, estoy obligada a ir más despacio; a analizarlo todo con mayor detenimiento. Como resultado soy más consciente de lo que se narra, de los significados subyacentes. De alguna manera, se estrecha mi vínculo con el autor y adivino qué sentía a la hora de escribir. No sé si me entiendes.”
“Por completo, Helen.”
Esta comenzó a masajearse los brazos.
“¿Y ni siquiera estaba registrada?”
Laura sacudió la cabeza, rememorando su sorpresa al descubrir que la obra no estaba protegida y que cualquier desalmado podría haberla plagiado impunemente. Gracias a Dios, había conseguido la autorización del chico. ¿Y no era esto, en sí mismo, una muestra de ingenuidad? Mucho debía confiar Jessel en ella para cederle tal derecho sin conocerla de nada. Se preguntó otra vez quién le había facilitado al joven su nombre y dirección en la universidad.
Laura contempló con cariño el masajeo de su compañera, quien señaló de repente:
“Me pregunto por qué no te ha dicho la verdad en cuanto a la autoría. Si esto es obra de su abuelo, necesitaremos un nombre y un apellido. En el caso de que mi editor acepte publicarlo, algo sobre lo cual no tengo la menor duda, ¿qué pasará entonces? No sacará a la luz un texto anónimo. No vivimos en la época de las hermanas Brönte; la gente quiere fotos, datos, biografías…”
Aunque Laura restó importancia al asunto, el hecho de que el apellido Brönte también hubiese acudido a la mente de su amiga la reforzó en su idea con respecto al estilo literario del manuscrito.
“No te preocupes, Helen. Sólo he hablado una vez con el muchacho. Fue una visita muy breve. Además, todavía no sabemos a ciencia cierta quien es el autor. La idea del abuelo es sólo una especulación nuestra.”
Helen se encogió de hombros.
“Supongo que ese Müller ha tenido una buena educación, o quizás sus familiares sean gente de letras. Muestra un dominio del lenguaje absolutamente asombroso; una construcción muy sólida. Las traducciones del alemán no sólo se encuentran entre las más complicadas sino que algunos traductores profesionales nunca quedan del todo satisfechos con su trabajo. Y ya ves, para ser un primer intento, porque debe de serlo, el resultado es tan magistral como la novela misma, una novela harto difícil de traducir, como yo misma puedo atestiguar.”
“Como no tenemos el original ante nosotras, Helen, y aunque lo tuviésemos no lo entenderíamos, hablar de transcripción fidedigna no tiene sentido.”
La inglesa estuvo de acuerdo.
“Sí, pero ello no invalida mi comentario sobre lo excepcional de la misma. Por cierto, ¿vas a encontrarte con el muchacho próximamente? ¿Le has enviado esa nota?”
“Sí, lo he hecho. Quiero sentarme de nuevo frente a él y comprobar si está dispuesto a revelar algo más acerca de sí mismo. Pero…” dejó la frase en el aire.
“Nunca se sabe Laura. A veces, el misterio es la mejor de las publicidades.”
Helen volvió a enfrascarse en su labor.
Laura decidió respetar la concentración de la inglesa y salió a la terraza con idea de relajarse. Se cubrió la cabeza con una gorra y se estiró en una hamaca, con los ojos cerrados y la imagen de Jessel Müller en la mente.
¿Acaso me he enamorado locamente de ese jovenzuelo?
Sí. Deseaba verlo con toda su alma. Lo mejor sería invitarlo a unirse a ellas en el apartamento. ¿Aceptaría? Si despertase en él un sentido de la obligación… La invitación iría acompañada de alguna escusa encaminada a aceptarla, algo así como discutir los aspectos de la futura publicación de la novela. En el fondo se estaba engañando a sí misma. En realidad, sólo quería tener a Jessel a su lado, incluso aquel maravilloso manuscrito había pasado a un segundo término. Sacó del bolsillo la fotocopia de la foto del joven y la miró ensimismada.
Laura, eres una chiquilla.
Helen apareció a su espalda y la sorprendió con la foto en la mano. No le hizo ninguna pregunta, limitándose a disimular risueña. Laura escondió el retrato en el pantalón corto y trató de ocultar su incomodidad.
“¿Un descanso, Helen?”
“Sí, voy a buen ritmo. Dos o tres días más y habré terminado. Después, contactaré con Neville.”
“¿Podemos confiar en él?”
La historiadora lo tenía muy claro.
“Por supuesto. Es una persona muy perceptiva, con una gran visión. Ha ganado mucho dinero apostando por autores desechados por otros; descubre oro allá donde otros sólo ven arena. Y, en este caso, la calidad salta a la vista.”
Laura expuso las piernas al sol (sólo un poquito, por Jessel) y se dirigió a su amiga desde la sombra de la visera.
“Helen, nunca te agradeceré demasiado todo lo que haces por mí. Debo confesarte un secreto,” dijo agachando la cabeza. “Por estúpido que te parezca, no dejo de pensar en ese chico. Deseo fervientemente estar con él. Necesito verlo; saber si el problema soy yo o si también despierta en ti los mismos sentimientos.”
Helen se alegró de que fuese la propia Laura quien abordase el tema. Fue sincera con ella.
“Lo imaginaba. Se adivina en ti cierta presión emocional, una especie de hechizo. No creo que ese muchacho despierte gran cosa en mí. Yo ya soy casi una anciana; en cambio, tú todavía eres joven, aunque a veces te empeñes en afirmar lo contrario; aún te dominan las pasiones. Se acerca la recta final de mi existencia, Laura. Los hombres apuestos me generan el mismo interés que un buen cuadro. Me limito a elogiarlo en la sala de un museo pero no soñaría con llevármelo a casa. Entrañaría demasiados riesgos, ¿comprendes?”
Laura la entendió perfectamente. Se trataba de la misma filosofía aplicada a su vida durante los últimos años.
“¿Cuándo fue la última vez que estuviste con un hombre, Helen?”
Esta elevó los ojos al cielo.
“¡Casi lo he olvidado! Me divorcié hace catorce años y, si no me falla la memoria, sólo he tenido dos relaciones esporádicas desde entonces. No te sorprendas. Mi verdadera pasión es la historia, mis libros, mi independencia… Añádele a esto mi aspecto físico, sin ningún interés para el sexo opuesto. Cuando un hombre se fija en mí es porque ha renunciado a toda esperanza de conseguir a quien realmente desea. Por suerte o por desgracia, soy la persona menos indicada para hablar de estas cosas.”
Laura reflexionó un momento antes de señalar:
“Yo también valoro mi independencia por encima de todo; eres testigo de ello. No he compartido un momento de intimidad con nadie desde hace tres años, y no es algo que haya echado de menos. De todos modos, ahora… No sé, me siento asqueada. Pensar de repente en un chico cuya edad podría ser la de un posible hijo mío, me pone enferma; me hace dudar de mi salud mental. Para colmo, no puedo evitarlo. No, no puedo…”
Helen rio despreocupada.
“Eres demasiado moralista, Laura.”
“¿Eso piensas?”
“Sí, muchacha. Lo que para ti supone un dilema, para mí sólo es el más natural de los instintos. No eres un caso único. Apostaría tienes alumnos en tu clase enamorados de ti y ni siquiera te has parado a pensarlo. ¿Me equivoco?”
El silencio de Laura fue una admisión.
“¡Lo suponía!” exclamó Helen levantándose de su asiento.
“De todos modos no he venido a Valencia para hablar de hombres, sino para investigar el origen de esa novela cuya traducción me mantiene ocupada. Trata de centrarte en ella tanto como yo y te sentirás mejor.”
¡Helen! ¡Siempre tan didáctica, tan lógica, tan acertada!
Laura siguió pensando en Jessel.